—Es uno de los modelos del doctor Minnericht. Dijo que podía quedármelo, porque a nadie le gustaba demasiado, y estaba acumulando polvo.
—¿Por qué? —preguntó Briar—. ¿Funciona?
—Funciona. Funciona estupendamente, pero es muy pesado, y tengo que cortarme los filtros. Pero no me importa. Me gusta ser capaz de ver casi todo lo que me rodea, ¿sabes? —Le enseñó la manera en que el cristal curvado iba de oreja a oreja, y Briar tuvo que admitir que parecía bastante conveniente.
—Quizá algún día alguien haga una versión más ligera.
—He oído que estaba trabajando en ello —dijo Squiddy—, pero si llegó a inventarlo, nunca me lo enseñó. ¿Estás lista?
Briar alzó la máscara y dijo:
—Lista.
El otro se puso su casco-máscara; le hacía parecer una enorme piruleta.
—Entonces, en marcha.
Briar se ajustó la máscara mientras lo seguía. Le daba la impresión de que acababa de quitársela, pero comprendía que era necesario, y, por extraño que pareciese, estaba empezando a acostumbrarse.
Caminaron a través de varios pasillos sumidos en tinieblas, y descendieron más peldaños en un nefasto estado, hasta llegar a un nivel en el que el murmullo de la maquinaria era casi ensordecedor.
Squiddy no era un hombre acostumbrado a hacer de guía turístico, de modo que no daba muchas explicaciones. Aunque se le ocurrió mencionar:
—Estamos poniendo más filtros aquí abajo. —Gesticuló hacia el entramado metálico bajo sus pies—. Es un experimento.
—¿Qué tipo de experimento?
—Verás, ahora mismo, si queremos conservar el aire limpio en los lugares seguros, tenemos que bombearlo desde arriba, al otro lado del muro. Pero el chico asiático dijo que quizá no hacía falta hacer eso. Dice que quizá podamos limpiar el aire sucio tan fácilmente como metemos el aire limpio. No sé si tiene razón o no, pero hay gente que cree que merece la pena intentarlo.
—Bombear todo ese aire tiene que ser muy trabajoso.
—Lo es, lo es —dijo el otro.
Las rejillas bajo sus pies resonaron cuando las pisaron, y no tardaron en llegar a un descansillo con tres puertas parapetadas por igual. Squiddy se ajustó el colosal casco y estiró la mano hacia una de las tres palancas fijadas al suelo.
—No podemos acercarnos más desde dentro, así que este es el final del camino —dijo—. Nos marcharemos y volveremos a entrar por la del centro. —Señaló la puerta—. Esas puertas no pueden verse desde fuera. Tomamos muchas precauciones. Tenía que estar todo perfectamente sellado, porque el gas es más peligroso por aquí.
—Claro —dijo Briar—. Es lógico que sea peor, aquí en el centro.
—¿Tus filtros son nuevos?
—Los cambié justo antes de que nos marcháramos de las criptas.
Squiddy tomó la palanca y se apoyó en ella.
—Bien. ¿A qué viene esa regla de las ocho o diez horas? Aquí abajo no es muy útil. Esos filtros no durarán más de un par de horas, puede que tres. Nos estamos acercando al epicentro.
—¿Ah sí?
—Claro. —La palanca cedió por completo, hasta casi tocar el suelo. Al moverse, una cadena invisible se movió con ella, y alrededor de la puerta del centro apareció una rendija—. Está justo debajo del viejo Primer Banco de América. Es la mayor profundidad que alcanzó la Boneshaker, y es donde parece concentrarse lo peor de la Plaga. Esas son las malas noticias.
—Hablas como si hubiera buenas noticias —dijo Briar mientras la puerta retrocedía pesadamente, hacia los distritos más viejos y destartalados, aquellos donde solían estar los bancos.
—Sí que las hay —insistió Squiddy—. Las buenas noticias son que no hay ni de broma tantos podridos aquí abajo como en otras partes. El gas acaba con ellos, de modo que se quedan bien lejos. Y los que no lo hacen no duran mucho. Tienes guantes, ¿no?
—Sí —dijo Briar, moviendo los dedos para enseñárselos.
—Vale. Bájate bien el sombrero. Si alcanza, cúbrete las orejas. Si puedes evitarlo, mejor que no dejes a la vista nada de piel. Te la quemará —dijo solemnemente—. Como si pusieras la mano en una estufa. Y te echará a perder el pelo, y ya tienes bastantes mechas rubias.
—Son naranjas —dijo Briar sin ánimo—. Solía ser negro, pero me están empezando a salir todas estas manchas naranjas por la lluvia tóxica.
—Métetelo bajo la ropa si no tienes una bufanda. Te protegerá el cuello.
—Bien pensado —dijo Briar, e hizo lo que le sugerían.
—¿Lista?
—Lista.
El rostro afilado y arrugado de Squiddy se meció tras la curva imperfecta del frontal de su máscara acristalada, y dijo:
—Entonces, en marcha. Intenta no hacer nada de ruido, pero no te preocupes demasiado. Como ya te he dicho, lo más seguro es que estemos solos. —Miró al Spencer de Briar—. Jeremiah dice que eres buena tiradora.
—Soy muy buena.
—Bien —dijo—. Pero, para que lo sepas, lo más probable es que, si tienes que disparar a alguien, no será a podridos. Minnericht tiene amigos; o al menos tiene empleados. A veces patrullan por aquí. Este es el límite entre la zona de los chinos y la vieja cochera. ¿Recuerdas que estaban construyendo una nueva estación de tren cuando levantaron los muros?
—Sí —dijo Briar, y añadió enseguida—: He oído que Minnericht vive allí, bajo la estación a medio construir.
—Sí, yo también lo he oído. —Se apoyó contra la puerta para abrirla unos centímetros más; se abrió más o menos tanto como se abría hacia fuera. No fue hasta que cayó a un lado que Briar comprendió que habían estado ascendiendo.
—¿Lo has visto alguna vez? —preguntó—. Al doctor Minnericht, quiero decir.
—No, nunca —le dijo Squiddy sin mirarla.
—¿De verdad?
Sostuvo la puerta para ella, y llegaron a un lugar que aún estaba bajo tierra, pero que daba a una rota porción de calle por encima de sus cabezas. La luz de la tarde recortaba sus afilados bordes e iluminaba el foso en que se encontraban.
—Pues sí —dijo Squiddy—. ¿Qué tiene de raro?
—Es que antes dijiste que te dio el casco. Y he oído que quizá le debías dinero. Pensé que quizá lo habías visto. Sentía curiosidad, nada más. Me preguntaba qué aspecto tiene. —Supuso que su interlocutor conocía los rumores, como, al parecer, el resto del mundo, y dado que Squiddy no sabía lo que Briar había estado hablando con Swakhammer y Lucy, no sabría que Briar ya había tomado una decisión acerca del misterioso doctor.
Su guía dejó que la puerta cayera hacia abajo. Cuando se cerró, resultaba casi imposible distinguirla; habían camuflado el lado exterior con escombros, y cuando se giraba sobre esos escandalosos goznes, debía de parecer como si la misma tierra se estuviese abriendo para dejarlos salir.
—Le he debido dinero un par de veces —dijo al fin Squiddy—, es cierto. Aunque más bien es a sus hombres a quien les debo dinero. Solía ir con ellos, a veces. No muchas veces —añadió rápidamente—. Nunca he trabajado para él realmente. En ocasiones hacía algún recado a cambio de comida o whisky, nada más.
Se quedó junto a la puerta y pareció estar a punto de rascarse la cabeza, si la alcanzara.
—Cuando los muros nos incomunicaron la primera vez, tardamos un tiempo en aprender. Los primeros años fueron duros. Bueno, ahora también lo son. Pero antes podías morir solo por respirar. En aquellos días teníamos que pelearnos con los podridos por pieles de fruta podrida y carne cruda.
—Hacíais lo que teníais que hacer. Lo entiendo.
—Bien. Me alegra que seas comprensiva. —Esbozó una nueva sonrisa amarillenta—. No me equivocaba contigo. Vienes de una buena familia.
Al principio Briar no entendió lo que quiso decir, pero entonces recordó por qué la habían acogido tan rápidamente.
—Bueno —dijo, porque no estaba segura de qué otra cosa podía decir. Había pasado veinte años tratando de demostrar que no se parecía en nada a su padre, y ahora tenía que dar las gracias por la reputación que le precedía, puesto que le otorgaba protección en un lugar muy extraño. Se preguntó qué hubiera pensado, su padre, de haberlo sabido. En su fuero interno, creía que hubiera estado consternado, pero a decir verdad se había equivocado respecto a él más de una vez.
De modo que dijo:
—Te agradezco que digas eso. —Y no le hizo más preguntas. Prefería escuchar su silencio que escuchar sus mentiras.
—Dime, Briar, ¿qué estamos buscando, en concreto?
—Cualquier señal —dijo Briar—. De mi hijo, quiero decir. Cualquier cosa que demuestre que ha estado aquí.
—¿Como qué?
Briar pensó en ello mientras se abría paso a través de los escombros. Pedazos de madera podrida que hacían las veces de aceras colgaban en lo alto, por encima de las calles de bordes afilados, y caían astillas sobre su sombrero. No había viento, y tampoco sonido alguno. Era como estar bajo el agua, en un lago estancado. A su alrededor el aire sucio y amarillo lo ocupaba todo. En cualquier momento, se le ocurrió, el mundo se congelaría, y ella se quedaría allí, muy quieta, congelada en ámbar.
—Como algo distinto de la última vez que estuviste aquí —dijo—. Pisadas, o… o cosas así. No lo sé. Dime qué estoy mirando, ¿quieres? No lo entiendo. ¿Dónde estamos exactamente?
—Aquí es donde la Boneshaker atravesó la calle bajo tierra. La calle se derrumbó. Estamos sobre ella ahora mismo, pero allí arriba… —señaló el techo dentado— está el resto de la calle. Y las aceras. Y lo que quiera que hubiera ahí arriba hace dieciséis años.
—Fantástico —dijo Briar—. Está muy oscuro aquí abajo. No veo nada.
—Lo siento de veras. No he traído linterna.
—No te disculpes —le dijo Briar. Se dirigió a un punto que parecía ser la parte trasera, o el reborde, de una esquina lejana del foso. Directamente enfrente de ella, un abismo negro se abría en forma de un círculo quebrado, y desaparecía en las profundidades de la tierra. A partir de cierta distancia, ya no veía adónde podía llevar o qué podía contener.
—¿Hola? —gritó hacia el foso, aunque no en voz demasiado alta, y le hubiera sorprendido bastante recibir una respuesta.
No obtuvo ninguna.
—Podemos subir a la calle, si quieres. Por aquí —dijo Squiddy. La guió hacia una cornisa de borde afilado y señaló los maderos y ladrillos que se habían amontonado unos sobre otros—. Hay que trepar un poco, pero no mucho. Podrás ver mejor desde ahí arriba.
—Vale. Te sigo.
Squiddy escaló la pendiente sin esfuerzo, a zancadas más propias de un hombre de la mitad de su edad, hasta que coronó la cima y allí se quedó, dibujado contra la luz del exterior. Briar lo siguió y tomó su mano cuando el otro se la ofreció. Squiddy la acercó al borde y sonrió tras su casco-máscara.
—Es bonito, ¿no?
—Mucho.
Si le hubieran pedido que eligiese diez palabras para describir la escena que tenía ante sí, «bonito» no habría estado entre ellas.
Si no supiera que no era así, hubiera pensado que había habido una guerra en otro tiempo, una terrible conflagración que había devastado todo el paisaje. Donde una vez hubo majestuosos edificios donde se almacenaba dinero y que albergaban el ajetreo de los clientes, ahora solo había un enorme agujero en el suelo, una gran herida de rebordes puntiagudos y que estaba empezando a llenarse de escombros.
En un punto había lo que parecía ser un montón de cantos rodados de río. Al mirarlos más de cerca comprendió que eran cráneos, costrosos y grises. Se habían acumulado en un pequeño cauce, tras alejarse rodando de sus respectivos cuerpos.
Briar se esforzó por respirar. Le resultaba difícil, como era de esperar dada la advertencia de Squiddy sobre el aire de ese lugar. Sin embargo, estaba costándole un tremendo esfuerzo aspirar a través de los filtros, que se resistían ante el flujo incesante de impurezas. Era como respirar a través de un colchón de plumas.
¿Y cómo iba a averiguar si su hijo había pasado por ahí?
Cuando miró abajo, hacia el foso, no vio ningún rastro, ni siquiera el que ella misma acababa de dejar. El terreno no era adecuado para seguir las huellas de pisadas. Aunque un elefante se hubiera dado un paseo por allí, no habría dejado ni una marca.
Una oleada de desesperanza la invadió, y se estremeció, temerosa de considerar las posibilidades. Se le habían acabado las ideas. Si un ejército de Zekes fuera directo hacia ella, no se habría enterado. Lo único que pudo hacer fue repetirse, una y otra vez, que su hijo no estaba atrapado bajo ese foso de dentados bordes, grande como el tejado de una casa. No, no podía estar tendido, ahogándose, en el fondo de un foso que su padre había cavado antes incluso de que él naciera. No, no importaba que Zeke no pudiera saber nada de cómo era el aire en este lugar. No, no y mil veces no.
—No está aquí —dijo, y las palabras parecieron resonar dentro de su máscara.
—Eso es bueno, ¿no? —preguntó Squiddy. Sus pobladas cejas se agitaron tras la placa de cristal—. Mejor no encontrarlo aquí, la verdad.
—Supongo que no —dijo Briar.
—Podríamos volver con algo de luz, mañana temprano. Podríamos mirar dentro del túnel. No tendrías que ir gateando ni nada. Si ha entrado por ahí, no puede haber ido muy lejos.
—Puede —dijo Briar con un hilo de voz—. Sí. No lo sé. Puede. Está anocheciendo. —Añadió ese apunte porque no parecía ser capaz de decidirse por una respuesta—. ¿Qué hora es?
—Siempre está oscuro por aquí —dijo el otro—. No sé qué hora es. Falta poco para comer, eso es todo lo que sé. ¿Qué quieres hacer ahora?
Tampoco tenía respuesta para esa pregunta.
—¿Se te ocurre algo? —dijo—. ¿Algún sitio donde podríamos mirar? ¿Hay más sitios seguros o donde se pueda respirar aire limpio cerca de aquí?
La notable cabeza de Squiddy se agitó de un lado a otro mientras inspeccionaba la zona y pensaba en ello.
—Me veo obligado a responder que no, señorita Wilkes. No hay ningún lugar donde se pueda respirar hasta llegar a la zona donde duermen los chinos. Viven cerca de sus viejos barrios, por allí —señaló.
—¿Y el doctor Minnericht?
—Por ahí. —Squiddy señaló hacia un punto situado a noventa grados del primero—. Más o menos a la misma distancia. El camino por el que hemos venido es el más seguro para respirar un poco de aire fresco, y no creo que nadie lo encontrara si no supiera que está ahí.
A decir verdad, Briar apenas podía ver ya el lugar por el que habían emergido.
—Estoy segura de que tienes razón —dijo. Y se alegró por que no pudiera ver su rostro igual de bien que ella veía el suyo.