Zeke estaba seguro de que iba a vomitar de nuevo, y no podía hacer nada por evitarlo, pero no tuvo tiempo de hacerlo. El vientre de la nave chocó con el suelo, con dureza, y estuvo a punto de rebotar, aunque en lugar de eso se quedó atrapado en un surco y comenzó a cavar una trinchera que comenzaba en un muro y que continuó durante otros cuarenta metros hasta que el pesado artefacto frenó su avance gracias a la hierba que encontró en su camino.
Cuando el mundo dejó de tambalearse y la nave se paró, casi como si la hubieran aparcado de costado, Zeke se puso en pie trabajosamente y se llevó la mano a la cabeza.
Había algo caliente por dentro de su guante, y supo sin mirar que se trataba de sangre. Podía sentir el corte en su piel, afilado y palpitante. Sabía que debía de tener un aspecto horrible. Quizá se había matado golpeándose la cabeza contra el muro, o la puerta, o lo que quiera que fuera que había golpeado durante el accidentado descenso. ¿Qué le parecería a su madre, recibir la noticia de que su hijo había muerto en un accidente aéreo, en algún lugar dentro de la ciudad amurallada, donde no se le había perdido nada y no había ninguna excusa para su imprudencia?
Trató de resignarse, pero se armó, en lugar de eso, de lástima por sí mismo que se entremezclaba con el punzante dolor que sentía. Sus pies se negaban a adherirse al suelo. Se tambaleó, rodeando con una mano su sangrante cabeza, y con la otra extendida para no perder el equilibrio, o quizá para buscar una salida.
La nave había aterrizado con una notable inclinación a la izquierda que había aplastado la entrada lateral por la que había accedido Zeke. Estaban todos atrapados, a efectos prácticos.
O eso pensaba, hasta que la escotilla del vientre de la nave mostró una prometedora rendija al exterior.
La sonrisa de Lucy se desvaneció y se convirtió en una tensa y delgada línea que parecía estar a punto de formular una pregunta:
—¿Te importa que te pregunte una cosa?
—Claro —dijo Briar. Masajeaba su dolorida mano bajo las polvorientas sábanas. Olían a limpio, pero también a viejo, como si las guardaran en un armario y las usaran muy raramente—. Si luego yo puedo hacerte otra.
—Trato hecho. —Lucy aguardó a que tocara a su fin un silbante soplo de vapor, y eligió las palabras con mucho cuidado—. No sé si Jeremiah te ha dicho algo o no, pero aquí abajo hay un hombre… Lo llamamos doctor Minnericht, pero no sé si ese es su nombre de verdad o no. Es el hombre que me fabricó este brazo.
—Puede que el señor Swakhammer lo mencionara.
Lucy se acurrucó aún más bajo su manta y dijo:
—Bien. Es un científico. Un inventor que apareció por aquí poco después de que levantaran el muro. No sabemos de dónde vino exactamente, y no sabemos qué problema tiene. Siempre lleva máscara, incluso en los lugares donde hay aire limpio, así que no sabemos qué pinta tiene. Es muy inteligente. Se le dan muy bien los artefactos mecánicos como este. —Meneó el hombro de nuevo.
—Y los raíles, y Daisy.
—Sí, eso también. Es todo un personaje. Puede crear algo a partir de nada. Yo nunca había visto algo parecido. —Añadió una palabra más, una palabra que apuntaba claramente a una pregunta que Briar no tenía ninguna intención de contestar—: Casi.
Briar se giró y se apoyó en el codo.
—¿Adónde quieres ir a parar con esto, Lucy?
—Venga, no te hagas la tonta. No lo eres. ¿No te lo habías preguntado?
—No.
—¿Ni siquiera una vez? Es una coincidencia enorme, ¿no crees? Se habla mucho aquí abajo de que podría ser…
—No lo es —dijo Briar enseguida—. Te lo prometo.
Y Lucy bajó la vista, no por la fatiga sino con una especie de astucia que hizo que Briar sospechara de sus intenciones, aunque creía que no tenía motivos para desconfiar. Lucy siguió hablando:
—Es mucho prometer, viniendo de alguien que nunca ha visto al doctor.
Briar estuvo a punto de replicar, con brusquedad: «No necesito verlo». Pero en lugar de eso dijo, lentamente, y midiendo cada una de sus palabras bajo la atenta mirada de Lucy:
—No sé quién es ese doctor Minnericht, pero no puede ser Leviticus. Para empezar, Levi era un viejo loco, un loco cruel que habría venido a por mí si hubiera estado vivo todo este tiempo. O al menos habría ido a por Zeke.
—¿Tanto te quería?
—¿Quererme? No. No me quería. No lo creo. Quizá creía que era de su propiedad, eso sí. Solo soy otra de las cosas que le pertenecen, sobre el papel. Zeke es otra de las cosas que le pertenece, por sangre. No. —Negó con la cabeza. Bajó el codo y se echó de nuevo con todo su cuerpo sobre el colchón, aplastando la almohada de plumas con la mejilla—. Haría algo. Estoy segura. Vendría a por nosotros, aunque nosotros ya no quisiéramos nada con él.
Lucy asimiló esta información, pero Briar no pudo interpretar de qué manera se la había tomado por lo que veía en su rostro.
—Supongo que lo conocías mejor que nadie.
—Supongo que sí —dijo Briar—. Pero a veces me parecía como si no lo conociera en absoluto. La gente puede engañarte muy fácilmente. Y yo era muy tonta, así que le fue muy fácil engañarme.
—Solo eras una niña.
—Tanto da. El resultado es el mismo. Pero ahora es mi turno. Me toca hacer una pregunta.
—Dispara —dijo Lucy.
—Vale. No tienes que responder si no quieres.
—No pasa nada. Puedes preguntar lo que quieras, no tengo nada de qué avergonzarme.
—Mejor. Porque mentiría si dijese que no me preguntaba por lo de tus brazos. ¿Cómo los perdiste?
Lucy recuperó la sonrisa.
—No me importa. No es ningún secreto. Perdí el derecho cuando tratábamos de huir. Cuando teníamos que huir, porque si no lo hacíamos, moriríamos, o algo peor.
»Estaba al otro lado de la plaza, más cerca de los barrios bajos que de la bonita colina en la que vivías tú. Con mi marido, Charlie. Teníamos un local donde iba mucha gente, sobre todo hombres. Piratas y pescadores los que más, con sus abrigos grasientos, buscadores de oro con sus cacerolas de hojalata tintineando a la espalda… Venían a comer algo. Lo siento, debería habértelo dicho antes. No era un burdel ni nada por el estilo. Teníamos un pequeño bar, más pequeño que Maynard’s y la mitad de bonito.
»Lo llamábamos La foca consentida, y nos iba muy bien. Servíamos sobre todo guisos y licores, y pescado escalfado o frito en sándwiches. Los dos lo llevábamos, Charlie y yo, y no era perfecto, pero estaba bastante bien.
Se aclaró la garganta.
—Así que hace dieciséis años esa estúpida máquina llegó arrasándolo todo colina abajo, cavando una madriguera bajo la ciudad. Esa parte ya la conoces. Sabes todo lo que arrasó, y probablemente sepas mejor que nadie si fue o no la Boneshaker la que provocó la Plaga. Si alguien lo sabe, eres tú.
Briar dijo en voz baja:
—Pero no lo sé, Lucy. Así que supongo que nadie lo sabe.
—Minnericht cree saberlo —dijo la otra, cambiando momentáneamente de tema—. Cree que la Plaga tiene algo que ver con la montaña. Dice que Rainier es un volcán, y que los volcanes generan gases venenosos, y que si no los expulsan, el gas se queda bajo tierra. A menos que algo lo destroce todo y lo deje salir.
Briar pensó que era una teoría tan buena como cualquier otra, y lo dijo:
—No sé nada de volcanes, pero eso tiene sentido.
—No tengo ni idea. Es solo lo que dice el doctor Minnericht. Puede que esté como un cencerro, pero es imposible saberlo. Me hizo este brazo, así que le debo algo, aunque también haya causado problemas.
—Así que Charlie y tú… —comenzó Briar, dándole el pie. No quería saber nada más de Minnericht, al menos de momento. Tan solo oír ese nombre la hacía sentirse inquieta, y no sabía por qué. Sabía que no era Leviticus, aunque no podía decirle a Lucy por qué estaba tan segura. Pero eso no importaba demasiado; ese hombre podía haber sido perfectamente el fantasma de Levi, si la gente aún creía en él.
—Ah, sí —dijo Lucy—. Bueno, la Plaga se abrió paso por toda la ciudad y hubo que huir. Pero yo estaba en el mercado comprando cuando todo empezó, y estalló el pánico. Y Charlie estaba en el local. Llevábamos diez años casados, y no quería dejarlo, pero los agentes me obligaron. Me cogieron y me sacaron de la ciudad como si fuera una vagabunda borracha que ocupa demasiado espacio en la acera.
»Ya estaban construyendo muros, esos con pedazos de tela tratada con cera y aceite. No funcionaban demasiado bien, pero eran mejor que nada, y había mucha gente trabajando para levantarlos. En cuanto pude, un par de días después de que pasara lo peor, me puse una máscara y los atravesé, para volver con Charlie.
»Pero, cuando llegué allí, no pude encontrarlo. El local estaba vacío y las ventanas rotas. La gente había tirado cosas dentro y estaban robando. No podía creerlo, ¡robando en un momento como ese!
»Así que fui adentro y grité su nombre una y otra vez, y él respondió desde la parte trasera. Salté el mostrador y fui a la cocina, y allí estaba él, lleno de mordeduras y cubierto de sangre. La mayoría de la sangre no era suya. Había disparado a tres de los podridos que habían tratado de derribarlo, ya sabes cómo lo hacen, son como lobos atacando a un ciervo, y estaba solo con los cadáveres, pero estaba muy mal. Le faltaba una oreja y parte del pie, y tenía la garganta medio arrancada.
Suspiró y se aclaró la garganta de nuevo.
—Se estaba muriendo, y se estaba convirtiendo. No sabía qué iba a pasarle antes. Entonces no sabíamos cómo funcionaba, así que no sabía que no tenía que acercarme a él. Tenía la cabeza como suelta, y sus ojos empezaban a coger ese color entre amarillo y gris…
»Traté de levantarlo, pensando que quizá podría llevarlo al hospital. Fue una estupidez. A esas alturas ya lo habían cerrado todo, y no había adónde ir en busca de ayuda. Pero lo puse en pie. No era muy grande, y yo no soy precisamente menuda.
»Entonces empezó a luchar conmigo; no sé por qué. Me gusta pensar que sabía que era el fin, y estaba intentando mantenerme a salvo alejándome de él. Pero yo no dejé que lo hiciera. Estaba decidida a ponerlo a salvo, costase lo que costase. Y él estaba tan decidido como yo a quedarse allí.
»Caímos juntos, sobre el mostrador, y cuando lo puse en pie de nuevo, ya no estaba. Había empezado a quejarse y a aullar. Le habían dado tantos mordiscos que el veneno estaba empezando a meterse en su cuerpo.
»Y entonces ocurrió. Fue cuando me mordió.
»Solo me mordió el dedo pulgar, y apenas atravesó la piel, pero fue suficiente. Entonces supe que ya estaba perdido, incluso más que cuando sus ojos se vidriaron y su aliento empezó a apestar como un animal muerto tirado en la calle. Charlie nunca me habría hecho daño. —Se aclaró la garganta de nuevo, pero no estaba llorando. Sus ojos se mantuvieron secos, relucientes a la luz de las velas.
Las tuberías silbaron de nuevo, y aprovechó para tomarse un respiro.
—Debería haberlo matado —prosiguió—. Se lo debía, pero tenía demasiado miedo, y me he odiado a mí misma desde entonces… Pero eso ya no tiene arreglo. En fin, el caso es que corrí hacia las Afueras y encontré una iglesia donde me dejaron echarme a llorar.
—Pero el mordisco…
—El mordisco —dijo Lucy—. Sí, el mordisco. El mordisco empezó a pudrirse, y después a extenderse. Tres de las monjas me ayudaron a echarme y un sacerdote hizo la primera amputación.
Briar se estremeció.
—¿La primera?
—Sí. La primera no fue suficiente. Solo me cortaron la mano, hasta la muñeca. La segunda vez volvieron con la sierra y cortaron por encima del codo, y la tercera perdí el brazo hasta el hombro. Eso bastó. Cada una de las veces estuve a punto de morir. Cada vez la herida permaneció roja y caliente durante semanas, y deseé que la enfermedad me llevase, o que alguien me pegara un tiro, porque estaba demasiado débil para hacerlo yo misma.
Vaciló, o quizá solo estaba cansada.
Pero Briar preguntó:
—Y después ¿qué ocurrió?
—Después me puse mejor. Tardé bastante tiempo, alrededor de un año y medio, en volver a ser yo misma. Y después solo podía pensar en una cosa: tenía que volver y encargarme de Charlie. Aunque eso significara dispararle entre los ojos, se lo debía.
—Pero a esas alturas ya habían levantado el muro.
—Sí. Aunque hay más de una manera de entrar, como ya sabrás. Vine a través del túnel de desagüe, igual que tu hijo. Y acabé quedándome.
—Pero… —Briar negó con la cabeza—. ¿Qué hay de la otra mano? ¿Y del reemplazo?
—¿La otra mano? Oh. —Se removió de nuevo en la cama, y las plumas del colchón susurraron al rozar la manta. Bostezó, con la boca muy abierta, y aprovechó para apagar la vela junto a su cama de un soplido—. La otra mano la perdí unos dos años después, aquí abajo. Uno de los hornos nuevos explotó; mató a tres de los chinos que trabajaban con él, y dejó ciego a otro. La mano se me quedó atrapada bajo un pedazo de metal al blanco, y eso fue todo.
—Cielos —dijo Briar. Se inclinó hacia delante y apagó su vela—. Es terrible. Lucy, lo siento mucho.
—No es culpa tuya —dijo Lucy, hablándole a las tinieblas—. No es culpa de nadie, salvo mía por quedarme aquí abajo todo este tiempo. Y a esas alturas ya estaba por aquí el doctor, y él me fabricó el brazo.
Briar oyó el sonido de piernas cruzándose bajo la franela.
Lucy adornó un nuevo bostezo con una nota alta, casi satisfecha, parecida al silbido de una tetera.
—Le llevó bastante tiempo decidir cómo iba a hacerlo. Dibujó un montón de planos. Para él era un juego, recomponerme como si fuera un puzle. Y cuando terminó, y estaba listo para ponérmelo, me lo enseñó, y cuando lo vi quise morirme. Parecía tan pesado, y tan raro. Pensé que nunca podría soportar su peso, mucho menos vivir con él.
»Tampoco me dijo cómo planeaba hacerlo funcionar. Me dio algo para beber, y yo lo acepté. Me apagué como una vela, y me desperté gritando. El doctor y uno de sus ayudantes me sostenían con fuerza. Me habían atado a un tablero como si fueran a operarme, y estaban haciéndome un agujero en el hueso con un taladro para madera.
—Cielo santo, Lucy…
—Era peor que las otras veces, y peor que perder los brazos. Pero ahora, bueno… —Debió de girar sobre sí misma, o quizá intentó mover el brazo de nuevo, puesto que cencerreó bajo la manta, al golpear su pecho—. Ahora me alegro de tenerlo. Aunque me costara muy caro.
Briar oyó un matiz algo ominoso en las últimas palabras de Lucy antes de dormirse, pero era tarde y estaba demasiado agotada para hablar de ello. Había pasado la práctica totalidad de su tiempo entre los muros huyendo, trepando o escondiéndose, y aún no había encontrado ni rastro de Zeke, que, por lo que sabía, quizá estuviera muerto ya.