Read El tambor de hojalata Online

Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (43 page)

BOOK: El tambor de hojalata
9.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

¿Qué podía Óscar darle en cambio, si ella le daba una manzana? Le entregó primero el naipe del skat y luego el casquillo, que tampoco había querido dejar tirado en Saspe. Durante mucho tiempo, sin comprender, permaneció Ana Koljaiczek con la mirada clavada en aquellos objetos tan distintos entre sí. Entonces acercóse la boca de Óscar a su apergaminada oreja de vieja tapada por el pañuelo y, sin más precaución y pensando en la oreja pequeña de Jan, rosada pero carnosa, con sus lóbulos largos y bien formados, le susurró al oído: —Yace en Saspe— y volcando un cuévano de coles tiernas, se fue corriendo.

María

En tanto que la Historia, en una catarata de comunicados especiales, recorría cual vehículo bien engrasado las carreteras, las vías fluviales y las rutas aéreas de Europa y las conquistaba a la carrera, a nado o en vuelo, mis negocios, que sólo se limitaban al mero desgaste de tambores de juguete, iban mal, se estancaban y acabaron parándose por completo. En tanto que los demás derrochaban sin ton ni son el costoso metal, a mí se me volvió a agotar la hojalata. Claro que Óscar había logrado salvar del edificio del Correo polaco un instrumento nuevo, apenas rayado, dando con ello cierto sentido a la defensa del Correo, pero, ¿qué podía ya representar para mí, que en mis buenos tiempos necesitaba apenas ocho semanas para convertir la lámina en chatarra, el tambor de hojalata del señor Naczalnik hijo?

Tan pronto como hube sido dado de alta del Hospital municipal, empecé, lamentando la pérdida de mis enfermeras, a trabajar redoblando y, trabajando, a redoblar. La tarde lluviosa del cementerio de Saspe no me hizo desmayar en mi oficio; antes por el contrario, Óscar redobló a partir de entonces sus esfuerzos y puso todo su empeño en la tarea de aniquilar el último testigo de su ignominia frente a los milicianos: el tambor.

Pero éste aguantaba, me respondía, y, cuando lo golpeaba, me devolvía los golpes, acusándome. Y es curioso que, mientras más lo golpeaba, sin otro objeto en el fondo que el de borrar una parte temporalmente limitada de mi pasado, me viniera siempre de nuevo a la memoria el cartero de giros postales Víctor Weluhn, por más que éste, como buen miope, apenas hubiera podido atestiguar en contra mía. Pero ¿no había logrado huir, como buen miope? ¿No habría que pensar en definitiva que los miopes ven mejor, y que Weluhn, al que generalmente designo como el pobre Víctor, habría leído mis gestos en silueta negra sobre el fondo blanco, habría comprendido mi acto de Judas y llevaría ahora consigo por el mundo entero el secreto y la deshonra de Óscar?

Fue apenas hacia mediados de diciembre cuando las acusaciones de la conciencia esmaltada en llamas rojas y blancas que llevaba colgando de mi cuello empezaron a perder su fuerza de convicción. El esmalte mostraba grietas del grueso de un cabello y empezaba a deshojarse. La hojalata se puso blanda y delgada, y se rompió antes de hacerse transparente. Como siempre que algo sufre y se aproxima a su término, el testigo que asiste al sufrimiento quisiera reducirlo y acelerar el final. Durante las últimas semanas de Adviento, Óscar se dio prisa y trabajó en forma que los vecinos y Matzerath no encontraban manos que llevarse a la cabeza: quería liquidar el asunto para la víspera de Navidad, porque por Navidad esperaba yo obtener un nuevo tambor carente de pasado.

Lo logré. La víspera del veinticuatro de diciembre pude desprenderme, del cuerpo y del alma, un algo ajado, bamboleante y sin consistencia, que recordaba un auto chocado. Era, así lo esperaba, como si también para mí se hubiera ahora desmoronado definitivamente la defensa del edificio del Correo polaco.

Nunca ha experimentado hombre alguno —suponiendo que quieran ustedes considerarme como tal— fiesta navideña más decepcionante que la que vivió entonces Óscar, porque bajo el árbol de Navidad encontró un montón de regalos entre los que no faltaba nada, excepto un tambor de hojalata.

Había allí un juego de construcción que nunca había de abrir. Un cisne mecedor pretendía ser un regalo muy especial y convertirme en Lohengrin. Para mayor berrinche se habían atrevido a poner sobre la mesita de los regalos tres o cuatro libros de estampas. Lo único que de todo aquello me pareció utilizable fueron un par de guantes, unas botas de lazos y un jersey rojo que había tejido Greta Scheffler. Desconcertado, dejaba Óscar errar su mirada del juego de construcción al cisne mecedor y clavaba los ojos en los instrumentos de toda clase que los ositos Teddy de los libros de estampas, que pretendían ser graciosos, tenían entre las patas. Una de aquellas alimañas supuestamente graciosa sostenía inclusive un tambor, hacía como si supiera tocar, como si fuera a empezar un número de tambor, como si ya se hallara en pleno redoble: ¡y yo tenía un cisne, pero ningún tambor; tenía probablemente más de mil maderos de construcción, pero ni un solo tambor; tenía manoplas para las noches de invierno más heladas, pero nada en ellas que pudiera sacar a la noche invernal, redondo, liso, esmaltado en frío glacial y de hojalata, para darle algo de calor a la helada!

Óscar echó sus cuentas: Matzerath ha de tener el tambor escondido todavía, o tal vez Greta Scheffler, que había venido con su marido el panadero para devorar nuestra oca navideña, debe de estar sentada encima. Quieren gozar de mi entusiasmo por el cisne, las construcciones y los libros de estampas antes de salir con el verdadero tesoro. Cedí, pues, hojeé como loco los libros de estampas, me monté en el cisne y, con profundo disgusto, me mecí por lo menos durante media hora. Luego, a pesar de la temperatura sobrecalentada del salón, me dejé todavía poner el jersey, me metí con la ayuda de Greta Scheffler en las botas —entretanto habían llegado también los Greff, ya que la oca era para seis personas— y, una vez devorada ésta, que por lo demás Matzerath había preparado magistralmente rellenándola con frutas cocidas, durante los postres —ciruelas amarillas y peras—, teniendo desesperadamente en las manos un libro de estampas que Greff había añadido a los demás, después de sopa, oca, col lombarda, patatas al vapor, ciruelas amarillas y peras, bajo el hálito de una chimenea de azulejos que calentaba de lo lindo, nos pusimos todos a cantar —y Óscar con ellos— una canción navideña, y otra estrofa, Alégrate y Ohverdeabetoohverdeabetocuánbellassontushojasdingdangdongclang, hasta que ya, finalmente —afuera empezaban ya a repicar las campanas—, quería mi tambor —el grupo de aliento borracho, del que antaño formara también parte el músico Meyn, soplaba a tal punto que de los antepechos de las ventanas las candelas de hielo... yo lo quería, pero ellos no me lo daban, no lo soltaban; Óscar: «¡Sí!», y los otros: «¡No!»; y entonces chillé; hacía mucho ya que no chillaba, de modo que, después de una interrupción prolongada, afilé mi voz para hacer de ella un instrumento vitricida, pero no destruí florero, vaso de cerveza o bombilla alguna, no abrí ningún escaparate ni estropeé la visibilidad de ningunos anteojos, sino que mi voz se enfiló de preferencia contra todas aquellas bolas, campanitas, objetos frágiles de espuma de plata y puntas de árbol de Navidad que brillaban en el ohabetoverde y esparcían ambiente de fiesta y todo el adorno del árbol, haciendo clingclang y clingclingcling, quedó hecho añicos. Desprendiéronse asimismo, innecesariamente, varias paletadas de hojas de abeto. Las velas, en cambio, siguieron ardiendo callada y santamente, a pesar de lo cual Óscar no obtuvo tambor alguno.

Faltábale a Matzerath la comprensión más elemental. No sé si es que se proponía educarme o que, sencilla y llanamente, no pensaba proveerme de tambores a tiempo y con abundancia. Todo impelía hacia la catástrofe, y sólo la circunstancia de que, al mismo tiempo que mi ruina inminente, tampoco pudiera ocultarse en la tienda de ultramarinos un desorden creciente, fue la que —cual suele ocurrir siempre en casos de necesidad— vino a socorrernos oportunamente a mí y a la tienda.

Comoquiera que Óscar no poseía ni la talla ni la voluntad necesarias para quedarse detrás del mostrador y vender pan negro margarina y miel artificial, Matzerath, al que por razones de economía vuelvo a llamar mi padre, tomó para el servicio de la tienda a María Truczinski, la hermana menor de mi pobre amigo Heriberto.

No sólo se llamaba María, sino que lo era de verdad. Prescindiendo de que en el transcurso de unas pocas semanas logró restablecer la buena reputación de nuestra tienda, mostró asimismo, al lado de estas dotes de administración estricta pero amable a la vez —a la que Matzerath se sometía de buen grado—, cierta perspicacia en la apreciación de mi situación.

Aun antes de ocupar su lugar detrás del mostrador, María me había ya ofrecido en distintas ocasiones, cuando subía yo y bajaba los ciento y tantos peldaños de la escalera con el montón de chatarra colgándome delante de la barriga, una palangana usada a manera de sustituto. Pero Óscar no quería sustituto de ninguna clase. Con la mayor firmeza se negó a servirse de una palangana como tambor. Pero apenas María hubo tomado pie en la tienda, consiguió, contra la voluntad de Matzerath, que mis deseos fueran tenidos en cuenta. Pese a lo cual, no hubo manera de convencer a Óscar que la acompañara a alguna tienda de juguetes, ya que el interior de estos almacenes repletos de objetos variados me hubiera impuesto sin lugar a dudas comparaciones dolorosas con la tienda pisoteada de Segismundo Markus. María, pues, dulce y dócil, dejábase que la esperara afuera, o efectuaba las compras ella sola y, de acuerdo con mis necesidades, llevábame cada cuatro o cinco semanas un nuevo instrumento, pese a que en los últimos años de la guerra, en que inclusive los tambores de hojalata escaseaban y estaban controlados, hubo de ofrecer a los comerciantes azúcar o unos gramos de café en grano para que, por debajo del mostrador, le entregaran mi instrumento. Y todo esto lo hacía sin suspirar, sin mover críticamente la cabeza y sin abrir tamaños ojos, por el contrario, con la seriedad más atenta y con la misma naturalidad con que me ponía los pantalones, los calcetines y las blusas recién lavados y cuidadosamente remendados. Y si en los años subsiguientes las relaciones entre María y yo estuvieron sometidas a una variación constante y ni siquiera hoy están muy claras todavía su manera de entregarme los tambores sigue siendo la misma, pese a que los precios de los tambores de juguete son hoy considerablemente más altos que en el año de mil novecientos cuarenta y cuatro.

Hoy María está suscrita a una revista de modas. Cada vez que viene está más elegante. ¿Y entonces?

¿Era bella María? Mostraba una cara redonda recién lavada, miraba seria pero no fríamente con sus ojos grises algo salientes, de pestañas cortas pero espesas, bajo unas cejas negras bien marcadas que se juntaban en la base de la nariz. Sus pómulos acusados, cuya piel en tiempo de fuertes heladas se tendía azulada y se agrietaba dolorosamente, conferían a su cara una regularidad de superficie reposada, interrumpida apenas por la nariz minúscula, pero en ningún modo fea y menos aún cómica, antes por el contrario, bien conformada, pese a su finura. Su frente era redonda, más bien baja, y mostró ya tempranamente unas arrugas verticales, indicio de cavilación, en el entrecejo. Su cabello castaño y ligeramente rizado, que hoy todavía recuerda el brillo de los troncos mojados de los árboles, arrancaba de las sienes para recubrir luego en redondo el cráneo pequeño, esférico, que lo mismo que el de mamá Truczinski apenas ostentaba coronilla. Cuando María se puso el delantal y se colocó detrás del mostrador de nuestra tienda, llevaba todavía trenzas detrás de sus orejas bien irrigadas, rudas y sanas, cuyos lóbulos no colgaban por desgracia libremente, sino que se fijaban directamente, sin por ello formar un pliegue feo, pero sí en forma suficientemente degenerada para permitir sacar conclusiones acerca de su carácter, a la carne de la mandíbula inferior. Más adelante, Matzerath la convenció que se hiciera la permanente, con lo que las orejas le quedaban ocultas. Hoy, en cambio, bajo un peinado en corto conforme a la moda, María sólo muestra los lóbulos soldados, aunque disimula el defecto por medio de grandes pendientes no muy elegantes.

Lo mismo que la cabeza de María, que podía abarcarse con la mano, ostentaba mejillas plenas, pómulos salientes y ojos de corte generoso a ambos lados de una nariz hundida que casi pasaba inadvertida, así exhibía también su cuerpo, más bien pequeño que mediano, unos hombros algo anchos, unos senos fuertes que arrancaban ya de debajo de los brazos y una espléndida asentadera, en consonancia con su pelvis, sustentada a su vez por unas piernas esbeltas, aunque robustas, que dejaban un claro abajo del pubis.

Tal vez María fuera entonces ligeramente patizamba. Y también sus manos, siempre coloradas, se me antojaban infantiles en relación con su figura adulta y definitivamente proporcionada, en tanto que sus dedos eran gruesos. Hasta la fecha esas manecitas siguen siendo las mismas. Sus pies, en cambio, que entonces se ajetreaban en unos pesados zapatos de campo y, más adelante, en los zapatitos elegantes pero pasados de moda de mi pobre mamá, apenas a su medida, han ido perdiendo poco a poco, a pesar del calzado antihigiénico de segunda mano, el rubor y la chusca gracia infantiles, para adaptarse a modelos modernos de procedencia germano occidental y aun italiana.

María no era muy habladora, pero gustábale en cambio cantar al lavar los platos, así como al llenar con azúcar los cucuruchos de a libra y de a media libra. Después de cerrar la tienda, cuando Matzerath repasaba las cuentas, lo mismo que los domingos y, en general, siempre que disponía de media hora de descanso, María echaba mano de su armónica, regalo de su hermano Fritz cuando fue llamado a filas y transferido a Gross-Boschpol.

María tocaba prácticamente todo con su armónica. Marchas, que había aprendido en las veladas de la Federación de Muchachas Alemanas, melodías de operetas y canciones de moda, que oía en la radio o de su hermano Fritz, quien, por la Pascua del cuarenta, vino unos días a Danzig en comisión de servicio. Óscar recuerda que María tocaba las
Gotas de lluvia
, a golpes de lengua, y le sacaba también a su armónica
El viento me ha cantado una canción
, sin imitar por ello a Zarah Leander. Sin embargo, María nunca sacó a Hohner durante las horas de trabajo. Inclusive cuando no había clientes, absteníase ella de la música y escribía, en grandes letras redondas e infantiles, las etiquetas con los precios y las listas de mercancías.

Aun cuando se echara de ver que era ella la que presidía el negocio y la que recuperó y convirtió en clientes adictos a una parte de la clientela que después de la muerte de mi pobre mamá se había pasado a los competidores, María conservaba, sin embargo, para con Matzerath un respeto rayano en servilismo, lo que a él, que siempre había creído en sí mismo, le parecía harto natural.

BOOK: El tambor de hojalata
9.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sin City Homicide by Victor Methos
Dating Outside Your DNA by Karen Kelley
Rough Ride CV4 by Carol Lynne
Stage Mum by Lisa Gee
Royal Quarry by Charlotte Rahn-Lee
The Blackcollar by Zahn, Timothy


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024