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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker

 

Durante la guerra civil, el inventor Leviticus Blue creó un ingenio capaz de atravesar el hielo de Alaska, donde se rumoreaba que se había encontrado oro. Nació así la increíble máquina taladradora Boneshaker.

Sin embargo, la Boneshaker no funcionó adecuadamente, y destruyó el centro de Seattle, provocando un estallido de gas venenoso que convirtió a quienes lo respiraban en muertos vivientes.

Pasan dieciséis años, y un muro rodea la tóxica y devastada ciudad. Al otro lado vive la viuda Briar Wilkes, con una reputación arruinada y un hijo, Ezekiel. El joven se embarca en una cruzada secreta y su búsqueda lo llevará tras el muro, a una urbe repleta de voraces zombis, piratas aéreos, hampones y guerrilleros. Y solo Briar puede salvar a su hijo.

Cherie Priest ha alcanzado un notable éxito con su novela Boneshaker, avalada por numerosos premios. La mezcla de géneros y los personajes bien definidos la acercan a autores como P. Bacigalupi, por sus desoladores futuros alternativos, o al trepidante S. Westerfeld.

Cherie Priest

Boneshaker

El siglo mecánico 1

ePUB v1.0

Dirdam
22.03.12

Título original: «Boneshaker»

Traducción: Álvaro Sánchez-Elvira Carrillo

Fecha de publicación original: septiembre de 2009

Editorial: La Factoria de Ideas, Solaris

Fecha de publicación en España: 15 de febrero de 2012

ISBN: 978-84-9800-746-6

Quiero dedicar este libro al Equipo Seattle:

Mark Henry, Caitlin Kittredge,

Richelle Mead y Kat Richardson.

Ellos son el alma de este lugar.

En esta época de descubrimientos, la ciencia armamentística ha hecho grandes progresos. De hecho, los inventos más notables han sido los conseguidos desde que sucedieran las largas guerras en Europa a principios del siglo, y la corta campaña italiana de Francia en 1859 sirvió para ilustrar el brutal poder de destrucción que estas máquinas pueden infligir.

—THOMAS P. KETTELL,
History of the Great Rebellion. Desde su principio a su final, ofrece un relato del origen, de la secesión de los estados del Sur, la formación del gobierno confederado, la concentración de recursos militares y financieros del gobierno federal, el desarrollo de su enorme poder, la aparición, organización y equipamiento de los ejércitos; así como precisas, lúcidas y vívidas descripciones de las batallas y los bombardeos, del sitio y la rendición de los fuertes, de las armas capturadas, etcétera; de los inmensos recursos financieros y las medidas del gobierno, del entusiasmo y las contribuciones patrióticas de los ciudadanos, junto con esbozos de las vidas de los estadistas, dirigentes militares y comandantes navales más importantes, y un índice completo y exhaustivo. De fuentes oficiales (1862)

De
Episodios improbables de la historia de Occidente

Capítulo 7: «El curioso estatus amurallado de Seattle»

Trabajo en curso, de Hale Quarter (1880)

Irregulares senderos sin pavimentar hacían las veces de carreteras, y unían las costas de la nación entre sí como los cordones de un zapato, con nudos entrelazados y dedos cruzados. Y sobre el gran río, en las llanuras, por los pasos de las montañas, los colonos se dirigían hacia el oeste, atravesando las Rocosas a pie, en carros y en vagones.

Así es como empezó, al menos.

En California había lingotes grandes como nueces tirados por el suelo, o eso se decía, y la verdad sale a flote lentamente cuando los rumores tienen alas de oro. La humanidad conformó un flujo incesante y espléndido. Las resplandecientes orillas de la costa oeste se llenaron de buscadores de oro, que jugaron sus bazas en los riachuelos, esperando que la fortuna les sonriera.

Pasó el tiempo, y pronto hubo más hombres que terreno, y las reclamaciones de este o aquel pedazo de tierra fueron cada vez más tenues. El oro surgía de la tierra en un polvo tan fino que los hombres que lo extraían podrían haberlo inhalado.

En 1850, otro rumor, reluciente y alado, llegó desde el norte.

Y hablaba del Klondike. Venid, atravesad el hielo que encontréis a vuestro paso. Una fortuna en oro aguarda a un hombre lo bastante voluntarioso.

La marea cambió de signo, y se dirigió hacia el norte. Eran muy buenas noticias para la última parada fronteriza antes de llegar a Canadá, un pueblo de molinos en el estrecho de Puget llamado Seattle en honor del jefe nativo de las tribus locales. La embarrada aldea se convirtió en un diminuto imperio casi de la noche a la mañana, cuando los exploradores y los buscadores de oro comenzaron a detenerse allí para hacerse con suministros y comerciar.

Mientras los legisladores de la nación debatían si comprar o no el territorio de Alaska, Rusia quiso cubrirse las espaldas y reconsideró el precio que pedirían a cambio. Si esa tierra estaba de veras repleta de oro, la cosa cambiaría por completo; pero, aunque se encontrara realmente una fuente de oro, ¿podría extraerse? Un canal potencial, detectable de manera intermitente, pero enterrado en su mayor parte bajo treinta metros de hielo permanente, sería un lugar perfecto para realizar las pruebas pertinentes.

En 1860, los rusos anunciaron un concurso, ofreciendo un premio de 100.000 rublos al inventor que ideara o creara una máquina capaz de atravesar el hielo en busca de oro. Y de este modo comenzó una carrera de ciencia armamentística, a pesar de una guerra civil que ya por entonces comenzaba.

Por toda la costa norte del Pacífico aparecieron artefactos grandes y pequeños. Se trataba de artificios diseñados para soportar el terrible frío y atravesar un terreno de hielo tan duro como el diamante. Funcionaban con vapor y carbón, y se lubricaban por medio de soluciones especiales que protegían sus mecanismos de los elementos. Eran máquinas construidas para que los hombres las dirigieran como si fueran carros de caballos, o diseñadas para cavar por sí mismas, controladas por mecanismos de relojería e ingeniosos dispositivos guía.

Sin embargo, ninguna de ellas logró alcanzar el canal enterrado, y los rusos estaban a punto de vender Alaska a los americanos por un precio muy bajo… cuando un inventor de Seattle acudió a ellos con planos para construir una máquina sorprendente. Sería el mayor vehículo de minería nunca construido, de quince metros de largo y totalmente mecanizado, con un motor de vapor comprimido. Incluiría tres cabezales de perforación y corte, situados en la parte delantera del vehículo; además, un sistema de dispositivos de excavación espirales colocados en la parte trasera y los costados apartaría el hielo, la tierra o las rocas de la ruta de excavación. Con meticulosos refuerzos y los debidos blindajes, el artefacto sería capaz de excavar en una ruta casi perfectamente vertical u horizontal, dependiendo de los deseos del que ocupase el asiento del conductor. Su precisión sería algo nunca visto, y su capacidad establecería los estándares futuros de los artefactos que lo siguieran.

Pero aún no había sido construido.

El inventor, un hombre llamado Leviticus Blue, convenció a los rusos para que le anticiparan una cantidad suficiente para reunir las piezas y financiar la fabricación de la fabulosa máquina de excavación Boneshaker del doctor Blue. Pidió seis meses, y prometió una prueba de exhibición pública.

Leviticus Blue cogió el dinero, volvió a su casa en Seattle y comenzó a construir la formidable máquina en su sótano. Pieza a pieza ensambló el artefacto, lejos de los ojos de sus conciudadanos, y cada noche los sonidos de las misteriosas herramientas del doctor sobresaltaban a sus vecinos. Pero por fin, mucho antes de agotar el plazo acordado de seis meses, el inventor declaró que su gran obra estaba terminada.

Lo que sucedió a continuación sigue siendo objeto de debate.

Puede que solo fuera un accidente, una terrible avería o una pieza mal ensamblada, o quizá no fuera nada más que una confusión, o una mala elección de los tiempos, o cálculos mal hechos. Pero también es posible que se tratara de algo premeditado, diseñado para hacer saltar por los aires el corazón de la ciudad con una desmedida violencia y una avaricia mercenaria.

Puede que nunca sepamos qué motivó al doctor Blue.

A su modo, era un hombre avaricioso, pero no más que cualquier otro; y es posible que solo deseara ganar la recompensa y salir corriendo, con un poco de dinero extra en el bolsillo para financiar una huida a mayor escala. El inventor se había casado recientemente (y se rumoreaba que su esposa era alrededor de veinticinco años menor que él), y hubo muchas especulaciones respecto a si ella tuvo algo que ver en las decisiones tomadas por su marido. Quizá lo animó a huir, o quizá quería casarse con un hombre más joven. O quizá, como ella misma mantuvo durante mucho tiempo, no sabía nada en absoluto.

Lo que sí sabemos es esto: la tarde del 2 de enero de 1863, algo terrible surgió del sótano y provocó el caos en su camino desde el domicilio en Denny Hill al distrito financiero del centro, y después regresó a casa de nuevo.

Los testigos no se ponen de acuerdo, y muy pocos pudieron ver la increíble máquina perforadora Boneshaker con sus propios ojos. Su rumbo la llevó bajo tierra y colina abajo, atravesando los terrenos situados más allá de los lujosos hogares de los acaudalados marinos y los magnates de la minería, bajo las llanuras embarradas donde descansaban los aserraderos, bajo los depósitos de los grandes almacenes y los comercios de productos femeninos, bajo las farmacias, y sí… también los bancos.

Cuatro de los mayores bancos, que estaban situados en fila, todos juntos… los cuatro fueron derruidos cuando sus cimientos se convirtieron en papilla. Sus muros temblaron, se abombaron y cayeron. Sus suelos se colapsaron, y de repente su espacio lo ocuparon los tejados en su caída. Entre los cuatro bancos, tenían más de tres millones de dólares, acumulados gracias a los mineros de California, que habían canjeado sus lingotes por efectivo y se habían dirigido hacia el norte en busca de más.

Muchos inocentes murieron bajo los escombros mientras esperaban para hacer depósitos o retirar dinero. Muchos otros murieron fuera, en la calle, aplastados por los muros, cuando estos cedieron y se derrumbaron.

Los ciudadanos trataron de ponerse a salvo, pero ¿cómo? La misma tierra se abrió y los engulló en todos los puntos donde el túnel creado por el artefacto era demasiado poco profundo para mantener en pie el suelo. La calle se dobló sobre sí misma como una alfombra que uno agita para limpiarla. Se desplazaba de un lado a otro, a latigazos. Y en todos los puntos por los que pasó la máquina se oían los ruidos de derrumbes subterráneos provocados por su paso.

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