Eso fue por lo visto lo que dijo cuando, poco antes de llegar a Stolp, el transporte fue detenido por enésima vez, porque una de las bandas de adolescentes anunciaba su visita. Como apenas quedaba ya equipaje, los muchachos empezaron a quitarles la ropa a los viajeros. Afortunadamente tuvieron el buen sentido de limitarse a las prendas exteriores de los caballeros. Pero el socialdemócrata no acertaba a comprender la razón de tal proceder y era de opinión que un sastre hábil podría confeccionar con los vastos hábitos de las monjas varios excelentes vestidos. El socialdemócrata era ateo, y lo proclamaba con profunda convicción. Por el contrario, los jóvenes bandidos creían, sin proclamarlo con la misma convicción, en la iglesia fuera de la cual no hay salvación posible, y no querían los abundantes tejidos de lana de las monjas sino el traje recto y ligero del ateo. Y viendo que éste no quería' quitarse la chaqueta, el chaleco ni los pantalones, sino que empezó a relatar una vez más su breve pero brillante carrera de fijador de pasquines socialdemócrata, y comoquiera, además, que no paraba de hablar y oponía resistencia a que lo desvistieran, una de las botas de la antigua Wehrmacht le dio una patada en el estómago.
El socialdemócrata se puso a vomitar en forma violenta y prolongada, acabando por echar sangre. En esta ocupación descuidó totalmente su traje, de modo que los muchachos perdieron el interés por aquella tela sucia, sin duda, pero que un buen lavado químico podía aún regenerar. Renunciaron pues a la ropa exterior de los hombres, pero despojaron en cambio a la señora María Matzerath de una blusa de seda azul celeste, y a aquella muchacha que no se llamaba Lucía Rennwand, sino Regina Raeck, le quitaron asimismo la chaqueta de punto a la Berchtesgaden. Luego corrieron la puerta del vagón, pero no por completo, y el tren partió, mientras el socialdemócrata empezaba a morirse.
Unos dos o tres kilómetros antes de llegar a Stolp, el transporte fue pasado a una desviación en la que permaneció toda la noche. La noche era estrellada y clara, pero, según parece, fresca para el mes de junio.
Aquella noche —según cuenta el señor Matzerath—, blasfemando en voz alta y en forma indecente, exhortando a la clase trabajadora a la lucha, dando vivas a la libertad como los que se oyen en las películas y presa finalmente de un ataque de vómito que horrorizó al vagón, murió aquel socialdemócrata tan pagado de su traje recto.
No hubo ningún grito, dice mi paciente. En el vagón se hizo un silencio persistente. Sólo a la señora María Matzerath le castañeteaban los dientes, porque tenía frío sin la blusa y había cubierto, con la poca ropa blanca que les quedaba, a su hijo Kurt y al señor Óscar. Hacia la madrugada, dos monjas animosas aprovecharon la circunstancia de estar abierta la puerta del vagón para limpiarlo y echar afuera la paja mojada y los excrementos de los niños y los adultos, así como el vómito del socialdemócrata.
En Stolp el vagón fue inspeccionado por unos oficiales polacos. Al propio tiempo se distribuyó una sopa caliente y una bebida parecida al café de malta. El cadáver del vagón del señor Matzerath fue confiscado para evitar el peligro de epidemia, y unos enfermeros se lo llevaron sobre una tabla de andamio. A petición de las monjas, un oficial superior permitió que los familiares le dedicaran una breve oración. Permitieron también que se le quitaran al muerto los zapatos, los calcetines y la ropa. Durante el acto del desvestimiento —luego el cadáver fue cubierto sobre la tabla con sacos de cemento vacíos—, mi paciente observó a la sobrina del desvestido. Nuevamente, con una mezcla de repulsión violenta y de fascinación, le recordó la muchacha, aunque se llamara Raeck, a aquella Lucía Rennwand que yo modelé con cordeles anudados y a la que, en esa figura, llamo Comedora de emparedados de salchicha. Cierto que la muchacha del vagón no se puso, a la vista del tío despojado, a devorar ningún emparedado de salchicha con pellejo y todo, sino que más bien participó en el pillaje; heredó el chaleco de su tío, en sustitución de la chaqueta de punto que le habían quitado, y sacó un espejito para contemplarse en su nuevo atavío, que no le quedaba tan mal. En esto se funda justamente el pánico que hasta la fecha siente mi paciente, porque parece ser que con el espejo le captó a él y a su yacija, los reflejó y lo observó lisa y fríamente a él con aquellos ojos que eran como una raya en un triángulo.
El viaje de Stolp a Stettin duró dos días. Claro que hubo todavía bastantes paradas involuntarias y las visitas que ya se iban haciendo habituales de aquellos adolescentes equipados con cuchillos de paracaidistas y pistolas ametralladoras, pero las visitas se fueron haciendo cada vez más breves, porque ya apenas quedaba nada que sacar a los viajeros.
Mi paciente asevera que durante el viaje de Danzig-Gdansk a Stettin, o sea en el curso de una semana, creció nueve centímetros, si es que no fueron diez. Parece que se le alargaron sobre todo los muslos y las piernas, mientras que el tórax y la cabeza se mantuvieron casi iguales. En cambio, a pesar de que durante el viaje el paciente estuviera tendido sobre la espalda, no fue posible evitar el crecimiento de una joroba desplazada ligeramente hacia la izquierda. Admite asimismo el señor Matzerath que, después de Stettin —estando ya el transporte a cargo de personal de los ferrocarriles alemanes—, los dolores le aumentaron y que ya no le era posible calmarlos con la simple vista del álbum familiar. Tuvo que chillar varias veces en forma persistente, pero sus chillidos no ocasionaron daño alguno en los cristales de ninguna estación [Matzerath: mi voz había perdido todo poder vitricida], deparándole sólo en cambio la solicitud de las cuatro monjas que no cesaban de rezar.
Una buena mitad de los compañeros de viaje, entre ellos los familiares del difunto socialdemócrata, con la señorita Regina, dejaron el transporte en Schwerin. El señor Matzerath lo sintió mucho, porque la vista de aquella muchacha se le había hecho tan familiar y necesaria que, después que se hubo ido, le sobrevinieron unos violentos ataques convulsivos acompañados de mucha fiebre. Conforme a las manifestaciones de la señora María Matzerath, parece ser que mi paciente llamaba con desesperación a Lucía, se designaba a sí mismo cual animal fabuloso y unicornio y manifestaba miedo y deseos a la vez de saltar desde un trampolín de diez metros.
En Lüneburg internaron al señor Óscar Matzerath en un hospital. Allí conoció durante la fiebre a algunas enfermeras, pero fue trasladado poco después a la Clínica Universitaria de Hannover. Allí lograron reducir su fiebre. A la señora María Matzerath y a su hijito Kurt el señor Matzerath sólo los veía poco, y no volvió a verlos diariamente hasta que ella encontró un puesto de auxiliar en el hospital. Pero como no había alojamiento en la clínica o en las cercanías de ésta para la señora María y el pequeño Kurt, y como también la vida en el campo de refugiados se hacía cada vez más insoportable —la señora María tenía que echarse diariamente tres horas de viaje en trenes repletos, a veces incluso en el estribo: a tal punto distaban una de otro la clínica y el campo—, consintieron los médicos, a pesar de todos sus reparos, en el traslado del paciente a los hospitales municipales de Düsseldorf, habida cuenta sobre todo de que la señora María podía exhibir un permiso de inmigración. Su hermana Gusta, que durante la guerra se había casado con un camarero que tenía allí su residencia, puso a disposición de la señora Matzerath uno de los cuartos de su piso de dos y medio, ya que el camarero no necesitaba lugar alguno, pues había sido hecho prisionero en Rusia.
El alojamiento quedaba bien situado. Desde él podían alcanzarse cómodamente y sin necesidad de hacer transbordos, con todos los tranvías aue iban desde la estación de Bilk en dirección de Wersten y Benrath, los hospitales municipales.
El señor Matzerath estuvo hospitalizado allí desde agosto del cuarenta y cinco hasta mayo del cuarenta y seis. Lleva ya más de una hora hablándome de varias enfermeras a la vez. Son ellas las señoritas Mónica, Helmtrud, Walburga, Use y Gertrudis. Recuerda una enormidad de chismes del hospital y atribuye a los detalles de las vidas de las enfermeras y a los uniformes de las mismas una importancia desmesurada. No dice ni una palabra de la alimentación, que según yo recuerdo era miserable en aquella época, ni de la mala calefacción de las habitaciones. Para él no hay más que enfermeras, historias de enfermeras, ambiente, de un aburrimiento mortal, de enfermeras. Que si se susurraba y se decía confidencialmente, que si la señorita Use le había dicho a la enfermera jefe, que si la enfermera jefe se había atrevido a registrar poco después del descanso de mediodía los alojamientos de las alumnas enfermeras, que si había desaparecido algo y se sospechaba injustamente de una enfermera de Dortmund —creo haberle oído decir que una señorita Gertrudis. Cuenta también, con todo lujo de detalles, historias de jóvenes médicos que sólo querían obtener de las enfermeras cupones de cigarrillos. Encuentra digna de mención la investigación hecha en torno a un aborto que una practicante de laboratorio, no una enfermera, había practicado consigo misma o con la ayuda de un médico asistente. No me explico cómo mi paciente puede derrochar su ingenio en semejantes necedades.
El señor Matzerath me ruega ahora que lo describa. Me pliego de buena gana a este deseo y omito una porción de esas historias que, por tratarse de enfermeras, él describe profusamente y adorna con palabras pomposas.
Mi paciente mide un metro y veintiún centímetros. Lleva su cabeza, excesivamente gruesa para personas de talla normal, entre sus hombros sobre un cuello francamente raquítico. El tórax y la espalda, que hay que designar como joroba, sobresalen. Tiene unos ojos azules brillantes, inteligentes y móviles que a veces se le dilatan con entusiasmo. Su pelo castaño oscuro, ligeramente ondulado, es espeso. Le agrada mostrar sus brazos, robustos en relación con el resto del cuerpo, y las que él mismo llama sus bellas roanos. En particular cuando toca el tambor —lo que la dirección del establecimiento le permite de tres a cuatro horas diarias—, sus dedos dan la impresión de ser independientes y de pertenecer a otro cuerpo. El señor Matzerath se ha enriquecido mucho con discos y sigue ganando dinero todavía con ellos. Los días de visita vienen a verlo personas interesantes. Aun antes de que se instruyera su proceso y antes de que lo internaran con nosotros conocía yo ya su nombre, porque el señor Óscar Matzerath es un artista prominente. Yo personalmente creo en su inocencia y no estoy por consiguiente seguro de si se quedará con nosotros o si lo dejarán salir algún día, de modo que pueda volver a actuar con éxito como antes. Ahora voy a medirlo, aunque ya lo hice hace dos días...
Sin verificar el relato de mi enfermero Bruno, vuelvo a tomar la pluma yo mismo, Óscar.
Bruno acaba de medirme con su metro plegable. Ha dejado el metro sobre mí y, proclamando en voz alta el resultado, ha abandonado mi cuarto. Inclusive ha dejado tirada su labor de nudos, en la que ha trabajado ocultamente mientras yo hacía mi relato. Supongo que va a llamar a la señorita doctora Hornstetter.
Pero antes de que venga la doctora y me confirme lo que Bruno acaba de medir, Óscar dice a ustedes: En el curso de los tres días en que he estado contando a mi enfermero la historia de mi crecimiento he ganado —si a esto se puede llamar ganancia— dos buenos centímetros.
Así pues, Óscar mide de hoy en adelante un metro veintitrés centímetros. Va a contar ahora lo que le pasó después de la guerra, cuando le dieron de alta de los hospitales municipales de Düsseldorf como a un joven que sabía hablar, escribía lentamente, leía con fluidez y, aunque deforme, era en conjunto un hombre sano, a fin de que —como suele siempre suponerse en las altas de los hospitales— pudiera empezar una vida nueva y ya de adulto.
Soñolienta, regordeta y bonachona, Gusta Truczinski no necesitó cambiar para convertirse en Gusta Köster, tanto más cuanto que sólo había tenido que soportar a Köster —generalmente en los catres de los refugios antiaéreos— los quince días que duró su noviazgo, poco antes de embarcarse él para el frente del Ártico, y luego cuando volvió él con licencia para casarse. Aunque después de la capitulación del ejército de Curlandia no había recibido Gusta noticia alguna acerca del paradero de Köster, al preguntársele por su esposo, contestaba ella con seguridad y señalando con el pulgar hacia la cocina: —Allá anda, en cautiverio con Iván. Cuando vuelva, todo cambiará.
Los cambios reservados a Köster en el piso de Bilk se referían a María y, en último término también, a la carrera del pequeño Kurt. Cuando fui dado de alta del hospital y me hube despedido de las enfermeras, prometiéndoles algunas visitas ocasionales, tomé el tranvía y me fui a Bilk, a casa de las dos hermanas y de mi hijo Kurt, donde, en el segundo piso de un inmueble que había ardido desde el tejado hasta el tercero, me encontré instalado un centro de mercado negro dirigido por María y mi hijo de seis años, que contaba con los dedos.
María, fiel y adicta todavía a Matzerath, inclusive en el mercado negro, se dedicaba a la miel artificial. Vaciábala de unos baldes desprovistos de toda inscripción, poníala sobre la balanza y, apenas llegué y me hube familiarizado con la situación, me asignó la confección de los paquetes de a cuarto de libra.
El pequeño Kurt estaba sentado detrás de una caja de Persil que usaba a manera de mostrador, y contempló a su padre que volvía curado al hogar; pero su mirada gris y siempre algo invernal estaba puesta en algo que debía verse a través de mí y que seguramente era motivo de contemplación. Alineaba sobre un papel columnas imaginarias de números: seis semanas escasas de asistencia a la escuela en clases repletas y mal calentadas le daban aires de pensador y de pelotillero.
Gusta Köster bebía café. Café auténtico, comprobó Óscar, al ofrecerme ella una taza. Mientras yo me dedicaba a la miel artificial, consideraba ella mi joroba con curiosidad no exenta de compasión hacia su hermana María. A duras penas conseguía estarse sentada y no acariciármela, porque para todas las mujeres el acariciar una joroba trae suerte. Para Gusta la suerte significaba en este caso el retorno de Köster, que todo lo había de cambiar. Pero se contenía, acariciaba a modo de compensación, aunque sin suerte, su taza de café, y dejaba escapar aquellos suspiros que en los meses que siguieron había yo de oír diariamente—: ¡Bueno, de eso podéis estar seguros: cuando Köster vuelva, todo cambiará, y en un abrir y cerrar de ojos!