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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (93 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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En forma parecida procedí en mi tercera gira, que cayó en los días del carnaval. En ninguno de los llamados carnavales infantiles hubiera podido darse un espectáculo tan alegre y espontáneo como en ocasión de mis conciertos, que convertían a toda abuelita temblorosa y todo abuelito tambaleante en una cómica o ingenua novia de bandido o en un capitán de bandoleros haciendo peng-peng.

Después del carnaval firmé los contratos con las compañías grabadoras de discos. Las impresiones las hice en unos estudios al alto vacío y experimenté al principio alguna dificultad a causa de aquella atmósfera excesivamente esterilizada; pero luego me hice colgar de las paredes del estudio fotografías gigantescas de ancianitos como los que se ven en los asilos o en los bancos de los parques, con lo que logré tocar el tambor lo mismo que durante los conciertos en las salas caldeadas por el público.

Los discos se vendieron como pan caliente, y Óscar se hizo rico. ¿Dejé acaso por ello mi mísero cuarto de baño del piso de los Zeidler? No, no lo dejé, porque allí seguía mi amigo Klepp y también la puerta vidriera esmerilada tras la cual había vivido antaño la señorita Dorotea. ¿Qué hizo, pues, Óscar con el dinero? Le hizo a María, a su María, una proposición.

Le dije: mira, si le das a Stenzel el pasaporte y no sólo no te casas con él, sino que lo pones sencillamente de patitas en la calle, te compro una moderna tienda de comestibles finos en el mejor centro comercial; a fin de cuentas, tú has nacido, querida María, para el negocio y no para el primer señor Stenzel que se te presente.

Con María no me había equivocado. Dejó plantado a Stenzel y, con mi dinero, abrió una tienda de comestibles finos de primera en la Friedrichstrasse, de la que, según me lo comunicó ayer María contenta y no sin agradecimiento, pudimos abrir la semana pasada, a tres años de distancia, una sucursal en Oberkassel.

¿Volvía yo de mi séptima o de mi octava gira? Era durante el caluroso mes de julio. En la Estación Central llamé un taxi y me hice llevar directamente al edificio comercial. Lo mismo que junto a la estación, esperábanme también allí los molestos cazadores de autógrafos, en su mayoría hombres pensionados y abuelas que hubieran hecho mejor en cuidar de sus nietos. Pedí que me anunciaran inmediatamente al jefe y hallé efectivamente abiertos los batientes de la puerta y la alfombra que conducía al mueble de acero, pero, detrás del escritorio no estaba sentado el maestro, ni me esperaba a mí mi silla de ruedas, sino la sonrisa del doctor Dösch.

Bebra había muerto. Hacía ya varias semanas que el maestro Bebra había dejado de existir. A petición suya no se me había informado a mí de su deceso. Nada, ni siquiera su muerte, había de interrumpir mi gira. Poco después, al abrirse su testamento, heredé una fortuna apreciable y el retrato de Rosvita, pero experimenté sensibles pérdidas financieras, porque suspendí sin aviso previo dos giras ya contratadas por el sur de Alemania y en Suiza y tuve que hacer frente a una demanda por incumplimiento de contrato.

Descontando algunos miles de marcos, la muerte de Bebra me afectó profundamente y por algún tiempo. Encerré mi tambor y apenas lograban sacarme de mi cuarto. Añadióse a esto que, por aquellos días, se casó mi amigo Klepp, haciendo su esposa a una vendedora pelirroja de cigarrillos, porque en una ocasión le había regalado una de sus fotos. Poco antes del casamiento, al que no me invitaron, Klepp dejó su cuarto, se trasladó a Stockum, y Óscar se quedó como único inquilino de Zeidler.

Mi relación con el Erizo había variado algo. Después de que casi todos los periódicos hubieran publicado mi nombre en letras de molde, tratábame con respeto y, a cambio de cierta cantidad de dinero, me entregó también la llave del cuarto vacío de la señorita Dorotea, que más tarde alquilé yo mismo, para que él no pudiera realquilarlo.

En esta forma, mi tristeza tenía un proyecto claramente definido. Abría yo las puertas de los dos cuartos y me iba de la bañera del mío a la alcoba de Dorotea siguiendo la alfombra de coco, me extasiaba allí ante el armario vacío, dejaba que el espejo de la cómoda hiciera mofa de mí, desesperábame ante la pesada cama sin ropa, huía al corredor y de éste a mi cuarto, que también se me hacía insoportable.

Contando probablemente como clientes con las personas solitarias, un prusiano oriental muy listo para los negocios, que había perdido una heredad en Masuria, abrió cerca de la Jülicherstrasse un negocio que, en forma sencilla y apropiada, se designaba como «Instituto de alquiler de perros».

Allí alquilé yo a Lux, un rottweiler negro de pelo brillante, fuerte y tal vez un poco demasiado gordo. Salía con él de paseo, para no tener que correr en el piso de los Zeidler de mi bañera al armario vacío de la señorita Dorotea y viceversa.

El perro Lux me conducía a menudo a orillas del Rin. Allí ladraba a los barcos. El perro Lux me conducía a menudo a Rath, al bosque de Grafenberg, donde ladraba a las parejas de enamorados. A fines de julio del cincuenta y uno, el perro Lux me llevó a Gerresheim, un suburbio de Düsseldorf, que sólo a duras penas lograba disimular su origen aldeano rural mediante unas pocas industrias y una fábrica de vidrio de cierta importancia. Inmediatamente después de Gerresheim había unos huertecillos y, entre ellos y por todos lados, unos pastos delimitados por cercos y campos en los que los cereales —creo que se trataba de centeno— ondulaban al viento.

¿He dicho ya que fue un día caluroso cuando el perro Lux me llevó a Gerresheim y desde allí, por entre los huertecillos, hacia los campos de cereales? No solté a Lux hasta que hubimos dejado atrás las últimas casas del suburbio. Y, sin embargo, no se movió de mi lado, porque era un perro fiel, un perro particularmente fiel, ya que, en cuanto perro de un instituto de alquiler de perros, había de ser fiel a muchos amos.

En otras palabras; el rottweiler Lux me obedecía, era todo lo contrario de un salchicha. Esta obediencia canina se me hacía exagerada, y hubiera preferido verlo correr, y hasta llegué a darle algún puntapié para que lo hiciera; pero él se agachaba, como si no tuviera limpia la conciencia, y no cesaba de volver hacia mí su negro cuello lustroso y de mirarme con ojos proverbialmente caninos.

—¡Corre, Lux! —le gritaba—. ¡Corre!

Lux obedeció varias veces, pero en forma tan breve, que hubo de sorprenderme agradablemente al ver que, una de ellas, tardaba algo más y desaparecía en el trigal que aquí era centeno y se mecía al viento. Bueno, mecerse no: el aire estaba inmóvil y amenazaba una tormenta.

Estará persiguiendo un conejo, pensaba yo. O tal vez sólo experimenté la necesidad de estar solo y de poder ser perro, lo mismo que Óscar, antes del perro, hubiese deseado ser hombre.

No prestaba yo la menor atención a mis alrededores. Ni los huertecillos, ni Gerresheim, ni la ciudad que se extendía atrás envuelta en la neblina a ras del suelo atraían mi mirada. Me senté sobre un rodete de cable vacío y herrumbroso, que ahora no puedo menos que designar como tambor de cable, porque apenas Óscar se hubo sentado sobre la herrumbre, empezó a tamborilear en ella con los nudillos. Hacía calor, la ropa me pesaba, no era lo suficientemente estival. Lux se había ido y no volvía. Por supuesto, el tambor de cable no reemplazaba mi tambor de hojalata, pero en fin, lentamente me fui deslizando hacia el pasado y, cuando ya no podía seguir, cuando volvían siempre a interponerse las imágenes de los últimos años llenas de ambiente de hospitales, cogí dos palos secos y me dije: Ahora verás, Óscar. Ahora vamos a ver lo que eres y de dónde vienes. Y ya las dos bombillas de sesenta vatios de mi nacimiento se encendían. La mariposa nocturna daba alternativamente contra una y otra. A lo lejos, una tormenta se desplazaba con estrépito de carro de mudanzas. Y yo oía hablar a Matzerath y, a continuación, a mamá. Él me prometía el negocio, en tanto que mamá me prometía el juguete: a los tres años me darían el tambor. Así pues, esforzóse Óscar por pasar aquellos tres primeros años lo más rápidamente posible: comía, bebía, devolvía, aumentaba, me dejaba pesar, envolver en pañales, bañar, cepillar, empolvar, vacunar, admirar, dejaba que me llamaran por mi nombre, echaba sonrisitas cuando me las pedían, me ponía contento para darles gusto, me dormía a mi hora, me despertaba puntualmente y ponía durante el sueño eso que los adultos llaman carita de ángel. Varias veces tuve diarrea, me resfrié a menudo, contraje la tos ferina, la retuve por algún tiempo y no la solté hasta que hube comprendido su ritmo y me lo hube fijado para siempre en las muñecas; porque, como ya sabemos, el numerito «Tos ferina» formaba parte de mi repertorio, y cuando Óscar evocaba con su tambor la tos ferina ante dos mil personas, dos mil viejitos y viejitas tosían al unísono.

Junto a mí, Lux gimoteaba y se me restregaba contra las rodillas. ¡Qué perro éste del instituto de alquiler de perros que mi soledad me había hecho adoptar! Ahí estaba, sobre sus cuatro patas y moviendo la cola; un perro que tenía la mirada canina y exhibía algo en su hocico babeante: un palo, una piedra, o cualquier otra cosa de las que suelen ser preciosas a los perros.

Poco a poco mi edad temprana, tan importante, se me fue escabullendo. Cedió el dolor de las encías que me anunciaba los primeros dientes de leche, y, cansado, me recliné buscando apoyo: un adulto, un jorobado elegantemente vestido, aunque con ropa demasiado calurosa, con su reloj de pulsera, su tarjeta de identidad y un fajo de billetes en la cartera. Tenía ya un cigarrillo entre los labios, una cerilla lista, y me disponía a dejar que el tabaco fuera eliminando de mi boca aquel gusto infantil tan característico.

¿Y Lux? Lux se frotaba contra mis piernas. Lo rechacé, le eché al hocico el humo del cigarrillo. Eso no le gustaba, pero se quedó de todos modos y siguió restregándose contra mí. Me lamía con los ojos. Eché un vistazo a los alambres tendidos entre los primeros postes telegráficos en busca de golondrinas, pues quería servirme de ellas cual medio contra perros molestos. Pero no había golondrinas y Lux seguía en sus trece. Su hocico se me metió entre las piernas del pantalón y halló el lugar con tanta seguridad como si el alquilador de perros de la Prusia Oriental lo hubiese amaestrado expresamente a tal objeto.

Le di dos veces con el tacón. Apartóse algo, pero seguía allí, temblando sobre sus cuatro patas, tendiéndome su hocico con el palo, la piedra o lo que fuera, en forma tan insistente, como si en lugar de un palo o una piedra me estuviese mostrando mi cartera, que palpaba yo en mi chaqueta, o el reloj, que seguía haciéndome tic tac en la muñeca.

¿Qué es, pues, lo que me tendía? ¿Qué era aquello tan importante y tan digno de mostrar?

Metí los dedos entre sus dientes cálidos, lo sentí inmediatamente en la mano, reconocí en el acto lo que tenía y, sin embargo, hice como si buscara la palabra que designara aquel hallazgo que Lux me había traído del campo de centeno.

Hay partes del cuerpo humano que, una vez desprendidas y separadas del centro, se dejan contemplar más fácilmente y examinar mejor. Aquello era un dedo. Un dedo de mujer. Un dedo anular. Un dedo anular femenino. El dedo se había dejado cortar entre el metacarpo y la primera falange, unos dos centímetros abajo del anillo. Un segmento limpio y claramente visible conservaba el tendón del músculo extensor.

Era un dedo bello y móvil. La piedra del anillo, sostenida por seis garras de oro, era una aguamarina, según me pareció entonces y había de revelarse más adelante. El anillo mismo se veía tan usado en un lugar, delgado hasta casi el punto de romperse, que lo tuve por una alhaja de familia. Aunque bajo la uña la basura o, mejor dicho, la tierra dibujara un borde, como si el dedo hubiera tenido que raspar o excavar tierra, el corte y la comisura de la uña daban la impresión de un dedo bien cuidado. En cuanto a lo demás, una vez extraído de la boca cálida del perro, el dedo se sentía frío, lo que confirmaba asimismo su palidez peculiar.

Desde hacía ya varios meses, Óscar llevaba en el bolsillo pectoral de su chaqueta un pañuelo de caballero que le salía en triángulo. Sacó el pedazo de seda, lo extendió, envolvió en él el anular y apreció que la cara interior del dedo exhibía hasta la altura de la tercera falange unas líneas que indicaban aplicación, tenacidad y una obstinación ambiciosa.

Una vez que hube guardado el dedo en el pañuelo, me puse en pie, acaricié el cuello del perro Lux y me eché a andar con el pañuelo y el dedo envuelto en éste en la mano derecha. Quería regresar a Gerresheim y a casa, proponiéndome hacer con el hallazgo esto o aquello, y llegué inclusive hasta el primer cerco de un huertecito, cuando sentí que alguien me interpelaba y vi a Vittlar, que estaba encaramado en una de las ramas de la horcadura de un manzano y nos había observado a mí, al perro y a su descubrimiento.

El último tranvía, o adoración de un tarro

Su sola voz: aquel tono gangoso, pretenciosamente amanerado. Estaba encaramado en la horcadura del manzano, y dijo: —¡Tiene usted un perro muy inteligente, señor mío!

Y yo, un poco desconcertado: —¿Qué está usted haciendo ahí, en el manzano? —adoptó un tono afectado y estiró su largo torso: —No son más que manzanas para compota; no tenga miedo, se lo ruego.

Lo corté en seco: —¿Y a mí qué me importan sus manzanas y sus compotas? ¿Y de qué podría yo tener miedo?

—Bueno —murmuró—, podría usted tomarme por la serpiente del Paraíso, por lo de las manzanas.

Yo, furioso: —¡Verborrea alegórica!

Él, sutil: —¿Cree usted, por ventura, que sólo la fruta de mesa vale la pena de pecar?

Me disponía yo a marcharme. En aquellos momentos nada me hubiera sido tan insoportable como una discusión acerca de las clases de fruta del Paraíso. Pero él saltó con agilidad de la horcadura y, alto y expuesto al viento junto al cerco, me espetó a boca de jarro: —¿Qué fue lo que el perro le trajo del centeno?

No sé por qué le dije: —Me trajo una piedra.

Aquello se convirtió en un interrogatorio: —¿Y usted se ha metido la piedra en el bolsillo?

—Me gusta llevar piedras en el bolsillo.

—A mí, lo que el perro le trajo me pareció más bien un palito.

—Mantengo lo de la piedra, aunque fuera o pudiera ser diez veces un palito.

—¡Ah! ¿Conque era un palito?

—Igual me da, palo o piedra, manzanas de compota o fruta de mesa...

—¿Un palito móvil?

—El perro quiere ya volver a casa. ¡Buenas tardes!

—¿Un palito de color carne?

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