Pero es el caso que lo que había allí eran dos señores que no llevaban faldas acampanadas, sino unos impermeables de corte americano. También hube de confesarme hacia el final de la ascensión, sonriendo con los diez dedos de los pies en mis zapatos, que la pareja amorosa desenvuelta, arriba de mí, y la vieja señora rezongona, más abajo, no eran sino simples agentes de la policía.
¿Qué más diré? Nací bajo bombillas, interrumpí deliberadamente el crecimiento a los tres años, recibí un tambor, rompí vidrio con la voz, olfateé vainilla, tosí en iglesias, nutrí a Lucía, observé hormigas, decidí crecer, enterré el tambor, huí a Occidente, perdí el Oriente, aprendí el oficio de marmolista, posé como modelo, volví al tambor e inspeccioné cemento, gané dinero y guardé un dedo, regalé el dedo y huí riendo; ascendí, fui detenido, condenado, internado, saldré absuelto; y hoy celebro mi trigésimo aniversario y me sigue asustando la Bruja Negra. —Amén.
Dejé caer el cigarrillo apagado. Fue a parar a las planchas de la escalera eléctrica. Después de haber ascendido por algún tiempo en dirección del cielo en un ángulo de pendiente de cuarenta y cinco grados, Óscar fue llevado todavía, en sentido horizontal, cosa de unos tres pasitos más allá y, después de la desenvuelta pareja amorosa policíaca y antes de la abuela-policía, se dejó empujar de la parrilla de madera de la escalera ascendente a una parrilla fija de hierro, y, cuando los agentes de policía criminal se hubieron identificado y le hubieron llamado Matzerath, dijo, siguiendo aquella ocurrencia de la escalera mecánica, primero en alemán: «Ich bin Jesús!». Luego, como se hallaba en presencia de la policía internacional, lo repitió en francés y, finalmente, en inglés: «I am Jesús!»
A pesar de ello, me arrestaron en calidad de Óscar Matzerath. Sin oponer resistencia me confié a la custodia y, comoquiera que afuera, en la Avenida de Italia, llovía, a los paraguas de la policía criminal, sin por ello dejar de mirar intranquilo a mi alrededor, buscando a la Bruja Negra, a la que inclusive vi varias veces —esto entra en sus tácticas— entre la muchedumbre de la avenida y, con su mirada terriblemente tranquila, en el apiñamiento del coche de la policía.
Ahora ya no me quedan palabras y, sin embargo, he de reflexionar todavía acerca de lo que Óscar piensa hacer una vez que lo hayan dado de alta del sanatorio, lo que parece inevitable. ¿Casarse? ¿Seguir soltero? ¿Emigrar? ¿Comprar una cantera? ¿Buscar discípulos? ¿Fundar una secta?
Todas estas posibilidades, que son las que hoy en día se le ofrecen a uno a los treinta años, merecen ser examinadas. Pero, ¿examinadas con qué, si no con mi tambor? Así pues, voy a ejecutar con mi tambor esa cancioncilla que se me va haciendo cada vez más viva y angustiosa y voy a invocar y consultar a la Bruja Negra, para poder anunciarle mañana a mi enfermero Bruno la clase de existencia que Óscar piensa llevar en adelante, a la sombra de su miedo infantil que se le va haciendo cada vez más negro. Porque lo que antaño me asustaba en las escaleras, lo que en la bodega al ir a buscar el carbón hacía ¡buh! —¡me daba risa!—, había estado siempre presente: hablando con los dedos, tosiendo a través del ojo de la cerradura, suspirando en la estufa, chirriando con la puerta, saliendo en nubes por las chimeneas; cuando los barcos hacían sonar la sirena en la niebla o cuando una mosca se iba muriendo por espacio de varias horas entre los vidrios dobles de la ventana, o también cuando las anguilas tenían ganas de mi mamá y mi pobre mamá de las anguilas, cuando el sol desaparecía tras el cerro de la torre y vivía para sí —¡ámbar! ¿En quién pensaba Heriberto cuando asaltó la madera? Y también tras el altar mayor— ¿qué sería, en efecto, el catolicismo sin la bruja que ennegrece todos los confesonarios? Ella es la que proyectaba su sombra cuando se rompía el juguete de Segismundo Markus; y los rapaces del patio del edificio de alquiler, Axel Mischke y Nuchy Eyke, Susi Kater y el pequeño Hans Kollin, ellos lo decían y lo contaban, al cocer su sopa de ladrillos: «¿Está la Bruja Negra ahí? ¡Sí, sí, sí!» La culpa es tuya y nada más que tuya. ¿Está la Bruja Negra ahí?... Desde siempre había estado ahí, inclusive en el polvo efervescente Waldmeister, por muy inocente que fuera su verde espuma; en todos los armarios en que entonces me acurrucaba, acurrucábase ella también, y más adelante tomó prestada la cara triangular de raposa de Lucía Rennwand y devoraba emparedados de salchicha y llevó a los Curtidores al trampolín —no quedó más que Óscar, que contemplaba las hormigas y sabía: ésta es su sombra, que se ha multiplicado y busca el azúcar. Y todas aquellas palabras: bendita, dolorosa, bienaventurada, virgen entre vírgenes... y todas aquellas piedras: basalto, toba, diabasa, nidos en la caliza conchífera, alabastro, tan blando... y todo el vidrio roto con la voz, vidrio transparente, vidrio fino como el aliento... y los comestibles: harina y azúcar en cucuruchos de a libra y media libra. Más adelante, cuatro gatos, uno de los cuales se llamaba Bismarck, el muro que hubo que enjalbegar de nuevo, los polacos empeñados en morir, así como los comunicados especiales, quién hundía y qué, las patatas que caían rodando de la báscula, lo que se afina hacia el pie, los cementerios en los que estuve, las baldosas sobre las que me arrodillé, las fibras de coco sobre las que me tendí... todo lo vertido en el cemento, el jugo de las cebollas que arranca lágrimas, el anillo en el dedo y la vaca que me lamió... ¡No preguntéis a Óscar quién es! Ya no le quedan palabras. Porque lo que antaño se sentaba en mi espalda y besó mi joroba, ahora se me aparece por delante y para siempre:
Negra, la Bruja Negra estuvo siempre detrás de mí.
Ahora también se me aparece por delante ¡negra!
Vuelve al revés el manto y la palabra ¡negra!
Me paga con dinero negro ¡negra!
Mientras los niños cantan y no cantan:
¿Está la Bruja Negra ahí? ¡Sí, sí, sí!
En la primavera y el verano de 1952 hice un viaje en auto-stop por toda Francia. Vivía del aire, dibujaba en papel de envolver y escribía incesantemente: me había entrado la diarrea del lenguaje. Además de unos cantos bastante imitativos —creo— sobre el difunto timonel Palinuro, surgió un poema largo y proliferante, en el que Óscar Matzerath, antes de que se llamara así, aparecía como santo estilita.
Un joven, existencialista, como imponía la moda de entonces. Albañil de profesión. Vivía en nuestra época. Rebelde e instruido más bien al azar, no escatimaba las citas. Antes incluso de que el bienestar llegara, estaba harto de tanto bienestar: totalmente enamorado de su propio asco. Por eso levantaba en medio de su pequeña ciudad (que quedaba innominada) una columna, sobre la que tomaba posiciones encadenado. Con una larga pértiga, su refunfuñona madre le daba de comer en una tartera. Sus intentos de seducirlo para que bajara eran apoyados por un coro de muchachas peinadas al estilo mitológico. Alrededor de la columna circulaba el tráfico de la pequeña ciudad, se reunían amigos y enemigos y, finalmente, una congregación de papanatas. El, el estilita, apartado de todo, los miraba desde las alturas, se apoyaba tranquila y alternativamente en un pie y en otro, había encontrado su perspectiva y reaccionaba cargado de metáforas.
Aquella larga poesía no estaba lograda, se quedó en algún lado y únicamente he conservado algunos fragmentos que muestran tan sólo lo influido que estaba yo entonces, simultáneamente, por Trakl y Apollinaire, Ringelnatz y Rilke, y detestables traducciones de Lorca. Únicamente era interesante la búsqueda de una perspectiva distante: el punto de vista elevado del estilita resultaba demasiado estático. Sólo la altura de los tres años de Óscar Matzerath ofrecería a un tiempo movilidad y distancia. Si se quiere, Óscar Matzerath es un estilita al revés.
A finales del verano de aquel mismo año, cuando, viniendo del sur de Francia, me dirigía por Suiza hacia Düsseldorf, no sólo encontré por primera vez a Anna, sino que también, por contemplación pura, fue derrocado el estilita. En una ocasión sin importancia, por la tarde, vi entre adultos que tomaban su café a un chico de tres años que llevaba colgado un tambor de hojalata. Me llamó la atención y se me quedó grabado: el ensimismamiento absorto de aquel chico de tres años con su instrumento, y también la forma en que, al mismo tiempo, hacía caso omiso del mundo de los adultos (bebedores de café que conversaban en la tarde).
Durante sus buenos tres años, aquel «hallazgo» quedó sepultado. Me mudé de Düsseldorf a Berlín, cambié de profesor de escultura, volví a encontrar a Anna, me casé al año siguiente; saqué a mi hermana, que se había emperrado, de un convento católico; dibujé y modelé figuras aviformes, saltamontes y gallinas afiligranadas; fracasé en un primer intento en prosa de más vuelo, que se llamaba
La barrera
y tomaba prestado de Kafka el modelo y de los primeros expresionistas el aparato de metáforas, y sólo entonces escribí, porque estaba menos tenso, las primeras poesías relajadas de circunstancias, imágenes puestas a prueba en el dibujo que se apartaban de su autor y cobraban esa independencia que permite la publicación:
Las ventajas de las gallinas de viento
, mi primer libro.
Con ese bagaje material acumulado, proyectos vagos y ambiciones más concretas: yo quería escribir mi novela, Anna buscaba una disciplina de ballet más estricta; dejamos Berlín a principios de 1956, sin recursos pero despreocupados, y nos fuimos a París. En las proximidades de la Place Pigalle, Anna encontró en madame Nora una severa nodriza balletística rusa; yo, mientras pulía aún mi pieza teatral
Los malvados cocineros
, comencé la primera redacción de una novela, que llevó títulos de trabajo cambiantes: «Óscar el tamborilero», «El tamborilero», «El tambor de hojalata». Y ahí, precisamente, se me resiste la memoria. Sé, desde luego, que tracé gráficamente varios planes, que condensaban todo el material narrativo, y los llené de palabras clave, pero esos planes se anularon a sí mismos y, al avanzar el trabajo, quedaron sin valor.
Sin embargo, también los manuscritos de la primera y la segunda versión, y finalmente de la tercera, alimentaron la estufa de mi cuarto de trabajo, del que todavía tengo que hablar aquí.
Con la primera frase: «Pues sí: soy huésped de un sanatorio», cayó la barrera, se precipitó el lenguaje, corrieron a su antojo la capacidad de recuerdo y la fantasía, el placer lúdico y la obsesión por los detalles, brotaron capítulos de capítulos, salté cuando los agujeros estorbaban al río del relato, acudió a mi encuentro la historia ofreciéndome productos locales, se abrieron de golpe cajitas liberando olores, adquirí una familia que creció desenfrenadamente, me peleé con Óscar Matzerath y sus compinches por los tranvías y su trazado, por acontecimientos simultáneos y la absurda coacción de la cronología, por el derecho de Óscar a hablar en primera o tercera persona, por su pretensión de engendrar un hijo, por sus deudas auténticas y su culpa fingida.
Así, mi intento de darle a él, el individualista, una hermanita perversa, fracasó por la oposición de Óscar; es posible que esa hermana frustrada insistiera luego en tener existencia literaria como Tulla Pokriefke.
Mucho mejor que del proceso de la escritura me acuerdo de mi cuarto de trabajo: un cuchitril húmedo en la planta baja, que me servía de taller para trabajos de escultura comenzados pero que, desde que empecé la redacción de
El tambor de hojalata
, se estaban desmoronando. Mi cuarto de trabajo era al mismo tiempo sótano de calefacción de nuestro diminuto piso de dos habitaciones, situado encima. Con el proceso de escritura engranaba mi actividad como calefactor. Cuando mis trabajos en el manuscrito se atascaban, iba con dos cubos a traer coque de un cobertizo de la parte delantera de la casa. Mi cuarto de trabajo olía a paredes mohosas y, nostálgicamente, a gas. Aquellas paredes chorreantes alimentaban el río de mi imaginación. Es posible que la humedad del cuarto favoreciera el ingenio de Óscar Matzerath.
Una vez al año, durante los meses de verano, podía escribir unas semanas al aire libre en Tesina, porque Anna es suiza. Allí me sentaba en una mesa de piedra bajo una pérgola, contemplaba el centelleante paisaje de bambalinas de la región meridional y describía, sudando, el Báltico helado.
A veces, para cambiar de aires, emborronaba proyectos de capítulos en los bistrós de París, tal como se han conservado en las películas: entre parejas de enamorados trágicamente enlazadas, ancianas embutidas en sus abrigos, paredes de espejos y adornos
art nouveau
, algo sobre afinidades electivas: Goethe y Rasputín.
Y, sin embargo, durante esa época, debí de vivir vigorosamente, cocinar con cariño y bailar de alegría por las bailarinas piernas de Anna en toda ocasión propicia, porque en septiembre de 1957 —estaba en mitad de la segunda versión— nacieron nuestros gemelos Franz y Raoul. No eran un problema de escritura, sólo financiero. Al fin y al cabo, vivíamos con trescientos marcos al mes exactamente administrados, que yo ganaba como de pasada. A veces creo que el hecho simple, pero que afligía a mi padre y mi madre, de no haber hecho el bachillerato me protegió. Porque con el bachillerato hubiera recibido sin duda ofertas de trabajo, me hubiera convertido en redactor del programa de noche, hubiera guardado mi manuscrito comenzado en un cajón y, como escritor fracasado, hubiera acumulado un rencor creciente hacia todos los que se expresaban escribiendo libremente a su aire, mientras el Padre celestial los alimentaba.
El trabajo en la versión final del capítulo sobre la defensa de los correos polacos de Danzig hizo necesario, en la primavera de 1958, un viaje a Polonia. Hóllerer medió, Andrzej Wirth escribió la invitación y fui a Gdansk pasando por Varsovia. Sospechando que pudiera haber todavía antiguos defensores supervivientes de los correos polacos, me informé en el Ministerio del Interior, que mantenía una oficina en la que se acumulaban los documentos sobre los crímenes de guerra alemanes en Polonia. Me dieron la dirección de tres ex funcionarios de correos (las últimas señas eran del 49), pero me dijeron también que aquellos supuestos supervivientes no habían sido reconocidos por el sindicato polaco de trabajadores de correos (ni tampoco de otra forma oficial), porque en el otoño de 1939, según la versión alemana y polaca, se dijo públicamente que todos habían muerto: pasados por las armas. Por eso habían grabado todos los nombres en las lápidas conmemorativas, y quien está grabado en piedra no vive ya.