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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (47 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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En primer lugar resultó difícil procurarse el polvo efervescente. Mandé a Bruno a todas las tiendas de ultramarinos de Grafenberg, y le hice ir en tranvía a Gerresheim. Le rogué también que buscara en la ciudad, pero ni en los puestos de bebidas que suelen encontrarse en las terminales de las líneas de tranvías, pudo Bruno conseguir el polvo efervescente. Las vendedoras más jóvenes ni siquiera lo conocían, y en cuanto a los tenderos más viejos lo recordaban con la mayor locuacidad y, pasándose las manos pensativas por la frente —según me informó Bruno—, decían: —Pero hombre, ¿qué quiere usted? ¿Polvo efervescente? ¡Eso hace mucho tiempo ya que no lo hay! En tiempos de Guillermo, y aun muy al principio en tiempos de Adolfo, lo había en el comercio. ¡Aquéllos sí que eran tiempos! ¿No quiere usted una limonada, o una Coca-Cola?

De modo que mi enfermero bebióse a mis expensas varias botellas de limonada y de Coca-Cola y no logró procurarme lo que yo deseaba; con todo, se halló al fin la manera de satisfacer a Óscar. Bruno no se dio por vencido y ayer me trajo una bolsita blanca sin inscripción: la practicante del laboratorio del sanatorio, una tal señorita Klein, se había declarado dispuesta, en forma muy comprensiva, a abrir sus cajitas, sus cajones y sus libros de consulta, a tomar unos gramos de esto y otros cuantos de lo otro y, finalmente, después de varios experimentos, a mezclar un polvo efervescente, del que Bruno me aseguraba que hervía, cosquilleaba, se ponía verde y sabía discretamente a Waldmeister.

Y hoy fue día de visita. Vino María. Pero primero vino Klepp. Nos reímos juntos por espacio de unos tres cuartos de hora a propósito de algo digno de olvidarse. Yo traté de no herir a Klepp ni sus sentimientos leninistas y no llevé la conversación a temas de actualidad ni mencioné, por consiguiente, el comunicado que a través de mi radio portátil —María me lo regaló hace unas semanas— me había anunciado la muerte de Stalin. De todos modos, Klepp parecía estar al corriente, porque exhibía en la manga de su abrigo pardo de cuadros, cosido por una mano inexperta, un brazalete de luto. Luego Klepp se levantó y entró Vittlar. Los dos amigos parecían haber reñido una vez más, porque Vittlar saludó a Klepp riendo y haciéndole con los dedos unos cuernos: —¡La muerte de Stalin me sorprendió esta mañana mientras me estaba afeitando! —dijo sarcásticamente, mientras ayudaba a Klepp a ponerse el abrigo. Con una expresión lustrosa de piedad en su ancha cara, levantó éste con el dedo el brazalete negro de la manga de su abrigo. —Por eso llevo luto —suspiró; imitando la trompeta de Armstrong, entonó los primeros compases funerales de la
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: tra-tradadá-tra-dadá-tra-dadadá, y se escurrió por la puerta.

Vittlar se quedó, no quiso sentarse, estuvo bailoteando delante del espejo y, por espacio de un cuarto de hora, nos sonreímos maliciosamente, sin que Stalin saliese a relucir.

No sé si quería yo hacer a Vittlar mi confidente o si tenía el propósito de hacer que se fuera. Le hice señal de que se acercara a mi cama, que acercara su oído, y cuchicheé en su cuchara de grandes lóbulos: —Polvo efervescente. ¿Te dice eso algo, Godofredo? —un salto de horror alejó a Vittlar de mi cama con barrotes; recurriendo a su énfasis y a su teatralismo ordinario, me apuntó con su índice tenso y susurró: —¿Por qué quieres, Satanás, tentarme con polvo efervescente? ¿Acaso no sabes todavía que yo soy un ángel?

Y a la manera de un ángel, escabullóse Vittlar aleteando, no sin antes consultar una vez más el espejo de encima del lavabo. Realmente los jóvenes de fuera del sanatorio son raros y propensos al manierismo.

Y luego vino María. Se ha mandado hacer un nuevo vestido de primavera y lleva con él un elegante sombrero gris ratón, provisto de un discreto y refinado adorno color de paja, que no se quita ni en mi cuarto. Me saludó superficialmente, me tendió su mejilla y puso inmediatamente la radio portátil que me regaló, sin duda, pero que parece reservar para su propio uso, porque el detestable aparato de plástico ha de reemplazar, los días de visita, una parte de nuestra conversación. —¿Has oído el comunicado de esta mañana? Es fantástico, ¿no? —Sí, María —contesté pacientemente—, tampoco a mí han querido silenciarme la muerte de Stalin, pero deja la radio, por favor.

María obedeció sin pronunciar palabra, sentóse sin quitarse el sombrero y, como de costumbre, empezamos a hablar del pequeño Kurt.

—Imagínate, Óscar, el chico ya no quiere llevar medias largas, y eso que sólo estamos en marzo y que hará más frío todavía, según dice la radio.

Prescindí de la información radiofónica y adopté el partido del pequeño Kurt en materia de medias largas:

—El muchacho tiene ya doce años, María, y se avergüenza de sus medias largas por sus compañeros de escuela.

—Pues yo prefiero su salud, y llevará las medias hasta Pascua.

El término fue fijado en forma tan categórica, que yo traté prudentemente de contemporizar: —En ese caso, deberías comprarle un pantalón de esquí, porque las medias son realmente feas. Acuérdate de cuando tenías su edad. En nuestro patio de Labesweg. ¿Qué fue lo que le hicieron al Quesito, que también tenía que llevar siempre sus medias hasta Pascua? Nuchy Eyke, que cayó en Creta, Axel Mischke, que la palmó en Holanda justamente antes del final, y Harry Schlager, ¿qué fue lo que le hicieron al Quesito? Le untaron las medias de lana con alquitrán, de modo que se le pegaron y hubo que llevarlo al hospital.

—¡Eso fue Susi Kater! ¡Ella tuvo la culpa y no las medias! —dijo María, roja de furor. Aunque ya desde el principio de la guerra Susi Kater se hubiera enrolado en el cuerpo femenino de transmisiones y que más tarde se hubiera casado, según decían, en Baviera, María seguía alimentando a propósito de Susi, que le llevaba algunos años, un rencor tan tenaz como el que sólo las mujeres son capaces de poner en sus antipatías de la infancia para guardarlo hasta que ya son abuelas. De todos modos, la alusión a las medias alquitranadas del Quesito produjo su efecto. María prometió comprarle al pequeño Kurt un pantalón de esquí. Podíamos imprimir otro giro a la conversación. Había informes elogiosos a propósito del pequeño Kurt. En la última reunión de padres de familia, el prefecto Könnemann se había referido a él favorablemente. —Figúrate, es el segundo de su clase. Y no sabes, también, cuánto me ayuda en la tienda.

Me mostré contento y dejé que se me describieran todavía las últimas adquisiciones para la tienda de comestibles finos. Animé a María a que abrieran una sucursal en Oberkassel. Los tiempos eran favorables, dije, la coyuntura persistía —dicho sea de paso, eso lo había oído yo en la radio—, y luego me pareció que ya era hora de llamar a Bruno. Éste vino y me entregó la bolsita con el polvo efervescente.

El plan de Óscar era premeditado. Sin más explicaciones, pedí a María que me diera su mano izquierda. Primero iba a tenderme la derecha, pero luego rectificó y, moviendo la cabeza y riendo, me tendió el dorso de la mano izquierda, pensando tal vez que se la quería besar. Y sólo se mostró sorprendida cuando volví hacia mí la palma y, entre montones de la Luna de Venus, amontoné el polvo de la bolsita. Pero se dejó hacer, y sólo se asustó cuando Óscar se inclinó sobre su mano y empezó a segregar sobre el polvo su saliva abundante.

—¡Déjate de tonterías, Óscar! —exclamó indignada; y poniéndose en pie de un salto, se apartó y se quedó contemplando horrorizada el verde polvo hirviente y espumeante. De la frente hacia abajo fue sonrojándose progresivamente. Y ya empezaba yo a concebir esperanzas cuando de tres pasos se puso junto al lavabo, dejó correr agua sobre el polvo —un agua repugnante, primero fría y luego caliente— y a continuación se lavó las manos con jabón.

—A veces eres realmente insoportable, Óscar. ¿Qué va a pensar el señor Münsterberg de nosotros? —como pidiéndole indulgencia para mí, miró a Bruno, que durante mi experimento había tomado posición al pie de la cama. Para que María no tuviera que avergonzarse más, despedí al enfermero y, tan pronto como hubo cerrado la puerta, rogué a María que volviera a acercarse a la cama: —¿No te acuerdas? Acuérdate, por favor. ¡Si es polvo efervescente! ¡Tres pfennigs costaba la bolsita! Acuérdate: Waldmeister, frambuesas, ¡cómo hervía, cómo echaba espuma! ¡Y la sensación, María, la sensación!

María no se acordaba. Yo le inspiraba un miedo estúpido. Tembló un poco, se escondió la mano izquierda y trató, convulsivamente, de cambiar de conversación, contándome de nuevo los éxitos escolares del pequeño Kurt, la muerte de Stalin, y hablándome del nuevo frigorífico de la tienda de comestibles finos Matzerath y de los proyectos de una sucursal en Oberkassel. Yo, en cambio, me mantuve fiel al polvo efervescente y dije: polvo efervescente; ella se levantó; polvo efervescente, supliqué, y ella me dijo adiós a la carrera, se llevó las manos al sombrero, no supo si debía irse, puso la radio, ésta empezó a traquetear, y yo grité más fuerte: —¡Polvo efervescente, María, acuérdate!

Pero ya ella estaba junto a la puerta, lloraba, movía la cabeza y, cerrando la puerta con la misma precaución que si dejara a un moribundo, me dejó solo con la radio que traqueteaba y silbaba.

Así que María ya no puede acordarse del polvo efervescente. Para mí, en cambio, mientras viva y siga tocando el tambor, el polvo efervescente no cesará de burbujear; porque fue mi saliva la que, a fines del verano del año cuarenta, animó el Waldmeister y las frambuesas, la que despertó sensaciones, la que mandó mi carne en busca de algo, la que me hizo buscador de cantarelas, morillas y otros hongos, para mi desconocidos pero igualmente sabrosos, la que me hizo padre, sí, señores, padre; padre a una edad temprana, de la saliva a padre, despertador de sensaciones, padre, buscando y engendrando: porque a principios de noviembre ya no cabía duda: María estaba encinta, María estaba en su segundo mes, y yo, Óscar, era el padre.

Es lo que sigo creyendo hoy todavía, porque la cosa con Matzerath sólo ocurrió mucho más tarde, unas dos semanas, no, diez días después de que en la cama de su hermano Heriberto el de las cicatrices, a la vista de las postales de campaña de su hermano menor, el sargento, en el cuarto oscuro, entre las paredes y el papel del oscurecimiento, fecundara yo a María mientras dormía, cuando me la encontré, ya no dormida, sino por el contrario activa y jadeante, sobre nuestro canapé; allí estaba debajo de Matzerath, y Matzerath encima de ella.

Desde el zaguán y viniendo del desván donde había estado meditando, Óscar penetró con su tambor en el salón. Ellos no se dieron cuenta. Tenían las cabezas en dirección de la chimenea de azulejos. Y ni siquiera se habían desvestido por completo. A Matzerath los calzoncillos le colgaban en las corvas. Su pantalón estaba amontonado sobre la alfombra. El vestido y las enaguas de María se le habían arremangado por encima del sostén hasta las axilas. Las bragas se le bamboleaban en el pie izquierdo que, juntamente con la pierna y feamente contorsionado, colgaba del diván. La pierna izquierda, replegada y como ajena, reposaba sobre los cojines del respaldo. Entre las piernas, Matzerath. Con la mano derecha le agarraba éste la cabeza, en tanto que con la otra ensanchaba la apertura de ella y trataba de ponerse sobre la pista. Por entre los dedos abiertos de Matzerath, María miraba de soslayo hacia la alfombra y parecía seguir el dibujo de ésta con la vista, hasta debajo de la mesa. Él había clavado los dientes en un cojín con la funda de terciopelo, y sólo dejaba el terciopelo cuando hablaban. Porque por momentos hablaban, sin por ello interrumpir el trabajo. No fue sino al dar el reloj los tres cuartos cuando ambos pararon, hasta que el carrillón hubo cumplido su cometido, y dijo luego él, volviendo a la faena como antes: —Son menos cuarto— y luego quiso que ella le dijera si estaba bien como lo estaba haciendo. Ella le contestó varias veces afirmativamente y le rogó que fuera prudente. Él le prometió que tendría mucho cuidado. Y ella le ordenó o, mejor dicho, le encareció que esta vez tuviera particularmente cuidado. Luego él se informó si a ella le faltaba mucho todavía. Y ella dijo que no, que ya en seguida. Y luego le dio probablemente un calambre en aquel pie que le colgaba del diván, porque lo lanzó al aire, pero las bragas siguieron de todos modos colgando del mismo. En esto él volvió a morder el cojín y ella gritó: «¡salte!», y él se quería salir efectivamente, pero ya no pudo, porque Óscar estaba ya encima, sobre ambos, antes de que él pudiera salirse; yo estaba encima y le daba a él con el tambor en la cruz y al tambor con los palillos, porque ya no podía resistir seguir oyendo aquel «salte» y «salte», y mi tambor era más fuerte que su «salte», y yo no toleraba que él se saliera a la manera como Jan Bronski se había salido siempre de mamá, porque también mamá solía decirle «salte» a Jan y «salte» a Matzerath. Y entonces se separaban y dejaban que el moco diera en alguna cosa, en algún trapo dispuesto de antemano al objeto o bien, si acaso no les daba tiempo de alcanzarlo, sobre el diván o, eventualmente, sobre la alfombra. Pero eso yo no podía verlo. Después de todo yo tampoco me había salido. Y yo fui el primero en no salirme, y de ahí que el padre sea yo, y no ese Matzerath que creyó siempre y hasta el final que era mi padre, cuando en realidad mi padre era Jan Bronski. Y esto lo he heredado yo de Jan, el no salirme antes que Matzerath, el quedarme adentro y dejarlo adentro; y lo que aquí salió fue mi hijo, y no el suyo. El no tenía ningún hijo. Eso no era un verdadero padre. Aunque se hubiera casado diez veces con mamá y aunque ahora se casara también con María porque estaba encinta. Y él pensaba que la gente de la casa y de la calle pensarían seguramente. ¡Claro que pensaban! Pensaban que Matzerath había preñado a María y que ahora se casaba con ella, que contaba diecisiete años y medio, en tanto que él andaba ya por los cuarenta y cinco. Pero ella es muy lista para su edad, y el pequeño Óscar puede alegrarse de tenerla por madrastra, porque María no es una madrastra para el pobre niño, sino una verdadera madre, pese a que Oscarcito no esté del todo bien de la cabeza y más bien le correspondiera estar en Silberhammer o en Tapiau, en el asilo.

A instancias de Greta Scheffler, pues, Matzerath decidió casarse con mi amante. Por consiguiente, si le designo a él, mi presunto padre, como padre, he de hacer constar lo siguiente: mi padre se casó con mi futura esposa, llamó luego hijo suyo a Kurt, que era mi hijo, y me exigió que viera en su nieto a mi medio hermano y que tolerara que mi amada María, que olía a vainilla, compartiera en calidad de madrastra la cama de él, que apestaba a desove. Pero si me digo que, en realidad, ese Matzerath no es ni siquiera mi presunto padre, sino un ser absolutamente extraño, ni simpático ni digno de mi simpatía, un individuo que cocina bien y que hasta el presente, cocinando, me ha hecho más o menos bien las veces de padre, porque mi pobre mamá me lo legó; que ahora me quita a la faz del mundo la mejor de las mujeres y me hace testigo de una boda y, cinco meses después, de un bautizo, es decir, me hace invitado de dos fiestas de familia que en realidad es a mí a quien hubiera correspondido organizar, porque soy yo el que hubiera debido llevar a María al registro civil y designar luego los padrinos del niño; si me ponía, pues, a considerar los personajes principales de esta tragedia, y no podía menos de observar que la representación de la pieza adolecía de un falso reparto de los papeles más importantes, acababa por desesperar del teatro: porque a Óscar, el verdadero protagonista, le habían asignado un papel de comparsa del que bien se hubiera podido prescindir.

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