Rudy había dicho que habría luces, repartidas a lo largo de la calle.
Y aquí estaba Zeke, ya buscando maneras de perderlo de vista.
Le sorprendió comprender que estaba haciendo precisamente eso. No conocía a nadie más en la ciudad, y solo había visto a otras dos personas, a una de las cuales Rudy había asesinado sin contemplaciones. Y la otra había tratado de asesinarlo a él. De modo que, si Zeke estaba intentando concederle a alguien el beneficio de la duda, suponía que una probabilidad del cincuenta por ciento de llevarse un disparo era una excusa bastante buena para hacer algo al respecto. Pero eso no hizo que se sintiera mejor.
Mientras seguía de cerca a Rudy, se preguntó de nuevo acerca del asiático. Los contenidos de su estómago amenazaron con buscar una ruta de escape.
No. No podía. No tras la máscara. No cuando no podía quitársela sin morir. Olvídalo.
Obligó a su vientre a tranquilizarse, y lo hizo.
Rudy seguía adelante, con la espalda encorvada y los hombros doloridos. Se apoyaba en el bastón, al que, como sabía ahora Zeke, solo le quedaban ya dos disparos. ¿Y de qué servían dos disparos contra una manada de podridos?
Como si supieran que estaba pensando en ellos, Zeke oyó de inmediato un lamento apagado.
Rudy se quedó inmóvil. Zeke lo imitó.
La cabeza de Rudy se giró de izquierda a derecha, de arriba abajo, buscando una ruta de escape obvia.
«¿Podridos?», dijo Zeke sin llegar a pronunciar la palabra, tan solo formándola con los labios. Rudy no podía ver el gesto, de modo que no respondió.
Otro lamento se unió al primero, como si se sumara una interrogación a una conversación. Tenía un timbre distinto y parecía más áspero, como si la boca que lo produjo no estuviera ya completa. Después de los lamentos se oyeron las pisadas, cuidadosas, lentas y tan peligrosamente próximas que Zeke sintió un temor que le oprimió el pecho.
Rudy giró sobre sí mismo y cogió la máscara de Zeke, acercándola a la suya y susurrando en voz tan baja como pudo:
—Este camino. —Gesticuló con la mano indicando la intersección más cercana, y señaló hacia la derecha—. Varias manzanas. Gran torre, edificio blanco. Sube al segundo piso. Rompe lo que haga falta.
Rudy cerró los ojos por un segundo y después los abrió de nuevo.
—Corre —añadió.
Zeke no sabía si sería capaz de correr. Sentía una enorme presión en el pecho, como si lo tuviera fuertemente vendado, y le parecía como si llevara una cuerda atada al cuello. Miró hacia la ruta que Rudy le indicaba, y no vio nada más que una leve inclinación, que sin duda se alejaba aún más de la colina que en teoría era su destino.
Hojeó en su mente varios planos, que le confirmaron que esa era, ciertamente, la dirección equivocada. Pero ¿podría huir colina arriba? ¿Adónde podría huir, si no a esa torre de la que Rudy le había hablado?
El pánico comenzaba a asfixiarlo, a cegarlo, pero eso no importaba ya. Los quejidos, los lamentos y las pisadas estaban cada vez más cerca, y Zeke sabía que pronto, muy pronto, estarían junto a ellos.
Rudy echó a correr en primer lugar. A pesar de su cadera herida, podía correr, aunque no en silencio.
Cuando sus pies resonaron en el suelo, los lamentos aumentaron en intensidad, y en algún sitio en las profundidades de la niebla varios cuerpos comenzaron a organizarse. Empezaban a reunirse. Para la caza.
Zeke jadeó, tratando de acumular el suficiente aire para tranquilizarse. Se preparó para la carrera colina abajo y echó un último vistazo por encima del hombro. Al no ver nada más que la enfermiza nube amarillenta, hizo acopio de fuerzas. Y echó a correr.
Las calles bajo sus pies eran desiguales y estaban agrietadas, a causa del terremoto o tan solo por el tiempo y el desgaste. Tropezó y recuperó el equilibrio, se tambaleó y se puso rápidamente en pie con ayuda de las manos, que se llenaron de heridas y rozaduras, pero que funcionaban a la perfección, como las patas de una araña. Se puso en pie, y siguió corriendo.
Tras él, entre la niebla, podía oír cómo sus perseguidores se acercaban.
No miró atrás. Se concentró en la silueta encorvada de Rudy, que seguía adelante, ganando velocidad, aunque Zeke no sabía cómo era posible. Quizá estaba más acostumbrado a llevar las asfixiantes máscaras, o quizá no estaba tan lisiado como parecía. Fuera como fuera, estaba acercándose al edificio blanco que sobresalía, repentinamente, entre el turbio aire.
La niebla rompía contra el bloque como las olas, como si el edificio fuera un acantilado golpeado por la marea.
En cuanto Zeke pudo verlo, estaba ya casi encima, y eso era un problema. No tenía ni idea de cómo llegar al segundo piso. No vio escaleras de incendios, ni otro modo de ascender. Solo vio la entrada principal, unas enormes puertas bañadas en bronce cruzadas por grandes maderos y cadenas de hierro.
La inercia que llevaba era incontrolable, hasta que golpeó con las manos la estructura y se detuvo por las duras. La fuerza del choque hirió aún más sus abatidas manos, pero las usó para tantear las ventanas tapadas y sus intrincados marcos, cuya manufactura no estaba cubierta de maderas o rejas metálicas.
Mirando en torno suyo, no vio ni rastro de su guía.
—¡Rudy! —gimió, demasiado asustado para gritar y demasiado asustado para guardar silencio.
—¡Aquí! —gritó Rudy desde algún lugar que Zeke no pudo ubicar.
—¿Dónde?
—Aquí —dijo Rudy de nuevo, en voz más alta, porque estaba al lado mismo de Zeke—. Al otro lado, vamos. Date prisa, se están acercando.
—Los oigo. Vienen de…
—De todas partes —dijo Rudy—. Así es. ¿Notas esto? —Cogió la mano de Zeke y tiró de ella hacia una cornisa a la altura de su torso.
—Sí.
—Arriba. —Echó el bastón por encima de la cornisa y saltó tras él, tras lo cual comenzó a trepar por una escalera improvisada. Zeke logró verla, cuando supo dónde mirar: estaba hecha de maderos y barrotes insertados directamente en el muro de piedra.
Pero a esas alturas a Zeke ya no le resultaba tan sencillo trepar. Era más bajo que Rudy, y menos fuerte; además, le costaba respirar, y la mezcla del olor del caucho con el del cuero no facilitaba las cosas.
Rudy retrocedió y tomó el brazo de Zeke, alzándolo sobre la cornisa y girando al muchacho para que llegara a la escala incrustada en el muro.
—¿Puedes trepar rápido? —preguntó.
La única respuesta de Zeke fue echar a escalar como si fuera un lagarto. En cuanto supo dónde estaban los asideros, confió en que aguantaran, puesto que no había tiempo para comprobarlos uno a uno. Asentó los pies en los maderos, rodeó los barrotes con las manos y subió. Rudy lo seguía, algo más lentamente. Aunque parecía cómodo en esa postura encorvada, el ascenso no le hacía ningún bien a su cadera, y gruñía y gemía a cada paso.
—Espera —jadeó, pero Zeke no veía motivos para ello. Vio una ventana con un pequeño balcón que parecía bastante prometedor.
—¿Es ahí por donde tenemos que ir?
—¿Qué? —Rudy inclinó la cabeza hacia arriba, y su sombrero estuvo a punto de caer.
—Esta ventana. ¿Es…?
—Sí, es por ahí. Adelante, yo te sigo.
Una barra, semejante al asa de la puerta de un horno, cruzaba la ventana; parecía el lugar más lógico para aferrarse. Zeke la tomó y tiró de ella; la barra crujió y se movió, pero no lo bastante. Tiró de ella de nuevo, y la ventana salió de su marco, con tanta fuerza que estuvo a punto de hacer caer a Zeke balcón abajo.
—Con cuidado, niño —le advirtió Rudy. Sus manos alcanzaron el balcón, y descansó mientras Zeke se las apañaba con la ventana.
Abajo, las calles estaban ahora más sombrías, no a causa de la oscuridad, sino de los quejumbrosos cuerpos que se acumulaban como si formaran parte de un espeso guiso. Cuando Zeke miró hacia abajo, no pudo distinguir a ningún podrido por separado, pero sí una mano aquí, una cabeza allá. El aire sucio los cubría con su manto.
—No les prestes atención —dijo Rudy—. Entra para que podamos quitarnos estas putas máscaras. Si no me la quito ahora mismo voy a pegarme un tiro.
Zeke no podía estar más de acuerdo. Levantó una pierna y la pasó al otro lado, al interior del edificio de muros blancos. La siguió la otra pierna, y pronto estuvo dentro.
Rudy lo siguió, dejándose caer al suelo y rodando sobre sí mismo. Permaneció tendido sobre la espalda un segundo, respirando con mayor vigor del que le permitía la máscara.
—Cierra la ventana, niño. Estás dejando entrar la Plaga.
—Ah, sí. —Zeke cerró de nuevo la ventana. Era más difícil que abrirla, puesto que por dentro había tiras enceradas de un rígido tejido dispuestas a lo largo de los bordes para formar un sello. Sin embargo, logró cerrarla, y la ventana ocupó su primera posición—. ¿Puedo quitarme la máscara ya?
—No, todavía no. No en este piso, a menos que quieras ponerte enfermo en un segundo. Vamos abajo. Podrás quitarte la máscara allí, y encontraremos la manera de regresar a los túneles.
—¿A los túneles? ¿Y después colina arriba? —preguntó Zeke, consciente de que le estaba pidiendo a Rudy que mintiera; no le importaba. Solo quería recordarle su promesa, aunque su guía no tuviera la menor intención de cumplirla.
—Sí, claro. Podremos llegar desde aquí. Pero no si subimos más. Esta maldita torre está demasiado lejos de todo, así que no hay puentes o pasarelas que la conecten a ningún otro edificio. Y aunque los hubiera, tendríamos que seguir llevando estas cosas.
Zeke toqueteó las hebillas de su máscara y rascó la piel irritada que había debajo.
—Quiero quitármela ya.
—Entonces, vamos abajo. Si puedo encontrar las putas escaleras —dijo Rudy, incorporándose y frotándose los costados de su máscara, igual que Zeke.
—¿Si puedes encontrarlas?
—Hacía mucho tiempo que no venía por aquí, eso es todo. —Alzó el bastón y lo usó para ponerse en pie. Se tambaleó, de un lado a otro, y por fin se irguió.
Zeke contempló lo que lo rodeaba. La habitación en la que se encontraban tenía ventanas sin maderos y un aire algo menos enrarecido que afuera. Desperdigadas por la sala había fantasmagóricas siluetas que resultaron ser muebles cubiertos de telas. Zeke levantó una de las telas, descubriendo el brazo de un sillón. Más allá, creyó ver un sofá y una mesa, igualmente cubiertos. Cuando alzó la vista, vio una lámpara de araña, sin duda hermosa, pero a la que le faltaban los cristales que debían adornarla.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—Estamos en… —Rudy giró sobre sí mismo e inspeccionó los alrededores—. ¿En la habitación de alguien? O quizá lo fue en el pasado. No lo sé. Pero estamos en la torre Smith, eso está claro.
—¿Por qué se llama así?
—Porque la construyó un tío que se llamaba Smith —respondió Rudy, simplemente—. ¿Sabes lo que es una máquina de escribir?
—Sí —respondió Zeke—. Puede.
—Vale. ¿Has oído hablar de Smith Corona?
—Claro. Son armas.
—No, eso es Smith and Wesson. Esta torre fue construida con el dinero obtenido gracias a las máquinas de escribir. Mira dónde pisas, chaval. Algunas partes del suelo aún no están terminadas, y no hay barandillas en las escaleras. Cuando llegó la Plaga, no habían terminado de construir este sitio. En general es bastante sólido, pero hay que tener un poco de cuidado.
—¿Es muy alta?
—¿La torre? Sí, bastante. Es el edificio más alto en millas a la redonda, aunque los dos últimos pisos no están terminados.
—Quiero ir arriba —dijo Zeke—. Quiero mirar la ciudad desde allí. —Pero no añadió: «Para saber dónde estamos y cuántas mentiras me has estado contando».
Los ojos de Rudy se entrecerraron tras las lentes.
—¿No querías ver la colina?
—Sí, quiero verla. Quiero verla desde allí arriba. ¿Los otros pisos están sellados?
—La mayoría sí —admitió Rudy—. Este es el único que no, porque es por el que entra todo el mundo. Si subes o bajas, puedes quitarte la máscara, pero si subes hasta el último piso tendrás que volver a ponértela. Las aeronaves suelen atracar aquí, y el muelle no es un lugar sellado. Y son muchas escaleras, niño. ¿Seguro que quieres subir?
—¿Crees que podrás seguirme? —dijo Zeke, desafiando a Rudy. Quería poner a prueba a su guía, y quizá cansarlo un poco, si podía. Ya tenía bien claro que quizá tuviera que echar a correr, y, si llegaba a ser necesario, correr más rápido que Rudy. Tendría que mantenerse bien alejado de ese bastón.
—Podré —dijo Rudy—. Sal al vestíbulo principal. Debería haber una linterna por ahí. —Le tiró una caja de cerillas y dijo—: Enciéndela.
Zeke encontró la linterna y la encendió. Rudy siguió a Zeke hacia el vestíbulo.
—¿Ves esa cortina de allí? —preguntó.
—¿La negra?
—Sí, esa. Es un sello. Seda cubierta de alquitrán. Hay una barra abajo que sirve para mantenerla estable. Sácala hacia fuera, y podremos mover la cortina. —Se apoyó en el bastón y aguardó mientras Zeke hacía lo que le había ordenado. Después, dijo—: Ahora pasa rápido. Estoy detrás de ti. —Y lo estaba.
Zeke colocó la barra en su posición original, y se encontraron sumidos en una oscuridad solo rota por la luz de la linterna.
—Bajemos, y podremos quitarnos las máscaras.
—¿Podemos respirar aquí?
—Es posible, pero no pienso arriesgarme. Si puedo, prefiero tener un par de sellos entre la Plaga y yo. —Rudy cogió la linterna y siguió el pasillo hasta su fin. Después, pasó de costado entre otro grupo de telas protectoras. Tras unos segundos, Zeke solo podía ver su mano izquierda, la que sostenía el bastón. Rudy extendió el dedo y lo torció, para indicar que lo siguiera.
Al otro lado del sello había luz, aunque era una luz grisácea y enfermiza.
Rudy ya se había quitado la máscara cuando Zeke llegó donde estaba. Al verlo respirando tranquilamente, Zeke decidió quitarse la suya. Cuando lo hizo, respiró el aire más amargo que había respirado en toda su vida, pero lo sintió maravillosamente bien, porque no tuvo que luchar por inhalarlo.
Con agrado respiró de nuevo, y le pareció como si volviera a la vida.
—¡Puedo respirar! ¡Aquí dentro apesta, pero puedo respirar!
—Incluso el aire más limpio aquí dentro huele a sulfuro y humo —dijo Rudy—. Abajo no es tan malo, pero el aire aquí se estanca, porque no tiene adónde ir. Al menos bajo tierra lo obligamos a moverse.
Zeke inspeccionó su máscara y vio que los filtros estaban cambiando de color.