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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (16 page)

—¿Cómo era? —preguntó Zeke, cambiando de tema—. Luchar en la guerra, quiero decir.

Rudy gruñó.

—Era una guerra, chaval, no seas tonto. Todos mis amigos murieron, y mucha gente a la que habría disparado con gusto consiguió una medalla. No fue justo y desde luego no fue divertido. Y Dios sabe que ya ha durado demasiado tiempo.

—Todos dicen que no puede durar mucho más. —Zeke repitió palabras que había oído en boca de otros—. Parece que los ingleses quieren retirar a sus tropas del Sur. Podrían haber atravesado el sitio hace mucho tiempo, pero…

—Pero se están recuperando, poco a poco —dijo Rudy—. El Norte los está asfixiando muy despacio, y así resulta más difícil para todos. Me gustaría que fuese de otra manera, pero lo que yo desee importa bien poco… como decía mi abuelo: soñar es gratis, pero para conseguir algo hay esforzarse de verdad.

Zeke parecía confuso.

—Nunca había oído nada parecido. Ni siquiera estoy seguro de qué significa.

—Significa que si escupes en una mano y deseas algo en la otra, ya verás qué mano se llena antes.

Cogió la vela y la sostuvo en alto, casi lo bastante para quemar el techo. A su alrededor, el mundo era húmedo y desapacible. Sobre ellos, se oían pisadas aleatorias. Zeke se preguntó si las producirían podridos o gente normal, pero Rudy no parecía saberlo, y, si lo sabía, no quería hablar de ello.

En cambio, siguió hablando de la guerra:

—Lo que quiero decir es que si ese general que tienen, Jackson, hubiera muerto en Chancellorsville como todo el mundo creía que pasaría, nos habríamos ahorrado unos cuantos años de guerra, y el Sur se habría rendido mucho antes. Pero se recuperó, y ha logrado mantenerlos con vida hasta ahora. Puede que ese cabrón esté tuerto, manco y que tenga tantas cicatrices que nadie lo reconocería si lo viera, pero es un buen estratega. Es de justicia reconocerlo.

Tomó otro recodo del camino, esta vez a la izquierda, y hacia arriba. Unos pocos peldaños conducían a otro túnel algo más elaborado, uno con tragaluces, de modo que Rudy apagó la vela y la colocó de nuevo en un hueco en el muro. Siguió hablando:

—Y además, si hubiéramos conseguido llevar el primer ferrocarril campo a través hasta Tacoma, en lugar de dejar que tomara la ruta del sur, no habrían tenido un medio de transporte tan bueno, y eso habría hecho que resistieran unos cuantos años menos.

El muchacho asintió y dijo:

—Ya. Entiendo.

—Me alegro, porque lo que estoy intentando decirte es que hay razones para que esta guerra haya durado tanto, y la mayoría de esas razones no tienen nada que ver con la capacidad de resistencia del Sur. Ha sido cuestión de suerte, las circunstancias, nada más. El hecho es que el Norte tiene mucha más gente a la que enviar al combate, y punto. Un día, espero que pronto, la guerra terminará.

Tras una pausa, Zeke dijo:

—Eso espero.

—¿Y eso por qué?

—Mi madre quiere irse al este. Cree que nos irá mejor allí, cuando termine la guerra. Al menos la vida no será tan difícil como aquí. —Dio una patada a un ladrillo que había tirado en el suelo y se cambió el peso de la bolsa de un hombro al otro—. Vivir aquí es… no sé. No es fácil. No creo que nos vaya peor en cualquier otro sitio.

Rudy no respondió de inmediato. Tras una pausa, dijo:

—Supongo que no debe de ser fácil para ti, ni para ella tampoco. Y no termino de entender por qué no se marchó contigo cuando eras más pequeño. Ahora eres casi un hombre, y podrás marcharte tú solo cuando llegue el momento. La verdad, me sorprende que no te hayas alistado en el ejército.

Zeke cambió el paso, y después caminó algo más rápidamente, para seguir a Rudy, que había aumentado el ritmo para compensar el brusco cambio de inclinación del piso.

—Lo había pensado —confesó—, pero… no sé cómo ir al este, y aunque lograra subir a un dirigible o a bordo de un tren de mercancías, no sabría por dónde empezar cuando llegara allí. Y además…

—¿Además? —Rudy lo miró.

—Además, no podría hacerle eso a mi madre. A veces… a veces pierde los nervios, y no habla mucho, pero siempre hace lo que cree que es mejor para mí. Se ha esforzado mucho, y trabaja muy duro para que podamos comer todos los días. Por eso tengo que darme prisa aquí dentro. Tengo que encontrar lo que vine a buscar y salir lo antes posible.

Más adelante, a Zeke le pareció oír a alguien hablando, pero estaba demasiado lejos para discernir las palabras.

—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Quién está hablando? ¿Deberíamos guardar silencio?

—Siempre deberíamos guardar silencio —dijo Rudy—. Pero, sí, son chinos. Los evitaremos, si podemos.

—¿Y si no podemos?

La única respuesta de Rudy fue comenzar a recargar mientras seguía adelante, cojeando. Cuando terminó, volvió a usar el arma a modo de bastón, y dijo:

—¿Has oído eso? ¿Ese sonido silbante, como una ráfaga de aire que va y viene?

—Sí, lo he oído.

—Eso son los hornos y los fuelles. Los chinos se encargan de ellos; ellos son los que mantienen el aire de aquí dentro limpio. Lo bombean hacia aquí desde arriba, por esos enormes conductos. Hacen un ruido del demonio, y producen mucho calor, y esos conductos están llenos de mierda, pero siguen funcionando. Dios sabe por qué.

—¿Para que puedan respirar? —aventuró Zeke.

—Si quisieran respirar, solo tendrían que irse a otro sitio. Pero no lo hacen. Se quedan aquí, y siguen bombeando el aire limpio hacia los barrios sellados, y dentro de muy poco podrás quitarte la máscara. Sé que esto no es muy cómodo, y lo siento. Pensé que a estas alturas ya estaríamos en una zona segura, pero esa zorra… —No terminó la frase, pero se frotó el hombro con la mano. Había dejado de sangrar, y la sangre que había derramado ya se había secado.

—¿Así que no confías en ellos?

—En resumen, no —dijo Rudy—. No entiendo por qué no se marchan de aquí y vuelven con sus mujeres y sus hijos. No tiene ningún sentido que aún sigan aquí.

—Sus mujeres y… ¿así que son todo hombres?

—En su mayor parte, pero por lo visto hay uno o dos niños, y puede que un par de viejas que lavan los platos y cocinan. No puedo decirte cómo llegaron aquí… porque, desde luego, no deberían estar aquí. Había una ley, hace años, que les impedía traer aquí a sus familias de China. Esa gente se multiplica como si fueran conejos, y estaban empezando a conquistar toda la costa oeste. De modo que el gobierno pensó que sería una buena manera de evitar que se asentaran. No nos importa que estén aquí si trabajan, pero no queremos mantenerlos.

Zeke tenía muchas preguntas respecto a por qué ocurría eso, pero tenía la sensación de que no debía formularlas, de modo que no lo hizo. En lugar de eso, dijo:

—Ya, creo que lo entiendo. Pero si se marchan, ¿quién bombearía el aire limpio?

—Supongo que nadie —tuvo que admitir Rudy—. O puede que lo hicieran otros, no lo sé. Quizá Minnericht pagaría a alguien para que lo hiciera. Yo qué sé.

Ese nombre de nuevo. A Zeke le gustaba cómo sonaba, con todas esas consonantes, que parecían cascabelear entre sus dientes cuando lo pronunciaba.

—Minnericht. No me has dicho quién es.

—Después, chico —dijo Rudy—. Por ahora, mantén la boca cerrada. Nos estamos acercando a Chinatown, y la gente de aquí no quiere tener nada que ver con nosotros. Y nosotros no queremos tener nada que ver con ellos. Vamos a rodear la sala de hornos. Hay mucho ruido allí, pero esos cabrones tienen muy buen oído.

Zeke se esforzó por escuchar. Ahora podía escuchar un ruido, amortiguado por todo lo que los rodeaba, a los lados y por encima. Era un sonido trabajoso, demasiado extenso y lento para tratarse de la respiración de alguien. Y en cuanto a las palabras que había creído oír antes… cuando se acercaron, comprendió por qué no pudo comprenderlas. Era un idioma que no entendía, y las sílabas no significaban nada para él.

—Por aquí. Vamos.

El muchacho siguió de cerca a su guía, que parecía estar flaqueando por momentos.

—¿Estás bien? —le susurró Zeke.

Rudy respondió:

—Me duele el hombro, eso es todo. Y la cadera también, pero no hay nada que pueda hacer al respecto. Por aquí —repitió—. Vamos.

—Si estás herido, ¿podrás llevarme a Denny…?

—He dicho vamos.

Avanzaron furtivamente, rodeando la sala principal, tomando pasillos que seguían en paralelo los escandalosos ruidos que producían los chinos y sus artefactos.

—No queda mucho —dijo Rudy—. Cuando lleguemos al otro lado, estaremos a salvo.

—¿En la colina?

—Eso es lo que te había dicho, ¿no?

—Sí, señor —murmuró Zeke, aunque no había tenido la sensación de que hubieran seguido un rumbo claro. Habían estado descendiendo, más profundamente de lo que había creído necesario. Se estaban aproximando a la costa, en lugar de acercarse a la ciudad.

Pero ahora se sentía atrapado, y no sabía qué otra cosa podía hacer, de modo que siguió a Rudy. Lo seguiría mientras se sintiera demasiado amenazado para hacer cualquier otra cosa. Ese era su plan.

Rudy levantó un dedo y se lo llevó a la máscara, al tiempo que extendía la mano que sostenía el bastón, como si quisiera que Zeke se quedara quieto y en silencio. La urgencia del gesto logró que Zeke se quedara inmóvil, aguardando para descubrir qué peligro les esperaba a la vuelta de la esquina.

Cuando torció el cuello para mirar, sintió un tremendo alivio. Un joven chino estaba sentado ante una mesa repleta de lentes, palancas y tubos. Estaba de espaldas a Rudy y Zeke. Tenía la cabeza gacha, y estaba inclinado sobre algo que los dos intrusos no podían ver.

La mano de Rudy esbozó un feroz ademán que parecía indicar que Zeke debía quedarse bien quieto, pasara lo que pasara. Fue sorprendente cómo pudo expresar tanto con tan solo unos pocos dedos.

Zeke contempló a Rudy rebuscar en su bolsillo y sacar el cuchillo que la princesa le había lanzado al brazo. El filo ya no estaba húmedo, pero relucía, bajo la sangre seca, en la mano de Rudy.

El hombre sentado a la mesa llevaba un largo delantal de cuero, y parecía tener un poco de joroba. Llevaba gafas y estaba calvo como una manzana, a excepción de su larga coleta. Parecía lo bastante mayor para ser padre de un niño, en alguna parte. Mientras Zeke lo miraba, tuvo la sensación de que ese hombre no tenía intención alguna de hacerle daño a nadie.

Pero no lo comprendió a tiempo para decir algo. Más tarde se preguntaría: si se le hubiera ocurrido dar un grito… ¿lo habría hecho?

Pero no se le ocurrió.

Rudy se acercó a él por la espalda y le cortó el cuello de un rápido movimiento, mientras con la otra mano le tapaba la boca. El chino se revolvió, pero el asalto había sido velocísimo.

En su lucha, habían girado sobre sí mismos como si estuvieran bailando. A Zeke le sorprendió cuánta sangre había. Parecía un matadero, como si el chino fuera un cerdo al que le hubieran rebanado la garganta de oreja a oreja. Mientras los dos hombres se tambaleaban, golpearon la mesa, volcando las lentes, palancas y tubos.

Zeke se arrodilló junto al muro, con la espalda apoyada contra la puerta y las manos sobre la boca, para no hacer ningún ruido. Estando allí, recordó el golpe que le propinó antes Rudy y comenzaron a sangrarle las encías de nuevo.

Pensó por un momento que podía saborear la sangre cobriza que manchaba el delantal de cuero del chino y el suelo, y que había dejado manchas de pisadas escarlata por todas partes, pero entonces recordó que se trataba tan solo de su propio dolor, y de su propia sangre.

Saber eso no atenuó ni un ápice su macabra impresión, y no hizo que sintiera menos ganas de vomitar.

Pero llevaba una máscara, y quitársela implicaría una muerte segura por asfixia. De modo que tragó saliva, y se tragó la bilis, y contuvo la necesidad de expulsar aquello que lo estaba haciendo enfermar.

Y entonces, mientras el cadáver caía pesadamente de los brazos de Rudy, y este lo ocultaba a patadas bajo la mesa donde hasta hace unos segundos había estado trabajando, Zeke se fijó en que el fallecido no llevaba máscara.

—Él… —Zeke casi se ahogó en su vómito.

—No me seas blando, chaval. Habría avisado a sus compañeros en cuanto nos hubiera visto. Tranquilízate, hombre. Tenemos que salir de aquí antes de que alguien se dé cuenta de lo que hemos hecho.

—Él… —intentó decir Zeke—. No tenía… él no… no llevaba…

—¿Máscara? —dijo Rudy—. No, no llevaba máscara. Y pronto podremos quitárnosla nosotros. Pero aún no. Puede que tengamos que salir otra vez. —Mientras echaba a correr por otra puerta, susurró—: Es mejor tenerla y no necesitarla que necesitarla y no tenerla.

—Sí —dijo Zeke, y lo dijo de nuevo, para tener algo en su boca además del vómito—. Sí. Te sigo.

—Así me gusta —dijo Rudy—. Quédate bien cerca.

Capítulo 11

Al pie de las escaleras, Briar se dio de bruces con una sala prácticamente vacía cuyo suelo estaba parcialmente hundido por debajo de sus primeros cimientos. La inclinación era de alrededor de medio metro en el centro, y algo menos en los bordes. Había carros de minería llenos de carbón, a la entrada de un túnel excavado en el muro de ladrillos.

El túnel estaba sorprendentemente bien iluminado, y dado que no parecía haber otro camino, Briar pasó junto a los carros.

No había carriles en el túnel, pero el suelo había sido pavimentado con losas de piedra, de modo que pudieran empujarse por él los carros, posiblemente con ayuda de algún tipo de maquinaria, o eso supuso Briar, a juzgar por las cadenas y manivelas dispersadas por los muros y el suelo.

De viga a viga, había suspendidos en el techo largos pedazos de cuerda, de los que colgaban a su vez linternas de cristal encerradas en jaulas de acero.

Como si fuera un rastro de migas de pan, Briar siguió el curso de las cuerdas hasta donde pudo. Aún blandía el rifle de Maynard, lista para apuntar y disparar, pero por ahora lo llevaba junto al brazo, de manera inofensiva, para que no la molestara mientras corría. No vio a nadie más en el túnel, ni en una ni en otra dirección, y si los chinos la estaban siguiendo, lo hacían muy silenciosamente. Nada parecido al sonido de sus apresuradas pisadas resonaba tras ella, y no oía voces, toses ni risas a lo lejos, túnel atrás.

Unos cuarenta metros más adelante, bajo la hilera de cualesquiera que fueran los establecimientos que ocupaban el bloque, el túnel se dividía en cuatro, y cada uno de los túneles secundarios estaba cubierto por las mismas protecciones de cuero y tejidos tratados con caucho que protegían el pasillo al otro lado de la sala de hornos.

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