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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (44 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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—Después de todo, soy yo quien ha traído a la muchacha a la tienda y la ha enseñado —así rezaba su argumento cuando el verdugo de Greff o Greta Scheffler le echaban alguna pulla. Tal era, en efecto, la simplicidad discursiva de este hombre que, en realidad, sólo en lo tocante a su ocupación favorita, o sea el cocinar, se volvía sutil y hasta sensible y, por consiguiente, estimable. Porque eso a Óscar no se le puede negar: sus chuletas a la Kassel con chucrut, sus riñones de puerco en salsa de mostaza, sus escalopes a la vienesa y, sobre todo, sus carpas con nata y rábanos eran algo que había que ver, oler y gustar. Y si a María no podía enseñarle mucho del negocio, porque, primero, la muchacha poseía un sentido innato para el comercio reducido a pequeñas cantidades y, segundo, porque Matzerath apenas entendía nada de las finezas de sobre el mostrador y sólo tenía disposición, a lo sumo, para la compra al por mayor, es lo cierto, en cambio, que la enseñó a asar, freír y guisar; porque si bien es vedad que por espacio de dos años había estado de sirvienta con la familia de un funcionario de Schidlitz, no lo es menos que, cuando empezó con nosotros, ni siquiera sabía hervir el agua.

Así que pronto pudo María volver a adoptar el tren de vida que había llevado en vida de mi pobre mamá: reinaba en la cocina, superábase de un asado dominical a otro, podía demorarse beatíficamente por espacio de varias horas en el lavado de los platos, cuidaba, de paso, de las compras, los pedidos y las liquidaciones —cada vez más difíciles durante los años de guerra— con los mayoristas y el Servicio de Economía, cultivaba no sin astucia la correspondencia con la Oficina de Impuestos, decoraba todas las quincenas el escaparate, demostrando en ello cierta fantasía y gusto, y cumplía a conciencia con las obligaciones del Partido, ya que María permanecía impertérrita detrás del mostrador, constante y totalmente atareada.

Ustedes se dirán: ¿a qué vienen todos estos preparativos, esta descripción detallada de la pelvis, las cejas, los lóbulos auriculares, las manos y los pies de una jovenzuela? Lo mismo exactamente que ustedes, yo también condeno esta forma de descripción humana. Óscar está plenamente convencido de que a lo sumo ha logrado deformar la imagen de María, si no es que la ha desdibujado para toda la eternidad. De ahí, pues, una última frase todavía, susceptible, así lo espero, de aclararlo todo: María, si se prescinde de todas las enfermeras anónimas, fue el primer amor de Óscar.

Dicho estado se me hizo patente un día en que escuchaba mi tambor, lo que hacía rara vez, y hube de observar la forma insistente y sin embargo cautelosa con que Óscar comunicaba a la lámina su pasión. A María le gustaba oírme. Lo que a mí no me gustaba particularmente, en cambio, era que María echara de vez en cuando mano a su armónica y, arrugando feamente la frente arriba del tambor de su hocico, se creyera en el deber de acompañarme. Algunas veces, sin embargo, al remendar los calcetines o al llevar los cucuruchos de azúcar, se le caían las manos, mirábame seria y atentamente, con la cara perfectamente tranquila, entre los palillos y, antes de volver al calcetín, pasábame la mano, con un movimiento suave y como dormida, sobre mi cabeza de cepillo.

Óscar, que por lo regular no toleraba ningún contacto cariñoso, soportaba la mano de María, y vino a hallarle tal gusto, que a menudo y en forma ya más consciente arrancaba a su tambor, por espacio de horas, los ritmos provocadores de caricias, hasta que la mano de María acababa por obedecer y le hacía bien.

Añádase que María me metía todas las noches en la cama. Me desvestía, me lavaba, me ayudaba a meterme en mi pijama, me recordaba el vaciar la vejiga antes de acostarme, rezaba conmigo, aunque fuera protestante, un padrenuestro y tres avemarias, como también alguna vez el jesúsportivivojesúsportimuero, y me tapaba, finalmente, sonriéndome con una cara amable que me llenaba de sosiego.

Por muy bellos que fueran estos últimos minutos antes de apagar la luz —poco a poco fui cambiando el padrenuestro y el jesúsportivivo por el dulce y alusivo tesaludoohestrellita y el poramordemaría—, estos preparativos de cada noche me llenaban de vergüenza y hubieran acabado por minar mi seguridad provocándome, a mí que por lo regular conservaba siempre el dominio de mí mismo, ese rubor de las muchachas adolescentes y de los jóvenes atormentados. Óscar lo confiesa: cada vez que María me desvestía con sus manos, me ponía en la bañera de zinc y, con una manopla, con cepillo y jabón, o sea cuando tenía conciencia de que yo, con mis dieciséis años por cumplir, me hallaba inequívocamente desnudo frente a una muchacha que iba a cumplir los diecisiete, sonrojábame violentamente y en forma prolongada.

Sin embargo, María parecía no darse cuenta del cambio del color de mi piel. ¿Pensaría tal vez que eran la manopla y el cepillo los que me caldeaban de tal manera? ¿Diríase a sí misma: debe ser la higiene, la que le comunica a Óscar este ardor? o bien, ¿sería María lo bastante pudorosa y delicada para penetrar dichos arreboles vespertinos y, con todo, no verlos?

Y aun hoy sigo sujeto a esta coloración repentina, imposible de ocultar, que a veces se prolonga por espacio de cinco minutos y aun más. Lo mismo que mi abuelo Koljaiczek, el incendiario, que se ponía incandescente sólo de oír la palabra cerilla, así se me enciende también a mí la sangre en las venas apenas alguien, aunque sea un desconocido, habla cerca de mí de nenes a los que se mete todas las noches en la bañera y se les frota con manopla y cepillo. Igual que un piel roja suele ponerse Óscar en tales casos, para que los presentes se sonrían, me llamen raro y hasta anormal, porque, ¿qué tiene para ellos de particular que se enjabone a los niños, se les raspe y se les meta una manopla hasta los lugares más recónditos?

Pues bien: María, esa criatura en estado de naturaleza, se permitía en mi presencia, sin turbarse en lo más mínimo, las cosas más atrevidas. Así, por ejemplo, antes de fregar las tablas de nuestra estancia y de nuestro dormitorio, se quitaba, del muslo para abajo y con objeto de no estropearlas, las medias que Matzerath le había regalado. Un domingo, después de haber echado el cierre y mientras Matzerath andaba haciendo algo en el local del Partido —estábamos los dos solos—, María se quitó la falda y la blusa, quedóse a mi lado junto a la mesa en sus enaguas baratas pero limpias, y empezó a limpiar con bencina algunas manchas de la falda y de la blusa de seda artificial.

¿A qué se debía que, tan pronto como se hubo quitado su ropa exterior y se desvaneció el olor de la bencina, María oliera en forma agradable e ingenuamente embriagadora a vainilla? ¿Frotábase acaso con alguna raíz de ese aroma? ¿Existía tal vez algún perfume barato que diera dicho olor? ¿O bien sería aquél su olor propio, así como la señora Kater olía a amoníaco o mi abuela Koljaiczek a mantequilla rancia debajo de sus faldas? Y Óscar, al que en todo le gustaba ir al fondo de las cosas, quiso seguirle también fe pista a la vainilla: María no se frotaba. María olía así. Todavía hoy sigo convencido de que María no se daba cuenta de ese olor que le era propio, porque cuando el domingo después del asado de ternera con puré de patatas y coliflor en mantequilla negra, se ponía sobre la mesa un budín de vainilla que temblaba al dar yo con mi zapato contra una de las patas de la mesa, María, a la que sin embargo le encantaba el budín de jalea de maicena con zumo de frambuesa, sólo comía poco de aquél y aun de mala gana, en tanto que Óscar sigue siendo hasta la fecha entusiasta de dicho budín, el más sencillo y quizá el más trivial de los budines.

En julio del cuarenta, poco después de que los comunicados especiales hubieron anunciado el curso rápido y victorioso de la campaña de Francia, empezó la temporada de baños en el Báltico En tanto que el hermano de María, Fritz, enviaba en su calidad de sargento las primeras vistas postales de París, Matzerath y María decidieron que había que llevar a Óscar al mar, ya que el aire de éste sólo podía hacerle bien. María me acompañaría a la playa de Brösen durante el cierre de mediodía —la tienda permanecía cerrada de la una a las tres de la tarde—, y si no volvía hasta las cuatro, decía Matzerath, tampoco importaba, ya que a él le gustaba quedarse de vez en cuando detrás del mostrador y hacerse presente a la clientela.

Se compró para Óscar un traje de baño azul con un ancla cosida en él. María ya tenía uno verde, con ribetes rojos, que su hermana Gusta le había regalado en ocasión de su confirmación. En un bolso de playa de los tiempos de mamá metieron un albornoz de baño, dejado también por mamá, y además, en forma superflua, un pequeño balde, una pauta y varios moldecitos para la arena. María llevaba el bolso. Mi tambor lo llevaba yo mismo.

Óscar tenía miedo al viaje en tranvía por el cementerio de Saspe. ¿No había acaso de temer que la vista de aquel lugar tan callado y sin embargo tan elocuente le estropeara por completo las ganas ya escasas que tenía de bañarse? ¿Cómo se comportará el espíritu de Bronski, preguntábase Óscar, si el autor de su perdición pasaba al son de la campanilla del tranvía y con un traje ligero de verano por delante de su tumba?

El 9 paró. El conductor anunció la estación de Saspe. Yo miraba fijamente, más allá de María, en dirección de Brösen, desde donde, agrandándose paulatinamente, se acercaba el tranvía ascendente. No había que dejar errar la mirada. ¿Qué era ya lo que allí podía verse? Unos cuantos pinos raquíticos, una verja con arabescos de orín, un desorden de lápidas mortuorias vacilantes cuyas inscripciones ya sólo los cardos y la avena loca podían leer. Más valía mirar decididamente por la ventana, hacia arriba: allí zumbaban ya los gruesos Ju 52, tal como suelen zumbar los trimotores o los moscardones en un cielo despejado del mes de julio.

A toques de campana arrancamos y, por espacio de un momento, el tranvía opuesto nos tapó la vista. Pero, inmediatamente después del remolque, se me volvió la cabeza: vi de golpe el cementerio entero en ruinas, y un pedazo del muro norte, cuya mancha llamativamente blanca quedaba sin duda a la sombra, pero que no por ello me resultaba menos dolorosa...

Y ya el lugar se había alejado; nos acercábamos a Brösen y yo miré a María. Llenaba un ligero vestido floreado de verano. Alrededor de su cuello redondo, de brillo mate, y sobre sus clavículas acolchadas alineábase un collar de cerezas de madera, de color rojo viejo, que eran todas iguales y simulaban una madurez a punto de reventar. ¿Sería sólo producto de mi imaginación o bien lo olía de verdad? Óscar se inclinaba ligeramente —María había llevado consigo al mar su olor de vainilla—, respiró el perfume profundamente y quedó superado instantáneamente el Jan Bronski que se pudría. La defensa del Correo polaco había ya pasado a la historia antes mismo de que a los defensores se les desprendiera la carne de los huesos. Óscar, el superviviente, tenía en la nariz olores totalmente distintos de aquellos que podía desprender actualmente su presunto padre, otrora tan elegante y ahora en punto de putrefacción.

En Brösen compró María una libra de cerezas, me cogió de la mano —sabía que Óscar sólo a ella se lo permitía— y nos condujo, a través del bosquecillo de abetos, al establecimiento. A pesar de mis dieciséis años —el bañero no entendía nada de aquello— se me admitió en la sección para señoras. Agua: dieciocho; Aire: veintiséis; Viento: este — sereno estable, leíase en la tabla, al lado del cartel de la Sociedad de Salvavidas, que contenía consejos relativos a la respiración artificial y unos dibujos desmañados y pasados de moda. Todos los ahogados llevaban trajes de baño rayados, en tanto que los salvavidas eran todos bigotudos; en el agua traicionera flotaban sombreros de paja.

La muchacha del establecimiento, descalza, nos precedía. Semejante a una penitente, llevaba una cuerda alrededor de la cintura, y de la cuerda colgaba una llave imponente que abría todas las casetas. Pasarelas, con su correspondiente barandilla. Una alfombra rasposa de coco corría a lo largo de todas las casetas. A nosotros nos tocó la caseta 53. La madera de la caseta estaba caliente, seca, y era de un color azul blancuzco natural, que yo diría ciego. Al lado del ventanuco de la caseta, un espejo que ya ni él mismo se tomaba en serio.

Primero tuvo que desvestirse Óscar. Lo hice con la cara vuelta hacia la pared y sólo me dejé ayudar de mala gana. Luego María con un movimiento decidido de su mano práctica, me dio vuelta me tendió el traje de baño y me forzó, sin consideración alguna, a meterme en la lana apretada. Apenas me hubo abrochado los tirantes, me sentó en el banco del fondo de la caseta, me encajó el tambor y los palillos y empezó a desnudarse con movimientos rápidos y decididos.

Al principio toqué un poco el tambor, contando los nudos en las planchas del piso. Luego dejé de contar y de tocar. Lo que me resultó incomprensible fue que María, con los labios cómicamente arremangados, se pudiera a silbar mientras se salía de sus zapatos: dos tonos altos, luego dos bajos, se quitó los calcetines de los pies, silbaba como un carretero, se desprendió del vestido floreado, colgó, silbando, las enaguas encima del vestido, dejó caer el sostén, y seguía silbando esforzadamente, sin dar con melodía alguna, al bajarse los pantalones, que en realidad eran pantalones de gimnasta, hasta las rodillas, dejando que se le deslizaran por los pies hasta dejar la prenda enrollada en el piso y mandarla, con el pie izquierdo, al rincón.

Con su triángulo peludo, María hizo estremecerse de miedo a Óscar. Sin duda, él ya sabía por su mamá que las mujeres no son calvas de abajo, pero, para él, María no era una mujer en el sentido en que su mamá se había revelado como mujer frente a un Matzerath o a Jan Bronski.

Y en el acto la reconocí como tal. Rabia, vergüenza, indignación, decepción y un endurecimiento incipiente mitad cómico y mitad doloroso de mi regaderita bajo el traje de baño me hicieron olvidar mi tambor y los dos palillos, por amor de aquel que me acababa de crecer.

Óscar se levantó y se echó sobre María. Ella lo recibió con sus pelos. Él dejó que éstos le crecieran en la cara. Entre los labios le crecían. María reía y quería apartarlo. Pero yo seguía absorbiendo cada vez más de ella en mí, siguiendo la pista del olor de vainilla. María reía y reía. Me dejó inclusive en su vainilla, lo que parecía divertirla, porque no cesaba de reír. Y sólo cuando me resbalaron las piernas y mi resbalón le hizo daño —porque yo no abandonaba los pelos, o ellos no me abandonaban a mí—, cuando la vainilla me hizo venir las lágrimas a los ojos, cuando ya empezaba yo a sentir el gusto de cantarelas o de lo que fuera, de sabor fuerte pero no ya de vainilla; cuando dicho olor de tierra, que María ocultaba detrás de la vainilla, me clavó en la frente al Jan Bronski putrescente y me infestó para siempre con el gusto de lo perecedero, sólo entonces solté.

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