—Pero ¿cómo…? —Briar negó con la cabeza—. Eso no es posible, no puede ser. No hay aire en la ciudad. Ni comida, ni sol, ni…
—Señora, aquí fuera tampoco hay sol. Y encontraron una manera de solucionar lo del aire. Sellaron algunos de los edificios, y bombean el aire por encima del muro, del otro lado, donde el aire es limpio. Si alguna vez va por allí, verá los tubos saliendo del muro, al otro extremo de la ciudad.
—Pero ¿por qué querría alguien hacer eso? ¿Por qué tomarse tantas molestias? —Y entonces un pensamiento terrible se abrió paso a su percepción y tomó la forma de palabras—. Dime que no están atrapados ahí dentro.
Rector rió nerviosamente.
—No, señora, no están atrapados. Solo… —Se encogió de hombros—. Se quedaron allí.
—¿Por qué? —preguntó Briar, ya próxima a la histeria.
Rector trató de calmarla de nuevo, gesticulando con la mano, pidiéndola que bajara la voz.
—Algunos no querían marcharse de sus casas. Otros se quedaron atrapados, y otros pensaron que todo iba a estallar en mil pedazos.
Sin embargo, el muchacho no le estaba contando todo. Briar lo notó: parecía nervioso de repente.
—¿Y los demás? —preguntó Briar.
El muchacho bajó la voz hasta casi un susurro:
—Es el jugo, señora. ¿De dónde cree que proviene?
—Sé que proviene del gas —gruñó Briar—. No soy estúpida.
—Nunca dije que lo fuera, señora. Pero ¿cómo cree que se consigue el gas? ¿Sabe cuánta arena contaminada se produce en las Afueras? Mucha. Más de la que nadie podría conseguir a partir del agua de lluvia.
Briar tuvo que admitir que siempre había supuesto que así era como se sintetizaba la droga. Así, o a partir de los desechos producidos por las plantas de depuración de agua. Nadie parecía saber adónde iban a parar los contenedores de la resina de Plaga procesada después de que se enfriaran. Briar siempre había sospechado que alguien se los llevaba para venderlos, pero según Rector no era así:
—Tampoco proviene de los productos de las plantas de depuración. He conocido a un par de químicos que trabajaban con la resina, pero me dijeron que no se podía hacer nada con ella. Me dijeron que era inservible, puro veneno.
—¿Y el jugo de limón no lo es?
—Jugo de limón. Madre mía —gruñó el muchacho con un resoplido despreciativo—. Supongo que así lo llamáis los adultos.
Briar entornó los ojos.
—Me importa una mierda cómo lo llaméis vosotros, sé lo que es y lo que hace, y he visto cómo hacía cosas peores que envenenar a la gente. Si mi padre aún viviera… —No sabía cómo terminar la frase—. Nunca lo habría permitido —dijo en un hilo de voz.
—Maynard está muerto, señora. Quizá no le hubiera gustado, no lo sé, pero es lo más parecido a un santo patrón que tenemos muchos de nosotros.
—Le habría hecho enloquecer —dijo Briar lacónicamente.
Ahora fue el turno de Rector de preguntar:
—¿Por qué?
—Porque creía en la ley —dijo Briar.
—¿Eso es todo? Era su padre, señora, ¿es eso todo lo que sabe de él?
—Cierra la boca si no quieres que te la parta.
—Maynard era un hombre justo. ¿No lo entiende? Los chicos y chicas que están en la calle, vendiendo droga, y consumiéndola, y los ladrones, las putas, los que están arruinados y los criminales… todos los que saben, por las malas, que la vida no es justa, todos creen en Maynard, porque él sí lo era.
Briar interrogó a Rector respecto de los detalles de la huida de Zeke. Para cuando aparecieron un cura francamente fornido y más monjas para expulsar a Briar, ya había averiguado lo suficiente. Y todo lo que sabía apuntaba a un hecho terrorífico.
Su hijo había entrado en la ciudad amurallada.
Ezekiel Wilkes se estremeció a la entrada del viejo sistema de desagües. Contempló la oscuridad como si fuera a engullirlo, o como si quisiera que lo hiciera; a decir verdad, estaba reconsiderando todo este asunto. Sin embargo, sus terceros pensamientos eran insistentes. Había llegado hasta aquí. Solo le quedaban unos metros, a través de un amplio túnel, hasta llegar a una ciudad que llevaba muerta más tiempo del que él había existido.
La linterna que sostenía temblaba a causa de las oscilaciones de su mano. En el bolsillo llevaba un mapa arrugado, plegado. Era tan solo una formalidad, pues se lo sabía de memoria.
Pero había una cosa que no sabía, y que lo inquietaba profundamente.
No sabía dónde vivieron sus padres. No exactamente.
Su madre nunca había mencionado una dirección, pero Zeke estaba seguro de que vivían en Denny Hill, y eso le daba al menos un punto de partida. La colina que daba nombre a esa parte de la ciudad no era demasiado grande, y Zeke sabía más o menos qué aspecto tenía la casa. Cuando era joven, a la hora de acostarse, a veces su madre se la describía como si fuera un castillo. Si aún estaba en pie, sería de un color entre lavanda y crema, de dos pisos y con un torreón. Tenía un porche en el frontal de la casa, y en ese porche había una mecedora pintada como si fuera de madera.
En realidad era metálica, y contaba con un mecanismo conectado al suelo. Al girar una manivela, la silla se mecía mecánicamente.
Zeke encontró irritante saber tan poco del hombre que la había construido. Al menos, creía saber dónde buscar respuestas. Lo único que tenía que hacer era atravesar el túnel y ascender la colina, hacia el costado izquierdo; allí encontraría Denny Hill.
Deseó poder preguntarle a alguien, pero no había nadie cerca.
No había nada, a excepción del hedor proveniente de las emisiones de un misterioso gas que seguía filtrándose del mismo suelo, al otro lado del muro.
Era un momento tan bueno como cualquier otro para ponerse la máscara.
Suspiró profundamente antes de deslizar el arnés por su rostro y abrocharlo. Cuando exhaló, el interior se empañó, y enseguida se aclaró.
El túnel parecía aún más distante y sobrenatural al contemplarlo a través del visor de la máscara. Parecía extrañamente alongado, y la oscuridad se tambaleaba y retorcía cuando giraba la cabeza. Las cintas de sujeción de la máscara le irritaban la piel, y también debajo de las orejas. Deslizó un dedo bajo el cuero y lo movió de un lado a otro.
Comprobó la linterna por enésima vez; sí, todavía tenía aceite. Comprobó la bolsa; sí, aún contenía los suministros que se había llevado consigo. Estaba tan preparado como podría llegar a estarlo, y eso debía bastar.
Zeke movió la mecha para contar con la mayor iluminación posible.
Cruzó el umbral, obligándose a atravesar la frontera entre la noche y algo aún más oscuro. La linterna iluminó el interior de la caverna de ladrillos creada por el hombre con una luz dorada.
Su plan era marchar más temprano, por la mañana, justo después de que su madre se fuera a trabajar, pero había tardado todo el día en reunir los suministros que necesitaba, y Rector no había sido demasiado claro respecto a los detalles.
De modo que ahora la oscuridad era casi total fuera, y absoluta en el interior del túnel.
La linterna derramaba un halo burbujeante que lo guiaba hacia delante, hacia lo desconocido. Rodeó los pedazos de techo derrumbado, y los zarcillos colgantes de musgo, más gruesos que algas, y se agachó para evitar las telas de araña que colgaban, oscilantes, de muro a muro.
Aquí y allá vio señales de que alguien ya había pasado antes por el túnel, pero no supo si eso debería hacerle sentir mejor. En los muros vio marcas negras donde se habían encendido cerillas, o donde se habían apagado cigarrillos; y vio pedazos diminutos e informes de cera que eran ya demasiado pequeños para servir de velas. Las iniciales W. I. estaban escritas en el muro de ladrillos. Pedazos de cristal rotos relucían entre las rendijas gastadas por el clima.
Lo único que podía oír era el rítmico taconeo de sus pisadas, sus jadeos apagados y el crujido de las bisagras oxidadas de la linterna en su continuo oscilar.
Y entonces oyó algo más, un ruido que le hizo pensar que lo estaban siguiendo.
Se dio media vuelta, pero no vio a nadie. Y no había ningún lugar para esconderse, puesto que había caminado en línea recta desde que entró en el túnel. Hacia delante, el camino no era tan inequívoco. Hasta donde podía ver, en los límites de la luz de la linterna, no había nada en absoluto.
El camino comenzó a inclinarse. Estaba ascendiendo, aunque muy levemente. Los huecos sobre su cabeza, donde los ladrillos habían caído, no permitían ver el cielo, puesto que estaban cubiertos de tierra. Los ecos de los pequeños ruidos del túnel sonaban ahora más próximos y ahogados. Zeke ya lo esperaba, pero le hizo sentirse más incómodo de lo que creía. Sabía que la geografía se alejaba de la costa, y que el túnel expuesto albergaba un sendero que circulaba por debajo de la ciudad.
Si Rector estaba en lo cierto, al final de la vía principal el camino se dividiría en cuatro. El situado más a la izquierda llevaba al sótano de una pastelería. El tejado de ese edificio sería un lugar lo bastante seguro como para permitirle inspeccionar los alrededores.
Bajo tierra, y en la oscuridad, el sendero pareció girar a la izquierda, y después a la derecha. Zeke no creía haber descrito un círculo completo, pero desde luego estaba desorientado. Esperaba ser capaz de ubicar Denny Hill cuando saliera al exterior.
Y tras lo que le parecieron kilómetros, pero sin duda fue mucho menos, el sendero se ensanchó y ramificó tal como Rector le había prometido. Zeke tomó el agujero más a la izquierda y lo siguió durante otros treinta metros antes de que terminara abruptamente, o eso le pareció, hasta que hubo retrocedido unos pasos y encontró el pasaje secundario. Este nuevo túnel no parecía haber sido construido, sino cavado. No parecía reforzado, ni demasiado seguro. Parecía temporal, improvisado, y listo para derrumbarse en cualquier momento.
Lo siguió de todos modos.
Los muros eran más de barro que de piedra o ladrillos, y estaban muy húmedos. También lo estaba el suelo, que era en su mayor parte una mezcla en descomposición de serrín, suciedad y raíces de plantas. Se aferraba a sus botas y trataba de detenerlo, pero siguió adelante trabajosamente y, por fin, tras tomar otro recodo y después otro, encontró una escalera.
De un salto escapó del fango y se aferró a la escalera. Ascendió hasta salir a un sótano tan cubierto de polvo que incluso los ratones y las cucarachas dejaban un rastro visible sobre él. Y también había huellas de pisadas, en gran número.
A simple vista contó al menos diez parejas de huellas. Se dijo a sí mismo que eran buenas noticias, que debía alegrarse de que más gente hubiera sobrevivido al trayecto sin problemas, pero la verdad es que le hizo sentir un cierto desasosiego. Había esperado, casi planeado, encontrar una ciudad vacía pero llena de peligros. Todo el mundo sabía lo de los podridos. Rector le había hablado a Zeke de las silenciosas sociedades que vivían bajo tierra, ocultos del mundo, pero Zeke esperaba poder evitarlos.
Y en cuanto a las huellas…
Las huellas implicaban que podía encontrar a más gente.
Mientras inspeccionaba el sótano y llegaba a la conclusión de que no contenía nada de valor, tomó la determinación de actuar con la mayor de las cautelas. Ascendió las escaleras del recodo y decidió mantenerse entre las sombras y tener su arma siempre preparada.
A decir verdad, todo esto casi empezaba a gustarle. Le agradaba la idea de enfrentarse al mundo en una grandiosa aventura, aunque fuera a durar tan solo unas pocas horas. Se movería como un ladrón en la noche, y sería invisible como un fantasma.
En el primer piso, todas las ventanas estaban tapiadas con tablas, reforzadas y protegidas en toda su extensión. Un mostrador de cristal agrietado reunía polvo apoyado en el muro, y había un montón de viejos toldos a rayas en un rincón. Cantidad de sartenes oxidadas rebosaban en una pila, y por todo el suelo había desperdigados pedazos de una vieja caja registradora.
Encontró una escalera en una despensa vacía. En la parte superior, había una trampilla sin cerrojo. La empujó con la mano, con la cabeza, con el hombro, hasta que se abrió. Un momento después se encontró en el tejado.
Y entonces sintió algo frío y duro en la nuca.
Se quedó inmóvil, con un pie aún en el peldaño superior de la escalera.
—Buenas.
Zeke respondió, sin darse la vuelta:
—Hola.
Trató de que su voz sonara amenazante, pero estaba asustado, y la palabra fue pronunciada en un tono algo más agudo de lo que le hubiera gustado. Ante sí no veía nada más que las esquinas de un tejado vacío; lo único que sabía por su visor y su visión periférica era que estaba solo, a excepción de quienquiera que estuviese a su espalda, apuntándolo con el cañón de un arma.
Dejó la linterna en el suelo con toda la precisión y cautela que pudo.
—¿Qué haces aquí, chico?
—Lo mismo que tú, supongo —dijo Zeke.
—¿Y qué estoy haciendo yo, si puede saberse? —preguntó su interlocutor.
—Sea lo que sea, no te ha gustado que te pillen haciéndolo. Mira, déjame en paz, ¿vale? No tengo dinero ni nada. —Zeke abandonó por fin el último peldaño, tratando de no perder el equilibrio, con las manos levantadas inútilmente.
Sin embargo, el tacto amenazante y frío del arma no abandonó su nuca indefensa.
—¿No tienes dinero?
—Ni un centavo. ¿Puedo darme la vuelta? Me siento estúpido hablando así. Te resultará igual de fácil dispararme de frente. No voy armado. Venga, déjame. No te he hecho nada.
—Déjame ver tu bolsa.
—No —dijo Zeke.
La presión en su nuca se intensificó.
—Sí.
—Solo son papeles. No valen nada. Pero si me dejas, te enseñaré algo chulo.
—¿Algo chulo?
—Mira esto —dijo Zeke, tratando de retorcerse milímetro a milímetro sin demasiado éxito—. Mira —dijo de nuevo, tratando de conseguir algo de tiempo—. Soy un hombre pacífico —exageró—. Respeto la paz de Maynard. No busco problemas.
—¿Así que sabes algo de Maynard, eh?
—Más me vale —gruñó Zeke—. Era mi abuelo.
—Y una mierda —dijo la voz a su espalda, que pareció más sorprendida que recelosa—. No lo eres. Si lo fueras, habría oído hablar de ti.
—Es cierto. Puedo demostrarlo. Mi madre es…
El hombre lo interrumpió.
—¿La viuda Blue? Ahora que lo pienso, tuvo un hijo, ¿no? —Guardó silencio.