Hasta alrededor del veinte de septiembre, oí desde mi cama del hospital las salvas de las baterías emplazadas en las alturas de los bosques de Jeschkental y Oliva. Y luego rindióse el último foco de resistencia, la península de Hela. La Ciudad Libre hanseática de Danzig pudo celebrar la incorporación de su gótico en ladrillo al Gran Reich alemán y mirar entusiásticamente en los ojos al Führer y Canciller del Reich Adolf Hitler, de pie en su Mercedes negro y saludando casi infatigablemente en ángulo recto: en aquellos ojos azules que tenían con los ojos azules dejan Bronski un éxito en común, a saber, el éxito con las mujeres.
A mediados de octubre, Óscar fue dado de alta del Hospital municipal. La despedida de las enfermeras se me hizo difícil. Y cuando una de ellas —creo que fue la señorita Berni o Erni—, cuando, pues, la señorita Erni o Berni me restituyó mis dos tambores: el roto, que me había hecho culpable, y el nuevo, que yo había conquistado durante la defensa del edificio del Correo polaco entonces pude darme cuenta de que por espacio de varias semanas no había vuelto a pensar en mi hojalata y que, aparte de los tambores de metal, había para mí en el mundo algo más: ¡las enfermeras!
Instrumentado de nuevo y equipado con nuevo saber, abandoné de la mano de Matzerath el Hospital municipal, para confiarme en el Labesweg, inseguro todavía sobre mis pies de niño de tres años, a la vida cotidiana, al cotidiano aburrimiento y a los domingos, más aburridos todavía, del primer año de guerra.
Un martes de fines de noviembre —salía yo a la calle por primera vez, después de varias semanas de convalecencia—, encontróse Óscar en la esquina de la Plaza Max Halbe con el camino de Brösen, mientras iba golpeando ante sí malhumorado el tambor sin prestar atención al tiempo frío y húmedo, al ex seminarista Leo Schugger.
Por algún tiempo nos estuvimos mirando con una sonrisa embarazada, y no fue hasta que Leo sacó de los bolsillos de su levita los guantes de ante y deslizó sobre sus dedos y palmas las vainas blanco amarillentas como pellejos de los mismos, cuando comprendí a quién había encontrado y lo que aquel encuentro me tenía reservado —y entonces Óscar sintió miedo.
Miramos todavía los escaparates de los cafés Kaiser, seguimos con la vista algunos tranvías de las líneas 5 y 9, cuyos trayectos se cruzaban en la Plaza Max Halbe, caminamos a lo largo de las casas uniformes del Brösener Weg, dimos varias vueltas a una cartelera, estudiamos un anuncio que informaba acerca de la conversión del florín de Danzig en marcos del Reich, raspamos un anuncio del Persil, hallamos debajo del blanco y el azul algo de rojo, y, ya contentos, dábamos vuelta hacia la plaza, cuando Leo Schugger empujó con ambos guantes a Óscar hasta el interior de un zaguán, se pasó primero los dedos enguantados de la mano izquierda detrás de la levita y luego bajo los faldones de ésta, exploró el bolsillo de su pantalón, lo escudriñó, halló algo, examinó todavía el hallazgo en el bolsillo y, aprobándolo, extrajo del bolsillo el puño cerrado, dejó caer de nuevo el faldón, alargó lentamente el puño enguantado, lo fue alargando cada vez más, empujó a Óscar hacia la pared del zaguán —su brazo era largo y la pared no cedía—, y no abrió la piel de cinco dedos hasta que yo empezaba ya a pensar: ahora se le va a desprender el brazo del hombro, se le va a hacer independiente, me dará en el pecho, lo atravesará, hallará la salida por entre los omóplatos, penetrará en la pared de este zaguán enmohecido, y Óscar no sabrá nunca lo que Leo tenía en la mano pero se habrá aprendido en todo caso el texto del reglamento interior de la casa Brösener Weg, que no se diferenciaba esencialmente de el del Labesweg.
Ya junto a mi abrigo de marinerito, y cuando me apretaba uno de los botones de ancla, abrió Leo el guante en forma tan rápida que oí crujir las articulaciones de sus dedos: sobre la piel mohosa y reluciente que cubría la palma de su mano apareció el casquillo.
Al cerrar Leo nuevamente el puño, estaba yo dispuesto a seguirlo. El pedazo de metal me había afectado directamente. Uno al lado del otro, Óscar a la izquierda de Leo, bajamos el Bösener Weg sin detenernos esta vez ante escaparate o cartelera alguna, atravesamos la calle de Magdeburg, dejamos atrás las dos casas altas y en forma de caja que están al final del Brösener Weg y en las que de noche brillaban las luces para los aviones que aterrizaban o emprendían el vuelo, seguimos primero a lo largo de la cerca del aeropuerto, llegamos luego a la carretera asfaltada y continuamos adelante siguiendo los rieles del tranvía de la línea 9 en dirección de Brösen.
Íbamos sin hablar ni una palabra, pero Leo seguía teniendo el casquillo en el guante. Cuando yo vacilaba y quería volverme atrás a causa del frío y de la humedad, entonces él abría el puño, hacía saltar el pedacito de metal sobre la palma de la mano y me arrastraba así cien pasos más, y luego otros cien, y recurriendo inclusive a efectos musicales cuando, al penetrar en territorio municipal de Saspe, me vio ya decidido a emprender seriamente la retirada. Girando sobre sus tacones, tomó el casquillo con la abertura hacia arriba, apretó el orificio a manera de flauta contra su babeante y prominente labio inferior y lanzó en medio de la lluvia, cada vez más espesa, un sonido ronco, ora estridente, ora como amortiguado por la niebla. Óscar tiritaba. No era sólo la música del casquillo la que lo hacía tiritar; aquel tiempo de perros, que parecía hecho ex profeso para las circunstancias, contribuía a que apenas me esforzara yo por disimular el frío miserable que sentía.
¿Qué era lo que me atraía hacia Brösen? Primero, por supuesto, aquel cazador de ratas de Leo que silbaba en el casquillo. Pero también el silbar incesantemente de muchas otras cosas. Procedentes de la rada y de Neufahrwasser, que quedaban detrás de la niebla de noviembre, parecida al vapor de un lavadero, nos llegaban, a través de Schottland, Schellmühl y la Colonia del Reich, las sirenas de los barcos y el aullido famélico de un torpedero que entraba o salía, de modo que a Leo le resultaba cosa fácil hacer seguir, entre la bocinas de niebla, las sirenas y el casquillo silbante, a un Óscar que tiritaba de frío.
Aproximadamente a la altura del alambrado que tomaba la dirección de Pelonken y separaba al aeropuerto del nuevo campo de maniobras y del foso de Zingel, Leo Schugger se detuvo y consideró por algún tiempo, con la cabeza ladeada y por encima de la baba que desbordaba del casquillo, mi cuerpo estremecido por el frío. Fijóse el casquillo al labio inferior mediante un movimiento de succión y, obedeciendo a una inspiración y moviendo agitadamente los brazos, se quitó la levita con faldones y me puso el tejido pesado, que olía a tierra húmeda, sobre la cabeza y los hombros.
Reemprendimos nuestro camino. No sabría decir si Óscar sentía ahora menos frío. De vez en cuando, Leo se adelantaba unos cinco pasos, se paraba y, con su camisa ajada pero terriblemente blanca, presentaba una figura que podía antojarse escapada de algún calabozo medieval, de la Torre de la Ciudad, por ejemplo, vestida de la camisa deslumbrante que la moda de la época prescribía para los dementes. Cada vez que Leo miraba a Óscar, que iba tambaleándose bajo la levita, soltaba una nueva carcajada que remataba cada vez con un aletear parecido al de un cuervo al graznar. Yo también debía parecer un pájaro raro, no un cuervo quizá, pero sí una corneja, tanto más que los faldones de la levita me colgaban por detrás y, cual un vestido de cola, barrían el asfalto; dejaba tras de mí una estela ancha y majestuosa, que ya a la segunda mirada que le echó por encima del hombro hizo sentirse a Óscar orgulloso viendo en ella el trasunto, por no decir el símbolo, de un sentimiento trágico latente en él y hasta entonces aún no definido.
Ya en la Plaza Max Halbe había presentido que Leo no se proponía llevarme a Brösen o a Neufahrwasser. Desde el principio de esta caminata sólo pensaba en el cementerio de Saspe o en el foso de Zingel, en cuya vecindad inmediata se hallaba un moderno stand de tiro de la Policía.
De fines de septiembre a fines de abril, los tranvías de las líneas de los balnearios sólo circulaban cada treinta y cinco minutos. Cuando dejamos las casas del suburbio de Langfuhr, nos vino al encuentro un tranvía sin remolque. Un instante más tarde nos pasó el tranvía que en la bifurcación de la calle de Magdeburg había de esperar el paso del tranvía ascendente. Poco antes del cementerio de Saspe, nos pasó primero, tocando la campana, un vagón, y luego otro, al que hacía ya rato habíamos visto esperar en la niebla, porque, debido a la escasa visibilidad, llevaba encendido delante un foco amarillo-húmedo.
Fresca todavía en la retina la imagen de la cara achatada y hosca del conductor del tranvía ascendente, Óscar fue conducido por Leo Schugger, abandonando la carretera asfaltada, por un terreno arenoso que anunciaba ya las dunas de la playa. Un muro cuadrado cercaba el cementerio. Por el costado sur, una puertecita en que la herrumbre producía muchos arabescos, cerrada sólo aparentemente, nos permitió la entrada. Por desgracia, Leo no me dejó tiempo de contemplar las lápidas mortuorias fuera de su lugar, a punto de caer o ya tumbadas, de granito negro sueco o de diabasa, en su mayoría simplemente talladas por detrás y a los lados, y pulidas sólo por delante. Unos cinco o seis pinos raquíticos, crecidos sin orden ni concierto, sustituían la arboleda del cementerio. En vida de mamá, ella había mostrado su preferencia por este lugar en ruinas desde el tranvía, con respecto a otros sitios de reposo. Pero ahora yacía ella en Brenntau. Allí el suelo era más rico; crecían en él álamos y arces.
A través de una puertecita abierta, sin verja, del lado norte, Leo me sacó del cementerio antes de que yo pudiera tomar pie en aquellas ruinas nimbadas de ensueño. Inmediatamente detrás del muro nos encontramos sobre un terreno arenoso llano. Retama, abetos y matas de escaramujo flotaban hacia la costa, destacándose fuertemente en la niebla movediza. Mirando atrás hacia el cementerio, noté en seguida que una porción del muro norte estaba recién encalada.
Leo se movía solícito de un lado para otro frente al muro, de aspecto nuevo y tan dolorosamente deslumbrante como su camisa hecha jirones. Daba unos pasos exageradamente largos, parecía contarlos y los contó en voz alta y, a lo que recuerda hoy todavía Óscar, en latín. Cantaba asimismo el texto, tal como debió de aprenderlo en el seminario. A unos diez metros del muro marcó Leo un punto, puso delante del revoque enjalbegado, y a mi parecer reparado, un pedazo de madera, todo ello con la mano izquierda, ya que guardaba en la derecha el casquillo y, finalmente, después de mucho buscar y medir, colocó junto al pedazo lejano de madera aquel metal algo más estrecho por delante que había contenido un ánima de plomo hasta que alguien, con el índice encorvado, había buscado el punto de disparo, sin apretar, había desahuciado el plomo y ordenado la mortífera mudanza.
Seguíamos allí parados, sin movernos. Leo Schugger dejaba que le fluyera la baba y le formara hilos. Cruzaba los guantes uno sobre otro, canturreó al principio todavía algunos latinajos, pero, no hallando quien pudiera seguirle el responso, optó por callarse. Volvíase también de vez en cuando y miraba con fastidio e impaciencia por encima del muro hacia la carretera de Brösen cada vez que los tranvías, vacíos en su mayoría, paraban en la bifurcación, se esquivaban mutuamente tocando la campana y se iban distanciando. Es probable que Leo estuviera esperando al duelo. Pero ni a pie ni en el tranvía vio venir a nadie a quien ofrecer el pésame de su guante.
Un momento zumbaron por encima de nosotros unos aviones que se disponían a aterrizar. No levantamos la vista y aguantamos el estrépito de los motores, negándonos a dejarnos convencer que eran tres máquinas del tipo Ju 52 que se disponían a tomar tierra con las luces guiñando en las puntas de las alas.
Poco después que los motores nos hubieron dejado, en medio de un silencio tan penoso como blanco era el muro allí enfrente, Leo, echando mano a su camisa, sacó algo, plantóse acto seguido a mi lado, arrancó de los hombros de Óscar su vestido de corneja, partió corriendo en dirección de la retama, los escaramujos y los abetos hacia la costa y, al alejarse, dejó caer algo ostensiblemente, como queriendo que alguien fuese a recogerlo.
No fue sino hasta que Leo hubo desaparecido definitivamente —estuvo dando bandazos por algún tiempo cual un fantasma en la tierra de nadie, hasta que unos jirones lechosos de niebla adheridos al suelo se lo tragaron—, hasta que me encontré completamente solo con la lluvia, cuando recogí el pedacito de cartón clavado en la arena: era el siete de espadas del skat.
Pocos días después del hallazgo en el cementerio de Saspe, Óscar se encontró en el mercado semanal de Langfuhr a su abuela Ana Koljaiczek. Al desaparecer de Bissau la aduana y la frontera territorial, había podido seguir llevando nuevamente al mercado sus huevos, su mantequilla, sus coles verdes y sus manzanas de invierno. La gente compraba de buena gana y mucho, porque se esperaba de un momento a otro el racionamiento de los víveres, lo que estimulaba la creación de reservas. En el momento mismo en que Óscar vio a su abuela acurrucada detrás de su puesto, sintió directamente sobre la piel, debajo del abrigo, del jersey y de la camiseta, el naipe del skat. Mi primer impulso, mientras regresaba en el tranvía de Saspe a la Plaza Max Halbe, invitado por un conductor caritativo, había sido romper el siete de espadas.
Pero Óscar no lo rompió. Se lo dio a su abuela. Cuando ésta vio a Óscar se llevó un buen susto detrás de sus coles tiernas. Tal vez pensara que Óscar no le traía nada bueno. Pero luego hizo señas al niño de tres años, que se había medio escondido tras unos cestos de pescado, para que se acercara. Óscar se hizo el remolón; contempló primero un atún vivo, tendido sobre unas algas húmedas y que medía un metro de largo e hizo como que se paraba a mirar unos cangrejos provenientes del lago Otomín, encerrados por docenas en un cestito en el que seguían practicando su peculiar modo de andar, para luego imitarlos y acercarse reculando al puesto de su abuela echando por delante la espalda de su abrigo de marinerito y mostrándole primero los botones dorados con ancla, con lo que vino a dar contra uno de los caballetes que sostenían el tinglado de su abuela e hizo saltar rodando las manzanas.
Schwerdtfeger vino con los ladrillos calientes envueltos en papel de periódico, los empujó bajo las faldas de mi abuela, sacó con la pala, como antaño, los ladrillos fríos, hizo una raya en la pizarra que llevaba colgada, pasó al siguiente puesto, y mi abuela me tendió una manzana lustrosa.