Cuando en agosto del treinta y nueve esperaba, apostado cerca del barrio polaco, a Jan Bronski, pensaba yo a menudo en mi abuela. Tal vez estuviera de visita en casa de tía Eduvigis. Pero por muy tentadora que fuera la perspectiva de aspirar el olor de mantequilla rancia sentado bajo sus faldas, no me decidía a subir los dos tramos de escalera ni a tocar a la puerta con el letrerito que decía: Jan Bronski. ¿Qué hubiera ya podido ofrecerle Óscar a su abuela? Su tambor estaba roto, su tambor ya no daba nada de sí, su tambor había olvidado cómo suena una llovizna que cae en octubre oblicuamente sobre un fuego de hojarasca. Y comoquiera que la abuela de Óscar sólo era accesible con el trasfondo sonoro de lluvias otoñales, Óscar se quedaba en la Ringstrasse, mirando llegar y partir los tranvías que subían y bajaban tocando la campanilla por el Heeresanger y cubrían todos el trayecto número 5.
¿Seguía escuchando a Jan? ¿No habría ya desistido y permanecido sólo en el lugar porque todavía no se me había ocurrido forma alguna de renuncia aceptable? Una espera prolongada tiene efectos pedagógicos. Pero también puede ocurrir que una espera prolongada induzca al que espera a representarse la escena del encuentro esperado con tal detalle, que a la persona esperada ya no le quede probabilidad alguna de sorpresa. Poseído de la ambición de percibir primero yo primero al que no se lo esperaba, de poder salirle al encuentro al son de lo que quedaba de mi tambor, permanecía en tensión y con los palillos alerta en mi lugar. Sin necesidad de largas explicaciones previas, proponíame hacer patente, por medio de grandes golpes sobre la hojalata y del clamor consiguiente, lo desesperado de mi situación, y me decía: Cinco tranvías más, otros tres, este último; y me imaginaba, poniéndome en lo peor, que a instancia de Jan los Bronski habían sido trasladados a Modlin o a Varsovia, y lo veía ya de secretario mayor del Correo de Bromberg o en Thorn, y esperaba, pese a todos mis juramentos anteriores, un tranvía más, y ya me volvía para emprender el camino de regreso cuando Óscar sintió que lo agarraban por detrás y un adulto le tapaba los ojos.
Sentí unas manos suaves, varoniles, que olían a jabón de lujo, agradablemente secas: sentí a Jan Bronski.
Cuando me soltó y, riendo por demás estrepitosamente, me dio la vuelta, era ya demasiado tarde para poder efectuar con mi tambor la demostración de mi situación fatal. Me metí pues los dos palillos simultáneamente bajo los tirantes de cordel de mis pantalones cortos, que en aquel tiempo, como que nadie cuidaba de mí, estaban sucios y tenían deshilachados los bolsillos. Y con las manos libres, levanté el tambor, que colgaba del mísero cordel, en alto, muy alto, hasta un alto acusador, hasta lo alto de los ojos, tan alto como durante la misa alzaba la hostia el reverendo Wiehnke, y hubiera podido decir como él: éste es mi cuerpo y mi sangre; pero no pronuncié palabra, sino que me contenté con levantar muy alto el maltrecho metal, sin desear tampoco ninguna transformación fundamental, acaso milagrosa; no quería sino la reparación de mi tambor, eso era todo.
Jan cortó en seco su risa desplazada y, por lo que pude adivinar, nerviosa y forzada. Vio lo que no podía pasar inadvertido, mi tambor, apartó su mirada de la hojalata ajada, buscó mis ojos claros que seguían mirando como si en verdad sólo tuvieran tres años, y no vio primero más que dos veces el mismo iris azul inexpresivo, sus manchas luminosas, sus reflejos, todo aquello que poéticamente se les atribuye a los ojos en materia de expresión; y finalmente, al verificar que mi mirada no difería en nada del reflejo brillante de un charco cualquiera de la calle, juntó toda su buena voluntad, la que tenía disponible, y esforzó su memoria por volver a encontrar en mi par de ojos aquella mirada de mamá, gris sin duda pero por lo demás del mismo corte, en la que durante tantos años se había reflejado para él desde el favor hasta la pasión. Pero tal vez lo desconcertara también un reflejo de sí mismo, lo cual no significaba tampoco quejan fuera mi padre o, mejor dicho, mi progenitor. Porque sus ojos, al igual que los de mamá y los míos, se distinguían por aquella misma belleza infantilmente astuta y de radiante estolidez que exhibían casi todos los Bronski, como también Esteban y, un poco menos, Marga Bronski, y tanto, en cambio, mi abuela y su hermano Vicente. A mí, sin embargo, pese a mis pestañas negras y mis ojos azules, no podía negárseme un injerto de sangre incendiaria de Koljaiczek —piénsese nada más en mis impulsos vitricidas—, en tanto que hubiera resultado difícil atribuirme rasgos renanomatzerathianos.
El propio Jan, al que no le gustaba comprometerse, no hubiera tenido más remedio que confesar, si se le hubiese preguntado en aquel momento: —Me está mirando su madre Agnés. Y tal vez me esté mirando yo mismo. Su madre y yo teníamos, en efecto, muchas cosas en común. Pero también es posible que me esté mirando mi tío Koljaiczek, aquel que está en América o en el fondo del mar. El único que no me está mirando es Matzerath, y está bien que así sea.
Jan tomó mi tambor, lo volvió, lo golpeó. El, tan desmañado, que ni sabía siquiera sacarle adecuadamente punta a un lápiz, hizo como si entendiera algo de la reparación de un tambor, y tomando manifiestamente una decisión, cosa rara en él, me cogió de la mano —lo que me llamó la atención, porque el caso no era para tanto— atravesó conmigo la Ringstrasse, llevándome siempre de la mano, hasta el andén de la parada del tranvía de Heeresanger y subió, al llegar éste y sin soltarme, en el remolque para fumadores del tranvía de la línea número 5.
Óscar lo intuyó: íbamos a la ciudad y nos proponíamos ir a la Plaza Hevelius, al Correo polaco, donde estaba el conserje Kobyella que tenía el utensilio y la habilidad por los que el tambor de Óscar clamaban desde hacía ya varias semanas.
Este viaje en tranvía hubiera podido convertirse en un viaje inalterado de amistad, si no hubiera sido la víspera del primero de septiembre del treinta y nueve, en que el coche motor con el remolque de la línea número 5, lleno a partir de la Plaza Max Halbe de bañistas cansados pero no menos escandalosos del balneario de Brösen, se iba abriendo paso a campanillazos hacia la ciudad. ¡Qué bello anochecer de fin de verano nos hubiera esperado, después de la entrada del tambor, en el Café Weitzke, tras una limonada fresca, si a la entrada del puerto, frente a la Westerplatte, los dos navíos de línea
Schleswig
y
Schleswig-Holstein
no hubieran echado el ancla y no mostraran al muro rojo de ladrillo que cubría el depósito de municiones sus cascos de acero, con sus dobles torrecillas giratorias y sus cañones de casamata! ¡Qué bello habría sido poder llamar a la portería del Correo polaco y confiarle al conserje Kobyella, para su reparación, un inocente tambor de niño, si desde varios meses antes el interior del edificio del Correo no hubiera sido puesto mediante planchas blindadas en estado de defensa y el personal hasta entonces inofensivo, funcionarios, carteros y demás, no se hubiera convertido, gracias a los entrenamientos de fin de semana en Gdingen y Oxhöft, en una guarnición de fortaleza!
Nos acercábamos a la Puerta de Oliva. Jan Bronski sudaba, miraba fijamente el verde polvoriento de los árboles de la Avenida Hindenburg y fumaba mayor cantidad de sus cigarrillos con boquilla dorada de lo que su espíritu ahorrador hubiera debido permitirle. Óscar nunca había visto a su presunto padre sudar de aquella manera, con excepción de las dos o tres veces en que lo había observado con su mamá sobre el sofá.
Pero mi pobre mamá había fallecido hacía ya tiempo. ¿Por qué sudaba Jan Bronski? Después que hube observado que poco antes de cada parada le daban ganas de bajar, que sólo en el preciso momento de ir a hacerlo se daba cuenta de mi presencia y que éramos mi tambor y yo lo que lo obligaba a sentarse de nuevo, se me hizo claro que el sudor era por causa del Correo polaco, que Jan, en calidad de funcionario del mismo, tenía la misión de defender. Como que ya se había escabullido una vez, me había encontrado luego a mí con mi chatarra de tambor en la esquina de la Ringstrasse y el Heeresanger, había decidido volver a su deber de funcionario, me había llevado consigo, a mí que ni era funcionario ni apto para la defensa del edificio del Correo, y ahora sudaba y fumaba. ¿Por qué no se bajaba de una vez? No hubiera sido yo, por cierto, quien se lo impidiera. Estaba todavía en la plenitud de la vida, llegando a los cuarenta y cinco. Sus ojos eran azules, su pelo castaño; temblaban, bien cuidadas, sus manos, y no hubiera debido sudar tan lamentablemente, o en todo caso hubiera debido ser agua de Colonia, y no sudor frío, lo que Óscar, sentado al lado de su presunto padre, hubiera debido oler.
En el Mercado de la Madera nos bajamos y descendimos a pie todo a lo largo del Paseo del barrio viejo. Era un anochecer tranquilo de fines de verano. Como todos los días hacia las ocho, las campanas del barrio viejo difundían notas broncíneas por el cielo. Concierto de campanas que hacía levantarse en vuelo nubes de palomas: «Sé siempre fiel y honrado hasta la tumba fría.» Eso sonaba bien y daba ganas de llorar. Y sin embargo, todo el mundo reía. Mujeres con niños tostados por el sol, con albornoces de frisa, con pelotas de playa multicolores y barquitos de vela bajaban de los tranvías que traían de los balnearios el Glettkau y Heubude a miles de personas frescas todavía del baño. Con lenguas volubles, las muchachitas lamían, en pleno sopor, helados de frambuesa. Una quinceañera dejó caer su sorbete, y cuando iba ya a bajarse para recogerlo, se arrepintió y abandonó al empedrado y a las suelas de futuros transeúntes el helado que se iba derritiendo: no tardaría en formar parte de los adultos, y ya no podría seguir lamiendo sorbetes por la calle.
Llegados a la calle de los Afiladores doblamos a la izquierda. La Plaza Hevelius, en la que dicha calle desembocaba, estaba cerrada por hombres de la milicia territorial SS apostados en grupos: eran muchachos jóvenes, también algunos padres de familia, con brazaletes y carabinas de la policía. Hubiera sido fácil, dando un rodeo, eludir la barrera y llegar al correo por el barrio de Rähm. Jan Bronski se fue derecho a ellos. La intención era clara: quería que le cerraran el paso, que le mandaran despejar a la vista de sus superiores, que sin duda alguna vigilaban la Plaza Hevelius desde el edificio del Correo, para hacer un papel más o menos decoroso de héroe rechazado y poder volverse a casa con el mismo tranvía de la línea número 5 que lo había llevado.
Los hombres de la milicia territorial nos dejaron pasar, sin pensar ni remotamente, tal vez, que aquel señor bien vestido, con un niño de tres años de la mano, se propusiera ir al edificio del Correo. Nos recomendaron simplemente y con toda cortesía que fuéramos prudentes, y no nos dieron el alto hasta que ya habíamos pasado la verja y nos encontrábamos ante la entrada principal. Jan se volvió, indeciso. Pero ya la pesada puerta se había entreabierto y nos tiraron hacia dentro: estábamos en la sala de taquillas, semioscura y agradablemente fresca, del Correo polaco.
Jan Bronski no fue recibido por su gente con mucho entusiasmo. Desconfiaban de él, lo habían descartado, probablemente, y dieron claramente a entender que sospechaban que el secretario del Correo, Jan Bronski, trataba de escabullirse. No le resultó fácil a Jan desvirtuar las acusaciones. Ni siquiera se le escuchó, sino que se le asignó un lugar en una hilera que tenía por misión llevar sacos de arena desde la bodega a la fachada con ventanas de la sala de taquillas. Estos sacos de arena y demás sandeces se amontonaron delante de las ventanas, y se corrían muebles pesados, como armarios archivadores, hasta la entrada principal, para poder, en caso de necesidad, obstruir la puerta en todo su ancho.
Alguien preguntó quién era yo, pero luego no tuvo tiempo de esperar a que Jan respondiera. La gente estaba nerviosa, y tan pronto hablaban a gritos como en voz exageradamente prudente y baja. Mi tambor y la miseria de mi tambor parecían olvidados. El conserje Kobyella, con el que yo había especulado para devolver a la chatarra que me colgaba sobre la barriga un aspecto decoroso, permanecía invisible y estaría probablemente amontonando en el primero o segundo piso del edificio del Correo, lo mismo que los carteros y taquilleras de la planta baja, sacos repletos de arena, que se suponían a prueba de balas. La presencia de Óscar era penosa para Jan Bronski. Me escurrí, pues, en el preciso momento en que un hombre, al que los otros llamaban doctor Michon, le daba algunas instrucciones. Después de haber andado buscando por algún tiempo y de haber eludido precavidamente mediante un rodeo a aquel doctor Michon, que llevaba un casco de acero polaco y era manifiestamente el director del Correo, hallé la escalera del primer piso, y arriba, al final del corredor, encontré un cuarto de tamaño regular, sin ventanas, en el que no había hombres que arrastraran cajas de municiones o apilaran sacos de arena.
Cestos como de ropa con ruedas, llenos de cartas franqueadas con sellos de todos los colores, ocupaban el piso, en hileras apretadas. El cuarto era bajo y el papel de las paredes tenía un color ocre. Olía ligeramente a goma. Del techo colgaba un foco encendido. Óscar estaba demasiado cansado para buscar el interruptor. A lo lejos advertíanle las campanas de Santa María, Santa Catalina, San Juan, Santa Brígida, Santa Bárbara, de la Trinidad y del Divino Cuerpo: ¡Son las nueve, Óscar, es hora ya de que te acuestes! En vista de eso me tendí en uno de los cestos, coloqué el tambor, igualmente agotado, a mi lado, y me dormí.
Me dormí en un cesto lleno de cartas que querían ir a Lodz, Lublín, Lwow, Cracovia y Czestochowa, o venían de Lodz, Lublín, Lemberg, Thorn, Cracovia y Tschenstochau. Pero no soñé ni con la Matka Bosca Czestochowska ni con la Virgen Negra, ni roí, soñando, el corazón del mariscal Pilsudski, conservado en Cracovia, ni aquellos alfajores que tanta fama han dado a la ciudad de Thorn. Ni siquiera soñé en mi tambor no reparado todavía. Tendido sin sueños en un cesto de ropa con ruedas, Óscar no percibió nada de ese cuchicheo, ese murmullo y esas charlas que, según cuentan, se producen cuando muchas cartas se hallan apiladas en un montón. Las cartas no me dijeron ni una sola palabra: yo no esperaba correo alguno y nadie podía ver en mí a un destinatario, mucho menos a un remitente. Dormí soberanamente, con mi antena retraída, sobre una montaña de correspondencia que, grávida de noticias, hubiera podido representar todo un mundo.
Se comprende así que no me despertara aquella carta que un Pan Lech Milewczyk cualquiera de Varsovia escribía a su sobrina de Danzig-Schidlitz, una carta, por consiguiente, lo bastante alarmante como para despertar a una tortuga milenaria; a mí no me despertaron ni el cercano tableteo de las ametralladoras ni las lejanas salvas retumbantes de las torrecillas dobles de los cruceros anclados en el Puerto Libre.