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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (89 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Schmuh no fue el único en mostrarse decepcionado; también Óscar arqueó hastiado las cejas. No faltaron algunas escenas graciosas de desvestimiento: caballeros que se ponían prendas íntimas de señora, amazonas que se lanzaban ávidamente sobre corbatas y tirantes, parejas que desaparecían aquí y allá bajo las mesas; en rigor, habría que mencionar al Castañuelas, que desgarró unos sostenes con los dientes, los mascó y en parte se los tragó probablemente.

Es de creer que ese espantoso barullo, esos «¡yuhú!» y «¡yuhá!» detrás de los cuales no había prácticamente nada, determinaran al decepcionado Schmuh, que posiblemente temía también a la policía, a abandonar su lugar junto a la escalera. Inclinóse hacia nosotros, que permanecíamos sentados allí abajo, le dio primero a Klepp y luego a mí, y susurró: —¡Música! ¡Música digo, tocad! ¡Música, para acabar con este desenfreno!

Mas resultó que a Klepp, que no era muy difícil de contentar, aquello le divertía. Desternillábase de risa y no hallaba manera de llevarse la flauta a la boca. En cuanto a Scholle, que veía en Klepp a su maestro, lo imitaba en todo, y así también en lo de la risa. Sólo quedaba Óscar; pero Schmuh podía contar conmigo. Saqué el tambor de debajo del banco, encendí tranquilamente un cigarrillo y empecé a tocar.

No obstante no haberme trazado plan alguno, logré hacerme comprender con mi tambor. Me olvidé en aquellos momentos de toda música rutinaria de café. Óscar tampoco tocó nada de jazz. Por otra parte, tampoco me gustaba que la gente sólo viera en mí a un baterista desenfrenado, porque, aunque resultara un experto tamborista, no era ni mucho menos un incondicional del jazz. Claro que me gusta, lo mismo que me gusta el vals vienes. Podía tocar una y otra cosa, pero sentí que no era eso lo que debía tocar. Así que cuando Schmuh me rogó que atacara el tambor, no toqué lo que sabía, sino lo que sentía salírseme del corazón. Óscar logró poner los palillos en las manos del Óscar de tres años. Me fui, pues, por los viejos caminos, evoqué el mundo desde el punto de vista del niño de tres años, y empecé por meter en cintura a aquella sociedad de la posguerra incapaz de verdaderas orgías, lo que debe entenderse que la llevé al Posadowskiweg, al kindergarten de la señora Kauer, hasta que la fui dejando boquiabierta, cogida de las manos y con las puntas de los pies vueltas hacia adentro, esperándome a mí, su cazador de ratas. Y así abandoné mi lugar bajo la escalera de gallinero, me fui a lo alto, les di primero y a título de muestra a las damas y caballeros las «tortas, tortitas» y, una vez registrada con éxito la alegría infantil general, les coloqué sin transición un susto mayúsculo con la Bruja Negra, la misma que ya anteriormente me asustaba de cuando en cuando y hoy me espanta cada vez más, gigantesca, más negra que el carbón, y agitándose enfurecida por el Bodegón de las Cebollas, con lo que logré aquello que el fondista Schmuh sólo lograba con cebollas: que las damas y caballeros empezaran a derramar gruesas lágrimas, tuvieran miedo y solicitaran temblorosos mi compasión. Y así, para tranquilizarlos algo y para ayudarlos también a meterse en sus vestidos y en su ropa interior, en sus sedas y terciopelos, toqué «Verdes, verdes, verdes son todos mis vestidos», y luego «Azules, azules, azules...», «Amarillos, amarillos, amarillos...»; recorrí todos los colores y matices, hasta que volví a tener enfrente a una sociedad elegantemente vestida; formé luego el kindergarten para el desfile y me lo llevé a través del Bodegón de las Cebollas, como si aquello fuera el camino de Jeschkental, como si subiéramos al Erbsberg dando vuelta al detestable monumento a Gutenberg, como si allí en el Prado de San Juan florecieran auténticas margaritas que las damas y los caballeros pudieran recoger en medio de su regocijo infantil. Y luego, a fin de que todos los presentes y el propio Schmuh pudieran dejar un recuerdo de aquella tarde entre juegos de jardín de párvulos, les permití la satisfacción de una pequeña necesidad, y dije con mi tambor, a punto ya de entrar en el oscuro Desfiladero del Diablo: —Ahora podéis, chiquitines —y todos se hicieron una pequeña necesidad: todos se la hicieron, las damas y los caballeros, y el propio Schmuh y mis amigos Klepp y Scholle, y también la remota mujer de los lavabos; todos hicieron pispispispis, mojándose sus calzoncitos, agachándose para ello y escuchándose los unos a los otros. Y cuando se hubo apagado esta música —Óscar sólo había acompañado a la orquesta infantil con un discreto redoble— pasé, mediante un golpe fuerte y directo, a la alegría desbordante. Con un desenvuelto:

Vidrio, vidrio, vidrio roto,

Cerveza sin grano,

La bruja abre la ventana

Y toca el piano...

llevé a aquella sociedad exultante, gozosa, riente y parlanchina, cual una bufanda de niños inocentes, primero al guardarropa, en donde un barbudo estudiante desconcertado proveía de abrigos a los infantiles parroquianos de Schmuh, y luego, al son de la popular «Quién quiere ver a las lavanderitas», por la escalera de cemento arriba, junto al portero con zamarra, y a la calle. Bajo un cielo estrellado de cuento de hadas, que parecía hecho ex profeso, despedí aquella noche de primavera no exenta de frescor del año cincuenta a las damas y caballeros que, por algún rato todavía, siguieron ejecutando travesuras infantiles por el barrio viejo, sin hallar el camino de sus respectivos hogares, hasta que la vista de algún policía los reintegró a sus edades, a su decoro y al recuerdo de los números de sus teléfonos.

En cuanto a Óscar, que seguía riendo por lo bajo y acariciaba su tambor, volvió al Bodegón de las Cebollas, en donde Schmuh continuaba aplaudiendo, al pie de la escalera, con el compás abierto y la entrepierna húmeda, y parecía sentirse tan contento en el kindergarten de la señorita Kauer como en los prados del Rin en los que, de mayor, cazaba gorriones.

Junto al muro del Atlántico: las casamatas se aferran al cemento

Con eso yo sólo había querido ayudar a Schmuh, el dueño del Bodegón de las Cebollas. Pero él no me perdonó nunca aquel solo de tambor, que había convertido a sus parroquianos de buena paga en niños balbucientes, sin complejos, que inclusive mojaban sus pantalones y, por ello, lloraban: lloraban sin cebollas.

Óscar se esfuerza por comprenderlo. ¿No era un legítimo temor a mi competencia, ya que a cada rato los clientes daban de lado las cebollas tradicionales y solicitaban a voces a Óscar y a su tambor, me solicitaban a mí, que podía evocar con mi instrumento la infancia de todos y cada uno de ellos, por muy de edad avanzada que fueran?

Schmuh, que hasta entonces se había limitado a despedir sin previo aviso a las mujeres de los lavabos, nos despidió a nosotros, sus músicos, y contrató a un violinista que tocara entre los clientes, al que, con buena voluntad, podía tomarse por gitano.

Mas comoquiera que después de nuestro despido algunos de los parroquianos, y de los mejores, amenazaron con no volver, Schmuh hubo de avenirse, apenas transcurridas unas cuantas semanas, a un compromiso: tres veces por semana tocaba el violinista, y tres veces tocábamos nosotros, para lo que de todos modos pedimos y obtuvimos unos honorarios más elevados: veinte marcos por noche, y las propinas afluían cada vez con mayor abundancia. Óscar abrió una libreta de ahorros y disfrutaba con los intereses.

Esta libreta de ahorros no había de tardar en serme de valiosa ayuda al ponerse la situación difícil, porque de pronto se apareció la muerte y se nos llevó a Ferdinand Schmuh, privándonos de nuestro trabajo y de nuestra fuente de ingresos.

Ya dije anteriormente que Schmuh cazaba gorriones. A veces, cuando iba a cazarlos, nos subía con él en su Mercedes y nos llevaba de espectadores. Pese a ocasionales disputas a propósito de mi tambor, a las que no eran ajenos Klepp y Scholle, mis fieles compañeros, las relaciones entre Schmuh y sus músicos seguían siendo de amistad, hasta que, según se acaba de indicar, vino la muerte.

Subimos. La esposa de Schmuh, como siempre, al volante. Klepp a su lado, y Schmuh entre Óscar y Scholle. La escopeta de caza se la ponía sobre las rodillas y, de vez en cuando, la acariciaba. Fuimos hasta poco antes de Kaiserswerth. Bastidores de árboles a ambas orillas del Rin. La esposa de Schmuh se quedó en el auto y desplegó un periódico. Klepp se había comprado poco antes unas pasas y se las iba comiendo regularmente. Scholle, que antes de nacerse guitarrista había estudiado algo, sabía recitar de memoria poesías sobre el Rin. Éste nos mostraba su aspecto poético. Pese a la época estival, llevaba, además de las acostumbradas barcazas, unas hojas otoñales que se metían en dirección a Duisburgo. Y a no ser por la escopeta de Schmuh, que de vez en cuando se hacía audible, aquella tarde junto a Kaiserswerth hubiera podido designarse como apacible.

Cuando Klepp hubo terminado con sus pasas y se secó los dedos con la hierba, terminó también Schmuh. A los once cuerpecitos emplumados y fríos sobre el papel de periódico juntó al duodécimo que, según él, se estremecía en convulsiones todavía. Ya el cazador estaba liando su botín —ya que, por razones impenetrables, Schmuh se llevaba siempre lo que cazaba a casa—, cuando cerca de nosotros, sobre unas raíces traídas allí por la corriente, se posó un gorrión, y lo hizo en forma tan ostensible, era tan gris y un ejemplar tan bello de gorrión, que Schmuh no pudo resistirlo, y él, que nunca cazaba más de doce gorriones en una misma tarde, le tiró, tiró al gorrión que hacía trece. No hubiera debido hacerlo.

Cuando Schmuh hubo juntado el gorrión que hacía trece a los otros doce, emprendimos el regreso y hallamos a la esposa de Schmuh dormida en el Mercedes negro. Primero subió Schmuh delante. Luego subieron Scholle y Klepp detrás. Tocábame mi turno, pero yo no subí, sino que dije que quería pasear un poco todavía, que cogería luego el tranvía y que no se molestaran por mí. Y así se fueron sin Óscar, que había obrado prudentemente al no subirse, en dirección de Düsseldorf.

Yo los fui siguiendo desde lejos. No necesité andar mucho. Un poco más adelante había una desviación, a causa de unas reparaciones en la carretera; la desviación pasaba junto a una cantera de grava. Y en ésta, unos siete metros por debajo del nivel de la carretera, hallábase el Mercedes negro con las ruedas para arriba.

Unos trabajadores de la cantera habían extraído del coche a los tres heridos y el cadáver de Schmuh. La ambulancia estaba ya en camino. Bajé por el talud a la cantera. Los zapatos no tardaron en llenárseme de gravilla. Me ocupé un poco de los heridos, que pese a sus dolores me preguntaban, pero no les dije que Schmuh estuviera muerto. Con los ojos inmóviles y sorprendidos miraba éste hacia el cielo, encapotado en sus tres cuartas partes. El periódico con su botín de la tarde había sido lanzado fuera del coche. Conté doce gorriones, pero no logré hallar al que hacía trece, y seguía buscándolo todavía cuando ya la ambulancia bajaba con dificultad hacia la cantera.

La esposa de Schmuh, Klepp y Scholle habían sufrido heridas de poca importancia: contusiones y algunas costillas rotas. Cuando más adelante fui a ver a Klepp al hospital y le pregunté por la causa del accidente, me contó una historia extraordinaria: cuando pasaban lentamente junto a la cantera, debido a que la grava estaba muy suelta, un centenar de gorriones, si es que no fueron varios centenares, levantáronse de los setos, las matas y los árboles frutales, se arremolinaron ante el Mercedes, chocaron contra el parabrisas, asustaron a la esposa de Schmuh y, con su sola fuerza de gorriones, causaron el accidente y la muerte del fondista Schmuh.

Tómese el relato de Klepp como se quiera; Óscar se mantiene escéptico, tanto más cuanto que, al ser enterrado Schmuh en el cementerio del Sur, no había allí más gorriones que los que hubiera unos años antes, cuando él trabajaba todavía de marmolista y grabador de inscripciones. En cambio, mientras caminaba entre el cortejo fúnebre con un sombrero de copa prestado, detrás del ataúd, vi en la sección nueve al marmolista Korneff que, con un ayudante al que yo no conocía, estaba colocando allí una lápida de diabasa para una sepultura de dos plazas. Al pasar el ataúd con el fondista Schmuh junto al marmolista para ser llevado a la sección diez, de nueva instalación, quitóse aquél la gorra, conforme al reglamento del cementerio, pero, posiblemente a causa del sombrero de copa, no me reconoció, sino que se limitó a frotarse la nuca, lo que constituía un indicio de furúnculos maduros o a punto de reventar.

¡Entierros! He llevado ya a ustedes a muchos cementerios y he dicho también, en algún otro lugar, que los entierros recuerdan siempre otros entierros; por ello no quiero hablar ahora del entierro de Schmuh ni de los pensamientos retrospectivos de Óscar durante el mismo. Schmuh volvió a la tierra en forma normal, sin que se produjera nada extraordinario. No quiero sin embargo ocultarles que, después del entierro —nos dispersamos libremente, puesto que la viuda estaba en el hospital—, se me acercó un señor que dijo llamarse doctor Dösch.

El doctor Dösch era director de una agencia de conciertos, la cual, sin embargo, no le pertenecía; pero, por otra parte, el doctor Dösch resultó ser un antiguo cliente del Bodegón de las Cebollas. A mí nunca me había llamado la atención. Parece ser, con todo, que él estaba presente en aquella ocasión en que yo había convertido a los huéspedes de Schmuh en niños balbucientes y felices. Es más, según él mismo me lo confesó confidencialmente, el propio Dösch había vuelto a su más tierna infancia bajo la evocación de mi tambor, y se proponía ahora lanzarnos, a mí y a mi «gran truco» —así lo llamaba— en gran escala. Estaba autorizado, me dijo, para someterme un contrato, un contrato fantástico; lo único que tenía que hacer yo era firmarlo. Y frente al crematorio, en donde Leo Schugger, que en Düsseldorf se llamaba Guillermo Babas, esperaba con sus guantes blancos al cortejo fúnebre, sacó un papel que, a cambio de cantidades fabulosas de dinero, había de obligarme en cuanto «Óscar, el Tambor» a dar en grandes salas conciertos de solista ante dos o tres mil personas. Al no firmárselo en el acto, Dösch se mostró inconsolable. Yo me excusé con la muerte de Schmuh y dije que, comoquiera que, en vida, él y yo habíamos estado muy unidos, no me parecía apropiado buscarme, allí mismo en el cementerio, un nuevo patrón. De todos modos, prometí pensarlo; tal vez emprendería de momento un pequeño viaje, pero luego iría a visitarle yo a él, al doctor Dösch, y posiblemente me decidiría a firmar lo que él llamaba un contrato de trabajo.

Y aunque en el cementerio no firmara yo contrato alguno, Óscar viose obligado, a causa de su situación financiera insegura, a aceptar y embolsar un anticipo que aquel doctor Dösch me ofreció fuera del cementerio, a la entrada del mismo, donde le aguardaba su coche, y que me entregó discretamente dentro de un sobre, juntamente con su tarjeta.

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