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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (35 page)

—Y Maynard está muerto —dijo Lucy—. Así que no hay nadie al cargo en quien confiemos.

Swakhammer regresó a su idea original:

—Pero si pudieras decirnos si es Blue o no, entonces la gente sabría algo más de él. ¿Lo entiendes?

Briar volcó la taza y dejó que las últimas gotas de agua cayeran a su garganta. Dejó la taza en la mesa.

—Puede que esto sea una idiotez —dijo—, pero ¿se le ha ocurrido a alguien preguntarle? Es decir, plantarse ante él y decirle: «¿Es Minnericht tu verdadero nombre, o quizá te llamas Leviticus Blue?».

—Te traeré un poco más —dijo Swakhammer. Cogió la taza de Briar, que se la entregó. Salió de la habitación, y Lucy dijo:

—Hay gente que lo ha intentado, claro. Ni lo confirma ni lo niega. Prefiere dejar que el rumor siga extendiéndose sin fin. Quiere que estemos todos bajo su control, y cuanto menos sepamos de él, y más asustados estemos, mejor para él.

—Parece un auténtico capullo —dijo Briar—. Y estoy casi segura de que no es Levi, pero parece que están cortados por el mismo patrón. No me importa acompañarte, Lucy. Puede que ni siquiera sepa quién soy. Has dicho que no llegó aquí hasta que levantaron los muros, así que quizá no sea de aquí.

Swakhammer regresó con una taza llena de agua, y tras él caminaba un chino de edad avanzada con las manos dobladas educadamente a la espalda.

—Aquí está tu agua, Wilkes —dijo Swakhammer—, y también un mensaje, Lucy. Habla tú con él. No entiendo ni una palabra de lo que dice.

Lucy improvisó una invitación a sentarse o a hablar, y el anciano comenzó a pronunciar un sinfín de sílabas que ninguno de los presentes más que Lucy comprendió. Al término de su discurso, Lucy le dio las gracias, y el hombrecillo se marchó tan silenciosamente como había llegado.

—¿Y bien? —preguntó Swakhammer.

Lucy se puso en pie.

—Dice que acaba de volver del túnel del este, de Maynard’s. Dice que han dejado una marca allí, una gran mano negra que se ve perfectamente. Y todos sabemos lo que eso significa.

Briar los miró con gesto interrogante.

De modo que Swakhammer le dijo:

—Significa que el doctor está firmando su obra. Quiere que sepamos que los podridos eran su regalo especial para nosotros.

Capítulo 19

Con los oídos pitándole, Zeke pateó la escotilla hasta que estuvo lo bastante abierta para permitirle salir a la ciudad, que era justamente donde no quería estar. Pero, en igualdad de condiciones, prefería estar afuera, con la Plaga, antes que adentro con los piratas aéreos, que lentamente se desabrochaban los cinturones de seguridad y se lamentaban mientras se recuperaban del golpe.

No veía al silencioso e inescrutable Fang por ningún lado, hasta que logró localizarlo, de pie junto al capitán y mirando a Zeke con un solo ojo.

—¿Dónde crees que vas? —preguntó el capitán.

—Ha sido divertido, pero ya es hora de que me vaya —dijo Zeke, queriendo dar impresión de estar bromeando, y no terriblemente asustado. Se le ocurrió que sería una gran frase de despedida, pero la escotilla aún no estaba lo bastante abierta para permitirlo salir. Metió los pies en la rendija, usando las piernas a modo de palanca.

El capitán se levantó de su asiento inclinado y le dijo algo en voz baja a Fang, que asintió. Después, el capitán preguntó:

—¿Cómo te llamas, chico?

Zeke no respondió. Levantó la tapa de la escotilla, dejando manchas de sangre en todo lo que tocaba.

—¿Chico? Fang, cógelo. Está herido. ¿Chico…?

Pero Zeke ya había salido. Saltó al suelo y se apoyó con los hombros en la compuerta, cerrándola tan solo temporalmente, pero durante el tiempo suficiente para permitirle echar a correr a lo largo del complejo.

Detrás de él, desde el interior de la malograda aeronave, a Zeke le pareció como si alguien lo llamara por su nombre.

Pero eso era ridículo. No les había dicho cómo se llamaba.

Debían de haber gritado alguna otra cosa, otra palabra que, en su estado de confusión, había tomado por su propio nombre.

Giró la cabeza a izquierda y derecha, pero lo que veía no le decía nada. Vio muros, los muros de la ciudad, pensó en un primer momento, pero no, estos muros eran más pequeños, y estaban hechos de grandes maderos verdes y llenos de musgo con puntas afiladas; y los huecos entre ellos los habían cimentado con algo más, de modo que tuvieran un aspecto uniforme,

Alguien en la nave había dicho algo de un fuerte.

Rebuscó en los mapas que había memorizado antes de salir y recordó algo sobre Decatur, donde los colonos solían refugiarse de los nativos cuando las cosas se ponían feas. ¿Se encontraba ahora mismo en ese lugar?

La empalizada de maderos que tenía ante sí no parecía muy resistente; de hecho, daba la impresión de que bastaría un buen soplo de aire para echarla abajo. Había estado demasiado tiempo a la intemperie, pudriéndose debido a los efectos del aire venenoso y húmedo durante cien años, o al menos eso le pareció a Zeke en su estado actual. Habían pasado cien años, y la madera estaba ya verde y a punto de desmoronarse, pero el muro seguía en pie, y no veía nada a lo que pudiera agarrarse.

A su alrededor la Plaga lo ocupaba todo, y no podía ver más allá de unos pocos metros en cualquier dirección. Estaba jadeando de nuevo, perdiendo el control de su respiración bajo la máscara. Los sellos le hacían daño, y cada respiración que tomaba le sabía a bilis y a lo que quiera que hubiera comido por última vez.

Detrás de él, en algún lugar tras la niebla, alguien daba patadas en la puerta de una nave que se había estrellado. La tripulación saldría pronto de allí, e irían a buscarlo.

No le hacía ningún bien pensar en eso. Los muros de madera podrida eran ásperos al tacto; los tocó con las manos, a pesar de que le dolían y no sabía si tenía las manos llenas de heridas o los dedos rotos, o si tan solo estaban doloridos por el esfuerzo. Recorrió con los dedos cada rendija, tratando de encontrar una grieta o un umbral, o cualquier otra manera de entrar, aunque fuera a gatas. No era muy alto. Podía colarse por un agujero sorprendentemente pequeño si se veía obligado a hacerlo, pero sin un solo sonido y sin previo aviso…

No tuvo que hacerlo…

Una mano tan grande que ni siquiera parecía real aferró la máscara de Zeke, a la altura de la boca, tirando de él y alzándolo en vilo, arrastrándolo hacia un recoveco en el muro en el que la oscuridad era suficiente para ocultar prácticamente cualquier cosa.

Y los ocultó a ambos, al muchacho y a la mano que lo atrapó; y el hombre al que pertenecía la mano podría haber tenido perfectamente brazos hechos de hierro, de tan fuerte que lo sujetaba.

Zeke no se resistió por dos motivos. En primer lugar, ya se había dado cuenta de que no serviría de nada; quienquiera que lo sujetaba era más fuerte que él y algo más alto, y su respiración no era la de alguien que estuviera a punto de vomitar o desmayarse en cualquier momento; de modo que resultaba evidente que su oponente tenía las de ganar. Y, en segundo lugar, no tenía muy claro que no lo estuviesen ayudando. Después de todo, no quería que los otros lo atraparan, y ya comenzaban a salir de la aeronave, maldiciendo y gritando mientras comprobaban los daños sufridos, a unos cincuenta metros de donde Zeke se encontraba.

Justo cuando Zeke creía que estaban a punto de reanudar la búsqueda y llevarlo de vuelta hacia la nave caída, las manos que lo sostenían comenzaron a arrastrarlo hacia atrás y de costado.

Zeke se esforzó por cooperar, pero sus mayores esfuerzos consistían en una colección de tropiezos y tambaleos de camino al pozo de tinieblas al que lo estaban llevando, ocultara lo que ocultara en su interior. Una diminuta rendija se asomaba a la oscuridad, y sintió un soplo de aire algo más fresco por encima de sus hombros.

Un par de pasos más, un nuevo tropiezo de sus pies chocando entre sí, y una puerta se cerró a su espalda. Estaba encerrado en una pequeña habitación que incluía unas escaleras y un par de velas consumiéndose débilmente sobre una barandilla.

Su captor, o su salvador, aún no lo sabía, lo soltó y le permitió que se diera la vuelta.

Dado que Zeke no estaba seguro de hasta qué punto estaba metido en un lío, trató de ser optimista y dijo:

—Gracias, señor. ¡Creo que querían matarme!

Un par de ojos pequeños parpadeó, mirándolo. Eran ojos oscuros, y de una relajada inteligencia, aunque totalmente indescifrables. Su propietario no habló, solo miró al muchacho, al que sacaba un buen puñado de centímetros de altura. Llevaba un largo chaleco, y tenía largos brazos cruzados ante el pecho. Llevaba lo que a Zeke le pareció un pijama, aunque limpio y sin arrugas, y más blanco que cualquier cosa que hubiera visto a este lado del muro.

Y porque el hombre seguía sin decir ni una palabra, Zeke murmuró:

—Iban a matarme, ¿no? Y tú… tú no, ¿verdad?

—¿Cómo te llamas? —preguntó el hombre, con un levísimo acento extranjero.

—Esa está siendo una pregunta muy popular hoy —dijo Zeke, y añadió a continuación, porque estaba atrapado en la semioscuridad con este hombre extraño y fuerte—: Me llamo Zeke. Zeke Wilkes. Se me está empañando la máscara, y no creo que pueda sobrevivir aquí mucho más tiempo. ¿Puedes… puedes ayudarme?

De nuevo siguió un largo silencio. Después, el otro dijo:

—Puedo ayudarte, sí. Ven conmigo, Zeke Wilkes. Sé de alguien a quien le encantaría conocerte.

—¿A mí? ¿Por qué a mí?

—Por tus padres.

Zeke se quedó muy quieto y trató de frenar el apresurado latir de su corazón.

—¿Qué pasa con ellos? —preguntó—. No estoy buscando problemas. Solo estaba buscando… solo quería… Escucha. Sé que mi padre causó muchos problemas y que no es exactamente un héroe local, pero…

—Te sorprenderías —dijo el hombre tranquilamente—. Por aquí, Zeke. —Señaló hacia las escaleras, y al pasillo, más abajo, donde aquellas se perdían.

Zeke lo siguió con piernas que le temblaban a causa del agotamiento, las heridas y el miedo.

—¿Qué significa eso? ¿Me sorprendería? ¿Quién eres, y de qué conoces a mi padre?

—Me llamo Yaozu, y no conocí a un hombre llamado Leviticus Blue. Pero conozco al doctor Minnericht, que estoy seguro que podrá contarte muchas cosas. —Miró por encima de su hombro, buscando la mirada de Zeke.

—¿Qué te hace pensar que quiero preguntarle algo?

—Eres joven —dijo—. En mi experiencia, los muchachos jóvenes empiezan a cuestionarse el mundo con cierta edad, y todo lo que les han contado sobre él. Creo que el doctor te parecerá muy… interesante para tus pesquisas.

—He oído hablar de él —dijo Zeke con cautela.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí abajo? —preguntó Yaozu, tomando un recodo y deteniéndose ante una enorme puerta sacada de sus quicios rodeada de tiras de tela y sellos. Levantó un picaporte y tiró de él con fuerza, y la puerta se salió de su marco con un silbante jadeo.

—No lo sé. No mucho. Un día. O dos —supuso, aunque le parecía una semana.

Yaozu sostuvo la puerta abierta y le hizo una seña para que cruzara el umbral. Había luz al otro lado, de modo que dejó la vela en una grieta en el muro—. Si llevas aquí más de una hora, es lógico que hayas oído hablar del doctor Minnericht.

Zeke fue bienvenido por una inconfundible y pulsante brisa, y cuando estuvo en la sala contigua, Yaozu lo siguió.

—¿Así que es alguien importante?

—Muy importante, sí —dijo el hombre, aunque no parecía demasiado impresionado.

—¿Y tú trabajas para él?

El otro no respondió inmediatamente, pero, cuando lo hizo, dijo:

—Podría decirse así. Somos socios, en cierto modo. Se le da muy bien la electricidad, y los artefactos mecánicos, y el vapor.

—¿Y tú? —preguntó Zeke.

—¿Yo? —Emitió un leve sonido que pudo ser un mmm o un oh, y dijo—: Soy un hombre de negocios, más o menos. Me dedico a mantener la paz para que el doctor pueda trabajar en sus proyectos. —Y de inmediato cambió de tema—. Una puerta más y podrás quitarte la máscara. Estas puertas están selladas, tenemos que conservar todo el aire fresco que conseguimos.

—Claro. —Zeke miró al hombre mientras abría otra puerta. Al otro lado no había un pasillo, sino una pequeña estancia llena de lámparas que la iluminaban por completo. Y entonces dijo—: ¿Así que eres la ley aquí dentro? ¿El que la hace cumplir?

—Algo así.

—Mi abuelo también se dedicaba a eso.

—Lo sé —dijo Yaozu. Cerró la puerta tras ambos y se quitó la máscara, descubriendo una cabeza totalmente afeitada y un rostro amable que podía aparentar perfectamente tanto veinticinco como cincuenta y cinco años. Si le hubieran preguntado, Zeke habría sido incapaz de adivinar su edad—. También puedes quitártela tú. Pero ten cuidado —dijo, señalando con un dedo al muchacho—. Parece que estás herido.

—Menos mal que tenéis un doctor aquí abajo, ¿no?

—Muy cierto. Ven conmigo. Te llevaré a verlo.

—¿Ahora?

—Ahora —dijo el otro.

Zeke no oyó una petición, sino una orden, y no sabía cómo negarse. Tenía miedo, desde luego, por lo que Angeline le había contado, y estaba nervioso, porque había algo en este asiático imperturbable que le provocaba un cierto desasosiego, aunque no sabía por qué. Había sido francamente amable con él, pero la fuerza de sus brazos y la insistencia de su voz no eran las herramientas de un negociador amistoso.

Este era un hombre acostumbrado a ser obedecido, y Zeke no estaba acostumbrado a obedecer.

Sin embargo, sentía una sensación extraña en el estómago, y prefería no averiguar qué ocurriría si echaba a correr, o si se resistía, y además, le dolía el pecho tan solo por el esfuerzo de respirar. Ya pensaría en algo más adelante. Si hacía falta, trazaría un plan para huir, pero por ahora, podía quitarse la máscara. Y eso era suficiente.

Los puntos en que las cintas de la máscara herían su piel parecían estar al rojo vivo, pero al instante siguiente, con un clic, el visor y los filtros cayeron de su rostro. Zeke dejó caer la máscara al suelo y se rascó las rozaduras con los dedos.

Yaozu sostuvo el antebrazo del muchacho y lo apartó.

—No te rasques. Solo lo empeorará. El doctor te dará un ungüento, y el picor desaparecerá con el tiempo. ¿Es la primera vez que llevas máscara?

—Durante más de un par de minutos, sí —admitió Zeke, bajando las manos y tratando de tenerlas bien quietas.

—Ya veo. —Yaozu cogió la máscara de Zeke y la inspeccionó, dándole la vuelta y toqueteando los filtros y el visor—. Es un modelo muy antiguo —dedujo—. Y hay que limpiarla.

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