Decir que la escena fue catastrófica sería quedarse corto. Nunca se conoció el número total de fallecidos, pues solo Dios sabía cuántos cadáveres habían quedado sepultados bajo los escombros. Y además, no hubo tiempo para ponerse a excavar.
Porque, después de que el doctor Blue recuperara de nuevo su máquina, después de que los heridos fueran atendidos y las primeras preguntas airadas fueran formuladas desde los tejados, una segunda oleada de terror golpeó la ciudad. Para los residentes de Seattle, no fue sencillo aceptar que esta segunda oleada no guardara relación alguna con la primera, pero los detalles de sus sospechas nunca han sido solucionados de manera satisfactoria para todos.
Solo nos quedan ya los hechos comprobados; quizá más adelante un futuro analista nos pueda proporcionar una respuesta mejor y más detallada de la que disponemos hoy en día.
Esto es lo que sabemos: después de que el artefacto del doctor Blue pusiera fin a su orgía de destrucción, una extraña enfermedad afectó a los que trabajaban en las tareas de reconstrucción cerca de las ruinas de los bancos. Según todos los datos disponibles, esta enfermedad pareció originarse en los túneles creados por el artefacto, y más concretamente en un gas que surgió de ellos. Al principio, este gas parecía inodoro e incoloro, pero con el tiempo llegó a ser discernible para el ojo humano, siempre que se mirara a través de un pedazo de cristal polarizado.
Mediante el método de ensayo y error, se determinaron algunos detalles relativos al gas. Se trataba de una sustancia espesa, que se desplazaba lentamente y mataba por contaminación, y podía ser detenida por medio de sencillas barreras. Comenzaron a establecerse medidas de detención temporal al mismo tiempo que se empezaban a organizar las evacuaciones. Se desmontaron las tiendas y se trataron con pez para formar falsos muros.
Cuando estos muros comenzaron a derrumbarse, uno a uno, y a medida que cada vez más ciudadanos caían enfermos, fueron necesarias medidas más severas. Se redactaron y establecieron apresurados planes, y un año después del incidente con la increíble máquina perforadora Boneshaker del doctor Blue, toda la zona del centro de la ciudad estaba rodeada de un gigantesco muro de ladrillos y mortero.
El muro tiene aproximadamente sesenta metros de alto, una cantidad variable en función de las distintas características geográficas de la ciudad, y su grosor medio es de cuatro a seis metros. Rodea por completo las manzanas derruidas, y contiene un área de casi tres kilómetros cuadrados. Sin duda, es una maravilla de la ingeniería.
Sin embargo, dentro de este muro hay una ciudad desierta, totalmente muerta a excepción de las ratas y los cuervos que supuestamente la habitan. El gas que sigue surgiendo del suelo arruina todo lo que toca. Lo que en un tiempo fue una bulliciosa metrópolis es ahora una ciudad fantasma, rodeada por la población superviviente, que se ha establecido de nuevo en el exterior de la ciudad. Estas personas son fugitivas, y aunque muchos de ellos se reubicaron en el norte, en Vancouver, o en el sur, en Tacoma o Portland, muchos de ellos han preferido quedarse junto al muro.
Viven en las llanuras embarradas y junto a las colinas, en una ciudad provisional referida a menudo como las Afueras; y allí han comenzado sus vidas de nuevo.
Ella lo vio, y se detuvo a pocos metros de las escaleras.
—Lo siento —dijo él rápidamente—. No quería alarmarla.
La mujer del deslucido abrigo negro no parpadeó, ni se movió.
—¿Qué quiere?
El hombre había preparado un discurso, pero no podía recordarlo.
—Hablar. Hablar con usted. Quiero hablar con usted.
Briar Wilkes cerró los ojos con fuerza. Cuando los abrió de nuevo, preguntó:
—¿Es por Zeke? ¿Qué ha hecho ahora?
—No, no es por él —insistió—. Señora, esperaba que pudiéramos hablar de su padre.
Los hombros de la mujer se relajaron un tanto, y negó con la cabeza.
—Cómo no. Lo juro por Dios, todos los hombres que han pasado por mi vida… —No terminó la frase. Después, dijo—: Mi padre era un tirano, y todas las personas a las que él quería lo temían. ¿Es eso lo que quería oír?
El hombre se mantuvo inmóvil mientras ella ascendía los peldaños torcidos que llevaban a la entrada de su casa, y también al que la aguardaba. Cuando llegó al pequeño porche, el hombre preguntó:
—¿Es cierto?
—Hay más de verdad que de mentira.
Briar estaba ante él, con los dedos entrelazados en un aro repleto de llaves. Su coronilla estaba a la misma altura que la barbilla del hombre. Las llaves apuntaban a su cintura. Entonces comprendió que estaba delante de la puerta, y se apartó de su camino.
—¿Cuánto tiempo lleva esperándome? —preguntó ella.
Consideró muy seriamente la posibilidad de mentir, pero la mujer no dejaba de mirarlo con fuego en los ojos.
—Varias horas. Quería estar aquí cuando volviese usted.
La puerta crujió, traqueteó, y se abrió apenas una rendija.
—Trabajé un turno extra. Podría haber venido usted más tarde.
—Señora, ¿puedo entrar?
Ella se encogió de hombros, pero no dijo que no, y no cerró la puerta tras de sí, así que el hombre la siguió, cerró la puerta y se quedó de pie junto a ella mientras Briar buscaba una lámpara y la encendía.
Llevó la lámpara a la chimenea, donde los leños habían dejado ya de arder. Junto al manto había un atizador y un fuelle, además de una cesta plana de hierro con más leños. Briar atizó los leños consumidos y encontró unos pocos rescoldos aún encendidos en el fondo de la chimenea.
Tras unos golpes más, y después de añadir un par de leños nuevos, una pequeña llama apareció, y se mantuvo.
Briar se quitó el abrigo, primero un brazo y después el otro, y lo dejó colgado de un gancho. Sin el abrigo parecía más delgada, como si hubiera trabajado durante demasiado tiempo, y hubiera comido demasiado poco. Sus guantes y altas botas marrones estaban cubiertos de la suciedad de la planta, y llevaba pantalones, como un hombre. Llevaba su largo cabello oscuro atado en la nuca, pero tras dos duros turnos de trabajo, varios mechones habían escapado, y caían lacios por su frente.
Tenía treinta y cinco años, y no parecía ni un segundo más joven.
Ante el fuego, aún naciente, había una silla grande y vieja de cuero. Briar se dejó caer sobre ella.
—Dígame, señor… lo siento. No me ha dicho su nombre.
—Hale. Hale Quarter. Si me permite decirlo, es un honor conocerla.
Por un instante creyó que la mujer se iba a echar a reír, pero no lo hizo.
La mujer extendió el brazo hacia una pequeña mesa situada junto a la silla y cogió una talega.
—Bien, Hale Quarter. Dígame, ¿por qué ha estado esperando tanto tiempo con este horrible clima? —Sacó un pequeño papel de la talega y un pellizco de tabaco. Se puso manos a la obra hasta liar un cigarrillo, y utilizó la llama de la lámpara para encenderlo.
Quarter había llegado tan lejos diciendo la verdad, así que se decidió a hacer otra confesión.
—Vine cuando sabía que no estaría usted en casa. Alguien me dijo que si llamaba a la puerta, me dispararía usted por la mirilla.
Ella asintió, y dejó reposar la cabeza en el cuero de la silla.
—Yo también he oído esa historia. La verdad es que no es tan efectiva para mantener alejada a la gente como parece.
Quarter no sabía si hablaba en serio, o si estaba negando esa versión.
—Entonces le doy las gracias doblemente, por no dispararme y por dejarme entrar.
—No hay de qué.
—¿Puedo… puedo sentarme? ¿Le parece bien?
—Haga lo que quiera, pero no va a quedarse aquí mucho tiempo —anunció la mujer.
—¿No quiere usted hablar?
—No quiero hablar de Maynard. No tengo ninguna respuesta sobre lo que le ocurrió. Nadie la tiene. Pero puede hacer todas las preguntas que quiera. Y se marchará cuando yo me canse de usted, o cuando usted se canse de oír «no lo sé», lo que ocurra antes.
Hale cogió una silla de madera de respaldo alto y la arrastró hacia delante, colocándose justo delante de Briar. Abrió su cuaderno; en la primera hoja había unas cuantas anotaciones en la parte superior.
Mientras se colocaba, la mujer le preguntó:
—¿Por qué le interesa Maynard? ¿Por qué ahora? Lleva quince años muerto. Casi dieciséis.
—¿Y por qué no ahora? —Hale echó un vistazo a sus notas y se sentó por fin, con el lápiz apuntando ya a la siguiente parte en blanco del cuaderno—. Pero, para responder a su pregunta, estoy escribiendo un libro.
—¿Otro libro? —dijo ella, sin pensárselo.
—No es un artículo sensacionalista —aclaró él enseguida—. Quiero escribir una biografía en condiciones de Maynard Wilkes, porque creo que no se le ha hecho justicia. ¿No está de acuerdo?
—No, no estoy de acuerdo. Lo que le ocurrió era de esperar. Se pasó treinta años trabajando para nada, y solo recibió maltratos por parte de la ciudad a la que servía. —Jugueteó con el medio cigarrillo que le quedaba—. Él dejó que ocurriera. Y lo odié por ello.
—Pero su padre creía en la ley.
—Como todos los criminales —respondió ella rápidamente.
Hale se inclinó hacia delante.
—Entonces, ¿cree usted que era un criminal?
Antes de responder, la mujer dio una larga calada al cigarrillo.
—No tergiverse mis palabras. Pero tiene usted razón. Creía en la ley. Hubo veces en que pensé que no creía en nada más, pero sí, creía en la ley.
Los chisporroteos del fuego llenaron el corto silencio que siguió. Por fin, Hale dijo:
—Estoy intentando averiguar cómo ocurrió, señora, eso es todo. Creo que debió de tratarse de algo más que una fuga…
—¿Por qué? —lo interrumpió Briar—. ¿Por qué cree usted que lo hizo? ¿Qué teoría tiene para su libro, señor Quarter?
Hale vaciló, porque no sabía qué pensar, aún no. Decidió exponer la teoría que esperaba que Briar encontrara menos ofensiva.
—Creo que estaba haciendo lo que creía correcto. Pero me gustaría saber qué piensa usted. Maynard la crió a usted solo, ¿no es así? Debió de conocerlo usted mejor que nadie.
El rostro de Briar esbozó un gesto inexpresivo por unos segundos.
—Se sorprendería. No estábamos tan unidos.
—Pero su madre murió…
—Cuando yo nací. Es cierto. Él fue el único padre que tuve, y no fue gran cosa. No sabía qué hacer con una hija, igual que no sabía qué hacer con un mapa de España.
Hale comprendió que se acercaba a un callejón sin salida, de modo que decidió probar otro método para ganarse su confianza. Inspeccionó con la mirada la estancia, con sus muebles recios y sin adornos, y el suelo limpio pero maltratado. Se fijó en el pasillo que llevaba a la parte trasera de la casa. Desde donde estaba sentado podía ver que las cuatro puertas de esa parte de la casa estaban cerradas.
—Creció usted aquí, ¿verdad? ¿En esta casa? —fingió estar conjeturando.
Briar no suavizó el tono ni un ápice.
—Todo el mundo sabe eso.
—Sin embargo, lo trajeron aquí. Uno de los chicos que se fugaron, y su hermano… lo trajeron aquí y trataron de salvarlo. Buscaron un médico, pero…
Briar tomó el anzuelo y tiró de él.
—Pero había inhalado demasiado de la Plaga. Murió antes de que el médico recibiera el mensaje, y, francamente… —Golpeó con el dedo el cigarrillo, haciendo caer la ceniza al fuego—. Mejor así. ¿Se imagina lo que le hubiera pasado si hubiera sobrevivido? Lo habrían juzgado por traición, o al menos por grave insubordinación. En el peor de los casos, lo habrían fusilado. Mi padre y yo no estábamos de acuerdo en todo, pero no se merecía eso. Fue lo mejor —dijo, y contempló el fuego.
Hale tardó unos segundos en preparar una respuesta. Por fin, dijo:
—¿Lo vio usted antes de que muriera? Sé que fue una de las últimas personas en marcharse de Seattle, y sé que vino usted aquí. ¿Lo vio por última vez?
—Lo vi —asintió Briar—. Estaba echado en la cama, él solo, bajo una manta empapada del vómito que terminaría por asfixiarlo. El médico no estaba allí, y por lo que yo sé, no llegó a acudir. No sé si realmente hubiera sido posible encontrar uno esos días, en mitad de la evacuación.
—Entonces, ¿estaba solo? ¿Murió solo en esta casa?
—Estaba solo —confirmó la mujer—. La puerta delantera estaba rota, pero cerrada. Alguien lo había dejado en la cama con cuidado. Eso sí lo recuerdo. Alguien lo había tapado con una manta, y había dejado su rifle en la cama, junto con su placa. Pero estaba muerto. La Plaga no lo despertó de nuevo, gracias a Dios. Al menos tuvo esa suerte.
Hale estaba anotándolo todo, y de cuando en cuando murmuraba algo para animarla a seguir hablando.
—¿Cree que lo hicieron los prisioneros?
—Usted sí lo cree —dijo ella, aunque no parecía estar acusándolo directamente.
—Sospecho que así pudo ser —respondió él, aunque estaba totalmente seguro de ello. El hermano del presidiario le había contado que se marcharon de casa de Maynard sin robar nada. Le contó que lo dejaron en la cama, con el rostro tapado. Nadie había mencionado antes esos detalles, ni siquiera en la investigación sobre la gran fuga. Y se había debatido mucho sobre ese asunto a lo largo de los años.
—Y después… —Hale trató de animarla a seguir hablando.
—Lo saqué y lo enterré bajo el árbol, junto a su viejo perro. Un par de días después, dos agentes vinieron y lo desenterraron de nuevo.