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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (59 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Cuando acudió María, el tambor no era ya más que chatarra. Me tomó en sus brazos, besó mis ojos hinchados y mi oreja abierta y lamió mi sangre y los cardenales de mis manos.

¡Oh, si María no hubiera besado sólo al niño maltratado, arrastrado, lamentablemente anormal! ¡Si hubiera reconocido al padre golpeado y hubiera visto en cada herida al amante! ¡Qué consuelo, qué marido secreto y verdadero hubiera yo podido ser para ella en el curso de los meses sombríos que ya se avecinaban!

Tocóle primero —aunque ello no afectara a María directamente— a mi medio hermano Esteban Bronski, a quien acababan de hacer teniente y que ya en aquella época llevaba el nombre de Ehlers de su padrastro. Fue en el frente del Ártico donde se truncó definitivamente su carrera. En tanto que el día de su fusilamiento en el cementerio de Saspe como defensor del edificio del Correo polaco, Jan, el padre de Esteban, llevaba bajo su camisa un naipe de skat, la guerrera del teniente Ehlers lucía la Cruz de Hierro de segunda clase, las insignias del Cuerpo de Infantería y la orden llamada de la Carne Congelada.

A fines de junio, mamá Truczinski sufrió un ligero ataque cerebral, porque el correo le trajo malas noticias. El suboficial Fritz Truczinski había caído por tres cosas a la vez: por el Führer, por el Pueblo y por la Patria. La cosa ocurrió en el sector central, y de allí, un capitán llamado Kanauer mandó directamente a Langfuhr y al Labesweg la cartera de Fritz con las fotos de lindas muchachas, casi todas ellas sonrientes, de Heidelberg, Brest, París, el balneario de Kreuznach y Salónica, y además de las Cruces de Hierro de primera y segunda clase, no recuerdo qué otra condecoración por herida, el brazalete del Cuerpo de Asalto y las dos charreteras de Destructor de Tanques, amén de algunas cartas.

Matzerath ayudó en todo lo que pudo, y mamá Truczinski no tardó en reponerse, aunque ya nunca volvió a estar bien. Permanecía sentada junto a la ventana, inmóvil en su silla, y quería que yo o Matzerath, que subía dos o tres veces al día y le llevaba algo, le explicáramos dónde quedaba exactamente aquello del sector central, si era muy lejos y si algún domingo se podría ir allí en tren.

A pesar de su buena voluntad, Matzerath no podía aclarárselo Y yo, que me había ilustrado geográficamente con los comunicados especiales y los partes del frente, tomé a mi cargo el ofrecer en largas tardes de tambor a mamá Truczinski, que permanecía inmóvil pero con la cabeza insegura, algunas versiones de un sector central que se iba haciendo cada vez más elástico.

María, en cambio, que quería mucho al apuesto hermano, se hizo devota. Al principio, durante todo el mes de julio, probó todavía con la religión que le habían enseñado: iba los domingos a ver al Pastor Hecht del Templo de Cristo, generalmente acompañada de Matzerath, aunque prefería ir sola.

Pero el servicio divino protestante le resultaba insuficiente. Una tarde, a mitad de semana —¿fue un jueves o un viernes?— antes de la hora de cerrar y dejando el cuidado de la tienda a Matzerath, me tomó de la mano, a mí, que soy católico, y emprendió conmigo el camino del Mercado Nuevo; tomamos luego por la Elsenstrasse y por la calle de la Virgen María, y, pasando frente a la carnicería de Wohlgemuth, llegamos al Parque de Kleinhammer —Óscar pensaba ya que íbamos a la estación de Langfuhr y que teníamos un pequeño viaje en perspectiva, posiblemente a Bissau—; luego doblamos a la izquierda, esperamos en el paso a desnivel, por aquello de la superstición, a que pasara un tren de mercancías, atravesamos por el túnel, que rezumaba en forma desagradable, y no seguimos derecho hasta el Palacio del Film, sino que tomamos a la izquierda, a lo largo del terraplén. Yo estaba echando cuentas: o me lleva al Brunshóferweg, al consultorio del doctor Hollatz, o bien quiere convertirse y me lleva a la iglesia del Sagrado Corazón.

El pórtico de la iglesia miraba al terraplén. Y entre el terraplén y el pórtico nos detuvimos. Era un atardecer de fines de agosto, lleno de aire de zumbidos de insectos. Detrás de nosotros, arriba del terraplén y entre los rieles, unas trabajadoras del este, las cabezas cubiertas con sendos pañuelos blancos, trabajaban con el pico y la pala. Nosotros, parados, mirábamos al interior de la iglesia, cuya sombra irradiaba frescor; atrás, en el fondo, cual hábil invitación, brillaba un ojo inflamado: la eterna lámpara votiva. Detrás de nosotros, sobre el terraplén, las ucranianas suspendieron el trabajo de sus picos y sus palas. Sonó una bocina; se acercaba un tren, venía ya, ya estaba allí, seguía allí, seguía pasando, y luego se alejaba; con otro bocinazo las ucranianas volvieron al trabajo. María estaba indecisa; probablemente no sabía con cuál pie debía entrar, y me dejó a mí, que desde mi nacimiento y mi bautismo tenía una relación más directa con aquella iglesia fuera de la cual no hay salvación posible, toda la responsabilidad: he ahí cómo, después de tantos años, después de aquellas dos semanas llenas de amor y polvo efervescente, María volvía a abandonarse entre las manos de Óscar.

Dejamos pues afuera el terraplén y sus ruidos, el mes de agosto y sus insectos zumbadores. Algo melancólico, tocando ligeramente con la punta de los dedos mi tambor debajo de mi blusa pero conservando en la cara una expresión indiferente, acordábame de las misas, los oficios pontificales, las vísperas y las confesiones de los sábados al lado de mi pobre mamá, que poco antes de su muerte, ganada a la devoción por culpa de su comercio demasiado vehemente con Jan Bronski, descargaba cada sábado su conciencia por medio de la confesión, se fortificaba los domingos con la comunión, y así, aligerada y fortificada a la vez, iba los jueves a la calle de los Carpinteros a encontrarse con Jan Bronski. ¿Cómo se llamaba ya en aquel tiempo el reverendo? El reverendo se llamaba Wiehnke y seguía siendo párroco de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, seguía predicando con voz suave e ininteligible y cantaba un Credo tan tenue y lacrimoso, que hasta yo hubiera incurrido en algo de eso que llaman fe, a no ser por aquel altar lateral con la Virgen y el Niño.

Y sin embargo, era precisamente aquel altar lo que me inducía a guiar a María desde el sol a través del pórtico y luego, por las baldosas, al interior de la nave principal.

Óscar se tomaba su tiempo y permanecía sentado, tranquilo y cada vez más fresco al lado de María, en el banco de encima. Habían pasado varios años y, sin embargo, me parecía que eran las mismas gentes las que allí aguardaban, hojeando sistemáticamente la Guía del Confesor, el oído del reverendo Wiehnke. Estábamos sentados a cierta distancia, más hacia la nave central. Quería yo dejarle y facilitarle a María la elección. No estábamos tan cerca del confesonario como para que ella se sintiera conturbada, o sea que podía convertirse de manera silenciosa e inoficial, ni tan lejos que no pudiera ver cómo se procedía antes de la confesión, de modo que estaba en condiciones de observar y de decidirse a buscar el oído del reverendo dentro de aquel armario, y de discutir con él los detalles de su ingreso a la iglesia que tenía el monopolio de la salvación. Compadecíame verla tan pequeña arrodillándose y haciendo por vez primera y con dedos torpes todavía el signo de la cruz al revés, bajo el olor, el polvo y el estuco, debajo de los ángeles enroscados, de una luz amortiguada y de santos convulsionados, delante, debajo y en medio de un catolicismo suave y doloroso. Óscar le hacía indicaciones a María, ávida de aprender; le enseñaba cómo debía hacerse, dónde habitan, detrás de su frente, en lo profundo de su pecho y entre sus clavículas el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y cómo hay que plegar las manos para llegar al Amén. María, obediente, dejó reposar sus manos en el Amén y, partiendo del Amén, empezó a rezar.

Al principio trató Óscar de recordar en sus rezos a algunos de sus muertos, pero al implorar al Señor en favor de su Rosvita con el propósito de obtener para ésta el eterno descanso y la entrada a los goces del Paraíso, enredóse de tal manera en detalles de naturaleza terrestre que acabó por identificar el eterno descanso y los goces celestiales con un hotel de París. De modo que me refugié en el Prefacio, porque éste no comporta en cierto modo compromiso alguno, y dije por los siglos de los siglos,
sursum corda, y dignum et justum est
—es digno y justo: con lo cual me puse a observar a María de soslayo.

El rezo católico le quedaba bien. Su devoción la hacía bonita y digna de un cuadro. El rezar alarga las pestañas, contrae las cejas, da color a las mejillas, gravedad a la frente, flexibilidad al cuello y hace vibrar las alas de la nariz. La expresión dolorosamente floreciente de María estuvo a punto de inducirme a un intento de aproximación. Mas no se debe estorbar a los que rezan, ni se debe tentarlos ni dejarse tentar por ellos, aunque les resulte agradable a los que rezan, y favorezca la plegaria, saber que resultan gratos de observar a un observador.

Así pues, me escurrí de la lisa madera eclesiástica, dejando modosamente mis manos sobre el tambor que me abultaba la blusa. Óscar huyó de María, hallóse sobre las baldosas, se deslizó con su tambor a lo largo de las estaciones del viacrucis de la nave lateral, no se detuvo ante San Antonio —ruega por nosotros—, porque no habíamos perdido ni el portamonedas ni la llave de la casa, ni ante el San Adalberto de Praga de la izquierda, al que martirizaron los antiguos boruscios, y fue brincando sin parar de baldosa en baldosa —aquello parecía un tablero de ajedrez—, hasta que una alfombra anunció las gradas del altar lateral izquierdo.

Ustedes habrán de creerme si les digo que en la iglesia neogótica de ladrillo del Sagrado Corazón de Jesús y, dentro de ella, en el altar lateral izquierdo, nada había cambiado. Allí estaba el Niño Jesús, desnudo y sonrosado, sentado sobre el muslo izquierdo de la Virgen, a la que no llamo María para que no se la confunda con mi María en trance de conversión. E igualmente sentado sobre la rodilla derecha de la Virgen seguía al niño Bautista malamente cubierto con aquella piel de mechones color chocolate. Como antes, ella seguía señalando, con el índice derecho, al Niño Jesús, en tanto que miraba a Juan.

Pero, después de algunos años de ausencia, Óscar se interesaba menos por el orgullo materno que por la constitución de los dos muchachos. Jesús tenía aproximadamente la talla de mi hijo Kurt al cumplir su tercer aniversario. Juan, que según los testimonios aventajaba en edad al Nazareno, tenía mi talla. Pero ambos ostentaban aquella misma expresión de cara precozmente inteligente que era también la mía, con mis tres años permanentes. Nada había cambiado. Tenían exactamente la misma mirada socarrona de unos años antes, cuando yo iba con mamá al Sagrado Corazón de Jesús.

Siguiendo la alfombra subí las gradas, pero sin Introito. Examiné uno por uno todos los pliegues del ropaje, y fui palpando con mi palillo, que tenía más sensibilidad que todos los dedos juntos, el yeso pintado de los dos nudistas, lentamente y sin dejar nada: muslos, vientre, brazos; conté todos los pliegues de grasa, todos los hoyitos —era exactamente la complexión de Óscar, mi carne sana, mis robustas rodillas, algo gordas, mis brazos cortos pero musculosos de tambor. Y la actitud del rapaz era también la misma. Allí estaba sentado, en efecto, en el muslo de la Virgen, y levantaba los brazos y los puños como si fuera a darle al tambor, como si el tambor fuera Jesús y no Óscar, como si sólo aguardara mi hojalata, como si esta vez se propusiera de veras tocarnos a la Virgen, a Juan y a mí, algo deliciosamente rítmico.

Hice lo que ya había hecho unos años antes: me descolgué el tambor y puse a Jesús a prueba. Con toda precaución, para no estropear el yeso, le coloqué la hojalata blanquirroja sobre los muslos sonrosados, pero lo hice sólo por darme gusto, sin especular tontamente con milagro alguno, sólo por contemplar la impotencia en forma plástica; porque aunque estuviera sentado y levantara los puños, aunque tuviera mi talla y mi complexión robusta aunque representara en yeso y sin el menor esfuerzo aquel niño de tres años que a mí me costaba tanto trabajo y tantas privaciones sostener, lo cierto era que no sabía tocar el tambor, y sólo sabía hacer como si supiera. Tal vez pensara: si tuviera, sabría; y yo decía: ahí tienes, y no sabes: y desternillándome de risa le introduje los palillos entre aquellos dedos que parecían diez salchichas. ¡Toca ahora, dulcísimo Jesús, toca el tambor, yeso pintado! Y Óscar se retira, las tres gradas, la alfombra —¡toca, Niño Jesús!—; y Óscar se aleja más, toma distancia y se retuerce de risa, porque Jesús, allí sentado, no puede tocar aun cuando tal vez quiera. Y el aburrimiento empezaba a roerme como a una corteza de tocino, cuando... ¡le dio, tocó el tambor!

En tanto que todo permanecía inmóvil, le daba él con el derecho, con el izquierdo, luego con ambos palillos a la vez, luego los cruzaba; no redoblaba tan mal, lo hacía con mucha seriedad, le gustaban los cambios y era tan bueno en el ritmo sencillo como en el complicado, pero desdeñando todo efecto barato, se atenía exclusivamente al instrumento. Y ni una sola vez caía en lo religioso ni en la exageración mercenaria sino que era puramente musical; ni tampoco desdeñó los aires de moda, tocando lo que entonces cantaban todos, entre otros, el Todo pasa y, naturalmente también,
Lili Marlén
, y volviendo lentamente hacia mí —tal vez con pequeñas sacudidas— su cabecita rizada y sus ojos a la Bronski, me sonrió en forma por demás orgullosa y juntó ahora las piezas favoritas de Óscar en una especie de popurrí que empezaba con el «Vidrio, vidrio, vidrio roto», rozaba el «Horario», enfrentaba, exactamente como yo, a Rasputín y a Goethe, subía conmigo a la Torre de la Ciudad, se escondía conmigo bajo la tribuna, pescaba anguilas en la escollera del puerto, caminaba a mi lado detrás del ataúd afinado hacia el pie de mi pobre mamá y, lo que más me pasmó, volvía siempre por sus fueros bajo las cuatro faldas de mi abuela Ana Koljaiczek.

Y Óscar se acercó. Se sentía atraído. No quería seguir sobre las baldosas, sino estar sobre la alfombra. Una grada lo llevaba a la otra. Subí, pues, aunque hubiera preferido que él bajara. —Jesús —le dije, reuniendo lo que me quedaba de voz—, no hicimos tal apuesta. Devuélveme inmediatamente mi tambor. ¡Tú tienes ya tu cruz, y eso debiera bastarte! —sin interrumpirse de golpe, terminó de tocar, cruzó los palillos con cuidado exagerado sobre la hojalata y devolvióme sin chistar lo que Óscar le prestara tan a la ligera.

Disponíame ya, sin dar las gracias y como perseguido por todos los demonios, a descender aquellas gradas y a huir del catolicismo, cuando una voz agradable, aunque imperiosa, me tocó la espalda: —¿Me quieres, Óscar? —Sin volverme, contesté: —No que yo sepa. —Y él, con la misma voz, sin elevar el tono: —¿Me quieres, Óscar? —Huraño, repliqué: —¡Lo siento, pero nada! —Entonces la voz me fastidió por tercera vez: —¿Óscar, me quieres? —Jesús pudo ver ahora mi cara: —¡Te odio, rapaz, a ti y a todo tu repiqueteo!

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