Korneff, llevándose la mano a los furúnculos: —Ése es Guillermo Babas, y no Leo Schugger; aquí vive.
¿Cómo podía darme yo por satisfecho con semejante información? Después de todo, también yo estaba antes en Danzig y ahora estaba aquí y seguía llamándome Óscar. Allá en mi tierra había uno exactamente igual y se llamaba Leo Schugger, y antes, cuando se llamaba Leo nada más, estaba en el seminario.
Korneff, con la mano izquierda en los furúnculos y dando vuelta con la derecha al coche frente al crematorio: —Puede que haya en ello algo de cierto. Porque yo conozco a varios que antes estaban en el seminario y ahora viven en los cementerios y llevan otros nombres. Pero éste es Guillermo Babas.
Pasamos junto a Guillermo Babas. Nos saludó con su guante blanco y yo me sentí en el cementerio del Sur como en mi casa.
Octubre. Avenidas de cementerio; al mundo se le caen el pelo y los dientes: continuamente van cayendo al suelo, meciéndose, las hojas amarillas. Silencio, gorriones, paseantes; el ruido del motor en dirección de la sección ocho, algo lejos todavía. Y en medio, viejas con regaderas y nietos, sol sobre el negruzco granito sueco, obeliscos, columnas simbólicamente quebradas o destrozos reales de la guerra, un ángel cubierto de moho detrás de un tejo o de algo por el estilo. Una mujer con la mano de mármol ante los ojos, deslumbrada por el propio mármol. Un Cristo en pétreas sandalias da la bendición a los álamos, y otro Cristo, en la sección cuatro, bendice un abedul. Bellos pensamientos en la avenida entre la sección cuatro y la cinco: el mar. Y el mar arroja, entre otras cosas, un cadáver a la playa. Del lado del malecón de Zoppot, música de violines y el tímido arranque de unos fuegos artificiales en beneficio de los ciegos de la guerra. Me inclino, cual Óscar de tres años, sobre los restos de la playa, y espero que sea María, o tal vez la señorita Gertrudis, a la que debería invitar. Pero es la bella Lucía, la pálida Lucía, según me lo dice y confirma aquel fuego artificial que ahora se aproxima a su punto culminante. Lleva asimismo, como siempre que tiene malas intenciones, su chaqueta de punto de Berchtesgaden. La lana que le quitó está mojada. Mojada también la chaqueta que lleva debajo de la chaqueta de Berchtesgaden. Y vuelve a florecerme una chaqueta de punto de Berchtesgaden. Y al final, cuando también el fuego se ha apagado y sólo quedan los violines, bajo la lana encuentro sobre la lana, en lana envuelto en una malla de la Federación de Muchachas Alemanas, su corazón, el corazón de Lucía, una minúscula lápida fría sobre la que está escrito: Aquí yace Óscar... Aquí yace Óscar... Aquí yace Óscar...
—¡No te duermas, muchacho! —Korneff interrumpió mis bellos pensamientos traídos por el mar e iluminados por fuegos de artificio. Doblamos a la izquierda, y la sección ocho, un campo nuevo sin arbolado y con pocas tumbas, abríase ante nosotros, llano y ávido. Destacábanse claramente de la monotonía de las tumbas no cuidadas, por demasiado frescas todavía, los cinco últimos entierros: montañas putrescentes de coronas con cintas deslavadas por la lluvia.
No tardamos en hallar el número setenta y nueve al principio de la cuarta hilera, junto a la sección siete, que ostentaba algunos árboles jóvenes de crecimiento rápido y buen número de lápidas comunes regularmente dispuestas, en su mayoría de mármol de silesia. Nos acercamos al setenta y nueve por detrás y descargamos los bártulos, el cemento, la gravilla, la arena, el pedestal y la losa de travertino, de brillo ligeramente grasiento. Las tres ruedas brincaron al hacer rodar nosotros el bloque sobre los polines desde la plataforma a los caballetes. Korneff quitó de la cabecera de las sepulturas la cruz provisional de madera, en cuyo travesaño se leía: H. Webknecht y E. Webkencht, pidióme el azadón y empezó a cavar los dos hoyos de uno sesenta de profundidad, conforme al reglamento del cementerio, para los soportes de cemento, en tanto que yo iba a buscar agua a la sección siete, preparaba luego la mezcla y la tenía lista cuando él, al llegar a uno cincuenta, dijo: listos, y yo pude empezar a llenar los hoyos. Ahora Korneff, jadeante, estaba sentado sobre la losa de travertino y, llevándose la mano a la nuca, se palpaba los furúnculos. —Ya están a punto. Sé muy bien cuándo están maduros y van a reventar. —Yo iba vertiendo el cemento sin pensar en nada en particular. Del lado de la sección siete avanzaba lentamente un cortejo fúnebre protestante, cruzando la sección ocho, hacia la nueve. Al pasar a tres hileras de distancia de nosotros, Korneff se incorporó de su asiento y, conforme a las disposiciones del cementerio, nos quitamos las gorras a partir del pastor y hasta que hubieron desfilado los allegados más próximos. Iba detrás del ataúd, completamente sola, una viejita de negro toda torcida. Los que seguían eran todos mucho más altos y fornidos.
—¡No los llenes del todo! —gimió Korneff a mi lado—. Siento que van a reventar antes de que acabemos de fijar la losa.
Entretanto el cortejo había llegado a la sección nueve, cerraba filas y dejaba oír la voz alternativamente ascendente y descendente de un pastor. Hubiéramos podido colocar ahora el pedestal sobre la base, ya que la mezcla había cuajado. Pero Korneff se echó de bruces sobre la losa de travertino, puso la gorra entre la frente y la piedra y, dejando su nuca al descubierto empezó a soltarse el cuello de la chaqueta y de la camisa, en tanto que iban llegando a la sección ocho detalles de la vida del difunto de la nueve. No sólo tuve que encaramarme sobre la losa, sino que me senté directamente sobre la espalda de Korneff y pude darme cuenta del asunto: eran dos, uno al lado del otro. Un rezagado, con una corona demasiado grande para él, dirigíase a la sección nueve y al sermón que ya iba tocando a su fin. Después de haber separado el emplasto de un solo tirón, aparté con una hoja de haya el ungüento antiséptico y percibí los dos quistes, casi iguales, de un pardo alquitranado tirando a amarillo. «Oremos», soplaba desde la sección nueve el viento. Lo interpreté como una indicación, ladeé la cabeza y, poniéndome unas hojas de haya bajo los pulgares, empecé a apretar y a tirar. «Padre Nuestro...», rechinaba Korneff: —¡No aprietes, tira! —Tiré: «...sea Tu nombre», alcanzaba a seguir a Korneff, «vénganos el Tu reino». En esto, viendo que el tirar no servía de nada, apreté. «Hágase Tu voluntad, así como». Fue un milagro que no explotara. Y de nuevo «dánosle hoy». Korneff volvía al texto: «deudores y no nos dejes caer...» Era más de lo que yo esperaba. «Reino, Poder y Grandeza». Yo exprimía el resto colorado. «Eternidad, Amén». Y en tanto que yo seguía exprimiendo, Korneff: «Amén»; y yo volví a apretar: «Amén», cuando los de la sección nueve empezaban ya con el pésame, y Korneff otra vez: «Amén»; y seguía tendido de bruces sobre el travertino, y libre ya, gemía: «Amén» y también: —¿Tienes más cemento para el pedestal inferior? —Sí, lo tenía, y él: «Amén».
Las últimas paletadas las eché a manera de unión entre los dos soportes. En esto deslizóse Korneff de la superficie pulida de la inscripción y se hizo mostrar por Óscar las hojas otoñales coloradas con el contenido igualmente colorado de los furúnculos. Nos pusimos nuevamente las gorras, echamos mano a la losa y levantamos el monumento funerario de Hermann Webknecht y de Elsa Webknecht, de soltera Freytag, en tanto que el cortejo fúnebre de la sección nueve se iba desintegrando.
Las piedras funerarias sólo podían permitírselas en aquella época los que dejaban sobre la tierra algo de valor. No era preciso que fueran un diamante o una sarta de perlas del largo de una vara. Por cinco quintales de patatas obteníase ya una losa pulida de caliza conchífera de Grenzheim. Un monumento de granito belga sobre tres pedestales para dos personas nos reportó tela para dos trajes con chaleco. La viuda del sastre, que es la que tenía la tela y que seguía empleando a un operario, nos ofreció la hechura por una bonita orla de dolomita.
Así que una tarde, al salir del trabajo, Korneff y yo tomamos el 10 en dirección de Stockum, visitamos a la viuda Lennert y nos hicimos tomar las medidas. Óscar llevaba entonces un ridículo uniforme de cazador de tanques, que María le había arreglado y, pese a que le había corrido los botones, no lograba yo abrochar debido a mis dimensiones particulares.
El operario, al que la viuda Lennert llamaba Antonio, hízome de una tela azul oscuro de rayado fino un traje a mi medida: chaqueta recta, con forro gris ceniza, los hombros acolchados, pero sin aparentar más de la cuenta, la joroba sin disimulo, antes bien decorosamente subrayada, y el pantalón con vuelta, pero no demasiado ancha. El Maestro Bebra seguía siendo mi modelo en materia de indumentaria elegante. De ahí que el pantalón tampoco tuviera pasadores para el cinturón, sino botones para los tirantes, en tanto que el chaleco era lustroso por detrás y mate por delante, con el forro rosa añejo. Hubo necesidad de cinco pruebas.
Y aún mientras el operario trabajaba en el traje cruzado de Korneff y en el mío recto, un traficante en zapatos andaba ya buscando para su esposa, fallecida en el cuarenta y tres a consecuencia de un bombardeo, una losa de a metro. El hombre quería al principio pagarnos con vales, pero nosotros queríamos mercancía. Por el mármol de Silesia con borde de piedra artificial y su colocación obtuvo Korneff un par de zapatos bajos marrón oscuro y unas zapatillas con suela de cuero. A mí me tocó un par de zapatos de lazos, bastante pasados de moda pero extraordinariamente flexibles. Tamaño treinta y cinco: conferían a mis débiles pies un apoyo firme y elegante.
De las camisas se encargó María. Le puse un fajo de marcos sobre la balanza de la miel artificial: —¿Podrías comprarme un par de camisas blancas, una de rayitas, y dos corbatas, una gris claro y otra marrón? El resto es para el pequeño Kurt o para ti, mi querida María, que nunca piensas en ti misma y siempre sólo en los demás.
Puesto a sentirme espléndido, le regalé a Gusta un paraguas con mango de cuerno auténtico y un juego de naipes de skat de Altenburg apenas usados, ya que le gustaba echarlos para saber cuándo iba a regresar Köster, y le molestaba tener que pedirlos prestados a algún vecino.
María se apresuró a cumplir mi encargo y con lo que le sobró del dinero se compró un impermeable para ella y una mochila escolar de piel artificial para el pequeño Kurt, la cual, por horrorosa que fuera, no dejaría de cumplir provisionalmente su cometido. A las camisas y corbatas añadió tres pares de calcetines grises que se me había olvidado encargarle.
Cuando Korneff y Óscar fueron a recoger sus trajes, nos miramos cohibidos en el espejo de la sastrería, impresionadísimos el uno con el otro. Korneff apenas se atrevía a mover su nuca surcada por las cicatrices de los furúnculos. Los brazos le colgaban desmañadamente y trataba de mantener derechas las piernas. A mí el traje nuevo me daba, sobre todo cuando cruzaba los brazos sobre el pecho y agrandaba así mis proporciones horizontales superiores, apoyándome en la delgada pierna derecha e inclinando negligentemente la izquierda, un aire demoníaco e intelectual. Sonriendo con satisfacción ante la cara de asombro que ponía Korneff, me acerqué al espejo, y me planté tan cerca de aquella superficie dominada por mi imagen que hubiera podido besarla; pero no hice más que echarle el aliento y decir, en son de broma: —¡Hola, Óscar! ¡Ya sólo te falta un alfiler de corbata!
Cuando a la semana siguiente visité un domingo por la tarde los hospitales municipales y me mostré a las enfermeras hecho todo un pimpollo, satisfecho y sin que me faltara el menor detalle, era yo ya poseedor de un alfiler de corbata con una perla.
Al verme sentado en su sala de guardia, las excelentes muchachas se quedaron patidifusas. Esto sucedía a fines del verano del cuarenta y siete. Crucé en la consabida forma mis brazos ante el pecho y jugueteé con mis guantes de piel. Hacía ya un año que era yo practicante de lapidario y maestro en materia de vaciado con la gubia. Crucé una pierna del pantalón sobre la otra, sin por ello descuidar los pliegues de las mismas. La buena de Gusta cuidaba del vestido como si hubiera sido confeccionado para aquel Köster que a su regreso había de cambiarlo todo. La señorita Helmtrud quería tocar la tela, y la tocó, en efecto. Para el pequeño Kurt compré en la primavera del cuarenta y siete, cuando celebramos su séptimo aniversario con rompope y tarta seca de confección casera —receta: ¡tómese!—, un abrigo gris ratón de paño sin batanar. Ofrecí a las enfermeras, a las que había venido a añadirse la señorita Gertrudis, unos bombones que nos había reportado, junto con veinte libras de azúcar cande, una losa de diabasa. A mi modo de ver, al pequeño Kurt le gustaba demasiado ir a la escuela. La maestra, fresca y sin comparación alguna con la Spollenhauer, lo elogiaba y decía que era inteligente aunque algo serio. ¡Cuan alegres pueden ser las enfermeras cuando se les ofrecen bombones! Al encontrarme unos momentos a solas con la señorita Gertrudis en la sala de guardia, le pregunté acerca de sus domingos libres.
—Bueno, hoy, por ejemplo, tengo libre a partir de las cinco. Pero de todos modos tampoco se puede hacer nada en la ciudad —dijo con aire de resignación.
Mi opinión fue que era cosa de probarlo. Al principio, ella era del parecer que no valía la pena intentarlo y que prefería recuperar el sueño atrasado. Entonces me hice más insinuante y formulé mi invitación y, al ver que no acababa de decidirse, concluí en tono de misterio: —¡Anímese usted, señorita Gertrudis! ¡La juventud pasa, y los cupones para pasteles no nos faltan! —a título de acompañamiento me di unas palmaditas ligeramente estilizadas en el pecho, sobre la tela del bolsillo interior, le ofrecí otro bombón y no dejé de sentir, curiosamente, cierto escalofrío cuando la robusta muchacha de Westfalia, que no era en modo alguno mi tipo, dijo, mirando al botiquín: —Bueno, pues, si a usted le parece. Digamos a las seis; pero no aquí; digamos en la Plaza Cornelius.
Nunca me hubiera yo atrevido a dar a la señorita Gertrudis una cita en el vestíbulo o ante la entrada principal de los hospitales municipales. Así pues, la esperé bajo el reloj automático de la Plaza Cornelius. que, resentido todavía de los efectos de la guerra, aún no marcaba las horas. Vino puntualmente, según pude comprobarlo en el reloj de bolsillo, no muy caro, que había adquirido yo unas semanas antes. Casi no la hubiera reconocido, porque de haberla percibido a tiempo al bajarse ella en la parada del tranvía de enfrente, digamos a unos cincuenta pasos de distancia, me hubiera yo escabullido decepcionado; porque la señorita Gertrudis no venía como la señorita Gertrudis, es decir en blanco con el broche de la Cruz Roja, sino cual una señorita Gertrudis Wilms cualquiera, de Hamm o de Dortmund o de cualquier otro lugar entre Hamm y Dortmund, en un vestido civil de confección mediocre.