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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (53 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Esparcidos sobre las gradas de la tarima se veían unos pocos ásteres y, sin venir a cuento, unos tallos de perejil. Es posible que, al esparcirlas, las flores se le hubieran acabado, ya que había empleado la mayoría de los ásteres e inclusive alguna rosa para coronar los cuatro cuadritos que colgaban de las cuatro vigas principales de la armazón. A la izquierda y en primer término, con su cristal, Sir Baden-Powell, el fundador de los exploradores. Detrás, y sin marco, san Jorge. A la derecha, detrás, la cabeza del David de Miguel Ángel, sin cristal. Y con marco y cristal, sonreía finalmente en el montante anterior de la derecha la foto de un hermoso muchacho lleno de expresión, de unos dieciséis años de edad. Una antigua foto de su preferido Horst Dontah, que cayó de teniente en el frente del Donetz.

Tal vez deba mencionar todavía los cuatro pedazos de papel que yacían sobre las gradas de la tarima, entre los ásteres y el perejil. Estaban de tal manera que se dejaban juntar sin dificultad. Es lo que hizo Óscar, y pudo leer un citatorio judicial en el que se había impreso varias veces el sello de la Policía de la Moral Pública.

Sólo me queda por referir que fue la sirena estridente de la ambulancia la que vino a arrancarme a mis meditaciones sobre la muerte de un verdulero. Acto seguido bajaron a trompicones la escalera, subieron a la tarima y echaron mano al bamboleante Greff. Pero apenas lo hubieron levantado, los cestos de patatas que hacían de contrapeso cayeron y se volcaron: lo mismo que con la máquina-tambor, empezó a moverse un mecanismo disparado que Greff había disimulado hábilmente con madera terciada arriba de la armazón. Y mientras abajo las patatas caían rodando ruidosamente sobre la tarima y de ésta sobre el piso de cemento, arriba entraba en acción un batería de metal, bronce, madera y vidrio, y una orquesta desencadenada martilleaba el grandioso final de Alberto Greff.

Sigue siendo hasta ahora una de las tareas más difíciles de Óscar el evocar en su tambor los ruidos de aquella avalancha de patatas —beneficiosa por lo demás para algunos camilleros— y el estrépito organizado de la máquina-tambor de Greff. Tal vez porque mi tambor hubo de influir de modo decisivo sobre la forma del aparato que rodeó la muerte de Greff, consigo a veces reproducir en el mismo un redoble perfectamente acabado que la traduce y al que designo, cuando mis amigos y el enfermero me lo preguntan, con el título de Setenta y Cinco Kilos.

El teatro de campaña de Bebra

A mediados de junio del cuarenta y dos, mi hijo Kurt cumplió un año. Óscar, el padre, lo tomó con calma y pensó: dos añitos más todavía. En octubre del cuarenta y dos ahorcóse el verdulero Greff en una horca tan perfectamente acabada, que desde entonas cuento yo, Óscar, el suicidio entre las formas sublimes de muerte. En enero del cuarenta y tres se hablaba mucho de Stalingrado. Pero como Matzerath pronunciaba el nombre de dicha ciudad lo mismo que antes pronunciara los de Pearl Harbour, Toonak y Dunkerque, no presté a la ciudad remota más atención que la que había concedido a otras ciudades que fui conociendo a través de los comunicados especiales. Porque, para Óscar, los comunicados de la Wehrmacht y los comunicados especiales constituían una especie de curso de geografía. ¿Cómo hubiera yo sabido en otra forma por dónde corren los ríos Kubán, Míus y Don? ¿Quién me hubiera podido explicar la posición geográfica de las Islas Aleutianas, Atu, Kiska y Adak, mejor que las informaciones detalladas de la radio acerca de los acontecimientos en el Extremo Oriente? Así pues, en enero del cuarenta y tres aprendí que Stalingrado se encuentra a orillas del Volga, pero bien poco me preocupaba por el Sexto Ejército y mucho más, en cambio, por María, que en aquella época andaba algo agripada.

Mientras la gripe de María iba decreciendo, los de la radio proseguían su curso de geografía: Rzev y Demiansk son aún hoy para Óscar poblaciones que encuentra inmediatamente y a ciegas sobre cualquier mapa de la Rusia Soviética. Apenas María se había restablecido, diole a mi hijo Kurt la tosferina. Y mientras yo me esforzaba por retener los nombres difíciles de algunos oasis muy disputados de Túnez, hallaron su fin a un tiempo la tosferina de Kurt y el Afrikakorps.

¡Oh, dulce mes de mayo! María, Matzerath y Greta Scheffler estaban preparando el segundo aniversario del pequeño Kurt. También Óscar atribuía suma importancia a la fiesta inminente, porque a partir del doce de junio del cuarenta y tres ya sólo faltaba un año. Por consiguiente, de haber estado presente, habríale podido susurrar a mi hijo al oído, en ocasión de su segundo aniversario: —Espera, que ya pronto tú también tocarás el tambor. —Sucedió, sin embargo, que el doce de junio del cuarenta y tres Óscar no se hallaba en Danzig-Langfuhr, sino en la vieja ciudad romana de Metz. Es más, su ausencia había de prolongarse tanto, que le costó trabajo llegar a tiempo a la ciudad natal, no dañada todavía por las bombas, para poder asistir al tercer aniversario del pequeño Kurt.

¿Qué asuntos me alejaron? Voy a contarlo aquí sin rodeos. Frente a la Escuela Pestalozzi, que habían convertido en cuartel de la Luftwaffe, encontré a mi maestro Bebra. Claro que Bebra solo no habría podido convencerme de que emprendiera la marcha. Del brazo de Bebra colgaba la Raguna, la Signora Rosvita, la gran sonámbula.

Óscar venía del Kleinhammerweg. Había hecho una visita a Greta Scheffler, había hojeado la
Lucha por Roma
y había encontrado que ya en aquella época, en tiempos de Belisario, se daban altibajos y que también entonces se celebraban o lamentaban respectivamente victorias o derrotas geográficamente vastas junto a pasajes de ríos o ciudades.

Atravesé el Prado Fröbel, que en aquellos últimos años habían transformado en campamento de la Organización Todt, con los pensamientos puestos en Taginae —allí fue donde Narses derrotó a Totila el año quinientos cincuenta y dos—, pero no era la victoria lo que hacía volar mis pensamientos hacia el gran armenio Narses, sino la figura de aquel gran capitán que me había impresionado. Narses, en efecto, era deforme y jorobado, era pequeño; un enano, un gnomo, un liliputiense: eso era Narses. Quizá le aventajara a Óscar en una cabeza de niño, reflexionaba yo, y me detuve frente a la Escuela Pestalozzi, eché a título de comparación una mirada a las condecoraciones de algunos oficiales de la Luftwaffe que habían crecido demasiado rápidamente, y me dije que Narses no llevaba ninguna, que no las necesitaba. Cuando he aquí que, en el centro de la puerta principal de la escuela, lo vi en persona, a aquel gran capitán: llevaba del brazo a una dama —¿por qué no había de tener Narses una dama?—; diminutos al lado de los gigantes de la Luftwaffe, avanzaban en mi dirección y eran el centro, con todo, un centro aureolado de historia; antiquísimos entre simples héroes aéreos de reciente confección —¿qué significaba ya ese cuartel lleno de Totilas y Teyas, lleno de ostrogodos como torres, al lado de un solo enano armenio llamado Narses?—; y Narses se fue acercando a Óscar a pasitos, le hacía señas a Óscar, y también la dama le hacía señas: Bebra y la Signora Rosvita me saludaron —la Luftwaffe hízose respetuosamente a un lado—, y yo, acercando mi boca al oído de Bebra, le susurré: —Querido maestro, lo había tomado a usted por el gran capitán Narses, al que estimo muy por encima de aquel hombrón de Belisario.

Bebra declinó modestamente. Pero a la Raguna mi comparación le gustó. ¡Cuan bellamente sabía mover la boca al hablar! —Por favor, Bebra, ¿anda nuestro joven amigo tan desencaminado? ¿No fluye acaso por tus venas la sangre del Príncipe Eugenio? Y Lodovico quattordicesimo, ¿no es acaso tu antepasado?

Bebra me cogió del brazo y me llevó aparte, porque la Luftwaffe nos admiraba persistentemente y no nos quitaba la vista de encima, lo que se nos hacía molesto. Y cuando finalmente un teniente y a continuación dos suboficiales se cuadraron ante Bebra —el maestro llevaba en su uniforme las insignias de capitán y, en la manga, un brazalete con la inscripción de la Compañía de Propaganda—; cuando los mozos condecorados pidieron a la Raguna autógrafos y los obtuvieron, entonces hizo Bebra señal a su coche oficial, subimos y hubimos todavía de pasar, al arrancar, entre el aplauso entusiasta de la Luftwaffe.

Tomamos por la calle de Pestalozzi, por la de Magdeburg y por el Heeresanger. Bebra estaba sentado al lado del conductor. Ya en la calle de Magdeburg encontró la Raguna pretexto en mi tambor: —¿Seguís fiel a vuestro tambor, excelente amigo? —susurróme con su voz mediterránea, que yo no había oído hacía ya tanto tiempo—. ¿Y qué es de vuestra fidelidad por lo demás? —Óscar le quedó a deber la respuesta, le hizo gracia de sus complicados amoríos, pero permitió sonriente que la gran sonámbula acariciara primero su tambor y luego sus manos, crispadas sobre la hojalata, en tanto que las caricias de ella se hacían cada vez más meridionales.

Cuando desembocamos en el Heeresanger y seguimos la línea del tranvía número 5, me decidí a contestarle, es decir, acarició con mi izquierda su izquierda, en tanto que, con su derecha, ella se mostraba tierna con mi derecha. Habíamos atravesado ya la Plaza Max Halbe y Óscar no podía ya bajarse, cuando percibió en el retrovisor del coche oficial los ojos inteligentes, pardos claros y antiquísimos de Bebra, que observaban nuestras caricias. Sin embargo, la Raguna no me soltó las manos que yo, por consideración al amigo y al maestro, quería retirar. Bebra se sonrió en el retrovisor, apartó la mirada y se enzarzó a continuación en una conversación con el conductor, en tanto que Rosvita, por su parte, apretándome y acariciándome las manos, inició con su boca mediterránea una charla de la que yo era el tema directo, que me penetraba suavemente en el oído, para hacerse luego objetiva y acabar, con tanta mayor suavidad, con todos mis reparos e intentos de evasión. Seguimos por la Colonia del Reich, en dirección de la Clínica de Mujeres, y la Raguna le confesó a Óscar que durante todos aquellos años había pensado en él, que conservaba todavía aquel vaso del Café de las Cuatro Estaciones, que yo marcara entonces, con mi voz, con una dedicatoria; que Bebra era un excelente amigo y un colaborador eminente, pero que nada de matrimonio. Bebra, respondió ella a una pregunta incidental mía, tenía que estar solo y la dejaba en absoluta libertad, e inclusive él mismo, aunque de natural celoso, había comprendido con el correr de los años que a la Raguna no se la podía ligar; por otra parte, en su calidad de director del Teatro de Campaña, el buen Bebra apenas hallaría tiempo para dar satisfacción a eventuales obligaciones conyugales, siendo en cambio dicho teatro de primera calidad; con el programa actual, en efecto, hubiérase podido actuar en tiempos de paz en el Jardín de Invierno o en la Scala; ¿acaso a mí, Óscar, no me daban ganas, con mi don divino sin aprovechar? Por lo demás, estaba en la mejor edad; un año de prueba, y ella me lo garantizaba; aunque, claro, tal vez Óscar tuviera otros compromisos. ¿No?, pues tanto mejor, hoy se iban, aquélla había sido su última representación en el sector militar Danzig-Prusia occidental; iban primero a Lorena y luego a Francia; no había que pensar por el momento en el sector del este, afortunadamente eso quedaba atrás; Óscar podía considerarse dichoso de que el este quedara atrás, porque ahora la meta era París, sin lugar a duda; ¿había estado Óscar alguna vez en París? Bueno, pues, amico, si la Raguna no ha podido tentar vuestro corazón de tambor, entonces, dejaos tentar por París, ¡andiamo!

El coche paró al pronunciar la sonámbula esta última palabra. A intervalos regulares, verdes y prusianos, los árboles de la Avenida Hindenburg. Bajamos, Bebra le dijo al chófer que esperara. Yo no quería ir al Café de las Cuatro Estaciones, porque mi cabeza algo confusa necesitaba aire fresco. Así pues, nos metimos en el Parque Steffen: Bebra a mi derecha y Rosvita a mi izquierda. Bebra me explicó el sentido y el objeto de la Compañía de Propaganda. Rosvita me contaba anécdotas de la vida cotidiana de dicha compañía. Bebra hablaba de pintores de guerra, de corresponsales de guerra y de su teatro de guerra. Rosvita evocaba con su boca mediterránea los nombres de ciudades lejanas que yo había oído en la radio en ocasión de los comunicados especiales. Bebra decía Copenhague. Rosvita susurraba Palermo. Bebra cantaba Belgrado. Rosvita, cual una actriz trágica, lamentábase: Atenas. Pero los dos volvían siempre con entusiasmo a París y aseguraban que París valía por todas aquellas otras ciudades juntas que acababan de nombrar. Finalmente, Bebra, en su calidad de director y capitán de un teatro del frente, me hizo en toda forma una proposición que me da por llamar oficial: —Veníos con nosotros, joven, tocad el tambor, romped con vuestra voz bombillas y vasos de cerveza. El ejército de ocupación de la hermosa Francia, del París eternamente joven, os lo agradecerá y os aclamará.

Sólo por conservar las formas pidió Óscar unos instantes de reflexión. Por espacio de media hora, a cierta distancia de la Raguna y a cierta distancia del amigo y maestro Bebra, caminé por entre los arbustos en su follaje de mayo, cavilando y atormentándome, me di golpes en la frente, escuché —lo que nunca hiciera antes— a los pajaritos del bosque, hice como si esperara inspiración y consejo de algún petirrojo y dije, en el momento en que en la verdura se dejó oír un canto particularmente claro y llamativo: —La buena y sabia naturaleza me aconseja, querido maestro, aceptar vuestra proposición. En adelante podéis ver en mí a un miembro de vuestro Teatro de Campaña.

Luego entramos por fin en el Café de las Cuatro Estaciones, bebimos un moka de escaso aroma y discutimos los detalles de mi fuga, a la que sin embargo, no dábamos el nombre de tal, sino de partida.

Delante del café volvimos a repasar los detalles de la empresa en proyecto. Luego me despedí de la Raguna y del capitán Bebra de la Compañía de Propaganda, y éste no se dejó disuadir de poner a mi disposición su coche oficial. Mientras los dos se daban a pie un paseíto por la Avenida Hindenburg, en dirección de la ciudad, el chófer del capitán, un sargento de cierta edad, me recondujo a Langfuhr, sólo hasta la Plaza Max Halbe, porque no quise ni podía entrar en el Labesweg: la llegada de Óscar en un coche oficial del Ejército hubiera provocado demasiada expectación.

No me quedaba mucho tiempo. Una visita de despedida a Matzerath y a María. Me entretuve por algún tiempo junto al corralillo de mi hijo Kurt, hallé, si bien recuerdo, algunos pensamientos paternales y traté de acariciarle al rubio rapaz la cabeza, pero el pequeño Kurt no quiso; en cambio, María sí quiso, y aceptó algo sorprendida las caricias que desde hacía algunos años había dejado yo de prodigarle y me las devolvió amablemente. En forma curiosa, la despedida de Matzerath se me hizo difícil. El hombre se hallaba en la cocina preparando unos riñones con salsa de mostaza, formaba cuerpo con su cucharón, era tal vez feliz, y no me atreví a estorbarle. No fue sino cuando alargó el brazo tras de sí buscando algo a ciegas con la mano cuando Óscar se le anticipó, tomó la tabla con el perejil picado y se la tendió —y sigo suponiendo hoy todavía que Matzerath hubo de quedarse por mucho tiempo, inclusive cuando yo ya no estaba en la cocina, sorprendido y maravillado con la tablita del perejil en la mano, porque anteriormente Óscar nunca le había tendido, aguantado o recogido nada a Matzerath.

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