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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (44 page)

—Espléndido. Sencillamente espléndido. Bueno… da igual. Tú. Ven conmigo —le dijo Minnericht a Lester—. Tú —le dijo a Zeke—, ponte cómodo. Explora las instalaciones. Haz lo que quieras, pero te recomiendo que te quedes cerca del núcleo, en este piso. Cuando encuentre a tu madre, te reuniré con ella. Pienses lo que pienses o creas lo que creas respecto a mí, puedo asegurarte que, aunque de un modo u otro logres llegar a la superficie y la busques por ti mismo, yo la encontraré antes. Si quieres verla, será mejor que te quedes por aquí, en casa.

—No es mi casa —dijo Zeke con cierto desagrado—. He dicho que lo entendía, ¿vale?

—Bien —dijo Minnericht. Lo dijo casi como si estuviera ordenándole que se retirara, pero fue él el que salió de la habitación, casi arrastrando a Lester consigo.

Cuando los dos se marcharon, Zeke dispuso de todo el comedor para él solo. Lo recorrió, de un lado a otro, y regresó a su sitio, aunque no se sentó. Tenía que pensar, y le resultaba más fácil hacerlo con el estómago lleno y en movimiento, de modo que se llevó un pedazo de pollo consigo. Lo mordisqueó hasta que no quedó ni un pedazo de carne en los pequeños huesos; después se dirigió hacia la comida que Minnericht había dejado en su plato.

Después de limpiar también ese plato, y de preguntarse dónde estaría la cocina, Zeke soltó un gigantesco eructo y pensó de nuevo en máscaras de gas.

El doctor Minnericht, que Zeke se negaba a considerar su padre, sin duda tenía máscaras por aquí, en algún sitio. Era evidente que su modelo estaba hecho a medida, exclusivamente para él, pero Zeke había visto a más gente aquí abajo. Estaba Yaozu, para empezar, y el hombre negro de un solo ojo. Y con tantas habitaciones, estuvieran o no cerradas con cerrojo, sin duda tenía que haber mucha más gente por allí. Arriba, Zeke oía pisadas, y muy pesadas, de hombres con botas. A veces caminaban como si siguieran un curso fijo, de guardia, y otras veces corrían en grupos.

Fueran quienes fueran, no estaban atrapados aquí abajo. Iban y venían. Debían de guardar las máscaras en algún sitio, y si Zeke pudiera encontrar un almacén o un armario lo bastante grande donde guardaran ese tipo de cosas, no tendría ningún problema en robar.

Si es que encontraba una máscara, claro.

Sin embargo, tras vagabundear un buen rato, no encontró ningún alijo de máscaras, ni a nadie más. Esta parte de la estación ferroviaria estaba totalmente desierta, a excepción del ruido de fondo de pisadas intermitente, algunas conversaciones inaudibles y tubos en los muros que silbaban y se esforzaban por acomodar el flujo de agua o de vapor.

Sin duda alguien, en algún sitio, se ocupaba de las habitaciones de invitados; y alguien tenía que haber cocinado, y tendría que volver dentro de un rato a limpiar y quitar la mesa. Al menos, eso se repetía a sí mismo Zeke mientras recorría los pisos que su anfitrión había indicado como permitidos.

Al cabo de un rato, su olfato lo llevó hasta la cocina, y saqueó las alacenas. Su botín consistió en pedazos de cecina envueltos en papel de cera, un par de relucientes manzanas rojas y algunas cerezas secas que le supieron a caramelos cuando las mordisqueó. No pudo descubrir el origen de la comida caliente que le habían servido para cenar, pero se dio por satisfecho. Se llevó su tesoro de vuelta a su cuarto para comérselo más tarde, quizá a medianoche.

No había encontrado lo que buscaba, pero su necesidad de recolección había quedado temporalmente apaciguada. Regresó a su cuarto, se sentó en el borde de la gruesa cama y comenzó a preocuparse por lo que sucedería a continuación, con el estómago lleno y saciado. El peso de la cena lo invitaba a echarse en la cama, a meterse bajo las sábanas. Y, aunque solo quiso cerrar los ojos por un segundo, no se despertó de nuevo hasta la mañana siguiente.

Capítulo 24

La mañana siguiente, Zeke despertó decidido a hacer efectivas las últimas cláusulas de su plan del día anterior. Se llenó los bolsillos con la comida que había reunido (menos un par de bocados para desayunar) y regresó al pasillo y al ascensor. La puerta estaba cerrada, pero era sencillo moverla; cuando estuvo dentro ya no supo qué hacer. Había cuatro palancas que colgaban del techo sembrado de cables, y no tenía ni idea de si alguna de ellas sería una alarma.

Tenía que haber escaleras.

En algún sitio.

También tenía que haber más gente, o al menos en eso pensaba cuando un chino francamente alto y un blanco francamente bajo pasaron delante de él, tomando un recodo y hablando en conspiratorios susurros. Cuando vieron a Zeke, se callaron y se detuvieron para mirarlo con notable interés.

—Hola —les dijo.

—Hola —respondió el blanco. Era un tipo rechoncho, de la misma altura de Zeke pero tres veces más grueso, con un cinturón que rodeaba su cintura como un ecuador y un gorro militar sobre su enmarañado cabello—. ¿Tú eres el chico de Blue?

—Me llamo Zeke —dijo Zeke, sin confirmar ni negar—. ¿Quiénes sois vosotros?

Su respuesta no fue mucho más clarificadora que la que había dado Zeke:

—¿Adónde vas? Hay podridos arriba, chaval. Si tienes algo de cerebro, te quedarás aquí abajo, a salvo.

—No iba a ningún sitio. Solo estaba echando un vistazo. El doctor dijo que podía.

—¿Eso dijo?

—Sí, eso dijo.

El chino alto y delgado se agachó un poco para ver mejor a Zeke, y preguntó en voz áspera:

—¿Dónde está Yaozu? Cuidar de niños no es nuestro trabajo.

—¿Es trabajo de Yaozu?

El más bajo dijo:

—Puede que le guste ser la mano derecha del doctor. O puede que no. No tengo ni idea, pero la pura verdad es que eso es lo que es.

Zeke asintió, tratando de archivar esa información en su mente por si le resultaba útil más adelante.

—Vale, entonces respondedme a esta pregunta: ¿cómo puedo ir arriba? Ya he visto casi todo lo que merece la pena aquí abajo.

—¿Es que no me has oído? ¿No oyes el alboroto? Hay podridos ahí arriba, chaval. Puedo oírlos desde aquí.

El hombre alto de ojos castaños y afilados dijo:

—El piso de arriba es peligroso. Los fiambres y los podridos son una mala combinación.

—Vamos, muchachos —dijo Zeke, que empezaba a darse cuenta de que sus interlocutores estaban ya más interesados en la tarea que hubieran dejado a medias que en él—. Echadme una mano. Solo quiero echar un vistazo a mi nuevo hogar.

Los hombres se encogieron de hombros, mirándose, hasta que el más alto se marchó y dejó al otro solo, negando con la cabeza.

—Ni lo sueñes. Y no vayas al piso de arriba, si sabes lo que te conviene. Los podridos no dejan de llegar, como si alguien los estuviera dejando entrar a sabiendas. Y tenemos otros problemas.

—¿Como cuáles?

—Como que tu papaíto no tiene muchos amigos fuera de esta estación, y los que tiene a veces tocan un poco las narices. Mejor no verse envuelto en eso. Y no quiero ser yo el que reciba las culpas por haberte ayudado a salir.

—Si subo ahí arriba y me matan, no le diré a nadie que me ayudaste. ¿Trato hecho?

El hombre se echó a reír, y metió los pulgares tras su cinto.

—Bien pensado. No voy a decirte cómo funciona el ascensor, porque no es mi trabajo y no me gusta estar tirando de esos hilos; pero si tomas el pasillo a mi espalda, y lo sigues hasta que tuerce a la izquierda, encontrarás unas escaleras. Pero si alguien te pregunta, no te he dicho nada. Y si te quedas por aquí, acuérdate de quién te ha hecho un favor.

—¡Gracias! —dijo Zeke, entusiasmado—. Y me acordaré, no te preocupes. Te lo agradezco, tío.

—De nada, hombre.

Zeke ya se encaminaba pasillo abajo, a mitad de camino entre el trote y un
sprint
. Encontró las escaleras enseguida, y subió con renovado ímpetu. Quizá hubiera problemas arriba, pero también habría gente con máscaras. No importaba de qué tipo, y no importaba a quién tuviera que robársela, Zeke estaba decidido a conseguir una, aunque eso terminara matándolo.

No había iluminación en las escaleras, y no encontró ninguna manera evidente de iluminarlas, pero solo le quedaba un tramo de escaleras y podría perseguir el ruido que cada vez sonaba más intensamente por encima de su cabeza.

Sonaba como si hombres muy pesados corrieran de un lado a otro. Al caos reinante se sumaban gritos, y, mientras seguía ascendiendo entre tinieblas, tropezando cada dos pasos, una explosión hizo temblar el suelo.

Zeke se tambaleó y buscó un apoyo o barandilla, pero no había nada. Cayó de bruces.

Las últimas vibraciones se disiparon y se puso en pie de nuevo. Se limpió el polvo de las manos y tocó con ellas el muro hasta que una línea blanca en el suelo anunció la presencia de una puerta por debajo de cuyo marco se filtraba algo de luz. Si había un picaporte, sin embargo, no era capaz de encontrarlo. Mientras se apoyaba en la puerta y trataba frenéticamente de abrirla, la conmoción de afuera se intensificó, y tuvo que preguntarse si realmente quería seguir subiendo.

La inconfundible percusión de la artillería se unió a los gritos y a las pisadas apresuradas.

Zeke dejó de buscar una salida y se quedó inmóvil, conmocionado por los disparos y a punto de cambiar de opinión. Sonaba como si hubiera dos ejércitos enfrentándose ahí fuera, en contraste con la tranquilidad y el silencio que reinaban apenas un nivel por debajo. ¿Era de esto de lo que le habló Lester a Minnericht al oído?

Aún no había visto a un podrido de cerca, no a uno de verdad, a uno realmente hambriento, y desde luego mucho menos a una manada de ellos.

Una irracional curiosidad hizo que se pusiera a buscar el picaporte de nuevo.

Sus dedos rodearon algo que podía ser una manivela, aunque situada a una altura algo mayor de lo que habría estado un picaporte corriente. La giró y tiró de ella, pero no ocurrió nada. Lo intentó de nuevo, ayudándose de su peso para empujar la manivela hacia abajo, pero la puerta no se movió.

Y entonces la golpearon desde el otro lado.

Algo enorme y pesado la golpeó, haciéndola retroceder con fuerza y atrapando a Zeke entre la misma puerta y el muro de atrás. La violencia del golpe lo dejó sin aliento. Se revolvió en el suelo, aferrándose la cabeza dolorida, aunque ya era demasiado tarde para protegerla. Jadeó, y respiró aire que olía a pólvora y a residuos de la Plaga. El aire era pegajoso en su garganta, y tosió, produciendo un diminuto sonido que nadie debería haber oído a causa del sonoro tumulto que reinaba al otro lado de la puerta.

Pero alguien lo oyó.

Alguien echó la puerta a un lado y miró tras ella, descubriendo a Zeke, echado en el suelo, tratando de protegerse con las manos el rostro y la cabeza. El recién llegado proyectaba una enorme sombra; a pesar de que Zeke solo miraba a través de sus dedos, pudo ver cómo ese cúmulo de oscuridad bloqueaba toda la puerta.

—Tú, ¿qué estás haciendo? ¡Levántate! —dijo un hombre a través de un dispositivo que convertía su voz en un murmullo mecánico. Era como si cada una de sus palabras fuera filtrada por un tamiz metálico.

—Yo… em… cierra la puerta, ¿Quieres? —Zeke estaba asustado y aturdido, y más tiros estallaban en los muros, disparados desde muy poca distancia a un volumen ensordecedor. Movió las manos y miró hacia arriba, pero no vio nada más que una silueta oscura que no era del todo humana. Se trataba de la silueta de un hombre vestido con armadura, o con ropa hecha de acero y una máscara con forma de cabeza de buey.

El hombre de la máscara no dijo nada durante unos segundos, mientras las balas silbaban a su alrededor, bien cerca de sus hombros. Después, dijo:

—Este no es lugar seguro para un niño. ¿Qué estás haciendo aquí? —Lo preguntó lentamente, como si la respuesta fuera muy importante.

—¡Estoy intentando salir de aquí! —dijo Zeke—. Me quitaron la máscara en el piso de arriba. Pensé…

Sus pensamientos fueron interrumpidos por algo más sonoro que el simple disparo de un revólver, algo que ocurrió a espaldas del hombre de la armadura.

—¿Qué ha sido eso? —casi gritó Zeke.

El hombre se tambaleó en respuesta al estallido; se ayudó de la puerta derribada, tratando de mantener el equilibrio con sus enormes brazos.

—Ese es el Soplido Sónico del doctor Minnericht. Dispara sonido a la gente, como un cañón. —Por un instante pareció tener algo más que decir al respecto, pero cambió de idea y dijo—: Salir de aquí es buena idea. Pero no por aquí. Mejor que no… —Y después añadió—: Ezekiel. Eres tú, ¿verdad?

—¿Y tú quién eres? ¿Y qué te importa?

—Conozco a alguien que te está buscando —dijo el hombre, pero su respuesta no fue demasiado reconfortante. El primer rostro que acudió a la mente de Zeke fue el del gigante que pilotaba la nave que se estrelló en el fuerte.

Este hombre, que bloqueaba su camino tan solo en virtud de su tamaño, podía ser un familiar, o algo peor. Podía ser tripulante o mercenario, y de todas las cosas que Zeke quería hacer, volver a enfrentarse al gigante de manos enormes era la última cosa de la lista. Además, lo preocupaba que este ser enmascarado conociera su nombre, lo que únicamente empeoraba las cosas; ahora el pirata aéreo sabía a quién estaba buscando, y mandaba soldados en su busca.

—No —dijo Zeke, como una especie de respuesta genérica a todo lo que le preguntaban—. No, olvídalo. Me marcho.

El otro negó con la cabeza, y las fisuras de su máscara crujieron cuando el metal chocó con los refuerzos de sus hombros.

—Puedes irte si quieres, pero no por aquí arriba. Te matarán.

—¡Tengo que conseguir una máscara!

—Te diré qué vamos a hacer —dijo el otro. Miró por encima de su hombro y vio algo prometedor—. Tú quédate aquí, y yo iré a buscar una.

El hombre enmascarado parecía tan infranqueable como el foso de un castillo, por mucho empeño que le pusiera Zeke. Pero si estaba dispuesto a darse un paseo un buen rato, le daría tiempo a Zeke para huir.

—Vale —susurró, y asintió.

—¿Te quedarás aquí, y no te moverás?

—No, señor, no me moveré —le aseguró Zeke.

—Bien. Vuelvo en un minuto.

Sin embargo, en cuanto el de la armadura giró sobre sus talones, Zeke saltó a su espalda y se encaminó al corazón de las revueltas.

Demasiado asustado para quedarse inmóvil y demasiado vulnerable para quedarse quieto, se agachó y echó a correr hacia la cobertura más cercana que pudo encontrar: un montón de cajas que estaba desintegrándose, astillándose pedazo a pedazo mientras las balas las consumían. Algo afilado y rápido recorrió como una llama su espalda, desgarrando su camisa de paso.

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