Dijeron que solo serían dos manzanas; pero debía de tratarse de las manzanas más grandes de todo el universo, y los podridos habían detectado su olor, o su rastro. Fuera como fuera, los habían descubierto, y ya estaban siguiéndolos.
Briar se liberó de la captura de Lucy y dijo:
—El arma no. Puede que la necesite.
—Coge las cintas del delantal. No te separes de mí.
Briar entrelazó una de sus manos en las tiras de lino hasta que quedó bien sujeta.
—Ya está —dijo. Vamos. ¿Cuánto queda?
Lucy no respondió; solo siguió caminando.
La esquina. Briar la sintió en su hombro y en su costado cuando chocó con ella, caminando tras Lucy. Lucy empujó a Briar a la derecha y siguió el muro en esta nueva dirección, y al recorrer esta calle pudieron oír con más claridad las pisadas insistentes del resto del grupo.
—Se están alejando —jadeó Briar—. ¿Y nosotros?
—Más o menos —dijo Lucy, y se topó sin previo aviso con un grupo de podridos que se dirigía hacia ellas.
Briar chilló, y Lucy golpeó con su fabuloso brazo mecánico el aire delante de sí, esperando arrancar de cuajo cualquier cabeza imprudente que encontrase en su camino. Estampó un cerebro contra el muro y le aplastó a otro la nariz antes de que Briar pudiera empuñar el rifle y disparar; y cuando logró hacerlo, y disparó una o dos veces, no supo si había acertado a algo importante.
—¡Ten cuidado! —gritó Lucy, no porque estuviera lejos de ella, sino porque acababan de disparar un rifle al lado de su cabeza.
—¡Lo siento! —Briar recargó el rifle y disparó de nuevo al montón de cuerpos. Había soltado las cintas del delantal de Lucy y estaba sola, pero Lucy no iba a dejar que se perdiera.
Recargó de nuevo y rezó por que hubiera más munición, pero no tuvo tiempo de disparar.
Lucy rodeó con su brazo la cintura de Briar y la alzó en vilo, por encima de dos podridos caídos, pero algo había atrapado la mano de Briar. Sintió un terror que no fue ni un ápice menos intenso que la primera vez que oyó ese terrible sonido, vacilante y enfermizo, producido por la garganta de un podrido.
—¡Me ha cogido! —gritó.
—¡No, no lo ha hecho! —dijo Lucy mientras golpeaba con su brazo semejante a un cañón y destrozaba una cabeza endeble que estaba totalmente hueca. La cabeza estalló, y Briar contuvo el aliento, aterrorizada, cuando comprendió que el podrido había estado mordiéndola.
Jadeó.
—¡Lucy! Lucy, creo, ¡creo que me ha herido!
—Ya echaremos un vistazo luego —dijo la otra en un susurro—. Toma las cintas de nuevo, cielo. Voy a necesitar este brazo. Es todo lo que tengo.
Briar hizo lo que le ordenó, y de nuevo siguió a Lucy como si fuera una cometa atada a su mano. Apenas podía ver nada, pero sentía y oía cómo Lucy usaba su brazo mecánico a modo de ariete y su peso para seguir avanzando como un tren de mercancías.
Las calles estaban más oscuras que el océano a medianoche, y Briar pensó que iba a vomitar en cualquier momento, pero se contuvo el tiempo suficiente para oír:
—¡Ey, vosotras dos!
—¡Dispara a Daisy! —ordenó Lucy—. ¡Dispárala, o estamos muertas!
—¡La estoy calentando!
—¡Mierda! —se quejó Lucy—. ¡Odio esa estúpida arma! Nunca funciona cuando… —Un podrido se aproximó a su pecho, y ella lo golpeó en la sien. Cayó redondo junto a la acera—. Cuando la necesitas —terminó.
Estaban lo bastante cerca de su destino como para que Swakhammer pudiera oírlas.
—¡Funciona perfectamente! —insistió él—. ¡Pero tarda unos segundos! Ahora, señoritas, ¡cubríos!
Briar no creía disponer de la capacidad de maniobra para obedecer, pero oyó el zumbido de aviso de la enorme arma. Cuando sonó el disparo, soltó el delantal de Lucy y se cubrió la cabeza con una mano y la de Lucy con la otra, dado que ella no podía taparse ambos oídos al mismo tiempo. Después, Briar enterró su oído descubierto en el pecho de Lucy.
Las mujeres implosionaron al unísono, cayendo al suelo y abrazándose mientras la onda de choque hacía estallar el mundo a su alrededor. Todas las manos que trataban de aferrarlas cayeron, y cuando lo peor de la onda de choque se había desvanecido hasta convertirse en tan solo un recuerdo del mismo aire estallando, la voz acerada de Swakhammer comenzó la cuenta atrás.
Briar y Lucy se pusieron en pie trabajosamente, tambaleándose. Las dos estaban desorientadas, pero Lucy dijo:
—Por aquí, creo.
Y entonces, con un crujido y un chasquido, un destello de luz entre rojiza y blanca iluminó los edificios sucios con una luz que fue casi cegadora.
—Ya no hay necesidad de ocultarnos, ¿verdad? —dijo Swakhammer mientras corría hacia ellas, con una luz en la mano—. ¿Estáis bien?
—Creo que sí —dijo Lucy, a pesar de lo que Briar le había dicho antes.
Swakhammer tomó la mano de Briar y el brazo de Lucy y las arrastró hacia delante, haciendo que se tambalearan y tropezaran con sus propios pies y con los miembros de los muertos, que se removían en el suelo.
—Han sido… —La bota de Briar quedó atrapada en algo fangoso. Lo pateó para poder echar a correr de nuevo—. Las dos manzanas más largas… —Su tacón se deslizó sobre algo húmedo y pegajoso—. De mi vida.
—¿Qué?
—Da igual.
—Mira por dónde pisas.
—¿Qué?
—El suelo. Cuidado con el escalón.
Entonces lo vio, porque estaba justo debajo de él. Un cuadrado de intensa luz amarilla se consumía en las profundidades del mundo, al pie de una escalera rodeada de bolsas llenas de algo pesado, parecido a arena. Briar las tocó y las usó para mantener el equilibrio mientras descendía, pero Lucy se quedó en el centro del camino. Algo iba mal con su brazo: incluso en la media luz y con el movimiento frenético de la huida, Briar notó que estaba perdiendo líquidos y agitándose de manera extraña.
Su mano también temblaba, y se estremeció cuando pensó en quitarse el guante. No quería saberlo, pero necesitaba saberlo, y rápido. Si el podrido la había mordido a través del denso material, no tenía mucho tiempo.
Bajó a torpes saltitos los peldaños agrietados y casi cayó de bruces al llegar abajo, donde el piso se igualaba. Ahí abajo la claridad era intensísima, especialmente comparada con la oscuridad absoluta que reinaba en la calle; por un instante apenas pudo ver nada que no fuera el ardiente y sofocante fulgor del horno al otro extremo de la estancia.
—Hemos perdido a Hank —dijo Lucy.
Swakhammer no necesitaba oír más. Se dirigió hacia las dobles puertas que quizá señalaran la posición de un refugio antitormenta, y giró una manivela situada entre ellas. Lentamente, las puertas crujieron, abriéndose hacia dentro; después, con un sonoro chasquido, encajaron en su lugar. Una tira de tela tratada corría a lo largo de la rendija en la que se unían ambas puertas. Cuando las cerró, cogió una cruceta que estaba apoyada en los peldaños. La levantó y la colocó en su sitio.
—¿Estamos todos los demás? —preguntó.
—Eso creo —le dijo Lucy.
Los ojos de Briar se entrecerraron, y se ajustaron a la luz. Y sí, todos los demás estaban a salvo; en total, los presentes ascendían a unos quince. Además de los habituales del Maynard’s, un puñado de chinos susurraban con los brazos cruzados junto al horno.
Durante un terrible segundo, Briar temió haber regresado al lugar en que aterrizó en primer lugar, y creyó que estos eran los mismos a los que había amenazado con el rifle. Pero recuperó la razón, y comprendió que estaba muy lejos del mercado, y de la primera sala de hornos a la que llegó tras descender por el sucio conducto amarillo.
En el aire flotaban nubes de carbón, y un fuerte golpe de aire atravesaba la estancia a medida que los fuelles hacían su trabajo junto al horno, sacando aire fresco de otro conducto y afuera, hacia los túneles.
Al principio, Briar no vio ni los fuelles ni el conducto, pero sí, ahí estaban. Justo igual que en la otra sala, aunque el horno era más pequeño aquí, y los mecanismos que movían los poderosos dispositivos parecían en cierto modo distintos. Resultaban familiares de una manera extraña y algo inquietante.
Swakhammer la vio mirando fijamente el horno y respondió a la pregunta que no había formulado:
—La otra mitad del motor del tren no servía. Alguien lo tiró junto al agua. Lo arrastramos hasta aquí, y ahora es un horno que te cagas, ¿no? No hay nada aquí abajo capaz de producir vapor más rápidamente.
Briar asintió.
—Es una idea genial —dijo.
—Sí que lo es. —Lucy se sentó pesadamente en una gruesa mesa de madera al límite del alcance del fuego. Usó la luz para inspeccionar su brazo, que ya no podía controlar con demasiada habilidad. Colgaba, inerte, golpeando sus muslos, de modo que lo puso sobre la mesa para comprobar los daños. Un delgado riachuelo de fluido lubricante caía sobre su falda, manchándola—. Hijo de puta —dijo.
Varney, que había guardado completo silencio desde que marcharon de Maynard’s, fue a sentarse junto a ella. Cogió su brazo mecánico entre las manos y le dio la vuelta, mirándolo desde un ángulo y después otro.
—Te lo has cargado, ¿eh? Supongo que pesa un quintal. Y mira, has perdido la ballesta.
—Ya lo sé —dijo ella.
—Pero lo arreglaremos, no te preocupes. Está abollado, aquí. Y aquí —añadió—. Y puede que haya algo roto. Pero lo arreglaremos, y estará como nuevo.
—Esta noche no —dijo Lucy. Abrió el puño, y después lo cerró con fuerza—. Tendrá que esperar. —Se giró hacia uno de los chinos y le habló en su idioma.
El chino asintió y se agachó, marchándose por uno de los pasajes; regresó segundos después con un cinturón. Lucy lo cogió y se lo entregó a Varney.
—Amárralo bien, ¿quieres, cielo? No quiero herir a nadie esta noche, al menos no sin querer.
Mientras Varney improvisaba un cabestrillo para que tuviera el brazo roto pegado al cuerpo, Lucy gesticuló con la barbilla, señalando a Briar.
—Ha llegado el momento, cielo. Cuanto antes mejor.
Swakhammer se quitó la máscara y la dobló bajo el codo.
—¿De qué estás hablando? —preguntó.
—Hank la ha mordido. O lo hizo algún otro, en la mano. Si se quita el guante echaremos un vistazo.
Briar tragó saliva.
—No sé si fue Hank o no. No creo que llegara a atravesar el guante. Me costó librarme de él, pero no creo que…
—Quítatelo —ordenó Swakhammer—. Ahora. Si ha atravesado la piel, cuanto más esperes peor será. —Caminó hacia ella y trató de coger su mano, pero Briar la retiró, encogiéndola.
—No lo hagas —dijo—. No lo hagas. Yo lo haré.
—Me parece bien, pero voy a tener que insistir en verlo por mí mismo. —No había furia en su rostro, pero tampoco parecía dispuesto a echarse atrás. Se acercó a ella y extendió los brazos como si estuviera abriendo una puerta y le estuviera dando la oportunidad de entrar primero. Sus dedos señalaron el viejo horno, donde la luz era más brillante y el calor más intenso.
—Bien —dijo Briar. Se acercó al horno, tanto como su cuerpo pudo soportarlo; y se arrodilló junto a un peldaño cubierto de hollín para quitarse la máscara y el sombrero. Después, se quitó el guante con los dientes.
Contempló el dorso de su mano y vio una media luna morada por debajo del dedo meñique. Se acercó la mano al rostro y, girándose para ayudarse de la luz del fuego, la miró fijamente.
—¿Y bien? —preguntó Swakhammer, tomando la mano de Briar en la suya y girándola para poder verla.
—Creo que está bien —dijo ella. No apartó la mano. Dejó que él la mirara, porque quería conocer su opinión, aunque también la temiese profundamente.
La estancia entera contuvo la respiración, a excepción de los fuelles, que seguían jadeando trabajosamente; el conducto amarillo situado entre el horno y la mesa se estremecía a causa del aire que entraba y salía.
Tras una pausa, Swakhammer dijo:
—Creo que no hay nada de qué preocuparse. Has tenido suerte. Sí que son buenos esos guantes. —Dejó escapar un pesado suspiro que había estado conteniendo durante un buen rato y soltó la mano de Briar.
—Son bastante buenos —dijo ella, tan aliviada que no se le ocurría otra cosa que decir. Acunó su mano herida y cambió su peso para poder sentarse en el peldaño en lugar de estar arrodillada sobre él.
Willard se unió a Varney a la vera de Lucy. Dijo, sin dirigirse a nadie en particular:
—Es una lástima lo de Hank. ¿Cómo lo perdimos? —Su voz no era quejumbrosa, pero tampoco feliz. Encerraba algo más que simple curiosidad.
—Su máscara —dijo Lucy—. No la llevaba bien puesta. Se soltó, y respiró demasiada Plaga.
—A veces pasa —dijo Willard.
—Todo el puto rato. Pero estaba demasiado borracho para ser cuidadoso, y ya veis cómo ha terminado. Will, ayúdame con la máscara, ¿quieres? —Lucy cambió de tema. Torció el cuello y trató de convencer a su mano para que funcionara, pero el miembro mecánico permanecía inerte contra su pecho—. Ayúdame a quitármela.
—Sí, señora —obedeció Willard. Fue a su espalda, le desabrochó la máscara, y se la quitó. Después, se quitó la suya. Pronto todos descubrieron sus rostros de nuevo.
Los chinos permanecían cerca del horno, pacientemente, esperando a que su lugar de trabajo se despejase de nuevo. Swakhammer fue el primero en fijarse en la manera en que aguardaban, en silencio.
—Deberíamos dejarlos tranquilos —dijo—. Esos fuelles tienen que seguir funcionando otras dos horas antes de que el aire sea lo bastante fresco para aguantar toda la noche.
Inclinó la cabeza levemente, en un movimiento que no llegó a ser asentimiento, y dijo unas palabras en otro idioma. No pronunció las palabras rápidamente, como si le quemaran en la boca, ni con demasiado tacto, pero a Briar se le ocurrió que eran palabras de agradecimiento y una petición de disculpas.
Los chinos, de rostros afeitados y delantales de cuero, parecieron agradecer el esfuerzo. Sonrieron tensamente e inclinaron las cabezas, pero no lograron ocultar el alivio que sintieron cuando el grupo salió por un túnel secundario.
Varney y Willard flanquearon a Lucy, y Swakhammer caminaba al frente, con Briar a su lado. El resto, Frank, Ed, Allen, David, Squiddy, Joe, Mackie y Tim, los seguían algo más atrás. Caminaron juntos en silencio, a excepción de Frank y Ed, que hablaban de Hank.
—Es una mierda, eso es lo que es —dijo Frank—. Cuando menos te lo esperas… ¡bam! Deberíamos ir a la estación y soltar a unos cuantos podridos ahí abajo, para que se los encuentre Minnericht en cuanto salga de casa.