—Sí, es ese «pero» el que te matará si no tienes cuidado. Así que estás buscando a tu hijo. —La miró de arriba abajo—. ¿Cuántos años tienes? —preguntó directamente, dado que no podía ver bien su rostro bajo la máscara.
—Bastantes para tener un hijo tan idiota como para venir aquí —dijo Briar—. Tiene quince años. ¿Lo has visto?
—Tiene quince años… ¿es esa la mejor descripción que puedes dar de él?
—¿Cuántos muchachos de quince años puede haber en este lugar?
El hombre se encogió de hombros.
—Te sorprenderías. Viene mucha gente de las Afueras, a robar o hacer trueques, o a aprender cómo procesar la Plaga para sacar jugo. Claro que la mayoría de ellos no vive mucho.
Incluso a través del visor, el hombre vio cómo los ojos de Briar se entrecerraron.
Añadió rápidamente:
—No digo que tu chico no lo consiguiera. ¿Llegó aquí ayer?
—Ayer.
—Bueno, si ha sobrevivido hasta ahora, puede que esté bien. No lo he visto, pero eso no quiere decir que no esté por aquí. ¿Cómo has entrado?
—Vine en una aeronave.
—¿Con quién?
—Escucha. —Briar lo hizo callar con un ademán de la mano—. ¿Podemos hablar? ¿Podemos hacer esto en otro sitio? Tengo que quitarme la máscara. Por favor —rogó—, ¿hay algún sitio donde pueda respirar? Aquí no puedo.
El hombre rodeó el rostro de Briar con las manos y examinó su máscara.
—Es un modelo muy viejo. Un buen modelo, pero los filtros se están gastando, por bueno que sea. Bien, vamos abajo. Tenemos un habitáculo sellado aquí en el banco, y un túnel que lleva a las rutas subterráneas.
El hombre la guió escaleras abajo, sin sostener su mano ni tirando de ella, sino esperándola cuando se quedaba atrás.
A la entrada del vestíbulo principal, no había ninguna ventana que permitiera que entrara la luz, pero sí una linterna de aceite en el suelo, junto a la puerta. El hombre la cogió, la encendió y la sostuvo en alto para iluminar el camino al sótano.
Mientras Briar contemplaba su enorme espalda atravesar los pasillos y descender las escaleras, le dijo:
—Gracias. Debería haberlo dicho antes, pero gracias por ayudarme.
—Solo hacía mi trabajo —dijo el otro.
—¿Así que formas parte del comité de bienvenida?
El hombre negó con la cabeza.
—No, pero tengo los ojos abiertos y suelo toparme con recién llegados como tú, que montan un buen escándalo. La mayoría de los niños entran sin problemas y mantienen la boca cerrada. Pero cuando oigo disparos y cosas rompiéndose, voy a echar un vistazo. —La llama de la linterna vaciló, de modo que la agitó para reavivarla—. A veces es alguien a quien no queremos aquí dentro. A veces es una mujercita con un arma bien grande. Cada día es distinto.
En el primer piso había una puerta rota cuyos pedazos habían sido unidos y sellados con pez, además de pedazos de cuero tratado en las grietas.
—Bien. Cuando abra la puerta, entra rápidamente. —Le entregó la linterna—. Estaré justo detrás de ti. Tendremos que intentar mantener la puerta cerrada el mayor tiempo posible, ¿entiendes?
—Sí —dijo Briar, y cogió la linterna.
El hombre sacó de un bolsillo del pantalón un aro con una docena de llaves de hierro negro. Cogió una y la metió a través de un sello de caucho en el que Briar nunca habría creído que hubiera un cerrojo; sin embargo, cuando giró la llave, un mecanismo hizo clic, y la puerta se soltó cuando dobló el codo.
—A la de tres. Uno, dos… tres. —Tiró de la puerta, que se abrió hacia fuera.
Briar entró de costado; adentro reinaba la oscuridad, y, como había prometido, el hombre de la armadura la siguió de inmediato, y después cerró la puerta con cerrojo tras ellos.
—Un poco más —dijo.
Cogió la linterna de nuevo y siguió adelante, apartando tiras de cuero y caucho que colgaban del techo, y a través de un nuevo pasillo. El pasillo terminaba en una puerta de aspecto extraño que parecía más una barrera de trapos que una verdadera barricada. Tenía las mismas tiras tratadas alrededor de los bordes para crear el mismo efecto de sellado que el resto de puertas, pero esta era porosa.
Briar acercó el oído a la puerta y oyó aire silbando al otro lado.
—Cuidado. Igual que antes, entra rápidamente. Uno… dos… tres.
Esta vez no tuvo que manipular ningún cerrojo. La puerta se deslizó de costado sobre un raíl, ocultándose en el muro con un quejido silbante.
Briar saltó al otro lado, donde algunas velas moribundas iluminaban tenuemente la estancia, sobre una mesa. Alrededor de la mesa había seis sillas vacías, y tras ellas había más cajas, más velas y otro pasillo con las mismas cortinas de cuero tratadas.
El hombre forcejeó con la puerta y finalmente la hizo encajar de nuevo en su posición inicial.
Se dirigió al otro extremo de la sala, donde comenzó a quitarse la armadura.
—No te quites la máscara aún. Espera un minuto —dijo—. Pero ponte cómoda. —Las placas de sus brazos resonaron cuando las retiró y las dejó sobre la mesa. Su arma tubular, Daisy, también resonó pesadamente cuando la dejó junto al resto de la armadura.
—¿Tienes sed? —preguntó.
—Sí —dijo Briar, en un susurro seco.
—Tenemos agua aquí abajo. No sabe demasiado bien, pero es agua. También tenemos mucha cerveza. ¿Te gusta la cerveza?
—Claro.
—Ya puedes quitarte la máscara, si quieres. Puede que sea una estupidez, o pura superstición, pero no me gusta quitarme la mía hasta que la puerta lleva cerrada al menos un minuto. —Fue hacia una de las cajas, cuya leyenda decía «Vajilla de barro», y sacó una jarra. En una esquina de la estancia había un grueso barril marrón. Quitó la tapa y llenó la jarra de agua.
La dejó ante Briar, en la mesa.
Briar contempló el agua con avidez, pero el hombre aún no se había quitado la máscara, y no quería ser la primera en hacerlo.
El hombre entendió, y se desabrochó las tiras de la máscara, que cayó hasta su pecho, descubriendo un rostro amplio y un tanto inexpresivo. Era un rostro inteligente, de pobladas cejas pardas y nariz chata, y labios gruesos algo hundidos.
—Ya está —dijo el hombre—. No soy más guapo, pero sí algo más pequeño.
Sin la ayuda de la máscara mecánica, su voz seguía siendo profunda, pero perfectamente humana.
—Jeremiah Swakhammer, a tu servicio. Bienvenida al submundo.
Rudy avanzaba a zancadas ladeadas, caminando más rápido de lo que parecía. Zeke, jadeando a través de la opresiva y hedionda máscara, trataba de mantener su ritmo; le costaba hacer entrar el aire a través de filtros, que estaban atascados desde la primera vez que entró en la ciudad, y libraba un silencioso combate entre su rostro y el inquebrantable sello que lo rodeaba, que lo hería y lo irritaba.
—Espera —jadeó.
—No —respondió Rudy—. No hay tiempo que perder.
Siguió adelante. Tras ellos, Zeke estaba seguro de haber oído una nueva conmoción, ahogada por la distancia, producto quizá de la rabia, o de la tristeza. Oía la disonancia de consonantes y vocales extrañas, y los gritos y aullidos de otros hombres, que parecían dar la razón a los primeros.
Zeke sabía que los habían descubierto, o al menos que habían descubierto lo que hizo Rudy. Pero Zeke no había hecho nada malo. Las reglas eran distintas aquí después de todo. Y todo vale en la guerra y en defensa propia, ¿no?
Sin embargo, en su mente un hombre con gafas sangraba, sin comprender nada, y después estaba muerto, sin ningún motivo, al igual que no existía ningún motivo para que hubiera estado vivo antes.
Los túneles parecían ahora más serpenteantes, y la oscuridad más opresiva. Su guía le provocaba cada vez mayores sospechas. Incluso deseó que la princesa regresara, fuera quien fuera. Quizá lograría que le diera respuestas a un par de preguntas. Quizá no le lanzaría cuchillos. Quizá no estaba muerta.
Zeke esperaba que no estuviera muerta.
Pero Zeke aún podía oír, cuando pensaba en ello, el abrumador rugido del techo y los muros doblándose sobre sí mismos y llenando el espacio que había entre ellos, y se preguntó si la princesa habría logrado escapar. Se consoló a sí mismo recordando que era vieja, y que para llegar a viejo hace falta ser inteligente y duro de pelar. Sintió un extraño pesar, aunque no pudo determinar el motivo, mientras seguía al tambaleante hombre que caminaba por delante de él.
Rudy se giró y dijo:
—¿Vienes o no?
—Voy.
—Entonces, quédate bien pegado a mí. No puedo cargar contigo, y estoy sangrando otra vez. No puedo hacerlo todo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Zeke, y odió cómo sonaron sus palabras al otro lado de la máscara, casi lastimeras.
—De vuelta, como antes. Abajo, y después arriba.
—¿Aún vamos colina arriba? ¿Aún vas a llevarme a Denny Hill?
—Es lo que te había dicho, y lo haré. Pero no hay ningún camino en línea recta entre dos puntos en esta ciudad, y siento mucho que el viaje no esté siendo exactamente plácido. Perdóname, joder. No entraba en mis planes que me acuchillaran. Los planes cambian, chaval. A veces hay que improvisar. Esta es una de esas veces.
—¿Lo es?
—Sí. Por aquí —dijo Rudy, deteniéndose bajo un tragaluz y señalando un montón de cajas sostenidas precariamente por una escalera. Allí donde la escalera terminaba contra el techo, había una puerta circular—. Vamos hacia arriba. Y te lo aviso, puede que no sea muy agradable.
—Vale —dijo Zeke, aunque la idea no le agradaba en absoluto. Le costaba respirar, cada vez más, porque no podía detenerse a recuperar el aliento, y no había ningún sitio donde descansar.
—¿Recuerdas lo que te dije de los podridos?
—Lo recuerdo. —Zeke asintió, aunque Rudy le daba la espalda, y no pudo verlo.
—Por horribles que sean en tu mente —dijo Rudy—, son mucho peores en la realidad. Ahora, escucha. —Se dio media vuelta y gesticuló con un dedo ante el rostro de Zeke—. Esas cosas se mueven muy rápido, más de lo que creerías posible al verlos. Pueden correr, y pueden morder. Y todo lo que muerden tiene que ser cortado o te mueres. ¿Lo entiendes?
—La verdad es que no —confesó Zeke.
—Pues tienes un minuto y medio para hacerlo, porque vamos a subir ahí arriba antes de que esos cabrones de ojos rasgados acaben con nosotros. Estas son las reglas: no te separes de mí, no abras la boca, y si nos ven, trepa como si fueras un puto mono.
—¿Que trepe?
—Ya me has oído. Trepa. Si los podridos tienen un buen motivo, pueden trepar una escalera, pero no muy bien, y no demasiado rápido. Si puedes alcanzar un alfeizar o una salida de emergencia, o incluso una cornisa de hormigón… hazlo. Trepa.
El estómago de Zeke empezaba a revolverse.
—¿Y si nos separan?
—Entonces nos separamos, y tendrás que ocuparte de ti mismo. Es duro, chaval, pero así es: si me atrapan, no vuelvas a por mí. Si te atrapan, no pienso volver a por ti. La vida es dura. Y morir es muy fácil.
—Pero ¿y si solo nos separan?
—Si nos separan, tienes que seguir subiendo. Si consigues llegar a un tejado, llama su atención, y, si puedo, iré a buscarte. Lo más importante es que no te separes de mí. No podré protegerte si echas a correr como una niña.
—No voy a huir como una niña —dijo Zeke.
—Me alegro —dijo Rudy.
Por el pasillo de atrás, los sonidos empezaban a ser más audibles, y parecían estar acercándose. Si escuchaba con atención, Zeke podía distinguir una o dos voces individuales, enrabietadas y al parecer dispuestas a todo por vengarse. Zeke sentía náuseas, tanto por haber visto a un hombre morir como por saber que él mismo había sido responsable en parte, aunque tan solo se había quedado mirando sin saber qué hacer. Cuanto más pensaba en ello, peor se sentía; y cuanto más pensaba en la ciudad por encima de su cabeza, repleta de manadas de no muertos, peor se sentía también con respecto a eso.
Pero estaba metido en esta situación, y bien metido. No podía volver atrás, al menos aún no. A decir verdad, ya no tenía ni idea de dónde estaba, y no podría haber salido de la ciudad por sí mismo aunque hubiera querido hacerlo.
De modo que, cuando la compuerta sellada se abrió con un sonoro susurro, siguió a Rudy arriba, hacia una calle que era tan desolada e inhóspita como el túnel que se ocultaba bajo sus cimientos.
Ezekiel hizo exactamente lo que Rudy le había pedido.
No se separó de él, y guardó silencio. Casi le resultó sencillo; el silencio reinante en la calle era tan abrumador que resultaba más fácil respetarlo que romperlo. De cuando en cuando un par de alas cruzaba el cielo, por encima de la Plaga que lo cubría todo. Zeke se preguntó cómo lo hacían, cómo sobrevivían, respirando el aire envenenado como si fuera un día soleado en mitad de la primavera.
Pero no tuvo oportunidad de preguntarlo.
En lugar de eso, prácticamente se pegó al hombre herido que lo guiaba, e imitó cada uno de sus movimientos. Cuando Rudy apoyaba la espalda en un muro y se desplazaba de ese modo, Zeke hacía lo mismo. Cuando Rudy aguantaba la respiración y escuchaba, Zeke hacía lo mismo, ahogándose en el interior de la máscara y tratando de aferrarse a cada pequeña molécula de oxígeno. Cuando lo agotó, esperó a conseguir algo más, y entonces vio estrellas parpadeando en su visor, y respiró porque tuvo que hacerlo.
No podía ver más de unos metros en cualquier dirección. La Plaga era muy densa, y de un color a mitad de camino entre la mierda y los girasoles. No era exactamente una niebla, sino una especie de pariente tóxico de la niebla, y bloqueaba su visión con tanta eficacia como una nube de bruma ordinaria.
Alrededor de los bordes de las ropas de Zeke, en sus muñecas, en las que los guantes no llegaban a unirse a las mangas, y en el cuello, que no ocultaba por completo su abrigo, empezaba a sentir picores. Le costó combatir la necesidad de rascarse, pero cuando Rudy lo sorprendió frotándose con los nudillos por las muñecas, negó con la cabeza y susurró:
—No lo hagas. Empeorarás las cosas.
Los edificios eran estructuras informes apiladas en distintas alturas, y sus ventanas y puertas estaban rotas o tapadas y reforzadas. Zeke supuso que los primeros pisos tapados con maderos indicaban lugares seguros, más o menos, y que, de ser necesario, quizá pudiera refugiarse en el interior si lograba entrar. Aunque parecía más fácil especular al respecto que hacerlo. Vio escaleras de emergencia aquí y allá, grandes estructuras de barrotes metálicos que parecían frágiles como una vajilla de porcelana, y se le ocurrió que quizá podría trepar hasta ellas si tenía que hacerlo. Pero ¿qué haría después? ¿Podría romper una ventana y entrar de ese modo?