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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (11 page)

—Espere, ¿no va a…?

—Claro que no. Es usted la que quiere pedirle un favor. Tendrá que despertarlo antes. Le deseo suerte, señora. Y si no quiere ayudarla, lo mejor que puedo ofrecerle es un viaje dentro de tres días, en nuestra próxima incursión en busca de gas. O, si mi amigo la lleva y la deja caer, podrá encontrarnos atracados el martes en la torre Smith. No me costará nada sacarla de allí, aunque una propina sería bienvenida.

Apartó los dedos de Briar de su manga, y hasta ese momento Briar no se dio cuenta de que había estado aferrándose a su brazo.

—Gracias —le dijo—. Lo digo en serio, gracias. Si me saca de allí el jueves, encontraré un modo de pagarle. Conozco algunos lugares ahí dentro que quizá le resulten de interés.

—En ese caso, seré yo quien le dé las gracias, señora.

Desapareció entre el laberinto de árboles, cuerdas y naves flotantes, mientras Briar trataba de no estremecerse en presencia del hombre que dormía a la sombra de la Naamah Darling.

Andan Cly no estaba ni echado ni sentado en la silla de madera, sino en una posición intermedia. Tenía el cabello castaño claro, tan corto que parecía casi calvo, y las orejas muy altas en los lados de su cráneo. En la izquierda tenía tres pendientes dorados. En la derecha no había ningún adorno. Llevaba una camiseta sucia y unos pantalones marrones encajados en las botas.

Briar pensó que hacía demasiado frío para dormir al raso, pero cuando se acercó a él notó cómo la temperatura aumentaba. Para cuando estuvo ante él, estaba casi sudando, y entonces comprendió que el hombre se había colocado bajo las calderas de la nave, que emitían un intenso calor mientras se preparaban para el vuelo.

Briar no pisó una ramita, ni golpeó una roca. Ni siquiera se movió, tan solo se quedó allí mirándolo, pero de algún modo eso fue suficiente para despertarlo. Ese cambio solo fue evidente en una leve oscilación de su postura sobre la silla. Después, alzó con el dedo los anteojos hasta que descansaron sobre su frente.

—¿Qué? —preguntó. No era exactamente ni una pregunta ni una queja, aunque podría haber sido cualquiera de las dos cosas.

—¿Andan Cly? —preguntó Briar, y añadió—: ¿El capitán de la Naamah Darling?

El hombre gruñó.

—El mismo. ¿Quién lo pregunta?

Fue el turno de Briar de preguntar:

—¿Qué?

—¿Con quién hablo?

—Soy… una pasajera. O al menos espero serlo. Necesito transporte, y el capitán Hainey me dijo que hablara con usted. —Prefirió no mencionar el resto de cosas que le había dicho Crog.

—¿Eso dijo?

—Sí.

El hombre torció la cabeza a la izquierda, después a la derecha, y todos los huesos de su cuello crujieron sonoramente.

—¿Adónde quiere ir?

—Al otro lado del muro.

—¿Cuándo?

—Ahora.

—¿Ahora? —Cly tomó la botella que descansaba en su brazo y la dejó en el suelo, junto a la silla. Sus ojos eran de un color castaño claro que parecía casi cobre, incluso en la media luz de la sombra bajo la nave. La miró, sin parpadear apenas, lo cual no la tranquilizó demasiado.

—Mi hijo ha huido —dijo Briar, para resumir—. Ha ido a la ciudad. Tengo que ir a por él.

—Entonces, ¿nunca ha estado en la ciudad antes?

—No desde que levantaron el muro, no. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque si alguna vez hubiera estado allí, sabría que su hijo tiene muy pocas posibilidades de seguir con vida.

Briar lo miró a los ojos, también sin parpadear, y dijo:

—Puede que esté a salvo. Es un chico listo, y está preparado.

—Es un idiota —la corrigió Andan—, si ha ido ahí dentro.

—No es un idiota, solo… está desinformado. —Eso era cierto, desde luego, por mucho que le doliera decirlo en voz alta—. Por favor, escuche. Ayúdeme. Tengo una máscara, y si puedo entrar me las arreglaré. Crog dijo que me recogería el martes…

—¿Cree que sobrevivirá hasta el martes?

—Sí, lo creo.

—Entonces, usted también es idiota. No se ofenda.

—Puede ofenderme todo lo que quiera si me lleva al otro lado del muro.

El hombre esbozó una media sonrisa, como si fuera a echarse a reír, pero se contuvo.

—Está hablando en serio. Y es testaruda. Pero necesitará algo más que eso… —Señaló el rifle—. Y la marca de Maynard para salir de una pieza de ahí dentro.

—Pero si respeto la paz…

Cly la interrumpió.

—Entonces algunas de las personas a las que encuentre ahí dentro también la respetarán. Pero no todas. Hay un demente llamado Minnericht que controla parte de la ciudad, y bandas de chinos que quizá no sean muy amistosos con una mujer blanca. Y sus amigos los criminales serán el menor de sus problemas. ¿Alguna vez ha visto a un podrido? ¿Uno que tenga hambre de verdad?

—Sí. Los vi durante la evacuación.

—Ah. —Negó con la cabeza, pero sus ojos quedaron fijos en el broche del cinto de Briar—. Esos no estaban verdaderamente hambrientos, no del todo. Los peores son los que llevan quince años pasando hambre. Y además van en grupos.

—Tengo mucha munición. —Briar golpeó la bolsa.

—Y un viejo rifle también. Ya veo. Eso le será muy útil. Pero antes o después se quedará sin munición, y si los podridos no la atrapan, lo harán los hombres de Minnericht. O los cuervos. Nunca se sabe con esos condenados pájaros. Pero, deje que le haga una pregunta.

—¿Otra?

—Sí, otra —dijo malhumoradamente. Señaló con el dedo la cintura de Briar y dijo—: ¿De dónde ha sacado eso?

—¿Esto? —Por puro reflejo, Briar se llevó la mano al broche y lo miró—. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque lo he visto antes. Y quiero saber de dónde lo ha sacado.

—No es asunto suyo —dijo Briar.

—Supongo que no. Y tampoco lo es que no consiga cruzar el muro para ir a buscar a su hijo, señora Blue.

Briar no pudo respirar por unos segundos, solo tragar saliva. El miedo la agarró del cuello, y tampoco pudo hablar. Después, dijo:

—No me llamo así.

—Pero es usted, ¿verdad? —dijo el hombre.

Briar negó con la cabeza, quizá con excesivo vigor, y dijo:

—No. No desde que levantaron el muro. Me llamo Wilkes. Y mi hijo también es un Wilkes, por si le interesa. —Quizá había dicho ya bastante, pero siguió hablando de inmediato, sin ser capaz de contenerse—: Cree que su padre era inocente porque, a decir verdad, tiene usted razón, es un poco idiota, pero ha ido ahí dentro para demostrarlo.

—¿Puede demostrarlo?

—No —dijo Briar—. Porque no es cierto. Pero Zeke es solo un niño. No sabe todo lo que ocurrió, y no fui capaz de convencerlo de lo contrario. Tenía que comprobarlo por sí mismo.

—Bien. —El hombre asintió—. Y sabe lo de la marca de Maynard, y ha conseguido entrar. Supongo que fue bajo tierra, ¿no?

—Sí. Pero el terremoto de anoche derrumbó el viejo túnel de desagüe. No puede salir por ahí, y yo no puedo entrar. Bueno, ¿va a llevarme o no? Si no, dígalo, porque tendré que pedírselo a otro.

Cly se tomó su tiempo para responder. Mientras consideraba la respuesta, la miró de arriba abajo de un modo que no resultaba ofensivo, pero tampoco demasiado halagador. Parecía estar pensándoselo mucho, y Briar no sabía cómo había adivinado tan fácilmente quién era, o si Maynard podría ayudarla ya.

—Debería haber empezado por ahí —dijo Andan.

—¿Por dónde?

—Es usted la hija de Maynard. ¿Por qué no lo dijo antes?

—Porque proclamarlo sería como anunciar que soy la viuda de Blue. No sé si las ventajas compensarían el coste.

—Tiene sentido —dijo Cly, y se puso en pie.

Tardó unos segundos en hacerlo. Era un tipo bastante grande.

Cuando estuvo en pie, bajo el vientre de la Naamah Darling, Briar se dio cuenta de que era el hombre más alto que había visto nunca. Medía más de dos metros, y era musculoso. Más que grande, era terrorífico. No era un hombre atractivo, pero cuando se sumaba su aspecto de obrero a su enorme tamaño, el resultado era tan imponente que Briar no habría sabido dónde esconderse si hubiera tenido que huir de él.

—¿Me tiene miedo? —preguntó Cly. Sacó un par de guantes de un bolsillo y se puso uno de ellos.

—¿Debería tenérselo? —preguntó Briar.

Cly se puso el segundo guante y se arrodilló para coger la botella.

—No —dijo. Sus ojos miraron de nuevo el broche del cinto de Briar—. Su padre solía llevarlo.

—Llevaba muchas cosas.

—No lo enterraron con todas ellas. —Andan extendió la mano, ofreciéndosela a Briar, que la estrechó. Sus dedos temblaron al hacerlo, rodeados por su gigantesca mano—. Le doy la bienvenida a bordo de la Naamah Darling, señora Wilkes. Quizá me esté equivocando, quizá esta no sea la mejor manera de pagar una vieja deuda, porque puede que esté llevándola a su muerte, pero supongo que piensa usted cruzar el muro de un modo u otro, ¿no?

—Así es.

—Entonces, supongo que lo mejor es que comencemos a prepararnos. —Levantó el pulgar hacia las calderas y dijo—: Las calderas no tardarán en calentarse. La llevaré al otro lado.

—Para… ¿pagar una vieja deuda?

—Es una gran deuda. Yo estaba allí, en la comisaría, cuando la Plaga apagó todo el mundo. Mi hermano y yo llevamos a su padre de vuelta a casa. No tenía por qué hacerlo. —Negó con la cabeza de nuevo—. No nos debía nada, pero nos sacó de allí, y ahora, señora Wilkes, si es lo que quiere… la llevaré.

Capítulo 8

Zeke siguió recelosamente las órdenes de Rudy: cerró la boca y escuchó. Más abajo, en la calle, le pareció oír algo arrastrándose. Pero no vio nada, y se preguntó si Rudy solo estaba intentando asustarlo.

—No veo nada —dijo Zeke.

—Bien. Si los ves, probablemente sea demasiado tarde para escapar de ellos.

—¿Ellos?

—Los podridos —dijo Rudy—. ¿Has visto uno alguna vez?

—Sí —mintió Zeke—. Muchos.

—¿Muchos? ¿Dónde los has visto, en las Afueras? Dudo que hayas visto siquiera uno o dos, y si los has visto, entonces soy un mentiroso; me parece bien. Pero aquí hay más de uno o dos. Van en manadas, como los perros. Y según los últimos recuentos de Minnericht, hay al menos un millar de ellos, todos juntos y apelotonados en este lugar, sin ningún sitio adonde ir y sin nada que comer.

Zeke no quería que Rudy lo viera estremeciéndose, de modo que dijo:

—¿Un millar, eh? Son muchos. Pero ¿quién es Minnericht, y cuánto tiempo tardó en contarlos a todos?

—No te hagas el listo conmigo, capullo —dijo Rudy, e inclinó de nuevo la botella, llevándosela a la boca, en un inútil gesto que indicaba que quería beber algo y ya no podía—. Solo estoy intentando ser un buen tío y echarte una mano. Si no quieres mi ayuda, por mí puedes saltar ahí abajo y jugar al escondite con los muertos vivientes. Si crees que voy a mover un dedo para ayudarte, te equivocas.

—¡Me da igual! —Zeke casi gritó de nuevo, y cuando Rudy saltó de la cornisa, Zeke hizo lo mismo, hacia atrás y casi cayendo por el mismo agujero por el que había trepado hasta el tejado.

Rudy colocó su bastón bajo la barbilla de Zeke y dijo:

—Cállate. No pienso decírtelo dos veces. Si armas jaleo y atraes a los podridos, te empujaré a la calle yo mismo. Si quieres meterte en un lío, allá tú, pero a mí no me metas. Estaba muy tranquilo cuando llegaste, así que más te vale no tocarme las narices si no quieres que te arranque la cabeza.

Sin apartar la vista de Rudy, Zeke rebuscó en la bolsa, tratando de sacar el revólver. Con un movimiento rápido del bastón, Rudy arrancó la bolsa del hombro de Zeke y la hizo caer al suelo.

—Ya no estás en las Afueras, chaval. Si haces el tonto aquí, puede que alguien te dé un bocado en la mandíbula, o que acabes siendo pasto de los podridos antes de que amanezca.

—Queda mucho para que amanezca. —Zeke sostuvo la punta del bastón, que seguía bajo su barbilla.

—Ya sabes lo que quiero decir. Ahora, baja la voz, antes de que las cosas se pongan feas.

—Ya lo son —dijo Zeke.

Rudy apartó el bastón y resopló. Colocó el bastón de nuevo en el suelo y se apoyó en él con una mano. En la otra aún sostenía la botella, aunque ya estaba prácticamente vacía.

—No sé por qué me molesto —gruñó, y retrocedió un paso—. ¿Quieres ir a ver esa casa o no?

—Sí.

—En ese caso, si quieres vivir lo bastante para hacerlo, vas a tener que seguir mis órdenes, ¿entendido? Mantendrás la boca cerrada a menos que te diga que puedes hablar, y vas a quedarte bien cerca de mí. No estoy intentando impresionarte, chaval: ahí abajo hay muchos peligros, y no creo que sobrevivas ni una hora tú solo. Si te apetece, puedes probar, no te detendré. Pero te irá mucho mejor si te quedas conmigo. Tú verás.

Zeke cogió la bolsa del suelo y la abrazó mientras trataba de tomar una decisión. Había muchas cosas en esa situación que no le gustaban.

Para empezar, no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer, especialmente si quien lo hacía era un extraño borracho y que solo parecía querer emborracharse un poco más en cuanto surgiera la oportunidad. En segundo lugar, tenía muchas dudas respecto al motivo por el que este hombre, que le había dado la bienvenida con amenazas, querría ayudarlo ahora. Zeke no se fiaba de Rudy, y no creía en casi nada de lo que le había contado.

Y además, Rudy no le gustaba.

Sin embargo, cuando miró a lo lejos, solo vio la atmósfera enfermiza del color del hollín, esa neblina amarillenta… y cuando, más tarde, miró a los edificios que lo rodeaban y vio los ojos relucientes de un centenar de nefastos pájaros negros mirándolo reconsideró la posibilidad de ponerse en marcha él solo.

—Esos pájaros —dijo lentamente—, ¿han estado allí todo este tiempo?

—Seguramente —dijo Rudy. Inclinó la botella, derramó el contenido por el costado del edificio, y después la dejó en el suelo—. Si este lugar tiene dioses, son ellos.

Zeke inspeccionó las cornisas, ventanas y rebordes arquitectónicos donde reposaban las plumas negro-azuladas y los ojos resplandecientes de las aves, claramente visibles en la acuosa luz del nuevo día.

—¿Qué se supone que significa eso?

Rudy caminó hacia un pequeño puente cercano y ascendió a una cornisa situada junto a él. Con un ademán, le indicó a Zeke que lo siguiera.

—Están por todas partes —dijo—, y lo ven todo. A veces te ayudan, y a veces te atacan, y es imposible saber si será una cosa o la otra, o por qué. No los comprendemos, y no estamos muy seguros de si nos gustan. Pero… —Se encogió de hombros—. Ahí están. ¿Vienes o no?

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