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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (28 page)

Zeke le preguntó a Angeline, en voz baja:

—¿Los conoce bien?

—Lo suficiente.

—Bueno, despegaremos en unos minutos —dijo el capitán. A Zeke le pareció que su voz sonaba como la de alguien que trataba de no parecer agitado.

El primer oficial Parks miró por la ventana, o al menos intentó hacerlo, puesto que la nave se interponía en su camino. Intercambió miradas con el capitán, que movía los brazos en ademán de urgencia, como si todo el mundo debiera darse prisa.

—¿Cuánto nos queda? —preguntó.

El señor Guise, un hombre de aspecto aseado, pantalones doblados sobre el tobillo y camiseta interior, dijo:

—Ya podemos volar, creo. Carguemos y en marcha.

La princesa Angeline contemplaba la escena con gesto de preocupación, que disfrazó de optimismo cuando se dio cuenta de que Zeke la estaba mirando y adivinando con éxito su estado de ánimo.

—Es la hora —dijo—. Y me ha gustado conocerte, Zeke. Pareces un buen chico, y espero que tu madre no te dé muchos azotes. Vete a casa. Puede que volvamos a vernos algún día.

Por un momento Zeke pensó que iba a darle un abrazo, pero no lo hizo. Tan solo se alejó, de vuelta al pasillo, donde desapareció escaleras abajo.

Zeke se quedó de pie como un pasmarote en medio de la estancia de ventanas rotas que contenía la nave de guerra desvencijada.

Nave de guerra.

Esas palabras dieron vueltas en su cabeza, y no sabía por qué. La Clementine era solo un dirigible, un batiburrillo de parches y pedazos unidos para conformar una máquina que podía volar sobre las montañas para transportar mercancías. De modo que quizás, se le ocurrió, había algún segmento de algo más robusto incorporado en ese casco negro como el hollín.

Le preguntó al capitán, que estaba guardando sus herramientas en una bolsa de cuero cilíndrica lo bastante grande para contener a un hombre entero:

—¿Señor? ¿Dónde debería…?

—Donde quieras —respondió el otro apresuradamente—. La princesa pagó tu pasaje, y confía en nosotros. Es una vieja, seguro, pero no me gustaría enfadarla. Me gustan mis entrañas justo donde están, muchas gracias.

—Em… gracias, señor. ¿Voy… adentro?

—Sí, hazlo. Quédate cerca de la puerta. Tal como están las cosas, vamos a tener que dejarte caer desde un poco más alto de lo que nos gustaría.

Zeke abrió mucho los ojos.

—¿Vais a… a dejarme caer de la nave?

—Te pondremos una cuerda antes. No dejaremos que te golpees muy duro, tranquilo.

—Bueno —dijo Zeke, aunque no le parecía que el capitán estuviese bromeando, y el miedo empezaba a debilitarlo.

De igual modo que la preocupación de Angeline, la impaciencia y los nervios de los atareados tripulantes empezaban a resultar contagiosos. Algo en sus movimientos había adquirido aún más frenetismo cuando Angeline se marchó, dando a Zeke la impresión de que habían estado fingiendo un poco delante de ella.

Apoyado contra el costado del edificio firmemente, había un umbral en el casco abierto para que los tripulantes entraran y salieran. Zeke señaló el portal y el capitán asintió, animándolo a entrar.

—¡Pero no toques nada! Es una orden, chaval, y si la desobedeces será mejor que te salgan alas antes de que despeguemos. Si no, te quedarás sin cuerda.

—Entendido, entendido —dijo Zeke, levantando las manos—. No tocaré nada. Solo voy a quedarme ahí dentro de pie, y… —Se dio cuenta de que nadie le estaba escuchando, de modo que dejó de hablar y cruzó a pasos vacilantes el umbral.

El interior de la nave era lóbrego y frío, y no del todo seco, pero era más luminoso de lo que Zeke esperaba, puesto que, desperdigadas por toda la estancia, había pequeñas lámparas de gas montadas en los muros sobre brazos giratorios. Una estaba rota, y sus pedazos estaban tirados por el suelo.

Se enderezó y miró de un lado a otro, con cuidado de no tocar los complejos paneles de mando y las palancas desperdigadas por todos lados. Su madre solía decir que era mejor evitar cualquier tentación, y él seguía esa máxima a rajatabla.

La bahía de carga estaba abierta. Cuando Zeke metió la cabeza dentro, vio cajas apiladas en las esquinas, y bolsas colgando del techo. Su amigo Rector le había hablado de la manera en que se recogía la Plaga para procesarla, así que se imaginó para qué servían; sin embargo, en las cajas no había ninguna etiqueta, y no tenía ni idea de qué podrían contener. De modo que la Clementine no estaba transportando gas, sino otro tipo de cargamento.

Alguien soltó una llave inglesa, que golpeó sonoramente el suelo.

Zeke saltó hacia atrás como si le hubieran dado un puñetazo, aunque no había nadie cerca de él y nadie pareció notar que había abandonado el umbral junto al que le habían ordenado quedarse. Retrocedió rápidamente y se colocó junto a la puerta, donde el señor Guise y Parks estaban metiendo sus herramientas. Ninguno de ellos lo miró dos veces, aunque el capitán se quejó cuando trató de seguirlos.

—Vas a quedarte ahí, ¿no?

—Sí, señor.

—Buen chico. Hay una cinta encima de ti. Agárrate a ella. Vamos a despegar.

—¿Ahora? —Zeke se asomó.

El señor Guise cogió una chaqueta del respaldo de una silla y se la puso.

—Hace veinte minutos habría sido mejor, pero bastará.

—Más vale —se quejó Parks—. Los tendremos detrás enseguida —dijo. Después vio a Zeke con el rabillo del ojo, y no dijo nada más.

—Lo sé —dijo el capitán, que parecía estar de acuerdo con el pensamiento inacabado de Parks, fuera cual fuera—. Y Guise tendría que haber dicho cuarenta, no veinte. Y pensar que hemos desperdiciado una hora de ventaja.

Parks juntó los dientes con tanta fuerza que su mandíbula, visible bajo la máscara, parecía hecha de granito.

—No es culpa mía que los propulsores no estuviesen bien marcados. No choqué con la puta torre a propósito.

—Nadie dijo que fuera culpa tuya —dijo Brink.

—Mejor que nadie lo diga —gruñó Parks.

Zeke rió nerviosamente y dijo:

—Yo no, eso seguro.

Nadie le prestó atención. Los hermanos indios subieron a bordo y comenzaron de inmediato a cerrar el portal a golpes. La puerta redonda sucumbió finalmente a la fuerza de los cuatro brazos que tiraban de ella y encajó por fin en su lugar. Giraron y bloquearon una rueda en la compuerta, y todos adoptaron sus posiciones en la cubierta abarrotada.

—¿Dónde están los malditos conductos de vapor? —El señor Guise levantó la mano cerrada en un puño.

—Prueba en el panel izquierdo —dijo el capitán.

Guise se sentó en el asiento principal, que viró y se balanceó. Metió los pies bajo la consola y trató de acercar el asiento al panel de control, pero la silla no se movió.

Zeke retrocedió hacia el muro y se apoyó en él, con la mano alrededor de la cinta que colgaba por encima de su cabeza. Vio a uno de los hermanos indios mirándolo, no sabía cuál de ellos, de modo que dijo:

—Así que… ¿lleváis mucho tiempo usando esta nave?

—Ciérrale la boca al crío —dijo Parks sin girarse—. Me da igual cómo lo hagas, pero haz que se calle o lo haré yo.

El capitán iba de un lado a otro entre Zeke y Parks, y se acercó a Zeke, que ya balbuceaba:

—¡Estaré callado! Me callaré, lo siento. Solo… solo estaba charlando.

—Nadie quiere charlar contigo —le dijo el señor Guise.

El capitán estaba de acuerdo:

—Ten la boca cerrada y todo irá bien, y no tendré que rendir cuentas a esa vieja loca. No nos hagas tirarte sin una cuerda o una red, chaval. Lo haremos si no tenemos más remedio, y le diré que fue un accidente. No podrá demostrar lo contrario.

Zeke estaba seguro de que lo harían. Se hizo tan invisible como pudo, apoyando su huesuda espalda en los tableros y tratando de no ahogarse a causa del miedo.

—¿Entendido? —preguntó el capitán, mirándolo fijamente.

—Sí, señor —jadeó Zeke. Quería preguntar si podía quitarse la máscara, pero no quería arriesgarse a enojar a nadie más. Estaba seguro de que cualquiera de los presentes le habría disparado entre los ojos si tan solo decía «hola».

Los sellos de la máscara irritaban su piel, y las cintas presionaban tanto su cráneo que pensó que iba a salírsele el cerebro por la nariz. Zeke quería llorar, pero estaba demasiado asustado para sollozar siquiera, y suponía que era mejor así.

Guise se afanaba ante una fila de botones, golpeándolos casi aleatoriamente, como si no supiera qué hacía cada uno.

—No hay pasador para soltar esos malditos agarres. ¿Cómo demonios vamos a soltar…?

—No hemos atracado como de costumbre —le dijo Parks—. Estamos incrustados en la torre. Iremos afuera y las soltaremos a mano, si es necesario.

—No hay tiempo. ¿Dónde está el pasador del garfio? ¿Hay un kit que sirva por ahí? ¿Una palanca o algo así? Podemos soltar los ganchos para ganar estabilidad. ¿Cómo podemos desacoplarlos?

—¿Qué tal esto? —dijo Brink, y se inclinó sobre su primer oficial, extendiendo un pálido brazo con el que tiró de una palanca.

El sonido de algo crujiendo afuera alivió a todos los presentes dentro.

—¿Ya está? ¿Nos hemos soltado? —preguntó el señor Guise, como si los demás supieran algo que él no sabía.

La misma nave le respondió, oscilando en el orificio que ella misma había provocado en el costado de la torre a medio construir. Se equilibró y giró a la izquierda y hacia abajo. A Zeke le pareció que la Clementine estaba cayendo en picado, no que alzaba el vuelo. Su estómago se quedó abajo mientras la nave, y él mismo, ascendían lejos del edificio. La caída libre se convirtió en ascenso, y la nave se enderezó, y las cubiertas inferiores del dirigible dejaron de bambolearse como la mecedora de una abuela.

Zeke estaba a punto de vomitar.

Podía sentir el vómito que se había tragado tras presenciar el asesinato del chino. Ascendió por su garganta, quemando la piel que encontraba a su paso y exigiendo libertad.

—Voy a… —dijo.

—Si vomitas en tu máscara no respirarás otra cosa hasta que te dejemos caer, chico —le advirtió el capitán—. Y si te la quitas, estás muerto.

Zeke eructó, y saboreó la bilis y lo que fuera que había comido por última vez, aunque no recordaba qué era.

—No lo haré —dijo, porque pronunciar esas palabras era algo más que su boca podía hacer, aparte de vomitar—. No vomitaré —se dijo a sí mismo, y esperó que los demás lo creyeran, o al menos que no le hicieran caso.

Un propulsor orientado hacia la izquierda se disparó, y la nave comenzó a describir un círculo antes de estabilizarse y alzarse.

—Buen despegue —acusó el capitán.

—Vete a la mierda —dijo Parks.

—Estamos arriba —anunció el señor Guise—. Nos hemos estabilizado.

—Y nos vamos a toda leche —añadió el capitán.

—Mierda —dijo uno de los hermanos indios. Era la primera vez que Zeke oía hablar inglés a cualquiera de los dos, y no fue un sonido agradable.

Zeke trató de contenerse, pero no pudo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Joder —dijo el capitán mirando por la ventana situada más a la derecha—. Crog y su amiguito nos han encontrado. Mierda, pensaba que tardarían un poco más. Todos al suelo. Agarraos fuerte, o moriremos todos.

Capítulo 16

Swakhammer iluminó con la linterna unas cuantas cajas rotas y medio enterradas que estaban apiladas unas sobre otras aleatoriamente y que aparentaban estar a punto de derrumbarse en cualquier momento. Parecían ser el único modo de seguir adelante.

—Yo iré primero —dijo—. Creo que ya estamos lo bastante lejos de Maynard’s, y hemos dejado atrás lo peor del enjambre. Esas cosas son implacables. Si hace falta, escarbarán hasta que se les caigan las manos, y cuanto más ruido hagan, a más compañeros atraerán.

—Y los alejarán de nosotros —murmuró Briar.

—Eso espero. Echaré un vistazo para asegurarme.

Levantó una de sus grandes piernas y la colocó sobre la primera caja, que se hundió un par de centímetros en el barro a causa del peso. Cuando la caja dejó de moverse, subió la otra pierna lentamente. Varias tiras metálicas se destensaron con un sonoro latigazo que fue más ensordecedor que los disparos dentro del recinto subterráneo.

Todos se estremecieron y se quedaron inmóviles, guardando silencio.

—¿Oyes algo? —preguntó Lucy.

—No, pero echaré un vistazo —dijo Swakhammer.

Briar levantó una de sus botas del barro, pero se vio obligada a colocarla de nuevo en el mismo sitio. No había ningún lugar lo bastante sólido para pisarlo sin que la húmeda tierra te engullera lentamente.

—¿Qué estás buscando? ¿Más podridos?

—Claro. —Swakhammer apoyó el hombro contra la trampilla y flexionó las rodillas—. La ruta del este estaba repleta de ellos. Hemos ido hacia el este por debajo de ellos, pero no sé si lo suficiente para evitar a los rezagados. Silencio, todos —ordenó. Las cajas crujían bajo sus pies, y el barro que rodeaba las esquinas de madera barata de las cajas amenazaba con hacer caer toda la estructura en cualquier momento. Sin embargo, se mantuvo firme, y Swakhammer se esforzaba por moverse sin hacer ruido. Abrió la trampilla del mismo modo.

—¿Y bien? —preguntó Hank, en voz quizá demasiado alta.

Lucy lo mandó callar, pero alzó la vista hacia el hombre de la armadura y con los ojos le hizo la misma pregunta.

—Creo que está claro —dijo Swakhammer. No parecía convencido, pero la congregación reunida más abajo tampoco podía oír ni rastro de podridos, de modo que tomaron el silencio como una buena señal.

Swakhammer bajó la puerta de la trampilla de nuevo y se dirigió al grupo en voz tan baja como se lo permitía su máscara:

—Estamos en la farmacia, en Second Avenue, justo por debajo de las bodegas del viejo Pete. Por lo que yo sé, no hay ninguna conexión entre este sótano y Maynard’s. Lucy, sabes cómo llegar a las criptas desde aquí, ¿verdad?

—Desde aquí, creo que es una manzana hacia abajo y otra a la derecha.

—Bien. Ahora, Wilkes, escucha: no hay caídas desde aquí hasta que lleguemos, así que quédate bien cerca y echa a correr si llega a ser necesario.

—¿Caídas?

—Entradas a los túneles subterráneos. Lugares seguros, ya sabes. Cuando salgamos, estaremos atrapados fuera hasta que lleguemos a las criptas. Es el lugar seguro más cercano, aparte de Maynard’s. Y no vamos a poder volver a Maynard’s en al menos uno o dos días, como poco.

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