Zeke se estremeció.
—Ya te digo. —Después, preguntó—: ¿Adónde vamos?
—Abajo. Bajo la vieja estación que nunca existió. —Miró a Zeke de arriba abajo, fijándose en su pelo enmarañado y sus ropas viejas—. Seguro que te parecen unas instalaciones excepcionales.
—¿Excepcionales?
—Claro. Hemos creado un hogar aquí abajo. Puede que te lleves una sorpresa.
—La mayoría de lo que he visto aquí abajo tenía un aspecto bastante cutre y viejo —dijo Zeke.
—Ah, pero aún no has estado en la estación, ¿verdad?
—No, señor.
—Bien, pues deja que sea el primero en darte la bienvenida. —Fue hacia el muro, donde tiró de otra palanca.
En algún lugar que Zeke no podía ver, repiquetearon cadenas, y giraron engranajes. Y enfrente de él, el muro se deslizó de costado, descubriendo una espléndida sala al otro lado, llena de luz.
También estaba llena de mármol y bronce, y de sillas de madera barnizada con cojines de pana. El suelo era un mosaico de baldosas y metal. Arrancaba reflejos de todas las superficies, de todos los espejos y de todas las velas. Sin embargo, cuanto más miraba Zeke a las luces, más se convencía de que quizá no fueran llamas en absoluto; que quizá fueran otra cosa. Después de todo, el precioso techo curvado no estaba manchado de quemaduras ni de hollín.
Cuando recuperó el aliento, y cuando el muro recuperó su posición, sin fisuras, a su espalda, Zeke preguntó:
—¿Qué son esas luces? ¿Cómo generan luz? No huelo a gas, y no veo humo.
—Esas luces son el futuro. —Era una respuesta críptica, pero no impertinente o arrogante—. Por aquí. Te prepararé una habitación, y un baño. Le preguntaré al doctor si hay algo de ropa para ti, y te traeré algo de comida y agua. Me parece que te hace falta un buen descanso, chico.
—Gracias —dijo Zeke sin sentirlo de veras. Pero le gustaba la idea de comer algo, y tenía más sed de la que había tenido en toda su vida, aunque no se había dado cuenta hasta que el otro habló de agua—. Este sitio es muy bonito —añadió—. Tenías razón. Estoy sorprendido. Impresionado.
—Le resulta sencillo ser un lugar bonito. Nadie lo ha tratado como si fuera una estación de tren. No estaba acabado cuando llegó la Plaga. El doctor y yo terminamos algunas partes, como este vestíbulo, con los materiales que ya habían traído para construirlo. Era casi perfecto, pero necesitaba algunas modificaciones. —Señaló al techo, donde había instalados en fila grandes conductos con aspas. En ese momento no estaban girando, pero Zeke pensó que, de estar encendidos, habrían producido un sonido fantástico.
—¿Eso es para el aire?
—Así es. Las aspas giran solo unas pocas horas al día, no necesitan más. Traemos el aire de arriba, por encima de la ciudad y de la Plaga. Conectamos tubos y mangueras por el exterior del muro —dijo—. Por eso se puede respirar aquí dentro. Pero esta zona no es donde hacemos vida; las habitaciones, cocinas y aseos están por aquí.
Zeke lo siguió casi con impaciencia, ansioso por descubrir nuevas maravillas. Pero reparó, antes de que lo guiaran al otro lado de la reluciente sala con su techo alto y sus sillas acolchadas, en que había una puerta al otro extremo de la habitación. Estaba sellada como las otras, pero también tenía vigas de hierro y pesados cerrojos.
Yaozu guió a Zeke hacia una plataforma del tamaño de una letrina y tiró de una puerta baja que estaba cerrada, y después tiró de un asa en una cadena. De nuevo, el sonido del metal desplegándose resonó lejanamente.
La plataforma cayó, no como la aeronave estrellada, sino como un amable artefacto que tenía que cumplir una misión.
Zeke sostuvo la puerta y se aferró a ella.
Cuando la plataforma se detuvo, Yaozu sostuvo la puerta y puso la mano sobre el hombro de Zeke, guiándolo hacia la derecha, por un pasillo alineado con otras cuatro puertas, dos a cada lado. Todas estaban pintadas de verde, y todas tenían incrustada una lente grande como una moneda de penique, parar mirar afuera desde dentro y parar mirar adentro desde fuera.
La puerta más alejada se abrió sin necesidad de manipular el cerrojo, lo que confundió a Zeke un tanto. ¿Resultaba reconfortante saber que no querían encerrarlo? ¿O más bien era una mala señal, dado que implicaba que no iba a tener ninguna intimidad?
La habitación, eso sí, era más agradable que ninguna que hubiera visto antes, con gruesas mantas sobre una cama con un pesado colchón, y perfectamente iluminada por lámparas que colgaban del techo o que reposaban en las mesillas junto a la cama. Había cortinas largas que colgaban de una vara en el extremo más alejado de la habitación, lo que le resultó extraño.
Se quedó mirándolas hasta que Yaozu dijo:
—No, claro que no hay ventanas. Estamos a dos pisos bajo tierra. Pero al doctor le gusta cómo quedan las cortinas. Bueno, ponte cómodo. Hay una palangana en la esquina. Úsala. Le diré al doctor que estás aquí, y te echará un vistazo a la herida.
Zeke se lavó la cara en la palangana, y la suciedad de su rostro prácticamente convirtió el agua en barro. Cuando estuvo ya limpio, al menos tanto como podía llegar a estarlo, recorrió la habitación y tocó todas las cosas bonitas que veía, lo que le llevó un buen rato. Yaozu tenía razón; no había ventana, ni siquiera un muro de ladrillos, al otro lado de las cortinas. Tan solo otro pedazo desnudo de muro cubierto con el mismo tapiz que todo lo demás.
Comprobó el picaporte.
Giró fácil. La puerta se abrió, y Zeke asomó la cabeza al pasillo, donde no vio nada ni a nadie salvo unos cuantos muebles solitarios junto a la pared y una alfombrilla de moqueta que recorría todo el pasillo. La plataforma ascendente y descendente seguía inmóvil, y su puerta estaba abierta.
El mensaje era claro: podía marcharse si era capaz de averiguar cómo hacerlo, y si realmente lo deseaba. O al menos esa es la impresión que esperaban provocar. Por lo que Zeke sabía, quizá saltaría una alarma en cuanto subiera a la plataforma, y empezarían a dispararse flechas envenenadas desde mil direcciones a la vez.
Dudaba que eso ocurriera, pero no estaba tan seguro como para arriesgarse.
Y entonces se fijó en que Yaozu se había llevado su máscara, y comprendió algo mejor la situación.
Se sentó en el borde de la cama. La superficie parecía más suave y más gruesa que un colchón de plumas, y rebotaba bajo su cuerpo cuando se movía. Seguía teniendo mucha sed, pero había ensuciado la única agua que había en la habitación. Le dolía la cabeza, pero no sabía qué podía hacer al respecto. Aún tenía hambre, pero no veía comida por ningún sitio, y, a decir verdad, estaba más exhausto que hambriento.
Se echó en la cama sin descalzarse. Encogió las rodillas, abrazó la almohada más cercana y cerró los ojos.
Briar se retiró para lavarse, y cuando regresó, Lucy estaba sentada en una silla con el brazo extendido sobre la mesa. El brazo estaba rodeado de tornillos, pernos y engranajes. Un muchacho asiático que no parecía mucho mayor que Ezekiel estaba aplicando un poco de aceite a la muñeca; en la otra mano tenía unas enormes pinzas.
Miró a Briar a través de unos elaborados anteojos con lentes ajustables e intercambiables anexas a las esquinas del artefacto.
—¡Briar! —dijo Lucy, bienhumorada, aunque tuvo cuidado de no mover el brazo—. Este es Huojin, pero yo lo llamo Huey, y no parece importarle.
—No, señora —dijo el chino.
—Hola… Huey —le dijo Briar—. ¿Qué tal con el brazo?
El muchacho apuntó con la cabeza a la maquinaria desperdigada sobre la mesa, para que las lentes visualizaran más eficazmente su espacio de trabajo.
—Ni mal ni bien. Este brazo es un artefacto estupendo, pero yo no lo inventé, ni lo construí. Tengo que familiarizarme con él —dijo. Tenía algo de acento, pero no demasiado, así que era sencillo entenderlo—. Si tuviera los tubos de cobre que necesito, creo que conseguiría que funcionara perfectamente otra vez. Pero he tenido que improvisar.
—Improvisar. ¿Has oído eso? —rió Lucy—. Lee libros en inglés, y, cuando era un niño, solía practicar hablando con nosotros. Ahora habla mucho mejor que la mayoría de los hombres que conozco.
Briar se preguntó qué estaría haciendo un niño en ese mundo subterráneo. Estuvo a punto de preguntarlo en voz alta, pero pensó que quizá no fuera asunto suyo, así que prefirió no hacerlo.
—Bueno, me alegro de que te esté ayudando —dijo—. ¿Puedes contarme algo más de esa marca que han dejado en la puerta de Maynard’s? ¿Qué significa?
Lucy negó con la cabeza.
—Significa que a Minnericht le gusta marcar su territorio como si fuera un perro, meándose encima. Me pregunto por qué lo hizo en Maynard’s. Nos ha dejado tranquilos durante bastante tiempo; puede que haya pensado que era el momento de armar un poco de lío para que no nos relajemos. O quizá Squiddy aún le deba dinero.
—Swakhammer cree que quizá alguno de los hombres de Minnericht me vio. Puede que el doctor esté enfadado porque fui a Maynard’s sin ir a visitarlo antes.
Lucy no respondió. Fingió observar a Huey mientras el muchacho cerraba el panel de su brazo y lo sellaba de nuevo. Por fin, dijo:
—Puede ser. Tiene ojos en todas partes, el condenado. Y no podía simplemente tocar a la puerta y dejar una nota, cielos, no. En lugar de eso tiene que enviar a los muertos, cansarnos un poco y quizá matar a uno o dos de nosotros de paso para dejar claro quién manda. Me pregunto qué le parecería si fuéramos a la estación y le rompiéramos todos los cerrojos. Que se enfrente él a los muertos a la puerta de su casa. Sería un acto de guerra. Y puede que nos viniera bien un acto de guerra.
Huey envolvió su obra y apretó el último tornillo. Se echó hacia atrás y tiró del pesado artefacto de cristal que llevaba atado a la frente. Las cintas se quedaron atrapadas tras las orejas y luego se soltaron con un chasquido.
—Ya está, señora O’Gunning. Ojalá pudiera hacer algo más, pero me temo que eso es todo de lo que soy capaz.
—Cielo, es estupendo. Ojalá pudiera agradecértelo como es debido. Si necesitas algo, lo que sea, dímelo. La próxima vez que los piratas vengan por aquí, puedo pedirles algo para ti.
—¿Más libros? —preguntó Huey.
—Más libros. Tantos como puedan traer —prometió Lucy.
El muchacho reflexionó unos segundos y dijo:
—¿Cuándo volverá la Naamah Darling? ¿Lo sabes?
—No tengo ni idea, cariño. ¿Por qué? ¿Quieres dejar un mensaje para Fang?
—Sí, señora —dijo el chico—. Quiero algunos libros en chino, y él sabría dónde conseguirlos. Y también sabrá qué libros son buenos.
—Se lo diré. Intentaré ir por la torre el martes, y se lo pediré por ti. —Lucy acarició con cuidado el cabello del chico con los dedos, y, aunque estaban algo rígidos, el gesto resultó tan amistoso como pretendía—. Eres un buen chico, Huey. Y además, inteligente.
—Gracias, señora —dijo el otro, y, con una reverencia, se marchó de vuelta hacia los pasillos de la cripta.
—Sí que habla bien —dijo Briar.
—Ojalá pudiera decir que es gracias a mí, pero me temo que no es así. Solo le di lo que tenía y dejé que aprendiera por sí mismo. —Torció el brazo a izquierda y derecha, y luego arriba y abajo—. ¿Sabes? —dijo—, creo que esto bastará por el momento. No es perfecto, pero está bastante bien.
—¿Significa eso que ya no quieres ir a ver a Minnericht? —preguntó Briar.
—Puede que sí, o puede que no —dijo Lucy—. Veamos qué tal funciona el brazo dentro de unas horas. ¿Y qué hay de ti? ¿Aún te interesa ir hasta King Street para conocerlo?
—Creo que sí —respondió Briar—. Además, si Swakhammer tiene razón, no podréis esconderme para siempre. Sabe que estoy aquí abajo, en algún sitio, y seguirá intentando encontrarme a menos que vaya allí y me presente. No quiero causaros problemas, Lucy.
—Estamos acostumbrados a los problemas, cielo. Los tenemos a diario, y si no fuera por ti, estaría molestándonos por otra cosa. Te diré qué vamos a hacer. He avisado a Squiddy, y le he preguntado si quiere llevarte al distrito financiero. Se conoce esa zona mejor que nadie, te lo aseguro. Si tu chico está por allí, él lo encontrará.
Briar arqueó las cejas.
—¿De verdad? —Trató de recordar a cuál de los habituales del Maynard’s se refería—. ¿El hombre delgado con patillas y barba?
—Ese. Está un poco loco, pero aquí abajo todos lo estamos. Bien, escucha: cuando tenía la edad de Huey, e incluso antes de eso, Squiddy era un pequeño delincuente. Antes de que levantaran los muros, estaba trabajando en un plan para entrar por la fuerza en los bancos. Hizo todo tipo de planes, y aprendió dónde estaban todos los huecos y las entradas… y creo que, cuando la Boneshaker se le adelantó, se enfadó bastante. —Movió el brazo de nuevo y entrecerró los ojos—. Pero no me entiendas mal, es un buen tío. Es inteligente, a su manera, y le gusta echar una mano. No te dejará tirada ni te tomará el pelo.
—Muy reconfortante —dijo Briar.
—A mí me lo vas a decir. Bueno, deberías darte prisa. Pronto se hará de noche. De hecho, en esta época del año hay muy poca luz, así que ve a buscar a Squiddy y echa un vistazo mientras aún puedas. Te está esperando, ya le pedí que te llevara a dar una vuelta, y le pareció bien.
Briar encontró a Squiddy jugando a las cartas con Willard y Ed.
Squiddy torció la mano y tocó su sombrero a modo de saludo. Briar no sabía si debía hacer lo mismo en respuesta. De modo que asintió y le dijo:
—Hola. Lucy me ha dicho que serías tan amable de llevarme a echar un vistazo al distrito financiero durante una hora o dos, muy rápido, antes de que se ponga el sol.
—No hay problema. No me importa trabajar en el día del Señor. Solo tengo que coger mis cosas.
Squiddy Farmer era un hombre enjuto de la barbilla a los pies que vestía con estrechos pantalones y un jersey con botones tan ceñido que se podían contar sus costillas. Acompañaba el modelo un suéter de lana, y aunque era tan largo que le llegaba a las caderas, el cuello apenas dejaba espacio suficiente para que saliera por él su cabeza. Le clareaba el pelo, escaso, que parecía un aliño de sal y pimienta, y lucía pobladas patillas.
Sonrió, mostrando un juego de dientes prácticamente completo que no limpiaba muy a menudo. De una mesilla situada por detrás de aquella en la que repartían las cartas, cogió un casco redondeado con una abertura en la parte delantera.
Cuando vio cómo Briar lo miraba, totalmente perdida, dijo: