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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (41 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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No acababan aún de sacarnos por la puerta lateral cuando los de las actualidades, con su cámara instalada en un automóvil particular, la volvieron hacia nosotros y nos tomaron esa película que luego habían de exhibir todos los cines.

A mí me separaron del grupo alineado junto a la pared. Y Óscar se acordó de su estatura de gnomo, de sus tres años que todo lo excusaban y, comoquiera que le volvieron los dolores de los miembros y de la cabeza, dejóse caer con su tambor y empezó a agitarse convulsivamente, sufriendo y simulando por mitades un ataque, pero sin soltar durante el mismo su tambor. Y cuando lo levantaron y lo metieron en un auto de servicio de la milicia territorial SS, al arrancar el coche que había de llevarlo al hospital, pudo ver Óscar quejan, el pobre Jan, sonreía sin ver, con una sonrisa estúpida de bienaventurado, tenía en las manos levantadas algunos naipes del skat y, como uno de ellos en la mano izquierda —creo que era la dama de corazones— decía adiós a su hijo y a Óscar que se alejaban.

Yace en Saspe

He releído hace un momento el último capítulo acabado de escribir. Si a mí no me satisface por completo, tanto más debiera satisfacer, en cambio, a la pluma de Óscar, ya que ésta ha logrado en él, si no mentir abiertamente, sí al menos exagerar concisa y brevemente y aun, en ocasiones, dar de los hechos un resumen deliberadamente breve y conciso.

En honor a la verdad, quisiera ahora tomar desprevenida la pluma de Óscar y rectificar lo siguiente: primero, que el último juego de Jan, el que por desgracia no pudo jugar y ganar hasta el final, no fue un gran contrato, sino un diamante sin sotas; y, segundo, que al abandonar el depósito de las cartas Óscar no se llevó sólo el tambor nuevo, sino también el roto que, juntamente con el muerto sin tirantes y las cartas, se había salido del cesto de la ropa. Quedando además por aclarar que, apenas Jan y yo hubimos abandonado el depósito, porque así nos lo exigían los de la milicia con su «¡fuera!» y sus linternas y sus fusiles, Óscar se colocó como buscando protección entre dos milicianos de aspecto particularmente bonachón y paternal, derramó unas cuantas lágrimas de cocodrilo y señaló con gestos acusadores a Jan, su padre, haciendo del infeliz un malvado que habría arrastrado al edificio del Correo polaco a una criatura inocente, para servirse de ella, en forma inhumanamente polaca, como escudo contra las balas.

Prometíase Óscar, gracias a esta treta de Judas, alguna ventaja para sus tambores sano y roto, y los hechos no tardaron en darle la razón: los de la milicia, en efecto, le dieron a Jan en las costillas y lo empujaron con la culata de sus carabinas, en tanto que a mí me dejaron mis dos tambores; y mientras uno, un miliciano de cierta edad con arrugas de preocupación alrededor de la boca y la nariz y con aire de padre de familia, me acarició las mejillas, el otro, un tipo blanco de tan rubio, de ojos perennemente sonrientes y, por tanto, oblicuos e invisibles, me tomó en sus brazos, con el consiguiente desagrado de Óscar.

Hoy, en que de vez en cuando me avergüenzo de aquella actitud indigna, vuelvo siempre a repetirme: Jan no se dio cuenta de nada; seguía absorto en los naipes, y siguió absorto en los naipes hasta el final sin que nada, ni las ocurrencias más graciosas o endiabladas de la milicia, pudieran ya distraerlo. Y en tanto quejan se hallaba ya en el reino eterno de los castillos de naipes y moraba, afortunado, en una de esas mansiones que el soplo de la fortuna gobierna, nos encontrábamos los milicianos y yo —porque Óscar se incluía ya entre los milicianos— entre muros de ladrillos, sobre pisos de corredores embaldosados, bajo techos con molduras de estuco a tal punto imbricados entre sí con paredes y tabiques, que podía temerse lo peor el día en que, cediendo al azar de tales o cuales circunstancias, toda esa labor de pegamento que designamos como arquitectura viniera a perder su cohesión.

Claro está que no basta esta comprensión tardía para justificarme, tanto menos que a mí —que en cuanto veo andamiajes he de pensar siempre en trabajos de demolición— la creencia en los castillos de naipes cual única mansión digna del hombre no me era totalmente ajena. A lo que perfectamente convencido de que Jan Bronski no sólo era mi tío, sino también mi padre, y no ya putativo, sino verdadero. O sea una ventaja que lo distingue para siempre de Matzerath, porque Matzerath, o fue mi padre, o no ha sido nada en absoluto.

Data pues del primero de septiembre del treinta y nueve —porque supongo que también ustedes habrán reconocido aquella tarde aciaga en el bienaventurado Jan Bronski que jugaba a los naipes a mi padre—, de aquel día data mi segunda gran culpa.

Nunca, ni cuando más propenso me siento a la indulgencia para conmigo mismo, puedo hacer a un lado esta idea: mi tambor, ¿qué digo?, yo mismo, el tambor Óscar, llevó primero a mi pobre mamá, y luego a Jan Bronski, mi tío y padre, a la tumba.

Pero, al igual que todo el mundo, los días en que un sentimiento importuno de culpabilidad, que nada logra desalojar del cuarto, me aplasta contra las almohadas de mi cama de sanatorio, me escudo en mi ignorancia, que entonces se puso de moda y aún siguen llevándola muchos, cual sombrero elegante que les sienta bien.

Óscar, el astuto ignorante, fue llevado en calidad de víctima inocente de la barbarie polaca, con fiebre y excitación nerviosa, al Hospital Municipal. Informóse a Matzerath. Éste había denunciado mi pérdida desde la víspera, aunque no constara todavía que yo le perteneciese.

En cuanto a los treinta hombres, a los que hay que añadir a Jan, que se habían alineado con los brazos en alto cruzados detrás de la nuca, después que las actualidades hubieron tomado la correspondiente película, los llevaron primero a la Escuela Victoria, evacuada al efecto, los pusieron luego en capilla y, finalmente, a principios de octubre, los acogió la arena movediza detrás del muro del cementerio desafectado de Saspe.

¿Cómo sabe esto Óscar? Lo sabe por Leo Schugger. Porque oficialmente no se dijo, por supuesto, sobre cuál arena y ante cuál muro se fusiló a los treinta y un hombres y en qué arena se hicieron desaparecer los cadáveres.

Eduvigis Bronski recibió primero una orden de evacuación del piso de la Ringstrasse, que fue ocupado por los familiares de un oficial superior de la Lufwaffe. Mientras con la ayuda de Esteban recogía sus cosas y preparaba el traslado a Ramkau —allí poseía ella unas hectáreas de tierra y bosque y, además, la casita del arrendatario—, llególe a la viuda una noticia que sus ojos, capaces sin duda de reflejar pero no de comprender la miseria de este mundo, sólo pudieron descifrar lentamente y con el auxilio de su hijo Esteban, en el sentido que la hacía viuda en negro sobre blanco. Decíase en ella:

Juzgado del Tribunal del grupo Eberhardt St.

L. 41/39.

Zoppot, 6 de octubre de 1939

Señora Eduvigis Bronski,

De orden superior se le comunica por la presente que el llamado Bronski, Jan, ha sido sentenciado a la pena capital por un Consejo de Guerra y ejecutado en calidad de guerrillero.

Zelewski

(Inspector de Justicia en Campaña)

Como verán ustedes, de Saspe no se dice una palabra. Se tuvo consideración a los familiares; se les quiso ahorrar los gastos del cuidado de una tumba colectiva excesivamente espaciosa y devoradora de flores, lo mismo que los de un posible traslado, aplanando para ello el arenal de Saspe y recogiendo los casquillos de los cartuchos con excepción de uno —porque siempre se suele dejar uno—, ya que los casquillos abandonados afean el aspecto de un cementerio decente, aun si está fuera de servicio.

Y este único casquillo, que suele siempre quedar y es el que cuenta, lo encontró Leo Schugger, a quien por lo demás ningún entierro, por clandestino que fuera, podía ocultársele. Leo, que me conocía del entierro de mi pobre mamá y del de mi amigo Heriberto Truczinski, rico en cicatrices, y que sabía seguramente también dónde enterraron a Segismundo Markus —aunque nunca se lo pregunté—, estaba encantado y no podía contener su alegría cuando, a fines de noviembre —me acababan de dar de alta del hospital—, pudo hacerme entrega del casquillo acusador.

Pero antes de conducir a ustedes con dicho casquillo ligeramente oxidado, que tal vez había contenido precisamente el plomo destinado a Jan, y siguiendo a Leo Schugger, al cementerio de Saspe, he de rogarles que comparen la cama metálica del Hospital municipal del Danzig, Sección infantil, con la de mi sanatorio actual. Las dos camas están esmaltadas en blanco y, sin embargo, son distintas. La de la Sección infantil era más reducida si se considera el largo, pero más alta, en cambio, si se miden los barrotes. Y aunque yo doy la preferencia al lecho más corto y más alto de barrotes del año treinta y nueve, he encontrado, con todo, en mi cama actual de tamaño estándar para adultos un reposo que se ha venido a hacer menos exigente; así que dejo al criterio de la dirección del establecimiento que resuelva favorable o negativamente la solicitud que tengo presentada desde hace meses en demanda de una barandilla más alta pero igualmente metálica y esmaltada en blanco.

En tanto que hoy estoy expuesto casi sin defensa a mis visitantes, separábame en la Sección infantil del visitante Matzerath y de las parejas de visitantes Greff y Scheffler un cerco más alto, y, hacia el final de mi hospitalización, mis barrotes dividían aquella mole ambulante de cuatro faldas superpuestas que tenía por nombre el de mi abuela Ana Koljaiczek en secciones angustiadas y de respiración difícil. Venía, suspiraba, levantaba de vez en cuanto sus grandes manos arrugadas, mostraba las grietas de sus palmas rosadas y las dejaba caer con desaliento, manos y palmas, sobre sus muslos, con un ruido sonoro que sigo oyendo hoy todavía pero que sólo logro imitar aproximadamente con mi tambor.

Ya en su primera visita llevó con ella a su hermano Vicente Bronski, el cual, aferrado a los barrotes, hablaba bajito, pero insistentemente y sin parar, de la reina de Polonia, de la Virgen María, o canturreaba a su propósito o hablaba de ella canturreando. Óscar se alegraba cuando con ellos había allí junto alguna enfermera. Como que me acusaban. Me miraban con sus serenos ojos bronsquinianos y esperaban de mí, que me esforzara por superar las consecuencias del juego de skat en el edificio del Correo polaco y mi fiebre nerviosa, una indicación, alguna palabra de pésame o un informe indulgente acerca de las últimas horas dejan, divididas entre el miedo y los naipes. Una confesión era lo que querían, un testimonio de descargo en favor de Jan, ¡como si yo hubiera podido descargarlo o como si mi testimonio hubiera tenido peso y valor probatorio alguno!

¿Qué le hubiera dicho, por ejemplo, al tribunal del grupo Eberhardt, una declaración por el estilo de ésta: Yo, Óscar Matzerath, confieso que la víspera del primero de septiembre estuve esperando a Jan Bronski cuando se iba para su casa y, valiéndome de un tambor necesitado de reparación, lo induje a volver a aquel edificio del Correo polaco que él ya había abandonado porque no quería defenderlo?

Óscar no dio tal testimonio, ni descargó a su presunto padre: pero, cuando se disponía a convertirse en testigo audible, le acometieron unos ataques tan violentos que, a petición de la enfermera jefe, el tiempo de visita le fue limitado y las visitas de su abuela Ana y de su presunto abuelo Vicente quedaron suprimidas.

Cuando los dos viejitos, que habían venido de Bissau a pie y me habían traído unas manzanas, abandonaron la sala de la Sección infantil con esa exagerada prudencia y esa desmaña propias de la gente del campo, agrandóse, conforme las faldas oscilantes de mi abuela y el traje negro de domingo con olor a boñiga de su hermano se iban alejando, mi culpa, mi grandísima culpa.

La de cosas que ocurren a un mismo tiempo. Mientras los Matzerath, los Greff y los Scheffler se agrupaban en torno a mi cama con frutas y pasteles, mientras de Bissau venían a verme a pie pasando por Goldkrug y Brenntau porque la vía de ferrocarril de Karthaus a Langfuhr no estaba libre todavía, mientras unas enfermeras blancas y detonantes comadreaban sus chismes de hospital y sustituían en la Sección infantil a los ángeles, Polonia no estaba perdida todavía, pero lo había de estar pronto y, finalmente, después de los famosos dieciocho días, ya lo estaba, aunque no tardara en revelarse que no lo estaba aún; lo mismo que tampoco hoy, pese a los establecimientos de colonos silesianos y prusiano-orientales, Polonia está perdida todavía.

¡Oh insensata caballería —buscando arándanos a caballo! Las lanzas adornadas con banderolas blanquirrojas. Los escuadrones Melancolía y Tradición. Ataques de libros de estampas. Campo traviesa a Lodz y Kutno. Modlin sustituyendo el fuerte. ¡Oh excelso galopar, siempre en espera del rojo incendio del ocaso! La caballería no ataca sino cuando el primer término y el fondo son espléndidos, porque la batalla es pictórica y la muerte un modelo para pintores; firmes primero y al galope luego, y luego cayendo, en busca de arándanos; los escaramujos crujen y revientan, y dan el escozor sin el cual la caballería no galopa. Los ulanos sienten de nuevo el escozor y operan una conversión con sus caballos allí por los almiares —lo que también proporciona materia para un cuadro— y se reagrupan detrás de uno que en España se llama Don Quijote, pero aquí tiene por nombre Pan Kiehot: un polaco de pura cepa de noble y triste figura, que ha enseñado a todos sus ulanos a besar la mano a la jineta, de modo que siempre están listos para besársela devotamente a la muerte —como si ésta fuera una dama—; pero primero se agrupan, con el incendio del ocaso a la espalda, porque el efectismo es su reserva; los tanques alemanes por delante, los potros de las yeguadas de los Krupp, los von Bohlen y los Halbach: brutos más nobles nadie los ha montado. Pero ese caballero extravagante hasta la muerte, medio polaco y medio español —el arrojado Pan Kiehot, más que arrojado, ¡ay!— baja su lanza adornada con la banderola e invita, blanquirrojo, al besamanos, porque el incendio prende el ocaso, y las cigüeñas castañetean blanquirrojas en los tejados, y las cerezas escupen sus huesos; y grita a la caballería: —¡Bravos polacos a caballo, ésos que veis allí no son tanques de acero, sino sólo molinos o borregos: os invito al besamanos!

Y así los escuadrones cargaron contra el flanco gris campaña del acero y dieron al ocaso un esplendor algo más rojo.

Perdónense a Óscar esta figura final y el tono épico de esta descripción de la batalla campal. Sería tal vez más indicado que consignara yo aquí el número de bajas de la caballería polaca y diera una estadística impresionantemente concisa de la llamada campaña de Polonia. A petición, sin embargo, podría poner aquí un asterisco o una nota a pie de página, dejando en esta forma subsistir lo poemático.

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