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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (38 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Una habitación agradable, de empapelado alegre pero estropeado en algunos lugares por balas perdidas de fusil. En tiempos de paz, hubiera sido posible haberse sentado allí tras alguna de las dos ventanas y distraerse observando la Plaza Hevelius. Un caballo mecedor intacto todavía, varias pelotas, un fuerte lleno de soldados de plomo a pie y a caballo tumbados, una caja de cartón abierta, llena de rieles y de vagones de carga en miniatura, varias muñecas en mejor o peor condición, casas de muñecas en desorden; en resumen, un derroche de juguetes que revelaba que el primer secretario del Correo Naczalnik había de ser padre de dos criaturas bien mimadas, un niño y una niña. ¡Qué suerte que los niños hubieran sido evacuados a Varsovia, evitándome así el encuentro con un par de hermanitos por el estilo del que ya conocía de los Bronski! Con cierta satisfacción maliciosa representábame cómo debía de haberle dolido al rapaz del primer secretario haber tenido que despedirse de su paraíso infantil repleto de soldaditos de plomo. Tal vez se habría metido algunos ulanos en el bolsillo del pantalón, para más adelante, en ocasión de las luchas por el fuerte de Modlin, poder reforzar la caballería polaca.

Óscar habla por demás de los soldados de plomo y, sin embargo, no puede eludir una confesión: sobre la tabla superior de un estante para juguetes, libros de estampas y juegos de sociedad alineábanse instrumentos musicales en tamaño reducido. Una trompeta de color de miel levantábase silenciosa al lado de un carrillón que seguía los incidentes de la lucha, o sea que a cada impacto de granada tintineaba. En el extremo de la derecha extendíase a lo largo, inclinado y multicolor, un acordeón. Los padres habían sido lo bastante extravagantes para regalar a su descendencia un verdadero violincito con cuatro verdaderas cuerdas de violín. Al lado del violín, trabado por unas piezas de un juego de construcción para que no se fuera rodando y mostrando su blanca redondez indemne, hallábase, por muy inverosímil que parezca, un tambor esmaltado en rojo y blanco.

Por el momento no hice nada por bajar el tambor del estante por mis propios medios. Óscar era perfectamente consciente de su alcance limitado y, en aquellos casos en que su talla de gnomo le hacía ver su impotencia, permitíase recurrir a la complacencia de los adultos.

Jan Bronski y Kobyella estaban tendidos detrás de unos sacos de arena que cubrían el último tercio de las ventanas que llegaban hasta el piso. La ventana izquierda le correspondía a Jan, en tanto que Kobyella ocupaba su lugar en la derecha. Comprendí instantáneamente que el conserje difícilmente tendría tiempo, ahora, de sacar y reparar mi tambor, que se hallaba debajo de aquel herido que escupía sangre y, sin duda alguna, habría de ir quedando cada vez más aplastado. Porque Kobyella tenía ahora trabajo de sobra: a intervalos regulares disparaba su fusil por una aspillera dispuesta en el muro de los sacos de arena en dirección de la esquina de la calle de los Afiladores, por encima de la Plaza Hevelius, en donde, poco antes del puente del Radaune, acababan de emplazar un cañón antitanque.

Jan estaba acurrucado, escondía la cabeza y temblaba. Sólo lo conocí por su elegante vestido gris oscuro, que ahora, sin embargo, se veía cubierto de polvo y arena. El lazo de su zapato derecho, gris también, se le había desatado. Me bajé y se lo até de nuevo. Al apretar yo el lazo, Jan se estremeció, deslizó un par de ojos demasiado azules por encima de su manga izquierda y fijó en mí una mirada incomprensiblemente azul y acuosa. Aun cuando no estaba herido, según Óscar pudo apreciar a través de un examen superficial, lloraba en silencio. Jan Bronski tenía miedo. Sin prestar atención a sus lloriqueos señalé el tambor de hojalata del hijo evacuado de Naczalnik e invité a Jan, con gestos inequívocos, a acercarse al estante y bajarme el tambor, tomando para ello todas las precauciones y sirviéndose del ángulo muerto del cuarto de los niños. Mi tío no me entendió. Mi presunto padre tampoco me entendió. El amante de mi pobre mamá estaba tan ocupado y absorbido con su propio miedo, que mis gestos en demanda de auxilio no podían a lo sumo hacer más que aumentárselo. Óscar hubiera podido gritarle, pero temía que pudiera descubrirle Kobyella, que sólo parecía atento al ruido de su fusil.

Así, pues, me tendí a la izquierda de Jan detrás de los sacos de arena y me apreté a su lado, para comunicar a mi desgraciado tío y padre presunto una parte de mi ecuanimidad habitual. Al rato me pareció que estaba efectivamente algo más calmado. Mi respiración marcadamente regular logró imprimir a su pulso una regularidad más o menos normal. Cuando llegó, demasiado pronto sin duda, volví a llamarle la atención acerca del tambor de Naczalnik hijo, tratando para ello de hacerle volver la cabeza lenta y suavemente al principio, y, por último, en forma decidida hacia el estante sobrecargado de juguetes, Jan no me entendió por segunda vez. El miedo lo invadía de abajo arriba, refluía de arriba abajo y encontraba allí, probablemente a causa de las suelas de los zapatos, una resistencia tan grande, que trataba de abrirse paso, pero rebotaba y, a través del estómago, el bazo y el hígado, se le instalaba en la cabeza de tal manera que los ojos azules se le saltaban y dejaban ver en su blanco unas venitas ramificadas que Óscar nunca había observado anteriormente.

Hubo de costarme trabajo y tiempo hacer volver los globos oculares de mi tío a su lugar y comunicar a su corazón un mínimo de compostura. Pero toda mi aplicación al servicio de la estética resultó inútil cuando, poniendo por vez primera en acción el obús mediano de campaña, la gente de la milicia abatió, en tiro directo y apuntando a través del tubo, la verja forjada de delante del edificio del Correo, procediendo para ello, con una precisión admirable que revelaba un alto grado de entrenamiento, a tumbar uno después de otro los pilares de ladrillo, hasta que toda la verja acabó por desplomarse. Mi pobre tío sintió el derrumbe de cada uno de los quince a veinte pilares en lo más vivo de su alma y de su corazón, y ello en forma tan afectivamente apasionada, como si, en vez de tumbar en el polvo los meros pedestales, se hubiera tumbado también con ellos a otros tantos ídolos imaginarios que le fueran familiares e indispensables para su misma existencia.

Sólo así se explica que Jan registrara cada blanco del obús con un chillido agudo que, de haber sido más consciente y deliberadamente orientado, habría poseído, lo mismo que mi grito vitricida, la virtud del diamante cortador de vidrios. Cierto que Jan chillaba con vehemencia, pero de todos modos sin plan alguno, con lo que al cabo sólo logró que Kobyella echara su cuerpo huesudo de conserje inválido hacia nosotros, levantara su cabeza de pájaro sin pestañas y paseara por nuestra común miseria unas pupilas grises y acuosas. Sacudió a Jan. Este gimió. Abrióle la camisa y le palpó el cuerpo en busca de alguna herida —a mí me daban ganas de reír— y, al no encontrar traza de la menor lesión, lo tumbó de espaldas, le agarró la mandíbula, se la sacudió de un lado para otro, la hizo crujir, obligó a la azul mirada bronsquiana de Jan a aguantar el flamear gris aguado de los ojos kobyellanos, juró en polaco salpicándole la cara de saliva y le lanzó finalmente a las manos aquel fusil que hasta entonces Jan había dejado inactivo sobre el piso junto a la aspillera que le estuviera especialmente asignada; porque ni siquiera le había quitado el seguro. La culata le pegó secamente en la tibia. Aquel dolor breve, el primero de carácter corporal después de todos los demás dolores morales, pareció hacerle bien, porque asió el fusil, estuvo a punto de horrorizarse al sentir el frío del metal en sus dedos y a continuación en la sangre, pero, estimulado en parte por los juramentos y en parte por los argumentos de Kobyella, se arrastró hacia su aspillera.

Mi presunto padre tenía de la guerra, pese a la blanda exuberancia de su fantasía, una idea tan realista, que le resultaba en verdad difícil, por no decir imposible, ser valiente, debido a su falta de imaginación. Sin haber inspeccionado a través de la aspillera que le había sido asignada el campo de tiro que se le brindaba y sin haber buscado en el mismo un blanco que valiera la pena, con el fusil oblicuo y apuntando lejos de sí por encima de los tejados de la Plaza Hevelius, vació su recámara rápidamente y a ciegas, para volver a acurrucarse acto seguido, con las manos vacías, tras los sacos de arena. Aquella mirada implorante que Jan lanzó al conserje desde su escondrijo leíase cual la confesión contrita y entre pucheros de un escolar que no ha hecho su tarea. Kobyella hizo crujir varias veces su mandíbula, rióse luego sonoramente y, como si no pudiera contenerse, interrumpió de repente su risa en forma alarmante, y le dio a Bronski, no obstante ser éste en calidad de secretario del Correo su superior jerárquico, tres o cuatro puntapiés en la tibia. Y tomaba ya nuevo impulso, disponiéndose a clavarle a Jan su informe borceguí en las costillas, cuando el fuego de ametralladora, al pasar la cuenta de los vidrios superiores del cuarto de los niños abriendo surcos en el techo, le hizo bajar el pie ortopédico, a continuación de lo cual se echó tras su fusil y disparó rápidamente y malhumorado, como si quisiera recuperar el tiempo perdido con Jan, tiro tras tiro —todo lo cual ha de computarse a cuenta del desperdicio de municiones durante la segunda guerra mundial.

¿Acaso no me habría visto el conserje? Él, que por lo regular podía ser tan severo e inaccesible como sólo suelen serlo esos inválidos de guerra empeñados en imponer cierta distancia respetuosa, me dejó en esta buhardilla expuesta al viento y en la que el aire estaba cargado de plomo. ¿Diríase acaso Kobyella: éste es el cuarto de los niños y, por consiguiente, Óscar puede quedarse y jugar durante las pausas del combate?

No sé por cuánto tiempo estuvimos tendidos en aquella forma: yo entre Jan y la pared izquierda del cuarto, los dos detrás de los sacos de arena, y Kobyella detrás de su fusil y disparando por dos. Hacia las diez, el fuego amainó. El silencio se hizo tal, que podía yo percibir el zumbido de las moscas, oír las voces de mando procedentes de la Plaza Hevelius y prestar ocasionalmente atención a la sorda labor retumbante de los cruceros en el puerto. Un día de septiembre de sereno a nublado. El sol ponía en todas las cosas una fina película de oro viejo; todo parecía sensible y, sin embargo, duro de oído. Uno de aquellos próximos días iba a cumplirse mi decimoquinto aniversario. Y yo tenía pedido, como todos los años en septiembre, un tambor de hojalata, nada menos que un tambor de hojalata; renunciando a todos los tesoros del mundo, mis deseos se orientaban exclusiva e inalterablemente hacia un tambor de hojalata esmaltado en blanco y rojo.

Jan no se movía. Kobyella resollaba en forma tan regular, que Óscar pensaba ya que estaría durmiendo y aprovechaba la breve tregua para echar una siestecita, ya que, a fin de cuentas, todos los hombres, inclusive los héroes, necesitan de vez en cuando una destecha reparadora. Yo era el único que tenía sus cinco sentidos despiertos y, con la inexorabilidad de mi edad, estaba empeñado en conseguir mi tambor. No es que sólo ahora, mientras aumentaba el silencio y disminuía el zumbido de una mosca fatigada de verano, me hubiera vuelto al pensamiento el tambor del joven Naczalnik. De ningún modo; ni aun durante el combate, envuelto en el ruido de la batalla, Óscar lo había perdido un solo momento de vista. Ahora, sin embargo, presentábaseme aquella oportunidad que todos mis pensamientos me incitaban a no desperdiciar.

Óscar se levantó lentamente y, evitando los cascos de vidrio, se dirigió sigilosamente pero no por ello en forma menos deliberada hacia el estante donde se encontraba el juguete, y estaba ya construyéndose de pensamiento una tarima hecha de una sillita de niño más una caja de arquitecto superpuesta, cuando me alcanzaron la voz y, a continuación, la mano seca del conserje. Desesperado señalé con la mano el tambor ya tan cercano. Kobyella me tiró hacia atrás. Tendí mis dos brazos hacia el tambor. El inválido vacilaba ya, disponíase ya a levantar los brazos para hacerme feliz, cuando de repente el fuego de ametralladora atacó el cuarto de los niños y, frente a la puerta de la entrada, estallaron nuevas granadas antitanque; Kobyella me lanzó al rincón junto a Jan Bronski, se echó de nuevo tras su fusil, y lo cargaba ya por segunda vez, cuando yo seguía con la mirada pegada todavía al tambor.

Allí yacía Óscar, y Jan Bronski, mi dulce tío de ojos azules, ni siquiera levantó la nariz cuando el cabeza de pájaro con el pie deforme y la mirada aguada me barriera, sin pestañear, hacia aquel rincón, detrás de los sacos de arena, cuando ya estaba tan cerca del objetivo. No es que Óscar llorara. ¡De ningún modo! Antes se iba acumulando en mi pecho la cólera. Unos gusanos grasos, blancoazulados, carentes de ojos se multiplicaban, buscaban un cadáver que valiera la pena: ¡qué me importaba a mí Polonia! ¿Qué era eso, Polonia? ¿No tenían acaso su caballería? ¡Pues que cabalgaran! Besaban la mano a las damas y sólo demasiado tarde se daban siempre cuenta de que no eran los dedos lánguidos de una dama, sino la boca sin colorete de un obús de campaña lo que habían besado. Y he aquí que ya se estaba descargando la doncella de la familia de los Krupp. Chasqueaba los labios, imitaba mal y sin embargo auténticamente los ruidos de batalla que se oyen en las actualidades del cine, lanzaba bombones fulminantes contra la entrada principal del Correo, quería abrir una brecha y la abrió, y a través de la sala de taquillas abierta quería roer la caja de la escalera, para que nadie más pudiera ni subir ni bajar. Y su séquito detrás de las ametralladoras, inclusive aquellas de los elegantes carros blindados de reconocimiento, que llevaban pintados al pincel preciosos nombres como el de «Marca del Este» o «País sudete», no lograban saciarse, sino que corrían de un lado para otro, frente al Correo, blindadas, reconociendo y armando estrépito: dos damitas ávidas de cultura, que deseaban visitar un castillo, pero el castillo estaba cerrado todavía. Esto excitaba la impaciencia de las bellas mimadas, que querían entrar, y las obligaba a lanzar a todos los aposentos visibles del castillo unas miradas, miradas gris plomo, penetrantes, del mismo calibre, para que a los del castillo les diera calor y frío y estremecimientos.

Precisamente uno de los carros blindados de reconocimiento —creo que el «Marca del Este»— se lanzaba otra vez contra el Correo desde la calle de los Caballeros, cuando Jan, mi tío, que desde hacía rato parecía estar sin vida, movió su pierna hacia la aspillera y la levantó, con la esperanza de que un carro de reconocimiento la reconociera y le tirara, o de que alguna bala perdida se compadeciera de él y, rozándole la pantorrilla o el talón, le infligiera aquella herida que permite al soldado emprender una retirada exageradamente cojeante.

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