—No, no, no —dijo, angustiosamente—. Ahora no. Ahora no, Dios, ahora no.
Los terremotos eran bastante frecuentes, pero los intensos no lo eran tanto; y allí, en el interior de ese estrecho túnel de desagüe, resultaba difícil calibrar la ferocidad de este terremoto en concreto.
Briar salió del túnel a trompicones, y le sorprendió ver lo mucho que había subido la marea, hasta llegar casi al lugar donde se había sentado junto al muro. No llevaba reloj, pero debía de haber estado varias horas durmiendo, así que la medianoche habría pasado ya.
—¿Zeke? —gritó, por si él estaba dentro, tratando de encontrar la salida—. ¡Zeke! —gritó por encima del feroz rugido de los ondeantes montículos de arena y el temblor del suelo.
La única respuesta que obtuvo fue el sonido de las olas al golpear la orilla. El túnel se tambaleó. Briar nunca había creído que algo tan grande pudiera tambalearse como si fuera el juguete de un niño, pero lo hizo, y se derrumbó sobre sí mismo, y sobre el artefacto de aspecto algo pasado de moda que en el pasado lo sostuvo firme.
Toda la estructura cayó enseguida, como una montaña de naipes.
Se elevó una nube de polvo, que la humedad ambiental disipó casi de inmediato.
Briar se quedó inmóvil, atónita. Sus piernas se ajustaron al suelo en movimiento y mantuvo el equilibrio; para no ceder al pánico, se repitió a sí misma que su situación no era tan mala.
Para empezar, estaba fuera; ya había experimentado antes uno o dos terremotos verdaderamente terribles, y resultaban mucho más terroríficos cuando el techo amenazaba con caer sobre tu cabeza. Susurró frenéticamente:
—Zeke no estaba ahí dentro. Aún no había salido, o me habría visto. No estaba en el túnel cuando se derrumbó; no estaba en el túnel cuando se derrumbó.
Eso significaba que aún estaba en la zona desalojada, en algún lugar, ya fuera muerto o a salvo.
Si no creyera que su hijo aún vivía, se habría echado a llorar, y llorar no iba a ayudarla. Zeke estaba dentro de la ciudad, y ahora estaba atrapado.
Ya no podía seguir esperando.
Ahora tenía que rescatarlo.
Y ya no existía la ruta subterránea, así que Briar tendría que cruzar el muro por encima.
La arena seguía agitándose, pero estaba comenzando a asentarse, y Briar no tenía tiempo de esperar a que se detuviera del todo. Mientras las rocas chocaban levemente unas contra otras y los edificios bajos y feos de las Afueras oscilaban sobre sus cimientos, Briar se puso de nuevo el sombrero, cogió la linterna y comenzó a ascender por las llanuras de barro.
Había dos maneras de atravesar el muro: por encima y por debajo. Eso le había dicho Rector.
Por debajo ya no era posible. Tendría que ser por encima.
Quizá alguien podría trepar el muro, pero no Briar. Quizá el muro tenía una escala secreta o peldaños ocultos, pero si así fuera Zeke hubiera ido por ahí, en lugar de atravesar el túnel.
Solo había una manera de cruzar el muro por encima: una aeronave.
Los comerciantes que se dirigían hacia la costa sobrevolaban las montañas cuando podían. Desde luego, era peligroso, pues las corrientes de aire eran impredecibles, y la altura hacía que el simple acto de respirar supusiera un enorme trabajo; pero ascender los pasos a pie era muy peligroso y le llevaría mucho tiempo, y además requería el uso de carros o animales de carga que debían ser mantenidos y protegidos. Las aeronaves no eran la solución ideal, pero para muchos emprendedores, eran una alternativa mucho más preferible que las otras.
Pero no en esta época del año.
Febrero significaba lluvias gélidas en la costa. En las montañas habría nieve, tormentas y corrientes de aire capaces de abatir un zepelín como si fuera un gorrión.
Las únicas aeronaves que volaban en febrero eran las de los contrabandistas. Y cuando Briar lo comprendió, una cosa le quedó clara: ningún comerciante honrado sobrevolaría con su dirigible el muro de Seattle, tan cerca de la corrosiva y ácida Plaga que residía en su interior.
Pero ahora, Briar sabía algo más de la Plaga.
Era valiosa.
Era necesaria para conseguir jugo de limón. El gas provenía del interior de la ciudad. Las aeronaves sobrevolaban la ciudad regularmente, incluso en las épocas de clima más duro. Y así, de manera completamente inevitable, dos pensamientos se formaron en su cabeza, dos pensamientos que por fuerza implicaban la misma conclusión y por tanto el mismo curso de acción.
Un temblor secundario siguió al primer terremoto, pero pasó rápidamente. En cuanto el terreno fue estable de nuevo, Briar Wilkes echó a correr.
De camino a casa pasó junto a montones de escombros en la calle, y gente llorando o gritando, de pie sobre los pedazos de edificios derrumbados, aún en pijama. Aquí y allá, algunos de los restos caídos se habían incendiado. A lo lejos, sonaban los repiques de brigadas de bomberos improvisadas. Poco a poco, una a una, las calles de la ciudad iban despertando.
Nadie se fijó en Briar o la reconoció. Ella corría, con la linterna en la mano, colina arriba, rodeando los montones más grandes de escombros. El terremoto no le había parecido tan terrible en la playa, pero al parecer no todo el suelo se había desplazado con la misma intensidad en todos los sitios. Por lo que a ella respectaba, no había sido para tanto…
Y recordó, entonces, la furia de la Boneshaker, haciendo temblar el suelo bajo sus pies de nuevo, arrasando cimientos y columnas y aniquilando la ciudad, destrozando todo lo que tocaba, arruinándolo todo, echándolo todo a perder.
…No fue la única que se acordó, de eso estaba segura. Todos lo recordaban, cada vez que había un terremoto.
No le preocupaba la casa de su padre; había soportado cosas peores. Y cuando llegó, ni siquiera se sintió aliviada de encontrarla aún en pie, sin daños aparentes. Nada la habría detenido ya, salvo quizá encontrar a Zeke en el porche.
Entró a toda prisa en el frío y seco interior, que seguía tan vacío como cuando se marchó.
Su mano se detuvo en el pomo de la puerta de su padre.
Allí vaciló apenas un instante, mientras trataba de vencer un hábito interiorizado en exceso.
Entonces, tomó el pomo y lo giró.
Dentro, la habitación estaba sumida en la oscuridad, solo rota ahora por la luz de su linterna. La dejó en la mesilla de noche y se fijó en que el cajón del que Zeke había cogido el viejo revólver de su abuelo seguía abierto. Briar deseó que se hubiera llevado algo más. El arma era una antigualla que perteneció al suegro de Maynard. El mismo Maynard nunca la había usado, y era muy probable que ni siquiera funcionara, pero naturalmente Zeke no podía saber eso.
De nuevo sintió esa punzada de pesar, y deseó haberle contado algo más a su hijo, cualquier cosa, lo que fuera.
Lo haría cuando lo recuperara.
Cuando estuviera de nuevo en casa, con ella, le contaría todo lo que él quisiera saber, cualquier cosa. Se lo contaría absolutamente todo, si volvía a casa sano y salvo. Quizá Briar había sido una madre terrible, o quizá lo había hecho lo mejor que supo. Ya no importaba, ahora que Zeke estaba atrapado en la ciudad amurallada, donde las víctimas no muertas de la Plaga buscaban carne humana, y sociedades criminales acechaban desde hogares desolados y sótanos abandonados.
Puede que le hubiera mentido, que le hubiera fallado o se hubiera equivocado al educarlo… pero aun así pensaba ir a buscarlo.
Con una mano en cada uno de los pomos de la puerta, abrió el viejo armario de Maynard y se quedó ante él, con el ceño fruncido. Su falso fondo se levantó cuando Briar tocó con el dedo un agujero.
Sintió algo removerse en su estómago.
Allí estaba todo, tal como lo había dejado hace años.
Había tratado de enterrar todas esas cosas junto a Maynard. En ese tiempo, nunca había imaginado que llegara a necesitarlas. Pero los que vinieron a desenterrar a Maynard le quitaron todo lo que llevaba encima cuando Briar lo enterró.
Seis meses después, Briar volvió a casa y encontró toda la ropa en una bolsa que dejaron ante la puerta. Briar nunca averiguó quién la devolvió, o por qué. Y para entonces Maynard llevaba demasiado tiempo enterrado para molestarlo de nuevo. De modo que sus efectos personales, y las ropas que llevaba cada día, retomaron su puesto en el estante privado situado bajo el falso fondo del armario.
Uno a uno, fue sacando los objetos y colocándolos sobre la cama.
El rifle. La insignia. El sombrero de cuero. El cinturón con el gran broche ovalado, y la pistolera de hombro.
El abrigo estaba colgado como si fuera un fantasma en la parte trasera del armario. Lo cogió y lo sacó a la luz. El abrigo, de fieltro de lana, era tan oscuro como la noche, y había sido tratado con aceite para resistir la lluvia. Los botones de bronce estaban deslustrados, pero bien cosidos, y dentro de uno de los bolsillos Briar encontró un par de anteojos que nunca había visto antes. Se quitó el abrigo que llevaba y se puso el de su padre.
El sombrero debería haberle quedado un poco grande, pero ella tenía más pelo que Maynard, de modo que le encajaba perfectamente. El cinturón era demasiado largo, y el broche, adornado con las letras «MW», era enorme, pero lo hizo pasar por las aberturas de su pantalón y lo apretó con fuerza, cerrando la gran placa metálica sobre su estómago.
Al fondo del armario había un cofre marrón sin adornos lleno de munición, paños y aceite. Briar nunca había limpiado el rifle repetidor Spencer de su padre, pero le había visto hacerlo cientos de veces, así que sabía perfectamente lo que debía hacer. Se sentó en el borde de la cama y repitió los movimientos que conocía de memoria. Cuando el repetidor estaba tan lustroso que brillaba en la tenue y diluida luz de la linterna, Briar cogió un tubo de cartuchos de munición y los colocó en el rifle.
En el fondo del cofre marrón encontró una caja de cartuchos. Aunque la tapa del cofre había acumulado quince años de polvo, todo parecía estar en perfectas condiciones, de modo que cogió la caja de munición extra y la metió en una bolsa de viaje que encontró bajo la cama.
A los cartuchos sumó los anteojos de su padre, su vieja máscara de gas de los días de la evacuación, su bolsa de tabaco y los escasos ahorros que guardaba en una jarra de café tras la estufa, y que ascendían a unos veinte dólares. No habría sido tanto si no le hubieran pagado hace poco.
No podía contarlo. Ya sabía que no la llevaría muy lejos.
Si al menos conseguía llevarla al otro lado del muro, bastaría. Y si no, pensaría en otra cosa.
El sol estaba a punto de salir; podía verlo a través de las cortinas del dormitorio de su padre. Eso significaba que llegaría tarde al trabajo, si es que hubiera tenido intención de ir. Hacía diez años que no faltaba ni un solo día, pero en esta ocasión tendrían que disculparla o despedirla, lo que prefirieran.
Pero hoy no iba a ir a trabajar.
Tenía que coger un ferri hasta Bainbridge Island, donde las aeronaves con destinos legales hacían escala y se reabastecían de combustible. Si los contrabandistas no iniciaban su viaje también en la isla al otro lado del estrecho, quizá uno de ellos podría indicarle cómo llegar.
Guardó el rifle en la funda que llevaba al hombro, y cerró la bolsa de viaje y el armario de su padre. Después salió, y dejó la casa de su padre oscura y vacía.
Para cuando Briar llegó al ferri, era ya de día. El cielo estaba cubierto de un manto grisáceo, pero se filtraba tanto sol a través de las nubes que podía ver una isla cubierta de árboles al otro lado del mar.
Aquí y allá un artefacto de forma abovedada se elevaba sobre los árboles. Incluso a la distancia que se encontraba, podía ver las aeronaves atracadas aguardando pasajeros o cargamento.
El ferri crujió y se hundió levemente cuando subió a él. Había pocos pasajeros a esta hora tan temprana, y Briar era la única mujer. El viento levantaba olas y agitaba su sombrero, pero Briar lo sostuvo, casi ocultando sus ojos. Si alguien la reconoció, nadie la molestó. Quizá fuera por el rifle, o por el modo en que apoyaba las manos, con los pies separados, en la barandilla.
Quizá no le importaba a nadie.
La mayoría de los otros pasajeros eran marineros de un tipo u otro. La gente de esta isla vivía de esas aeronaves, o de los botes atracados en los muelles, porque, cuando una aeronave descargaba sobre la isla, era necesario algún otro medio de transporte para llevar las mercancías a la ciudad.
A Briar nunca se le había ocurrido preguntarse por qué no había puertos de atraque para aeronaves más cerca de las Afueras, pero ahora se lo preguntó, y se le ocurrieron un par de respuestas. Las conclusiones que sacó, aunque imprecisas, reforzaban su esperanza de que evitaran atraer la atención por motivos discutibles. Por lo que a ella respectaba; cuanto más discutibles, mejor.
Tras una hora bamboleándose a través de la marea, el ferri quejumbroso de pintura blanca atracó en el muelle de la orilla opuesta.
Las zonas de atraque estaban encaramadas las unas junto a las otras, en muelles de madera cubiertos por quebradizos ejércitos de percebes en su parte inferior, junto al mar, rodeados de enormes tubos de hierro que se hundían, más allá, en la tierra, y que conformaban los puntos de atraque de las aeronaves. Una docena de ellas, unas en mejor estado que otras, estaban atadas a los tubos por medio de pinzas de latón grandes como barriles.
Las naves eran muy distintas entre sí. Algunas eran poco más que globos de aire caliente con cestas bajo su vientre, mientras que otras eran más impresionantes, con cestas que se asemejaban al casco de un barco, y que tenían incorporados tanques de hidrógeno e iban provistas de propulsores de vapor.
Briar nunca había estado en Bainbridge. No sabía por dónde empezar, de modo que se quedó en mitad de una plataforma a la que comenzaban a acceder algunos comerciantes. Los miró mientras llegaban, y también a los que transportaban los cargamentos de las cestas a los carros y de los carros a las barcas.
El proceso no era especialmente refinado, pero lograba desplazar los productos que llegaban por aire hasta el mar en un rápido ciclo.
Al poco rato, una de las aeronaves más pequeñas dio una sacudida, y dos tripulantes deslizaron las cuerdas de amarre para liberar el vehículo de las pinzas de agarre. Las sujeciones quedaron sueltas, y los hombres arrastraron las cuerdas de vuelta a la cesta. Desde allí, ataron las pinzas alrededor de los bordes de la aeronave.