Mientras Korneff excavaba los hoyos para las bases hasta uno cincuenta, la sacaron al fresco, y no hacía mucho que yacía abajo; estaba en la oscuridad sólo desde el otoño y, sin embargo, había ya avanzado mucho; así como todo hoy en día adelanta rápidamente y como avanza también el desmantelamiento junto al Rin y al Ruhr, así aquella mujer, durante el invierno que yo había dilapidado tontamente en el Castillo del León, había combatido severamente consigo misma bajo la costra de tierra helada de la cuenca carbonífera y ahora era preciso convencerla, en tanto que nosotros vertíamos el cemento y colocábamos el pedestal, de que se dejara exhumar por partes. Pero para ello estaba ya la caja de zinc, para que nada, absolutamente nada se perdiera —como pasaba con los niños que a la salida de los camiones sobrecargados de Fortuna Norte los seguían corriendo para recoger el carbón que se les caía, porque el cardenal Frings había dicho desde el púlpito: En verdad os digo, robar carbón no es pecado. Pero a ella nadie tenía que calentarla. No creo que en el aire de marzo proverbialmente fresco tuviera frío, mayormente por cuanto le quedaba todavía piel bastante, aunque permeable y deshilachada, pero en compensación, en cambio, conservaba pedazos de tela y cabello, con permanente todavía —de ahí probablemente el nombre—; y además los herrajes del ataúd eran igualmente dignos de traslado, e inclusive los pedacitos de madera querían descansar en otro cementerio donde no hubiera campesinos ni mineros de Fortuna. No; la mujer quería volver a la ciudad, donde siempre hay mucho movimiento y funcionan diecinueve cines a la vez, porque se trataba de una evacuada, según lo explicaba el sepulturero, y no de una de allí: —La vieja vino de Colonia y va ahora a Müllheim, del otro lado del Rin —dijo, y hubiera dicho más todavía, a no ser por la sirena, que volvió a serlo por espacio de un minuto; y yo, aprovechando la sirena, me acerqué a la exhumación, sustrayéndome con rodeos a la una, pues quería ser testigo de la otra, y llevó algo conmigo que luego, junto a la caja de zinc, resultó ser mi pala, que yo tal vez no había llevado para ayudar, sino simplemente porque la tenía conmigo, y así también la moví y recogí con ella algo: la pala era una pala procedente del antiguo Servicio de Trabajo del Reich. Y lo que recogí con la pala del S.T.R. era lo que habían sido o seguían siendo los dedos medio y anular —según sigo creyendo— de la mujer evacuada, que no se habían desprendido solos, sino que más bien el que estaba sacándolos, totalmente desprovisto de sentimientos, había cortado. Y a mí me parecía que debían de haber sido bellos y hábiles, lo mismo que la cabeza de la mujer, depositada ya en la caja de zinc, había también conservado a lo largo de aquel invierno de posguerra del cuarenta y siete, que como es sabido fue duro, cierta regularidad, de modo que también aquí podía hablarse de belleza, aunque ya en ruinas. Por lo demás, la cabeza y los dedos de la mujer me afectaban más de cerca y en forma más humana que la belleza de la central Fortuna Norte. Es posible que yo saboreara la atmósfera del paisaje industrial a la manera como había saboreado antes a Gustaf Gründgens en el teatro, pero frente a esas bellezas aprendidas manteníame, con todo, escéptico, en tanto que la evacuada me afectaba en forma mucho más natural. Admito que la alta tensión me inspiraba, lo mismo que Goethe, un sentimiento universal, pero los dedos de la mujer, en cambio, me hablaban al corazón, aunque yo me la representara más bien como hombre, porque esto convenía mejor a las decisiones que me proponía adoptar y se adaptaba también mejor a la comparación que hacía de mí a un Yorick y de la mujer —mitad abajo todavía y mitad en la caja de zinc— a un Hamlet, o sea un hombre, si es que puede considerarse hombre a Hamlet. Y yo, Yorick, acto quinto, el bufón: «Conocíle, Horacio», primera escena; yo, que en todos los escenarios del mundo —«¡Ay, pobre Yorick!»— presto mi calavera a Hamlet, a fin de que un Gründgens o un Sir Laurence Olivier cualquiera pueda emitir a su propósito, en el papel de Hamlet, sus reflexiones: «¿Dónde quedan tus chistes, tus ocurrencias?», yo tenía en mi pala del Servicio de Trabajo del Reich los dedos de Hamlet, y plantado en el suelo firme de la cuenca carbonífera del Bajo Rin, entre unas tumbas de mineros, campesinos y sus familiares, miraba abajo los tejados de pizarra de la aldea de Oberaussem, tomaba el cementerio rural por centro del universo y la central Fortuna Norte por una imponente semi-divinidad que se me enfrentaba; aquellos campos se me hacían los campos de Dinamarca, el Erft era mi Belt, y toda aquella pudrición pudríase en el reino de los daneses. Yo, Yorick, exaltado, tenso, crepitante, cantando arriba de mí mismo; pero eran los ángeles de la alta tensión los que cantaban en columnas de tres en fondo, hacia el horizonte, donde quedaban Colonia y su Estación Central junto al monstruo gótico, al que proveían de corriente, volando sobre campos de nabos, en tanto que la tierra suministraba carbón y el cadáver no de Yorick, sino de Hamlet. Los demás, en cambio, que nada tenían que ver con el teatro, tenían que quedarse abajo —«Los que habían llegado hasta allí. Lo demás es silencio»— y se les ponían losas encima, lo mismo que nosotros imponíamos a la familia Flies la triple lápida de diabasa. En cuanto a mí, sin embargo, en cuanto a Óscar Matzerath, Bronski y Yorick, empezaba para mí una nueva época y, consciente apenas de ello, contemplaba yo rápidamente, antes de que pasara, los dedos momificados del Príncipe Hamlet en mi pala: «Está demasiado gordo y respira con dificultad.» Dejaba, acto tercero, que Gründgens se preguntara en la primera escena a propósito del ser o no ser, y rechazaba este planteamiento estúpido por cosas mucho más concretas: mi hijo y las piedras de encendedor de mi hijo, mis presuntos padres terrenales y celestiales, las cuatro faldas de mi abuela, la belleza imperecedera en las fotos de mi pobre mamá, el laberinto de cicatrices en la espalda de Heriberto Truczinski, los cestos de cartas chupadores de sangre del edificio del Correo polaco, América —pero, ¿qué es América, comparada con la línea del tranvía número 9 de Brösen?—, opuse el olor de vainilla de María, perceptible todavía en ocasiones, a la locura de la cara triangular de Lucía Rennwand, rogué a aquel señor Fajngold que desinfectaba aun la muerte que buscara en la tráquea de Matzerath la insignia del Partido imposible de hallar, y le dije a Korneff o, más bien, a los postes de la alta tensión —próximo ya a llegar a la decisión pero sintiendo, con todo, la necesidad de encontrar una fórmula teatral que pusiera a Hamlet en solfa e hiciera de mí, Yorick, un verdadero ciudadano— díjele pues a Korneff, cuando éste me llamó porque había que afirmar las junturas del pedestal con la lápida de diabasa —díjele, bajando más la voz y animado del deseo de poder convertirme finalmente en ciudadano, e imitando superficialmente a Gründgens, aunque éste no era para el papel de Yorick— díjele por encima de la pala: —Casarme o no casarme, ésa es la cuestión.
A partir de aquel cambio en el cementerio, frente a Fortuna Norte, dejé de concurrir al dancing del Castillo del León llamado Wedig y rompí toda relación con las muchachas de la central de larga distancia, cuya ventaja principal había consistido precisamente en poder establecer rápida y satisfactoriamente la conexión.
En mayo compré para María y para mí entradas para el cine. Después de la sesión fuimos a un restaurante, comimos relativamente bien y conversamos; María estaba preocupada porque la mina de las piedras de encendedor del pequeño Kurt se había agotado, porque el negocio de la miel artificial aflojaba y porque yo con mis pobres fuerzas —así lo dijo— hacía ya meses que sostenía a toda la familia. La tranquilicé, le dije que Óscar lo hacía de buena gana, que nada le era tan grato como llevar una gran responsabilidad, le hice al propio tiempo unos cumplidos a propósito de su aspecto y me atreví finalmente a hacerle mi proposición de matrimonio.
Ella solicitó tiempo para pensarlo. Mi pregunta a la Yorick no fue contestada en absoluto por espacio de varias semanas o sólo lo fue en forma evasiva, hasta que finalmente vino a contestarla la reforma monetaria.
María me enumeró una cantidad de razones, acariciándome al tiempo la manga, me llamó «querido Óscar», dijo también que yo era demasiado bueno para este mundo, y me rogó que me hiciera cargo y que le conservara de todos modos mi amistad; deseóme toda clase de suerte en mi oficio de marmolista y, preguntada una vez más en forma apremiante, se negó a casarse conmigo.
Y así, pues, Yorick no se convirtió en ciudadano, sino en Hamlet, un loco.
La reforma monetaria vino demasiado pronto, hizo de mí un loco y me obligó a reformar asimismo el sistema monetario de Óscar. En adelante, me vi obligado a buscar en mi joroba, ya que no un capital, sí al menos mis medios de subsistencia.
Y sin embargo, yo hubiera sido un excelente ciudadano. La época que siguió a la reforma, que —según estamos viendo— comportaba todas las premisas del refinamiento burgués que luego floreció, hubiera también podido favorecer los rasgos burgueses de Óscar. En cuanto esposo y hombre de bien, habría participado en la reconstrucción, poseería ahora una empresa mediana de marmolista, daría pan y trabajo a treinta oficiales, aprendices y ayudantes, sería el encargado de conferir cierto decoro a todos esos inmuebles comerciales y palacios de seguros de nueva construcción mediante los adornos tan populares de caliza conchífera y de mármol travertino; en una palabra, sería un hombre de negocios, un buen burgués y un esposo. Pero María me dio calabazas.
Así pues, Óscar se acordó de su joroba y se consagró al arte. Antes de que me despidiera Korneff, cuya existencia fundada en las piedras sepulcrales quedaba asimismo en vilo por virtud de la reforma monetaria, despedíme yo mismo y me encontré en la calle, cuando no permanecía haciendo girar los pulgares en la cocina del piso de Gusta Köster. Poco a poco iba gastando mi elegante traje a la medida y haciéndome negligente. Nada de discusiones con María, claro está; pero, por si acaso, las más de las veces dejaba la habitación de Bilk apenas entrada la mañana, visitaba primero a los cines de la Plaza Graf Adolf y luego a los del Hofgarten y me quedaba sentado en el parque, pequeño y meditabundo, pero en ningún modo amargado, enfrente casi de la Oficina del Trabajo y de la Academia de Bellas Artes, que en Düsseldorf son vecinas.
Cuando uno se queda así sentado horas enteras en uno de esos bancos del parque, acaba por sentirse como de madera y necesita alguna forma de expansión. Ancianos sujetos a las condiciones atmosféricas, mujeres de edad avanzada que lentamente se van convirtiendo de nuevo en muchachitas locuaces, la estación en curso, cisnes negros, niños que se persiguen chillando, y parejas amorosas que a uno le gustaría observar hasta el momento fácil de adivinar en que han de separarse. Los hay que tiran algún papel. Flota por un momento y se arrastra luego por el suelo hasta que un hombre con gorra, pagado por la ciudad, lo pica con su bastón en punta.
Óscar sabía permanecer sentado, cuidando de que las rodilleras de su pantalón siguieran un proceso idéntico. Sin duda, los dos muchachos flacos con la muchacha de anteojos me habían llamado la atención ya antes de que la gorda, que llevaba un abrigo de piel ceñido con un antiguo cinturón de la Wehrmacht, me dirigiera la palabra. La idea de hablarme provenía sin duda de los dos muchachos, que vestían de negro y parecían anarquistas. Pero, por muy peligrosos que parecieran, no se atrevían a hablarme directamente y sin rodeos, a mí, un jorobado, en el que se adivinaba cierta grandeza oculta. Convencieron pues a la gorda del abrigo: se me acercó, se quedó plantada sobre las columnas separadas de sus piernas y empezó a tartamudear, hasta que yo la invité a tomar asiento. Se sentó, tenía los cristales de los anteojos empañados, porque había bruma y casi niebla del lado del Rin, y empezó a hablar y hablar, hasta que yo la rogué que se limpiara primero los anteojos y formulara luego su demanda en forma que también yo pudiera comprenderla. Acto seguido hizo una seña a los dos jóvenes tenebrosos, y éstos se me presentaron en seguida y sin yo pedírselo como artistas, artistas pintores, dibujantes, escultores en busca de un modelo. Finalmente me dieron a entender, no sin vehemencia, que creían ver en mí a un modelo y, comoquiera que yo hiciera con el pulgar y el índice unos movimientos rápidos, sacaron en el acto a relucir las posibilidades de ganancia de un modelo de academia: la de Bellas Artes pagaba un marco ochenta la hora, y para un desnudo —aunque en mi caso no había que pensar en eso, dijo la gorda— hasta dos marcos.
¿Por qué dijo Óscar que sí? ¿Atraíame el arte? ¿Atraíame la ganancia? Arte y ganancia me atraían a la vez y le permitieron a Óscar decir que sí. Me levanté, dejé tras de mi el banco del parque y las posibilidades de una existencia en el banco del parque para siempre, seguí a la muchacha de anteojos, que iba marcando el paso, y a los dos muchachos que andaban algo encorvados como si llevaran su genio a cuestas, pasamos junto a la Oficina del Trabajo, doblamos en la calle de Eiskellerberg y entramos en el edificio en parte destruido de la Academia de Bellas Artes.
También el profesor Kuchen —barba negra, ojos de carbón, sombrero negro de ala audaz y bordes negros en las uñas: me recordaba el aparador negro de mi infancia— vio en mí al mismo excelente modelo que sus discípulos habían visto en el hombre del banco del parque.
Me contempló por algún tiempo desde todos los lados, moviendo sus ojos de carbón en círculo y de un lado para otro, resopló de modo que le salió un polvo negro de las aletas de la nariz, y dijo, estrangulando con sus uñas negras a un enemigo invisible: —¡El arte es acusación, expresión, pasión! ¡El arte es como el carboncillo negro que se hace polvo sobre el papel blanco!
Serví, pues, de modelo a este arte que se hace polvo. El profesor Kuchen me introdujo en el taller de sus alumnos, me subió con sus propias manos sobre la plataforma giratoria y la hizo girar, no para marearme, sino para exhibir las proporciones de Óscar desde todos los ángulos. Dieciséis caballetes se acercaron al perfil de Óscar, otra pequeña conferencia del profesor, que resoplaba polvo de carboncillo. Expresión, era lo que pedía: la palabreja se le había pegado y hablaba, por ejemplo, de expresión desesperadamente negra, y sostenía que yo, Óscar, expresaba la figura destrozada del hombre en forma acusadora, provocadora, intemporal y expresiva, con todo, de la locura de nuestro siglo, fulminando finalmente por encima de los caballetes: —¡No lo dibujéis, ese engendro: sacrificadlo, crucificadlo, clavadlo con carboncillo en el papel!