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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (88 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Más adelante —y esto Óscar sólo lo revela para satisfacer la curiosidad que puedan haber sentido ustedes— vino también al Bodegón de las Cebollas el señor Vollmer, que por lo demás tenía un negocio de aparatos de radio. Lloraron juntos y, según me lo dijo ayer Klepp durante la hora de visita, parece que se han casado no hace mucho.

Aunque la tragedia de la existencia humana se manifestara así ampliamente de lunes a sábado —los domingos el Bodegón permanecía cerrado— después del consumo de cebollas, quedaba reservado a los clientes de los lunes proporcionar los llorones no más trágicos, pero sí más violentos. Los lunes era más barato. Schmuh ofrecía las cebollas a la juventud a mitad de precio. Las más de las veces venían estudiantes de medicina de ambos sexos, pero también los de la Academia de Bellas Artes, sobre todo los que más adelante querían ser profesores de dibujo, gastaban en cebollas parte de sus becas. Pero, ¿de dónde —me sigo hoy preguntando— sacaban los alumnos y las alumnas de bachillerato el dinero para sus cebollas?

La juventud llora de otro modo que la vejez. También los problemas de la juventud son muy distintos de los de ésta. No siempre son problemas de exámenes o de graduación. Sin duda que se discutían también en el Bodegón de las Cebollas historias de padres e hijos y de madres e hijas, pero, por más que la juventud se sintiera incomprendida, dicha incomprensión no lograba arrancarle muchas lágrimas. Alegrábase Óscar de que la juventud siguiera llorando por amor, lo mismo que antes, y no sólo por amor sexual. Gerardo y Gudrún: al principio se sentaban siempre abajo y sólo luego lloraban juntos en la galería.

Ella, grande, fuerte, una pelotari que estudiaba química. Se anudaba la abundante cabellera en la nuca. Gris y no obstante maternal, tal como antes del fin de la guerra pudo verse por espacio de varios años en los carteles de la Organización Femenina, su mirada era absolutamente limpia y, las más de las veces, directa. Por muy blanca, lisa y combada que fuera su frente, su rostro revelaba las trazas de su desgracia. De la nuez para arriba, sobre la fuerte barbilla redonda y comprendiendo ambas mejillas, una barba absolutamente masculina, que la infeliz trataba siempre de afeitarse, dejábale unas huellas horrorosas. Es probable que la piel delicada no soportara bien la hoja de afeitar. Gudrún lloraba su desgracia: una cara enrojecida, agrietada, llena de granos, en la que la barba nunca se cansaba de crecer. Gerardo sólo vino al Bodegón de las Cebollas algo más tarde. Se conocieron no en el tranvía, como la señorita Pioch y el señor Vollmer, sino en el tren. Estaban sentados frente a frente y regresaban de las vacaciones semestrales. El la quiso en seguida, con barba y todo. Ella, acomplejada de su barba, no se atrevía a quererlo, pero admiraba —justamente lo que a él lo hacía infeliz— la piel de la barbilla de Gerardo, lisa como la de las nalgas de un bebé, porque al mozo no le crecía la barba, y por eso era tímido con las muchachas. De todos modos, Gerardo le habló a Gudrún y, cuando bajaron del tren en la Estación Central de Düsseldorf, eran ya por lo menos amigos. A partir de aquel viaje, siguieron viéndose a diario. Hablaban de esto y de aquello, comunicábanse también una parte de sus pensamientos respectivos, pero salvando siempre aquello de la barba ausente y de la que no se cansaba de crecer. Además, Gerardo trataba a Gudrún con delicadeza y, a causa de su piel martirizada, no la besaba nunca. Y en esta forma, ambos se mantuvieron castos, aunque ni al uno ni a la otra les importara mucho la castidad, ya que, al cabo, ella estaba entregada a la química y él aspiraba a hacerse médico. Cuando en una ocasión un amigo común les aconsejó el Bodegón de las Cebollas, los dos, escépticos como suelen serlo los químicos y los médicos, sonrieron al principio despectivamente. Pero de todos modos acabaron por ir, para practicar allí, según se lo aseguraban mutuamente, cierto tipo de estudios. Óscar ha visto raramente dos personas jóvenes llorar como lloraban ellos. Volvían una y otra vez, ahorraban los seis marcos cuarenta de sus alimentos y lloraban a causa de la barba ausente y de aquella que destrozaba la delicada piel de la muchacha. A veces trataban de evitar el Bodegón de las Cebollas y dejaban efectivamente de acudir un lunes, pero al siguiente volvían y revelaban llorando, desmenuzando entre los dedos los pedacitos de cebolla, que habían querido ahorrarse los seis marcos cuarenta. Habían probado la cosa en su covacha con una cebolla barata, pero no era lo mismo que en el Bodegón de las Cebollas. Hacía falta un auditorio. Era mucho más fácil llorar en compañía. Al sentimiento verdadero de comunidad sólo podía llegarse si a derecha e izquierda y arriba en la galería lloraban también los condiscípulos de esta o aquella facultad, los de la Academia de Bellas Artes y hasta los colegiales.

Pero en el caso de Gerardo y Gudrún fue produciéndose, después de las lágrimas, una curación progresiva. Es posible que el líquido lacrimal se llevara sus respectivos complejos. Llegaron, como suele decirse, a mayor intimidad. Él besaba la piel desollada de ella, y ella hallaba placer en la piel fina de él, hasta que un buen día dejaron de venir: ya no lo necesitaban. Óscar se los encontró meses más tarde y casi no los hubiera reconocido: él, el Gerardo barbilampiño, ostentaba una magnífica barba pelirroja, y ella, la Gudrún de piel martirizada, ya sólo dejaba ver un ligero vello oscuro, que la favorecía mucho, arriba del labio superior. Su barbilla y sus mejillas, en cambio, brillaban lisas y sin traza alguna de vegetación. Se casaron siendo estudiantes todavía. Óscar puede oírlos cincuenta años más tarde, rodeados de sus nietos. Ella, Gudrún: —Eso era cuando el abuelito no tenía barba todavía —y él, Gerardo: —Eso era cuando a la abuelita la atormentaba todavía su barba, y los dos íbamos los lunes al Bodegón de las Cebollas.

Pero, ¿por qué, preguntarán ustedes, siguen los tres músicos sentados bajo la escalera que podía ser de barco o de gallinero? ¿Es que, con todo aquel llorar, gemir y rechinar de dientes, aquella tienda de cebollas necesitaba además una orquesta auténtica y permanente?

Una vez que los clientes habían agotado sus lágrimas y vaciado sus corazones, nosotros echábamos mano de nuestros instrumentos y proporcionábamos la transición a la conversación normal, facilitando a los huéspedes la salida del Bodegón para que pudieran entrar otros. Klepp, Scholle y Óscar eran contrarios a las cebollas. Además, había en nuestro contrato con Schmuh una cláusula que nos prohibía a nosotros saborear las cebollas en la misma forma que los clientes. Pero tampoco las necesitábamos. Scholle, el guitarrista, no tenía motivo alguno de queja, pues siempre se le veía feliz y contento, aun cuando en medio de un rag-time se le rompieran dos cuerdas del banjo a la vez. Por lo que se refiere a mi amigo Klepp, las nociones de llorar y reír siguen trabucándosele totalmente todavía. Encuentra el llorar alegre; nunca lo he visto reír tanto como en ocasión del entierro de su tía que, antes de que él se casara, le lavaba las camisas y los calcetines. Pero, ¿qué pasaba con Óscar? Óscar sí hubiera tenido motivo suficiente para llorar. ¿No tenía que lavarse, a fuerza de lágrimas, la imagen de la señorita Dorotea y de aquella larga noche inútil sobre una alfombra de coco más larga todavía? Y mi María, ¿no me daba ya bastante motivo de queja? ¿No entraba y salía del piso de Bilk como le daba la gana su famoso jefe, el tal Stenzel? ¿Acaso mi hijo, el pequeño Kurt, no llamaba al negociante de comestibles finos y esporádicamente también de artículos de carnaval primero «tío Stenzel», y luego «papá Stenzel»? Y detrás de María, ¿no yacían allá lejos, bajo la arena suelta del cementerio de Saspe y bajo la arcilla del de Brenntau, mi pobre mamá, el alocado dejan Bronski y el cocinero Matzerath, que sólo sabía expresar sus sentimientos en sopas? A todos hubiera tenido que llorarlos. Pero Óscar pertenecía al número reducido de los bienaventurados que para llorar no necesitan cebollas. Mi tambor me ayudaba en ello. Sólo se necesitaban unos cuantos compases determinados para que a Óscar le fluyeran lágrimas ni mejores ni peores que las costosas lágrimas del Bodegón de las Cebollas.

Tampoco el dueño Schmuh recurría nunca a las cebollas. Los gorriones que cazaba en setos y arboledas durante sus horas libres le proporcionaban un sustituto perfecto. ¿No ocurría con frecuencia que Schmuh, después de los tiros, alineara los doce pajarillos cazados sobre un papel de periódico, llorara a lágrima viva sobre los cuerpecitos emplumados, tibios todavía y, sin dejar de llorar, esparciera alpiste por los prados del Rin y sobre la grava de la orilla? Esto aparte, ofrecíasele además en el Bodegón de las Cebollas otra posibilidad de desahogar su dolor. Tenía por costumbre increpar una vez por semana a la mujer de los excusados, insultándola a veces con palabras anticuadas, como manceba, ramera, coima, alevosa, meretriz. —¡Fuera de aquí —oíasele gritar—, apártate de mi vista, infame! —y la despedía en el acto y contrataba a otra. Pero topó con dificultades, pues ya no había manera de encontrarlas nuevas, de modo que tenía que volver a confiar el puesto a mujeres que ya había despedido alguna vez. Ellas volvían de buena gana, primero porque no entendían la mayoría de los insultos que les dirigía Schmuh, y luego porque en el Bodegón de las Cebollas ganaban buen dinero. El llorar hacía que los huéspedes tuvieran que acudir a los toilettes con mayor frecuencia que en otros lugares y, además, el hombre que llora es más generoso que el de ojo seco. En particular eran los caballeros que «se excusaban un momento» los que, con caras encendidas, húmedas y congestionadas, se metían más profundamente y de buena gana la mano en el bolsillo. Además, las encargadas de los toilettes vendían a los parroquianos los célebres pañuelos de cebollas estampadas que llevaban atravesada la inscripción «Al Bodegón de las Cebollas». Dichos pañuelos eran bastante graciosos y se podían utilizar no sólo para secarse las lágrimas, sino también para ponérselos en la cabeza. Los clientes masculinos del Bodegón se mandaban hacer unos banderines triangulares con los cuadrados de colores y los colgaban en el cristal de atrás de sus autos, de modo que durante los meses de vacaciones llevaban el Bodegón de las Cebollas de Schmuh a París, a la Costa Azul, a Roma, Ravena, Rimini e inclusive a la remota España.

Correspondíanos además, a los músicos y a nuestra música, otra misión. De vez en cuando, sobre todo cuando algunos clientes habían cortado una a continuación de otra dos cebollas, producíanse en el Bodegón explosiones que fácilmente hubieran degenerado en orgías. Por una parte, esta falta de continencia no le gustaba a Schmuh, de modo que, en cuanto algunos señores empezaban a desanudarse las corbatas y algunas damas a manipularse las blusas, nos ordenaba hacer música, para contrarrestar con música la impudicia incipiente. Pero por otra parte era el propio Schmuh el que siempre volvía, hasta cierto punto, a abrir las puertas de la orgía, facilitando a los huéspedes más sensibles una segunda cebolla inmediatamente después de la primera.

Hasta donde llegan mis noticias, la explosión más fuerte que se produjo en el Bodegón de las Cebollas había de convertirse también para Óscar, si no en punto crítico de su existencia, sí por lo menos en acontecimiento decisivo. La esposa de Schmuh, la vivaracha Billy, no solía frecuentar mucho el Bodegón, pero cuando lo hacía, venía en compañía de unos amigos que a Schmuh no le gustaban. Una noche se presentó con el crítico musical Woode y el arquitecto fumador de pipa Wackerlei. Los dos señores formaban parte de los clientes habituales del Bodegón, pero el peso de sus cuitas era abrumador y fastidioso: Woode lloraba por motivos religiosos —quería convertirse, o se había ya convertido, o estaba a punto de volver a convertirse—, en tanto que el fumador de pipa Wackerlei lloraba a cuenta de una cátedra que había sacrificado, en sus veintes, por una danesa extravagante, que luego se había casado con otro, un sudamericano con el que había tenido seis hijos; eso era lo que le molestaba a Wackerlei y hacía que la pipa se le apagara constantemente. Fue Woode, siempre malicioso, el que convenció a la señora Schmuh de que cortara una cebolla. Así lo hizo ella, derramó lágrimas y empezó a desembuchar, poniendo al descubierto a Schmuh, el dueño, y revelando cosas que Óscar, por discreción, no les dirá. Y sólo con el concurso de unos forzudos se pudo contener a Schmuh cuando éste se abalanzó sobre su esposa, ya que, en definitiva, lo que sobraba allí eran cuchillos de cocina. Logróse, con todo, contener al enfurecido hasta que la insensata Billy pudo salir del ruedo con sus amigos Woode y Wackerlei.

Schmuh estaba alterado y confuso. Yo se lo conocí en las manos agitadas, con las que a cada rato trataba de componer el mandil. Desapareció varias veces tras la cortina, increpó a la mujer de los lavabos y volvió finalmente con un cesto lleno, anunciando a sus parroquianos, con voz entrecortada y un júbilo fuera de toda proporción, que se sentía de humor dadivoso e iba a proceder a una ronda gratis de cebollas; acto seguido empezó a repartirlas.

El mismo Klepp, que en cualquier situación, por espinosa que fuera, veía siempre excelente motivo de broma, púsose en aquella ocasión, si no pensativo, sí en guardia por lo menos, manteniendo su flauta al alcance de la mano. Bien sabíamos lo peligroso que resultaba ofrecer a aquella sociedad sensible y refinada una segunda posibilidad inmediata de lágrimas liberadoras.

Schmuh, viéndonos con los instrumentos a punto, nos prohibió hacer música. En las mesas, los cuchillos comenzaron la labor de desmenuzamiento. Las primeras pieles, tan bellas en su color palo de rosa, quedaron descartadas sin ningún miramiento. La carne vítrea de la cebolla, con sus estrías verde pálido, cayó bajo los cuchillos. En forma curiosa, los llantos no empezaron esta vez en las damas. Señores en la flor de su edad, como el propietario de una industria molinera, un fondista que estaba con su amigo ligeramente empolvado, un representante general de ascendencia nobiliaria, una mesa entera con fabricantes del ramo de la confección, que se hallaban de paso en la ciudad con motivo de una convención, y aquel actor calvo a quien entre nosotros llamábamos el Castañuelas, porque al llorar le castañeteaban siempre los dientes: ellos fueron los que empezaron a llorar, antes de que las damas cooperaran. Pero ni damas ni caballeros se abandonaron a ese llanto liberador que se producía después de la primera cebolla, sino que fueron presa de un llorar convulsivo. El Castañuelas castañeteaba en forma tan espantosa que, de haberlo hecho en cualquier teatro, hubiera arrastrado al público a castañetear con él; el molinero topaba una y otra vez con la cabeza canosa y bien cuidada contra la tabla de la mesa; el fondista fundía sus convulsiones lacrimales con las de su grácil amigo; Schmuh, al pie de la escalera, dejaba colgar su mandil y contemplaba con ojos maliciosos y no exento de satisfacción a la sociedad ya medio desencadenada. Y luego, una dama de cierta edad se desgarró la blusa ante los ojos de su yerno. Y de repente el amigo del fondista, cuyo carácter algo exótico había llamado ya antes la atención, se plantó con su torso desnudo, de un bronceado natural, sobre una de las mesas y, a continuación sobre otra, y empezó a bailar como debe bailarse en el Oriente, anunciando con ello el principio de una orgía que, aunque había estallado con violencia, no merece, con todo, por falta de ocurrencias —o porque éstas sólo fueron necias— los honores de una descripción detallada.

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