Pero si se desea un paralelo —pues me hago cargo de que a todo el que regresa al hogar han de buscársele paralelos—, entonces prefiero ser para ustedes el hijo pródigo de la Biblia. Porque Matzerath me abrió la puerta y me recibió como un padre, y no como un presunto padre. Es más, logró alegrarse tanto por el retorno de Óscar, derramó en silencio unas lágrimas tan auténticas, que a partir de aquel día ya no me llamé sólo Óscar Bronski, sino también Óscar Matzerath.
María me acogió en forma más reposada, aunque tampoco exenta de afabilidad. Se hallaba sentada a la mesa, pegaba cupones de racionamiento para la oficina de Economía, y tenía apilados ya sobre la mesita chica algunos regalos de aniversario, empaquetados todavía, para el pequeño Kurt. Con su sentido práctico habitual, pensó ante todo en mi bienestar, me desnudó, me bañó como en los buenos tiempos, hizo caso omiso de mi rubor, me puso el pijama y me sentó a la mesa, en la que Matzerath me estaba ya sirviendo unos huevos fritos con patatas. De bebida me dieron un vaso de leche, y mientras comía y bebía empezó el interrogatorio: —Pero dónde te metiste, te estuvimos buscando por todas partes, y la Policía también busca que busca, y hubo que presentarse ante el Juzgado y jurar que no te habíamos hecho ninguna trastada. Bueno, hasta que al fin volviste. Pero no sabes la de molestias que hemos tenido que pasar y las que tendremos todavía probablemente, porque ahora vamos a tener que inscribirte de nuevo. Con tal que no te quieran meter en algún establecimiento. Bien empleado te estaría: ¿qué es eso de largarse sin decir nada?
María no andaba muy descaminada. Hubo dificultades. Vino un funcionario del Ministerio de la Salud, habló confidencialmente con Matzerath, pero éste gritaba muy fuerte, en forma que podía oírse: —¡De ningún modo, se lo prometí a mi mujer en su lecho de muerte, al cabo el padre soy yo y no la Policía Sanitaria!
Así que no me internaron en ninguna parte. Pero a partir de aquel día llegaba cada dos semanas una cartita oficial que invitaba a Matzerath a echar una firmita, la que éste, sin embargo, se negaba a estampar, aunque a causa de ello se le fueran formando arrugas de preocupación en la cara.
Pero Óscar está anticipándose. Devolvamos por el momento su tersura a la cara de Matzerath, ya que la noche de mi retorno éste se mostraba radiante y tenía menos aprehensiones que María, preguntaba también menos que ella y se daba por satisfecho con mi vuelta feliz al hogar, comportándose como un verdadero padre Cuando me llevaron a la cama en casa de mamá Truczinski, que parecía algo desconcertada, dijo: —¡Cuánto se alegrará el pequeño Kurt de volver a tener un hermanito! Y además, mañana celebramos el tercer aniversario del pequeño Kurt.
Además del pastel con las tres velitas, mi hijo Kurt encontró sobre su mesita de regalos un suéter color vino tejido por Greta Scheffel, del que no hizo el menor caso. Había también una pelota de goma abominablemente amarilla sobre la que se sentó, luego se montó y que finalmente cortó con un cuchillo de cocina. Luego chupó por la herida esa detestable agua dulce que suele formarse en todos los balones de aire. En cuanto vio la pelota con su hendidura irremediable, el pequeño Kurt empezó a desaparejar el barco de vela y a convertirlo en chatarra. Dejó intactos, pero peligrosamente al alcance de su mano, el trompo musical y el látigo.
Óscar, que había pensado ya en el aniversario de su hijo con mucha anticipación, que en pleno frenesí de acontecimientos históricos se había apresurado a trasladarse al este para no perderse el tercer aniversario de su heredero, se mantenía apartado; contemplaba la obra de destrucción, admiraba la resolución del rapaz, comparaba sus dimensiones físicas con las de su hijo y hubo de confesarse, un tanto preocupado: durante su ausencia el pequeño Kurt te ha aventajado: aquellos noventa y cuatro centímetros que tú has sabido mantener desde el día de tu tercer aniversario, que queda ya casi diecisiete años atrás, el muchachito los rebasa ya en sus buenos dos o tres centímetros; es hora, pues, de convertirlo en tambor y de operar a tan rápido crecimiento un enérgico «¡basta!»
De mi equipaje de artista, que yo había guardado con mi gran texto de enseñanza detrás de las tejas del tendedero del desván, saqué un tambor flamante, salido de la fábrica, con ánimo de proporcionar a mi hijo, ya que los adultos no lo hacían, la misma oportunidad que mi pobre mamá me había ofrecido, cumpliendo su promesa, en mi tercer aniversario.
Tenía yo buenos motivos para suponer que Matzerath, que en su día me había destinado al negocio, veía ahora en el pequeño Kurt, después de mi fracaso, al futuro negociante en ultramarinos Y si ahora digo: ¡Había que impedirlo!, he de rogar a ustedes que no vean en mí a un enemigo sistemático del comercio al detalle, porque si se me hubiera ofrecido la posibilidad de un trust industrial controlado por mí o por mi hijo o la herencia de un reino con las correspondientes colonias, me hubiera comportado exactamente en la misma forma. Óscar no quería nada de segunda mano y por consiguiente, quería inducir a su hijo a obrar del mismo modo y hacer de él —y en esto radicaba mi error de lógica— un tambor fijado permanentemente en sus tres años. ¡Como si para un hombre joven y lleno de ambición la sucesión de un tambor no fuera tan aborrecible como la de un negocio de ultramarinos!
Así es como piensa hoy Óscar. Pero entonces no había para él más que una sola voluntad: tratábase de colocar un hijo tambor al lado de un padre tambor; tratábase de tocar el tambor a los adultos desde abajo y por partida doble; tratábase de fundar una dinastía de tambores susceptible de perpetuarse, porque mi obra había de resonar de generación en generación y transmitirse esmaltada en rojo y blanco.
¡Qué futuro se abría ante nosotros! Hubiéramos podido golpear la hojalata uno al lado del otro, pero también en cuartos distintos; los dos juntos, o bien él en el Labesweg y yo en la Luisenstrasse, él en la bodega y yo en el desván, el pequeño Kurt en la cocina y Óscar en el excusado; y, en alguna que otra ocasión favorable, hubiéramos podido deslizamos juntos bajo las faldas de mi abuela y de su bisabuela Ana Koljaiczek y respirar allí, dándole al tambor, el olor de la mantequilla ligeramente rancia. Acurrucados ante aquella puerta, le habría dicho yo al pequeño Kurt: —Mira bien ahí dentro, hijo mío, pues de ahí venimos. Y si te portas bien, podremos volver un rato todavía y visitar a quienes nos esperan.
Y el pequeño Kurt habría metido la cabeza bajo las faldas, habría aventurado un ojo y con toda cortesía me habría pedido a mí, su padre, que le explicara.
—Esa hermosa dama —habría susurrado Óscar— que ves sentada ahí en el centro jugando con sus manos, con esa carita redonda tan dulce que le dan a uno ganas de llorar, es mi pobre mamá, tu abuelita, que murió de una sopa de anguilas o quizá por causa de su corazón excesivamente dulce.
—¿Y qué más, papá, qué más? —habría insistido el pequeño Kurt—. ¿Quién es aquel hombre del bigote?
Entonces yo habría bajado la voz con aire de misterio: —Ése es tu bisabuelo José Koljaiczek. Fíjate en sus ojos llameantes de incendiario, en la divina obstinación polaca y en la astucia cachuba y práctica de su ceño, en la base de la nariz. Fíjate también en las membranas natatorias que le ligan los dedos de los pies. El año trece, cuando botaron el
Columbus
, quedó bajo el tren de balsas y hubo de nadar por mucho tiempo, hasta que llegó a América y se hizo millonario. Pero de vez en cuando se echa nuevamente al agua, vuelve nadando hasta la casa y se sumerge allí donde por vez primera halló refugio como incendiario y contribuyó con su parte a darme a mí una madre.
—¿Y el señor tan guapo, que hasta ahora se mantenía escondido detrás de la dama que es mi abuela y ahora se sienta a su lado y acaricia las de ella con sus manos? ¡Tiene exactamente tus mismos ojos azules, papá!
Aquí hubiera debido yo hacerme de tripas corazón para poder, en mi condición de mal hijo traidor, contestarle a mi hijo: —Esos que te miran, mi pequeño Kurt, son los maravillosos ojos azules de los Bronski. Los tuyos son grises, como los de tu madre. Pero tú, lo mismo que ese Jan que le besaba las manos a mi pobre mamá y que su padre Vicente, eres un Bronski hecho y derecho, aunque realmente cachuba. Algún día también nosotros volveremos allí, a la fuente que esparce ese suave olor de mantequilla rancia. ¡Regocíjate!
Sólo en el interior de mi abuela Koljaiczek o, como yo le designaba entonces en son de broma, en el tonel de mantequilla avuncular, podía darse, según mis teorías de entonces, una auténtica vida familiar. Y todavía hoy, en que de un salto de Pulgarcito alcanzo e inclusive rebaso a Dios Padre, y al Hijo y, lo que es más importante, al Espíritu Santo en forma eminentemente personal, y cumplo con mis obligaciones de la sucesión de Jesucristo con la misma desgana que todas las demás, hoy todavía, yo, al que nada es inaccesible sino mi abuela, no alcanzo a representarme las más bellas escenas familiares más que en el seno de mis antepasados.
Así, por ejemplo, en los días de lluvia: mi abuela manda las invitaciones y nos reunimos todos en ella. Ahí está ya Jan Bronski, con flores, tal vez claveles, en los agujeros hechos por las balas en su pecho de defensor del edificio del Correo polaco. María, a la que se ha invitado a instancia mía, se acerca a mamá y, para congraciarse con ella, le muestra los libros del negocio que ella ha seguido llevando escrupulosamente, y mamá suelta su gran carcajada cachuba, la atrae hacia sí, le besa la mejilla y le dice, guiñándole el ojo: —¡Pero Mariquilla! ¿A qué tantos remilgos? ¡Al cabo, las dos nos hemos casado con un Matzerath y hemos nutrido a un Bronski!
Pero debo abstenerme de otras representaciones como, por ejemplo, la especulación relativa a un hijo engendrado por Jan, llevado por mamá al interior de la abuela Koljaiczek y nacido finalmente en aquel abril de mantequilla. Porque eso acarrearía obligadas consecuencias, y no sería remoto que inspirara a mi medio hermano Esteban, que en fin de cuentas pertenece también al mismo círculo, la idea bronsquiana de echarle primero un ojo a mi María, y luego algo más. Así que prefiero no llevar mi imaginación más allá de una inocente reunión familiar sin complicaciones. Renuncio, en consecuencia, a un tercero y hasta a un posible cuarto tambor y me contento con Óscar y el pequeño Kurt; cuento con mi tambor a la concurrencia algo de esa Torre Eiffel que en tierras extrañas sustituía a mi abuela, y disfruto cuando los invitados, incluyendo a la anfitriona Ana, gozan con nuestro tamboreo y, siguiendo el compás, se dan palmadas mutuamente en las rodillas.
Por muy tentador que sea descubrir en el interior de la propia abuela de uno el mundo y las relaciones que lo gobiernan y exploran todas las posibilidades que ofrece un área tan reducida, Óscar ha de volver ahora —ya que él mismo, al igual que Matzerath, no es más que un presunto padre— a los acontecimientos del doce de junio del cuarenta y cuatro, día del tercer aniversario del pequeño Kurt.
Veamos: el muchacho recibió un jersey, una pelota, un barco de vela, un trompo musical y un látigo para bailarlo, y había de recibir todavía de mí un tambor esmaltado en rojo y blanco. Apenas hubo acabado de desmantelar el velero, Óscar se le acercó escondiendo tras él el regalo metálico y dejando bambolear sobre su barriga el tambor en uso. Nos separaba apenas un paso: Óscar, el Pulgarcito, y Kurt, el Pulgarcito con dos centímetros de más. Kurt ponía una cara furiosa y concentrada —sin duda continuaba obsesionado con la destrucción del velero— y, en el momento en que saqué el tambor y lo levanté en alto, rompió el último mástil del
Pamir
; tal era el nombre de aquel juguete de los vientos.
Kurt dejó caer los restos del barco, cogió el tambor, lo contempló, le dio vueltas, y su expresión pareció serenarse aunque seguía igualmente tensa. Era el momento de tenderle los palillos. Por desgracia, interpretó mal mi doble movimiento, se sintió amenazado, dio con el borde del tambor a los palillos, que se me cayeron de los dedos y, al bajarme yo para recogerlos y ofrecérselos por segunda vez, agarró el látigo del trompo y me pegó con su regalo de aniversario: me pegó a mí, no al trompo, que para ello tenía sus estrías, sino a Óscar, a su padre le quería enseñar a girar y a zumbar, y seguía dándome con el látigo, como pensando: espérate y verás, hermanito. Así hubo de pegarle Caín a Abel, hasta que éste empezara a girar, al principio con cierta vacilación todavía, pero luego en forma cada vez más rápida y precisa para alcanzar, partiendo del zumbido oscuro inicial y en forma también cada vez más sonora, el canto armonioso del trompo. Y cada vez más alto me iba arreando Caín con el látigo, y yo sentía adelgazárseme la voz, y la solté de pronto como un tenor que canta su plegaria matutina: así han de cantar los ángeles de voz argentina, los Niños Cantores de Viena, los capones amaestrados; así hubo de cantar Abel, antes de caer de espaldas, lo mismo que caí yo bajo el látigo del niño Kurt.
Cuando me vio tendido y zumbando lastimosamente, hendió todavía varias veces el aire del cuarto con el látigo, como si su brazo no hubiera quedado todavía satisfecho. Y aun durante la inspección minuciosa del tambor a la que se dedicó a continuación no me quitó un solo instante la mirada recelosa de encima. Primero golpeó el esmalte contra el respaldo de una silla; luego el tambor se le cayó en el entarimado, y el pequeño Kurt lo buscó y halló el casco macizo del que fuera velero. Con el pedazo de madera golpeó el tambor no como quien lo toca, sino destruyéndolo. Su mano no trató de imprimir el menor ritmo, por sencillo que fuera; con la cara rígida y esforzada, golpeaba con monotonía regular una hojalata que no esperaba semejante trato, que hubiera respondido sin duda al redoble de dos palillos ligeros, pero que no aguantaba, en cambio, los impactos de un tosco casco de madera. El tambor cedió, quería sustraerse desprendiéndose en sus junturas, quería hacerse invisible abandonando el esmalte rojo y blanco y dejando que fuera la sola hojalata gris azul la que solicitara compasión. Pero el hijo se mostró inexorable con el regalo de aniversario del padre. Y cuando éste trató una vez más de interceder y, a pesar de múltiples dolores simultáneos, se fue arrastrando sobre la alfombra del piso hacia el hijo, volvió a entrar en acción el látigo. Pero a éste el trompo fatigado ya lo conocía, de modo que desistió de seguir girando y zumbando y también el tambor tuvo que renunciar definitivamente a la posibilidad de encontrar un artista sensible que manejara los palillos en forma juguetona y hasta enérgica, pero no brutal.