Abandonaron sus asientos y trataron, en un primer momento, de mantener la puerta cerrada, pero había resultado dañada cuando la Clementine chocó contra la torre Smith, y ahora apenas sí estaba unida ya a las bisagras. Varios hombros apoyaron sus pesos combinados contra la puerta, pero quienquiera que estuviese al otro lado era más pesado o más voluntarioso. Centímetro a centímetro, la puerta comenzó a ceder.
Zeke no tenía adónde ir, y no podía echar una mano. Vio desde el suelo un brazo negro como el carbón aparecer por la rendija, en un extremo, y otro brazo, blanco y fornido, apareciendo por el costado izquierdo. El brazo negro cogió a Parks por el pelo y golpeó su cabeza contra el marco, pero Parks usó su cuchillo e hirió la mano hasta que esta se retiró, sangrando… solo para contraatacar acto seguido esgrimiendo su propio cuchillo.
El enorme brazo del otro lado quizá perteneciera a un gigante, o a uno de esos increíbles gorilas que Zeke había visto una vez en el circo. Aunque no estaba cubierto de pelo, era más largo que ningún otro brazo que Zeke hubiera visto antes, y se estremeció al pensar a qué tipo de hombre podía pertenecer.
El brazo blanco apuntó hacia abajo, tomó la primera bota que encontró en su camino y tiró de ella. El señor Guise cayó al suelo, y desde allí pateó el brazo, la puerta, y todo lo demás. La monstruosa mano retrocedió durante menos de un segundo y reapareció sosteniendo un revólver, que disparó acertando de lleno en el pie del señor Guise.
La bala atravesó el pie, sin detenerse, buscando describir una línea recta que ascendiera por el muslo del señor Guise hasta llegar a la piel algo más suave del antebrazo. Guise aulló de dolor y disparó su arma hacia la puerta, apuntando al brazo o a cualquier cosa que se moviera al otro lado.
Sin embargo, las balas no eran capaces de traspasar las puertas, y la gigante mano reapareció, ilesa.
La puerta cedió un poco más, combándose ante la fuerza de los hombres que trataban de echarla abajo. El capitán abandonó su puesto junto a la puerta para ir hacia la cámara de carga. Apartó a Zeke de su camino de una patada, y le hizo daño en la pierna y las costillas al hacerlo. Cuando estuvo ante la rueda, la giró para abrirla.
—¡Aguantad esa puerta! —ordenó. Su tripulación estaba haciendo todo lo que podía, pero Guise estaba sangrando, y Parks tenía un golpe muy feo en la frente, que se parecía a la piel de una pieza de fruta podrida.
Los hermanos indios apoyaron sus grandes espaldas contra la puerta y defendieron el fuerte de los asaltantes como mejor pudieron.
Al otro lado de la cubierta, una compuerta de escape se abrió con un crujido de bisagras que no se usan demasiado a menudo. Zeke vio al capitán salir al exterior de la nave, aferrándose a ella como si fuera una araña, hasta que desapareció, y la puerta abierta tan solo mostró un rectángulo de cielo envenenado de Plaga. Podía oír las manos y los pies del capitán golpeando el exterior de la aeronave mientras trepaba por su costado, buscando a los asaltantes y tratando de hacerlos caer a toda costa.
Zeke no podía imaginar cómo sería estar suspendido en el cielo, Dios sabe a qué altura, trepando por el exterior de una nave sin sujeción alguna, sin cuerdas y sin nada que garantizara que abajo, si caías, te esperaba algo blandito. Sin embargo, los golpes de las manos y los pies del capitán sonaban como pequeños gongs recorriendo el techo y los muros.
—¿Qué está haciendo? —gritó Parks. Zeke apenas pudo oírlo, porque aún le pitaban los oídos a causa de los disparos en un recinto tan cerrado.
—¡Sus ganchos! —dijo el señor Guise, aunque le faltaba el aliento a causa del dolor y de que trataba de contener la hemorragia de sus heridas mientras apoyaba la espalda contra la puerta—. Los está soltando.
Zeke quería ayudar, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo; y quería huir, pero no había adónde ir excepto hacia arriba o hacia abajo, lo que significaría sin duda acabar en pedacitos muy pequeños.
Junto al señor Guise había un afilado cuchillo Bowie que había caído de otras manos. Zeke deslizó un pie a lo largo del suelo para atraparlo y acercarlo hacia sí. Dado que nadie pareció objetar, lo cogió entre las manos y lo mantuvo cerca de su pecho.
Algo se soltó con una especie de desgarro metálico, y la nave se sacudió violentamente.
La puerta que se interponía entre las tripulaciones de la Clementine y de la nave atacante se cerró de golpe, y casi echó a volar al cielo, puesto que no había nada al otro lado; la otra aeronave había rebotado, y se había separado de su presa.
—¡Ya está! —gritó Brink, aunque apenas se le oía desde el interior del vehículo.
Los tripulantes de la otra nave se lamentaron sonoramente. Quizá alguien cayó al vacío cuando las naves se separaron; Zeke no podía estar seguro, y no podía verlo.
—¡Aléjate de esa puerta! —gritó el señor Guise, y él mismo se apartó enseguida de ella, regresando a su asiento, al que le costó un notable esfuerzo llegar.
La puerta estaba combada y doblada de muy mala manera, y no iba a aguantar. La última bisagra cedió por fin al peso de la plancha de acero. Con un diminuto quejido, la puerta cayó hacia la ciudad.
Todos escucharon con atención, y contaron los segundos hasta que la oyeron golpear el suelo.
Zeke contó casi hasta cuatro antes de que el sonoro golpe alcanzara la nave. De modo que estaban muy, muy alto.
El capitán llegó deslizándose por la puerta al otro extremo de la bodega de carga. Cerró la compuerta, corrió de vuelta hacia la cabina y tomó su asiento, a pesar del inclinado ángulo en que se encontraban y de la ausencia de la puerta que exponía toda la cabina al cielo envenenado.
—Nos vamos —jadeó, sin aliento y estremeciéndose a causa del agotamiento—. Ahora. Si no podemos atravesar el muro, estamos acabados.
Parks se inclinó sobre el señor Guise, que estaba acurrucado en su asiento, y tiró de una palanca. Después, extendió el pie por encima del cuerpo y pisó un pedal. Era el pedal equivocado, o quizá el correcto. La nave rebotó hacia arriba, y el tirabuzón de casi ciento ochenta grados que ejecutó hizo que Zeke perdiera su presa sobre la rueda.
Perdió el equilibrio, cayó y se precipitó hacia la compuerta abierta.
Sin soltar el cuchillo, Zeke extendió el brazo para aferrar el marco, o la bisagra, o cualquier cosa a la que pudiera asirse; sin embargo, la nave comenzaba a elevarse, y nadie podía ayudarlo. La bisagra retorcida y arrancada le hizo una herida en la palma de la mano demasiado profunda para permitirle mantener la posición; ahora estaba medio dentro medio fuera de la nave, y por puro reflejo y terror se soltó.
Y cayó.
… Y golpeó algo duro mucho antes de lo que esperaba, incluso en el estado de profundo pavor en que se encontraba.
Y entonces la mano gigante que Zeke había visto antes lo cogió del brazo con la fuerza aplastante de unos pesados alicates.
Le vino a la mente la expresión «saltar de la sartén y caer en las llamas». Desde luego, describía perfectamente su situación.
No sabía si debía resistirse o no, pero su cuerpo eligió por él, aunque no había nada bajo sus pies salvo aire venenoso. Pateó y se revolvió, tratando de librarse de la presa de esos titánicos dedos.
—Crío estúpido —gruñó una voz que acompañaba a la perfección a las enormes manos—. No querrás que te deje caer, ¿no?
Zeke murmuró algo en respuesta, pero nadie lo oyó.
La enorme mano lo izó hasta el mismo borde de la cubierta de la otra nave.
Zeke trató de no jadear, por miedo a aspirar parte de ese aire venenoso tras la máscara. Por la muñeca lo sostenía el hombre más grande al que había visto nunca, y también el hombre más grande del que había oído hablar. Se agachaba para poder caber por la apertura de la compuerta de su nave, que estaba abierta para dejarlo entrar; no se abría por medio de bisagras, sino que se deslizaba de lado a lado sobre un raíl. La máscara del gigante era un modelo bastante ajustado sin un gran artefacto para respirar adosado a él. Le hacía parecer calvo, y en cierto modo como un perro desairado.
Tras el gigante, Zeke oyó voces que no parecían demasiado felices.
—¡Nos ha soltado! ¡El muy hijo de perra nos ha soltado! ¡A mano!
—Así que es un cabronazo muy listo, además de un ladrón. Ya lo sabíamos.
—¡Haced que esta chatarra se ponga en camino ya mismo! Mi nave se aleja por momentos, y no pienso perderla, ¿me oís? ¡No pienso perder mi nave!
El gigante dejó de mirar al asustado muchacho para decir, por encima de su hombro:
—Hainey, ya hemos perdido tu puñetera nave. Lo intentamos, ¿vale? Ya lo intentaremos otra vez más adelante.
—Lo intentaremos otra vez ahora —insistió una voz procedente de algún punto situado en las profundidades de la cabina.
Sin embargo, otra voz, más sonora y casi remilgada, contestó:
—No podemos intentarlo ahora. Nos estamos tambaleando, pedazo de animal.
—¡Y más vale que ascendamos pronto!
—No estamos ascendiendo, estamos cayendo.
Sobre el mismo hombro, que tenía la forma de una cordillera, el gigante dijo:
—Rodimer tiene razón. Estamos tambaleándonos, y cayendo. Tenemos que asentarnos, o nos vamos a estrellar.
—¡Quiero mi maldita nave, Cly!
—En ese caso, no deberías haber dejado que te la robaran, Crog. Pero se me ocurre adónde puede haber ido… —Miró de nuevo a Zeke, que aún pendía en vilo por encima de la niebla enfermiza que se asentaba pesadamente sobre la ciudad—. ¿No crees?
—No —dijo Zeke. Sonó casi como si estuviera enrabietado, pero tan solo se estaba ahogando, y no se sentía muy a gusto siendo sostenido en el vacío y respirando a través de filtros obstruidos por el vómito—. No sé adónde llevan la nave.
—Es una lástima que digas eso —dijo el hombre, agitando la muñeca como si fuera a dejar caer a Zeke al éter.
—¡No lo hagas! —suplicó—. ¡No! ¡No sé adónde la llevan!
—Estabas con la tripulación, ¿no?
—¡No! ¡Solo me sacaban de la ciudad! ¡Eso es todo! Por favor, suéltame. Dentro, quiero decir. ¡Por favor! Me haces daño en el brazo. Me haces daño…
—Bueno, no te estoy dando un masaje precisamente —dijo el otro, pero algo en su tono había cambiado. Deslizó a Zeke adentro sin apenas esfuerzo, como si estuviera moviendo un gatito de cesta a cesta, y sin dejar de mirarlo extrañado.
Apuntó, con un dedo tan largo como un cuchillo para cortar pan, a Zeke entre los ojos y dijo:
—No te muevas, si sabes lo que te conviene.
—¡Pégale un tiro a ese capullo si no confiesa! —exigió la más airada de las voces de la cabina.
—Cierra el pico, Crog. Nos dirá algo enseguida. Ahora lo que tenemos que hacer es tomar tierra antes de que este pájaro caiga redondo. —Cerró la puerta corredera y se sentó en un asiento enorme ante un gran cristal. Miró a Zeke y dijo—: No estoy jugando contigo, chaval. Te vi soltar el cuchillo, pero será mejor que no escondas nada más. Dentro de un rato hablaré contigo.
Zeke se acurrucó en el suelo, se frotó el dolorido brazo y flexionó los músculos lastimados de su cuello.
—No sé nada de adónde llevaban la nave —se quejó—. Acababa de subirme a bordo, apenas una hora antes. No sé nada.
—¿Nada? ¿De verdad? —dijo el otro, y Zeke supuso, por el gran sillón que ocupaba y por la manera en que los otros dejaban que fuera él quien hablara, que se trataba del capitán de la nave—. Fang, échale un ojo, ¿vale?
De las sombras surgió un hombre delgado al que Zeke no había visto aún, y dio una gran zancada hacia donde él y el gigante se encontraban. Era asiático, llevaba una máscara de gas de piloto colocada por encima de una cola de caballo, y lucía la chaqueta habitual entre los suyos. Zeke tragó saliva, en parte por un sentimiento de culpa y en parte por puro terror.
—¿Fang? —dijo con voz aguda.
El chino no asintió, ni parpadeó, ni se movió. Incluso mientras la nave se mecía violentamente hacia abajo, precipitándose a través del cielo, no se movió. Era como si sus pies estuviesen anclados al suelo, y se mecía junto con la nave como se mece el agua dentro de un vaso inclinado.
Zeke dijo, para sí mismo, dado que nadie más parecía estar oyéndole:
—Solo intentaba salir de la ciudad. Yo solo…
—Agarraos todos —sugirió, más que ordenó, el capitán. Era un buen consejo, porque la nave comenzaba a girar en una lenta espiral descendente.
—Avería en los frenos aéreos —dijo alguien con forzada y deliberada calma.
—¿Funcionan aunque sea un poco? —preguntó el capitán.
—Sí, pero…
La nave pasó junto a un edificio, tan cerca que produjo un molesto chirriar de metal contra ladrillo. Zeke oyó el estallido de los cristales de las ventanas, que se rompían una tras otra en perfecta sincronización, a medida que el casco del vehículo arrasaba con ellas y sus marcos en su descenso.
—Entonces, activad el propulsor.
—El de la derecha no parece muy dispuesto.
—Entonces nos anclaremos a tierra firme cuando aterricemos. Adelante, hazlo.
Un rugido llenó los oídos de Zeke. Deseó tener algo a lo que agarrarse, pero no encontró nada. Se agachó en el suelo y se tendió allí, tratando de enredar sus pies alrededor de cualquier cosa que encontrara. En el proceso dio una patada sin querer a Fang, que no pareció notarlo, y apenas se movió.
—Bajamos, muchachos —dijo con toda calma el capitán.
El hombre de piel oscura del abrigo azul (Zeke supuso que se trataba de Crog) dijo:
—¡Dos en el mismo día! ¡Joder!
—Si hubiera sabido que eras gafe, nunca te habría llevado —replicó el gigante.
El suelo estaba acercándose a toda velocidad. Cada vez que la órbita semicontrolada de la nave alcanzaba un determinado punto, la tierra aparecía en la ventana, y lo único que prometía era un aterrizaje muy poco suave.
—¿Dónde está el fuerte? —preguntó el capitán. Por primera vez parecía azorado, y a punto de estar genuinamente asustado.
—A las seis.
—¿Desde…? ¿Desde qué punto?
—Por ahí.
—Lo veo —dijo el capitán, de repente, y tiró de una palanca situada por encima de su cabeza—. Espero que no haya nadie ahí abajo.
El hombre que ocupaba el asiento del primer oficial dijo:
—Si hay alguien, nos habrán oído llegar. Si aún no se han quitado de en medio, no es culpa de nadie más que suya. —Parecía estar a punto de decir algo más, pero fue entonces cuando la nave comenzó a detenerse de veras, inclinándose y casi volteándose por completo, hasta que por las ventanas, ante las que se sentaban el capitán y su tripulación, no se veía nada más que cielo.