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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (15 page)

Lo único en que podía pensar era en salir: en dónde se hallaría la salida, en dónde la llevaría, y en qué encontraría allí.

El vestíbulo se abrió, dando paso a una amplia sala vacía a excepción de algunos barriles, cajas y estantes repletos de toda clase de rarezas. Había también dos linternas, una a cada lado de un largo mostrador de madera. Podía ver más claramente en este lugar, a excepción de los bordes recortados de su visión periférica.

Trató de oír algo, pero al parecer nadie estaba siguiéndola, de modo que se detuvo y trató de recuperar el aliento mientras contemplaba lo que la rodeaba. Sin embargo le resultó difícil tranquilizarse. Jadeó trabajosa, angustiosamente, pero no lograba aspirar el suficiente aire para saciarla, por mucho que lo intentara. Y no se atrevía a quitarse la máscara, aún no. No cuando su objetivo era encontrar la manera de salir afuera, donde el gas era omnipresente. Leyó las etiquetas de las cajas como si las palabras fueran un mantra:

—Lino. Brea procesada. Clavos de ocho. Botellas de dos cuartos, cristal.

A su espalda se oían ahora otras voces, quizá las mismas y quizá distintas.

Una gran puerta de madera con paneles recortados de cristal había sido apuntalada y sellada con brea. Briar se apoyó en la puerta con el hombro. No se movió ni un ápice, ni hizo el menor sonido. A la izquierda de la puerta, había una ventana a la que le habían dado un tratamiento similar. Estaba cubierta de láminas de delgada madera exhaustivamente selladas alrededor de los bordes y en las juntas.

A la derecha de la puerta había otro mostrador. Tras él, había peldaños que descendían hacia la oscuridad, iluminados por más velas aún.

Incluso tras la máscara, que se movía mientras avanzaba, golpeando su cabello, Briar podía oír pisadas. Las voces se oían cada vez más claramente, pero no había adonde huir o donde esconderse. Podía regresar al pasillo repleto de chinos, o podía bajar las escaleras y arriesgarse con lo que quiera que hubiera ahí abajo.

—Abajo —dijo en voz alta—. Bien, abajo.

Y comenzó a descender, medio tambaleándose, los peldaños agrietados.

Capítulo 10

Zeke siguió a Rudy a través del viejo hotel que estaba junto a la pastelería. Cuando llegaron al sótano, guiados por la tenue luz de una sola vela, tomaron otro túnel sembrado de conductos y de muros de ladrillos. Estaban descendiendo: Zeke podía sentir cómo la inclinación aumentaba muy poco a poco. El descenso pareció llevarles horas. Por fin, tuvo que preguntar:

—¿No íbamos a ir colina arriba?

—Y lo haremos —le dijo Rudy—. Como ya he dicho, a veces hay que bajar para volver a subir.

—Pero pensé que la mayoría vivía en casas. Mi madre me dijo que era solo un barrio, y me habló de algunos de sus vecinos. Y sin embargo no dejamos de ir bajo tierra a todos estos sitios, hoteles y cosas así.

—Lo que acabamos de atravesar no era un hotel —dijo Rudy—. Era una iglesia.

—No es fácil saberlo desde el sótano —se quejó Zeke—. ¿Cuándo podremos quitarnos las máscaras? Pensé que había aire limpio por aquí en algún sitio. Eso me dijo mi amigo Rector.

—Calla —dijo Rudy—. ¿Has oído eso?

—¿Qué?

Quedaron inmóviles, el uno junto al otro, bajo las calles y entre los muros húmedos y enfangados del túnel. Por encima de ellos, un tragaluz de baldosas de cristal permitía entrar la suficiente luz para contemplar todo el túnel, y a Zeke le sorprendió descubrir que ya debía de haber amanecido. Los túneles subterráneos estaban repletos de tragaluces como ese, pero entre ellos había lugares donde la oscuridad lo invadía todo, creando recodos en los que los túneles eran negros como la tinta. Rudy y Zeke atravesaban esos puntos como si la oscuridad los mantuviera a salvo, como si allí nadie pudiera oírlos y nada pudiera tocarlos.

Aquí y allá, una gota de agua caía del techo al suelo. Sobre sus cabezas, de vez en cuando se oía el ruido de algo moviéndose a lo lejos. Pero Zeke no oyó nada demasiado cerca.

—¿Qué estamos escuchando? —preguntó Zeke.

Los ojos de Rudy se entrecerraron tras el visor.

—Por un segundo pensé que alguien nos estaba siguiendo. Pronto podremos quitarnos las máscaras. Estamos dirigiéndonos…

—Hacia la colina. Ya lo has dicho.

—Lo que iba a decir… —gruñó Rudy— es que estamos dirigiéndonos hacia una parte de la ciudad donde hay bastante jaleo. Tenemos que atravesarla; cuando lo hagamos, llegaremos a los barrios sellados. Y después podrás quitarte la máscara.

—¿Así que aún hay gente viviendo allí, en la colina?

—Sí. Claro que sí —dijo de nuevo, pero su voz se apagó, y pareció estar escuchando con atención de nuevo.

—¿Qué pasa? ¿Son los podridos? —preguntó Zeke, y echó la mano a la bolsa.

Rudy negó con la cabeza y dijo:

—No creo. Pero algo va mal.

—¿Nos están siguiendo?

—Calla —dijo Rudy bruscamente—. Algo va mal.

Zeke la vio primero, la silueta marcada que se alejó de las sombras, donde no podía verse nada y nadie podía tocarlos. Más que moverse, parecía estar formándose a partir de una sombra indeterminada que era aproximadamente del mismo tamaño que Zeke. Lentamente se convertía en algo con bordes, algo con ropas. Un botón reflejó por un instante la luz blanca que entraba por el tragaluz.

Comenzó a ser visible, y Zeke vio en primer lugar las botas curvadas y las arrugas amontonadas de los amplios pantalones; las rodillas se flexionaban, como si quisieran ponerse en pie. Después vio las mangas de una chaqueta, las mangas de una camisa, y por último un perfil que era al mismo tiempo indistinto y perfectamente visible.

Zeke contuvo el aliento, y fue suficiente aviso para que Rudy pivotara sobre su pie bueno.

A Zeke le pareció extraño el modo en que su guía alzó el bastón de nuevo como si fuera un arma; pero después, apuntó con él a la silueta recortada contra el muro y apretó una especie de mecanismo en el mango del bastón. La explosión resultante fue tan escandalosa, violenta y dañina como cualquier disparo que Zeke hubiera oído antes, aunque, a decir verdad, no había oído demasiados.

El estallido sordo, metálico, recorrió el túnel, y el perfil se agachó.

—¡Mierda! ¡He disparado demasiado rápido! —maldijo Rudy.

Rudy giró una palanca de su bastón con el pulgar y después apuntó de nuevo, buscando en la oscuridad al intruso, que no había caído. Zeke hizo lo posible por ocultarse tras Rudy, que no dejaba de moverse de un lado a otro, buscando un blanco.

Zeke estaba sin aliento, y había quedado medio sordo a causa de la explosión.

—¡Lo he visto! —gritó—. ¡Estaba ahí mismo! ¿Era un podrido?

—No, ¡y cállate! Los podridos no…

Lo interrumpió un chasquido, y el sonido de algo metálico y afilado hundiéndose con violencia en la pared de ladrillos. Y entonces Zeke lo vio, junto a la cabeza de Rudy. Un pequeño filo con un mango envuelto en cuero había caído muy cerca, tanto que, uno o dos segundos después, la oreja de Rudy comenzó lentamente a sangrar.

—Angeline, ¿eres tú? —gruñó. Y después dijo, en voz más baja—: Ahora puedo verte mejor, y si te mueves, te arrancaré las tripas, lo juro por Dios. Venga, sal. Sal adonde pueda verte.

—¿Crees que soy idiota? —La persona que habló tenía una voz extraña, y un extraño acento. Zeke no pudo ubicarlo.

—Eres tan idiota como para querer vivir otra hora —dijo Rudy—, y no te pongas chula conmigo, princesa. No deberías llevar los botones de tu hermano si querías luchar en la oscuridad. Puedo ver la luz reflejándose en ellos. —En cuanto terminó de hablar, la chaqueta se agitó y cayó al suelo.

—¡Hija de puta! —gritó Rudy, y golpeó el aire con el bastón. Cogió a Zeke y lo empujó hacia atrás, al siguiente parche de oscuridad, donde no llegaba la luz de la mañana filtrada.

Se acurrucaron allí y escucharon, pero no oyeron nada hasta que su interlocutor oculto dijo:

—¿Adónde llevas al chico, Rudy? ¿Qué vas a hacer con él?

A Zeke le pareció que la voz de la mujer era áspera, como si estuviera herida. Era una voz pegajosa, ronca, como si sus amígdalas estuvieran recubiertas de alquitrán.

—No es asunto tuyo, princesa —dijo Rudy.

Zeke trató de no preguntar, pero no pudo evitar decir en voz alta:

—¿Princesa?

—¿Chico? —dijo la mujer—. Chaval, si tienes algo de cerebro deberías buscarte otro guía. Ese desertor no te va a llevar a buen puerto.

—¡Va a llevarme a casa! —dijo Zeke, hacia la oscuridad.

—Va a llevarte a la tumba, o algo peor. Va a llevarte con su jefe, para cambiarte por favores. Y a menos que vivas bajo la vieja estación de tren que nunca llegó a existir, no vas a llegar a casa nunca.

—¡Angeline, si dices otra palabra, voy a disparar! —dijo Rudy.

—Hazlo —lo desafió ella—. Los dos sabemos que ese viejo bastón no aguantará mucho. Así que vamos, dispara de nuevo. Tengo bastantes cuchillos para convertirte en un colador, pero no me harán falta para frenarte de manera permanente.

—¿Estoy hablando con una princesa? —preguntó Zeke de nuevo.

Rudy le tapó la boca con algo firme y huesudo. Zeke supuso que se trataba de su codo, pero no podía ver nada. Comenzó a sangrarle la boca entre los dientes. Se llevó la mano al rostro y murmuró todos los insultos que conocía.

—Márchate, Angeline. Esto no es asunto tuyo.

—Sé adónde vas, y ese chico no. Eso lo convierte en asunto mío. Puedes hacer lo que te apetezca con tu vida, pero no arrastres a nadie contigo. No lo toleraré. Y no pienso dejar que lleves a ese chico a la boca del lobo.

—¿Ese chico? —dijo Zeke entre los dedos del otro—. Tengo un nombre, señora.

—Ya lo sé. Ezekiel Blue, aunque tu madre te llama Wilkes. Oí cómo se lo decías, en el tejado.

Rudy prácticamente gritó:

—¡Estoy cuidando de él!

—Lo estás llevando a…

—¡Lo estoy llevando a un lugar seguro! ¡Solo hago lo que me pidió!

Otro cuchillo siseó en la oscuridad, de sombra a sombra, y aterrizó lo bastante cerca de Rudy para hacer que se lamentara en voz alta. Zeke no oyó cómo el cuchillo golpeaba el muro tras ellos. Un segundo cuchillo siguió al primero enseguida, y este sí golpeó los ladrillos. Antes de que un tercero los siguiera, Rudy disparó, pero apuntó hacia arriba por error, quizá sorprendido.

La viga de apoyo más cercana se astilló, se agrietó y cayó… y la tierra y el muro de ladrillos cayeron con ella.

El derrumbe se extendió varios metros en todas direcciones, pero Rudy ya estaba en pie y usando su bastón para avanzar. Zeke se aferró a su abrigo y lo siguió ciegamente hacia el tragaluz más próximo, donde el cristal lavanda filtraba la luz del día al túnel subterráneo.

Se tambalearon hacia allí, y el techo se derrumbó tras ellos, interponiendo una montaña de escombros entre ellos y la mujer que les había tratado de detener.

—¡Pero acabamos de venir por aquí! —protestó Zeke, mientras Rudy lo empujaba.

—Bueno, ya no podemos ir por allí, así que tendremos que volver atrás. No pasa nada, vamos.

—¿Quién era? —preguntó Zeke, sin aliento—. ¿Es realmente una princesa? —Después, con un matiz de sincera confusión en su voz, preguntó de nuevo—: ¿Es realmente una mujer? Sonaba como un hombre. Más o menos.

—Es vieja —le dijo Rudy, deteniéndose un tanto mientras miraba por encima de su hombro, y no veía nada más que la montaña de escombros a su espalda—. Es tan vieja como las colinas, cruel como un tejón y fea como el pecado.

Hizo una pausa bajo el siguiente claro de luz diurna y se inspeccionó a sí mismo, y fue entonces cuando Zeke vio la sangre.

—¿Te ha dado? —preguntó. Era una pregunta estúpida, y lo sabía.

—Sí. Me ha dado.

—¿Dónde está el cuchillo? —Zeke quería saberlo. Miró el corte practicado en el abrigo de Rudy, a la altura del hombro.

—Lo he sacado, está aquí. —Se llevó la mano al bolsillo y sacó el arma. Era afilado, y estaba cubierto de sangre—. No merece la pena tirarlo. Supongo que ya que lo ha tirado, y yo lo he cogido, puedo quedármelo.

Zeke estaba de acuerdo.

—Claro. ¿Estás bien? ¿Y adónde vamos ahora?

—Viviré. Vamos a ir por ese túnel de allí —Rudy señaló—. Salimos por ese otro. La princesa nos ha fastidiado el plan, pero nos las arreglaremos. Solo quería evitar a los chinos, eso es todo.

Zeke tenía tantas preguntas que no podía decidir cuál hacer en primer lugar. Comenzó con la que ya había formulado.

—¿Quién era esa señora? ¿Es realmente una princesa?

Rudy respondió a regañadientes:

—No es una señora, es una mujer. Y supongo que es una princesa, si crees que los nativos tienen derecho a formar parte de la realeza.

—¿Es una princesa india?

—Sí, y yo soy un teniente condecorado y respetado. Es decir, quizá ella crea que lo es, pero a fin de cuentas… no lo es. —Se llevó la mano al hombro e hizo una mueca en la que había más rabia que dolor, o eso le pareció a Zeke.

—¿Eres un teniente? ¿De qué ejército? —preguntó.

—Adivínalo.

En el siguiente interludio de luz, Zeke estudió las ropas de Rudy y de nuevo se fijó en que vestía con lo que parecía un uniforme azul.

—De la Unión, supongo. Por el color azul. Y no te pareces a ningún sureño que haya conocido.

—Pues eso —dijo Rudy.

—Pero ¿ya no combates con ellos?

—No. Supongo que ya no les era útil. Cuando ya no les servía para nada, me echaron. ¿Por qué crees que cojeo y camino apoyándome en un bastón?

Zeke se encogió de hombros y dijo:

—Porque no quieres que parezca que vas armado, pero quieres ser capaz de disparar a la gente igualmente.

—Muy gracioso —dijo Rudy, y su voz sonó como si realmente estuviera sonriendo. Tras una pausa que parecía implicar que lo que iba a decir no le hacía tanta gracia, añadió—: Fui herido por metralla en la espalda, en Manassas. Me destrozó la cadera. Me dejaron marchar, y nunca he tenido intención de volver.

Pero Zeke estaba recordando lo que Angeline le había llamado, y siguió insistiendo:

—Entonces, ¿por qué te llamó desertor esa mujer? ¿Realmente eres un desertor?

—Esa mujer es una mentirosa, una puta y una asesina. Está loca, y está enemistada con un tío con el que trabajo a veces. Quiere matarlo, pero no puede, y eso la vuelve loca. Así que se venga del resto de nosotros. —Extendió la mano hacia una de las grietas del muro, cogió una vela, encendió una cerilla y siguió hablando—: No hay tragaluces en este túnel, al menos en un buen trecho. No necesitamos mucha luz, pero sí un poco.

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