Ya en lo alto, el vehículo se desplazó hacia delante con un movimiento que iba acompañado de la explosión periódica de los propulsores de vapor. Briar se incorporó de su asiento y se acercó al capitán, de modo que pudiera ver el mundo que los rodeaba, y el mundo que habían dejado atrás.
Aún no se habían elevado demasiado, de modo que podía distinguir las barcas y los ferris que navegaban por el mar; y cuando cruzaron la línea que separaba la tierra del mar, Briar pudo distinguir las calles que tan bien conocía. La planta de depuración de agua era, desde esa altura, un edificio bajo, diseminado irregularmente por toda la costa. En las colinas bajas y los pronunciados riscos, sobre ellos o apoyadas en ellos, había casas, y aquí y allá grandes caballos tiraban de los carros de agua de barrio a barrio, realizando los repartos semanales.
Buscó su casa, pero no la encontró.
Poco después, el muro de Seattle era ya visible ante ellos, curvado, áspero y gris, por encima de los barrios de las Afueras. La Naamah Darling flotó cada vez más cerca, después lo atravesó, y por último describió un trayecto que seguía la línea del mismo muro.
Briar estuvo a punto de preguntar, pero Cly se le anticipó:
—En esta época del año —le dijo—, los vehículos de transporte con destinos legales no se acercan tanto a la ciudad. Todos toman el paso del norte, sobre las montañas. Si da la impresión de que vamos a tomar tierra por aquí, se darán cuenta.
—¿Y después qué? —preguntó Briar.
—¿Después qué de qué?
—¿Qué pasa si se dan cuenta? ¿Qué ocurriría?
Fang, Cly y Rodimer intercambiaron entre sí miradas que le dijeron a Briar todo lo que necesitaba saber.
Briar respondió por ellos:
—No lo sabéis, pero no queréis averiguarlo.
—Más o menos —dijo Cly por encima de su hombro—. El tráfico aéreo no está regulado como el tráfico por carretera, aún no. Lo harán antes o después, supongo, pero por ahora la única autoridad aérea está muy ocupada con la guerra, allá en el Este. He visto un par de naves oficiales, aquí y allá, pero parecían más bien naves de fugitivos de guerra. No creo que estuvieran en condiciones de ejercer autoridad alguna. A decir verdad, tenemos mucho más que temer de los piratas aéreos.
—Naves de fugitivos de guerra… ¿Como la nave de Croggon Hainey? —preguntó Briar.
—Exacto. No estoy seguro de si le sirvió de algo robarle ese juguetito a los perdedores, pero…
—Aún no han perdido —interrumpió Rodimer.
—Llevan una década perdiendo. A estas alturas, más nos valdría a todos que encontraran un sitio tranquilo para rendirse.
Rodimer pisó un pedal con el pie y usó el dorso de la mano para pulsar un interruptor.
—Es sorprendente que los Estados Confederados hayan resistido hasta ahora. Si no fuera por ese ferrocarril…
—Ya. Si no fuera por un millón de cosas les habrían aniquilado hace tiempo. Pero siguen resistiendo, y solo Dios sabe cuánto tiempo seguirán haciéndolo —dijo Cly.
—¿Y qué le importa? —preguntó Briar.
—¿A mí? Me da lo mismo —dijo Cly—. Pero me gustaría que Washington se uniera al país, y me gustaría que empezara a llegar dinero americano aquí. Quizá así se podría arreglar el desastre que hemos montado aquí. No hay más oro del Klondike, si es que lo hubo en algún momento, así que no hay bastante dinero local para que tomen cartas en el asunto. —Gesticuló con la mano hacia la ventana que tenía a la derecha—. Alguien debería hacer algo al respecto, y Dios sabe que nadie ahí abajo tiene ni idea de cómo arreglar las cosas.
El primer oficial se encogió de hombros casi con desgana.
—Pero no nos va tan mal. Y no somos los únicos.
—Hay maneras mejores de ganarse la vida. —En la voz de Cly había un cierto matiz amenazante, y ni Briar ni Rodimer insistieron.
Pero Briar creía haber comprendido. Cambió de tema.
—¿Qué estaba diciendo sobre los piratas aéreos?
—No he dicho nada sobre ellos, salvo que hay que contar con ellos. Aunque no suelen aparecer por aquí, por lo general. No hay demasiados contrabandistas que tengan las narices de meterse en la nube de gas. Tal como algunos de nosotros lo vemos, le estamos haciendo un favor a las Afueras, llevándonos un poco de ese gas. Ese gas sigue saliendo del agujero, ¿sabe? Sigue llenando el muro, como si fuera un viejo cuenco. Lo poco que nos llevamos es de gran ayuda.
—Si no tenemos en cuenta en qué se convierte —dijo Briar.
—Eso no es cosa mía. No es mi problema —respondió Cly, aunque no parecía enojado con ella.
Briar no respondió, porque estaba cansada de discutir.
—¿Hemos llegado ya? —preguntó. La Naamah Darling estaba frenando y deteniéndose encima de un sector del muro.
—Hemos llegado. ¿Fang?
Fang se puso en pie y bajó a toda prisa los peldaños de madera. Unos segundos después se oyó un ruido de cosas rodando o desplazándose por el suelo, y después la nave se sacudió, tratando de compensar y conservar el equilibrio. Cuando la nave se detuvo, Fang reapareció en la cabina. Llevaba una máscara de gas y guantes de cuero tan gruesos que apenas podía mover los dedos.
Asintió a Cly y Rodimer, que asintieron a su vez. El capitán le dijo a Briar:
—Tiene una máscara, ¿verdad?
—Sí.
—Póngasela.
—¿Ya? —Briar rebuscó en la bolsa y sacó la máscara. Las hebillas y las cintas eran toscas y estaban enredadas, pero logró desabrocharlas, las estiró y se colocó la máscara ante el rostro.
—Sí, ya. Fang ha abierto las compuertas de la bahía inferior y nos ha anclado al muro. El gas es demasiado pesado para ascender rápidamente en el interior de la nave, pero se filtrará a la cabina cuando empecemos a movernos.
—¿Por qué estamos anclados al muro?
—Para estabilizarnos. ¿Recuerda lo que le dije de las corrientes de aire? Incluso cuando no hay viento, siempre existe el riesgo de que una ráfaga nos lleve a los barrios más peligrosos. Así que anclamos la nave con una cuerda de unos cien metros de largo. Después la soltamos, y nos marchamos como si fuéramos un barco saliendo del puerto. —Se desabrochó el cinto que lo mantenía sujeto al asiento y apartó la rueda de sus rodillas. Se puso en pie, se estiró y recordó que no debía enderezarse del todo justo a tiempo para no golpear con la cabeza la ventana.
»Después —siguió diciendo—, bajaremos los sacos vacíos y pondremos los propulsores a máximo rendimiento. Los propulsores nos lanzarán hacia el muro, arrastrando los sacos detrás de nosotros, y se llenarán enseguida. La potencia extra servirá para hacernos subir, porque, como ya he dicho, el gas es más pesado de lo que parece. Necesitaremos el impulso para echar a volar de nuevo.
Briar sostenía la máscara sobre su rostro, pegada al cráneo pero algo alzada, de modo que aún podía hablar.
—Así que básicamente flotáis sobre el gas, soltáis los sacos y salís como disparados de vuelta a la ciudad.
—Más o menos —dijo él—. Por eso tenemos tiempo hasta que dejemos de flotar. Después, la sacaré por uno de los conductos del aire. Tendrá que bajar trepando por él, o deslizarse, lo que prefiera. Le recomiendo que pruebe con una combinación de ambas cosas. Estire las manos y los pies para frenar la caída. Hay mucha altura, y no hay manera de saber qué se puede encontrar ahí abajo.
—¿No hay manera de saberlo? —Briar sostenía la máscara en alto. No parecía dispuesta a aislarse de los otros aún poniéndosela del todo.
El capitán se rascó la sien y se colocó una gran máscara negra sobre la nariz y la boca. Mientras apretaba las hebillas y la colocaba, su voz cambió, convirtiéndose en un susurro amortiguado.
—Supongo que, si se deja caer por uno de esos tubos, lo más probable es que termine en una sala de bombeo de aire. Pero no tengo ni idea de qué pinta tienen. Nunca he visto una de cerca. Sé que las usan para extraer el aire limpio, eso sí.
Rodimer se había colocado ya la máscara sobre su rostro ovalado, de modo que solo Briar estaba ya desprotegida. Casi podía oler ya la Plaga, ese aroma intenso y amargo, y supo que debía cubrirse el rostro de inmediato, así que lo hizo.
Pero la máscara era horrible. Encajaba en su rostro, pero no demasiado bien. La parte que rodeaba su rostro se adhirió pesadamente a su piel. Ajustó los cintos por encima de su cabello, tratando de evitar que le hicieran daño. Dentro de la máscara olía a caucho y tostadas quemadas. Le costaba un tremendo trabajo respirar, y cada respiración tenía un sabor desagradable.
—¿Qué es eso, una MP80? —preguntó Cly, señalando la máscara.
Briar asintió.
—Es de la evacuación.
—Es un buen modelo —dijo el capitán—. ¿Tiene filtros de carbón extra?
—No. Pero estos apenas han sido usados. Servirán.
—Por un tiempo. Todo un día, si tiene suerte. Espere un segundo. —Buscó bajo la consola y sacó una caja llena de discos redondos de distintos tamaños—. ¿Cómo de grandes son los suyos?
—De dos y tres cuartos.
—Sí, tenemos algunos de esos. Tome, cójalos. No son muy pesados, y pueden irle bien. —Eligió cuatro discos y los comprobó, comparándolos los unos con los otros, a la escasa luz que se filtraba por la ventana. Cuando quedó convencido de que aguantarían, se los entregó a Briar. Mientras ella los guardaba en la bolsa, Cly siguió hablando:
—Escuche, con esto solo aguantará unos días, y no tengo más para darle. Tendrá que encontrar algunos puntos de aire limpio. Y sé que hay bastantes ahí abajo. Pero no puedo decirle cómo encontrarlos.
Briar cerró la bolsa de nuevo, y al mirar hacia abajo la parte inferior de la máscara cayó de su barbilla.
—Gracias —dijo—. Ha sido muy amable, y se lo agradezco. Cuando esté ahí abajo, buscaré mi casa. Mi vieja casa, quiero decir, aunque no viví allí mucho tiempo. Sé dónde hay dinero, mucho dinero, y también… no sé. Lo que quiero decir es que encontraré la manera de pagarle.
—No se preocupe por eso —dijo el capitán, y su voz resultó indescifrable bajo la máscara—. Pero trate de sobrevivir, ¿vale? Estoy intentando devolver un viejo favor, pero no me servirá de nada si entra ahí y la matan.
—Lo intentaré —prometió Briar—. Ahora, indíqueme por dónde salir, e iré a buscar a mi hijo.
—Sí, señora —dijo el capitán, y señaló hacia los peldaños—. Después de usted.
Era complicado descender la escalera con la máscara golpeándole el rostro, y resultaba muy difícil ver a través de las pesadas lentes redondas que partían en dos la visión periférica de Briar. El olor estaba empezando a volverla loca, pero no había nada que pudiera hacer al respecto, de modo que trató de fingir que podía ver perfectamente, que podía respirar perfectamente y que no tenía nada alrededor de la cabeza, encerrándola en una agobiante presa.
Abajo, en la bahía de carga, Fang estaba soltando los bloques que hacían las veces de frenos para los enormes sacos que seguían a la aeronave. Rodimer trabajaba en el otro extremo de la estancia, cogiendo los sacos desinflados y tratados con caucho entre los brazos y llevándolos hacia la compuerta abierta de la bahía.
Briar caminó con cuidado hacia la compuerta cuadrada y miró abajo, hacia el gas. No vio nada, y eso la sorprendió.
La ventana del suelo reveló una neblina parda que se arremolinaba y que oscurecía todo lo que la rodeaba, a excepción de las cimas de las montañas más altas. No había ni rastro de las calles, y ninguna señal de vida excepto el ocasional graznido de un mirlo lejano sumido en un agrio combate con otro compañero.
Sin embargo, al cabo de un tiempo Briar comenzó a distinguir más detalles entre las nubes. Los bordes de un tótem indio aparecieron a través del gas, y se desvanecieron enseguida. El campanario de una iglesia penetró en la nefasta niebla y se perdió de nuevo.
—Dijo que habría conductos de ventilación, o…
Y entonces lo vio. La nave estaba anclada justo al lado, así que no podría haberlo visto mirando hacia abajo, solo de soslayo. El conducto era de un color amarillento, brillante, y estaba recubierto de excrementos de pájaros. Se agitaba de un lado a otro, aunque en su mayor parte se mantenía firme, sostenido por una extraña estructura de aspecto frágil que lo rodeaba. Briar no podía ver a qué estaba sujeta esa estructura, pero parecía fijada a algo situado bajo las nubes de niebla, quizá copas de árboles, o restos de árboles.
La salida del conducto estaba elevada por encima de la niebla. Era lo bastante grande para que cupiera Briar, e incluso una segunda persona al mismo tiempo.
Briar torció el cuello para verlo, y buscó con la mirada la parte superior.
—Aún tenemos que elevarnos un poco —dijo Cly—. No tardaremos. Ascenderemos unos metros más y después estaremos lo bastante cerca para que salte. El gas es muy denso. Nos elevará un poco más antes de que empecemos a cargar.
—Para que salte… —repitió Briar, sin aliento.
El mundo a sus pies giraba, amargo, ciego e insondable. Y en algún lugar, oculto en él, su hijo de quince años estaba perdido y atrapado, y no había nadie para rescatarlo más que ella. Briar estaba decidida a encontrarlo, y a sacarlo junto a ella en la Cuervo Libre dentro de tres días.
Repetirse que ese era su objetivo, y que ante sí tenía tan solo una dificultad menor, no sirvió para tranquilizarla.
—¿Se lo está pensando dos veces? —preguntó Rodimer. Incluso a través de la máscara de gas Briar creyó oír un matiz de esperanza en la pregunta.
—No. Nadie más puede sacarlo de ahí. No tiene a nadie más.
Sin embargo, Briar no logró apartar la vista del turbio vórtice.
A medida que la Naamah Darling ascendía, empujada por el gas metro a metro, el conducto de aire comenzó a ser más claramente visible. Desde esa altura, Briar podía ver señales de otros conductos que se elevaban por encima de la nube amarillenta. Oscilaban como las antenas de insectos gigantes que se ocultaran en la niebla, fijados al suelo y bamboleándose lentamente en las corrientes de aire, aunque conservaban en todo momento la verticalidad.
Y entonces estuvieron sobre el reborde del conducto, tan cerca que Briar casi podía tocarlo. Extendió la mano, a través de la compuerta abierta, y tocó con los dedos la superficie.
Era áspera al tacto, aunque extrañamente resbaladiza. Briar pensó que quizá fuera de cañamazo bañado en cera, pero a través del espeso cristal de las lentes de la máscara no podía verlo con claridad. El conducto estaba cubierto de aros de madera para ayudarlo a conservar la forma; los ribetes estaban colocados a intervalos de un metro entre sí, dando al conducto la apariencia de un gusano fraccionado.