—Sí. Me tuvo a mí.
Zeke sintió cómo el frío metal contra su nuca se desplazaba lentamente, así que se arriesgó y dio un paso adelante, con las manos aún alzadas. Se dio media vuelta lentamente, y después bajó los brazos, quejándose en voz alta.
—¿Ibas a dispararme con una botella?
—No. —El hombre se encogió de hombros. Era una botella de cristal con los restos de una etiqueta blanca y negra en el costado—. Que yo sepa, nunca han disparado a nadie con una botella. Solo quería asegurarme.
—¿Asegurarte de qué?
—De que lo entendías —dijo, de manera imprecisa, y se sentó contra el muro de un movimiento lento que implicaba que estaba recuperando la postura que había estado ocupando hasta que Zeke lo interrumpió.
El hombre iba enmascarado por pura necesidad, y llevaba al menos un jersey grueso y dos abrigos, uno de los cuales, el más exterior, era de un color azul muy oscuro, quizá negro. En el frontal tenía una fila de botones, y bajo los abrigos llevaba un par de pantalones oscuros que le quedaban algo grandes. Sus botas no casaban; una era alta y marrón, la otra negra y más corta. A sus pies había una especie de bastón de forma extraña. Lo cogió y lo giró en la mano, tras lo cual lo dejó reposar en su regazo.
—¿Qué diablos te pasa? —preguntó Zeke—. ¿Por qué me has asustado de esa manera?
—Porque estabas ahí —dijo el otro, y no parecía haber burla ni arrogancia en su voz—. ¿Y por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué estabas ahí? Es decir, ¿por qué estás aquí? Este no es lugar para chavales, aunque sean nietos de Maynard. Joder, te puedes meter en problemas si vas por ahí diciendo esas cosas, sean o no verdad. Supongo que has tenido suerte —dijo el hombre.
—¿Suerte? ¿Por qué?
—Tienes suerte de que te encontrara yo, y no otro.
—¿Y por qué es eso buena suerte? —preguntó Zeke.
El hombre jugueteó con la botella que aún sostenía en la mano.
—No usé nada que pudiera hacerte daño.
El hombre no parecía tener nada encima que pudiera hacerle daño, pero Zeke no dijo nada. Cogió la linterna de nuevo, se ajustó la bolsa a la espalda y frunció el ceño.
—Y tú tienes suerte de que no haya desenfundado mi arma.
—¿Tienes un arma?
—Sí —dijo Zeke, enderezándose.
—¿Dónde está?
Zeke golpeó la bolsa.
—Eres un estúpido —dijo el hombre sentado, con su botella y sus ropas demasiado grandes. Después, se llevó el cuello de la botella a la boca, y golpeó con ella su máscara de gas.
Miró con tristeza la botella y agitó las últimas gotas que quedaban en el fondo.
—¿Yo soy estúpido? Le dijo la sartén al cazo, como dice mi madre.
El hombre pareció estar a punto de decir algo poco halagador de la madre de Zeke, pero no lo hizo. En lugar de ello, dijo:
—¿Cuál era tu nombre, chico?
—No te lo he dicho.
—Pues dímelo ahora —dijo el hombre. Había un cierto tono amenazador en sus palabras.
A Zeke eso no le hizo ninguna gracia.
—No. Primero dime tú el tuyo, y luego quizá te diga el mío. No te conozco, y no sé qué estás haciendo aquí. Y yo… —Sacó de la bolsa el viejo revólver de su abuelo. Tardó unos veinte segundos en hacerlo, y en todo ese tiempo el hombre no movió ni un músculo—. Tengo un arma.
—Ya lo veo —dijo el otro, pero no pareció demasiado impresionado—. Al menos ahora la tienes a la vista. ¿No tienes un cinto o una pistolera?
—No la necesito.
—Vale —dijo el hombre—. Bien, ¿cómo te llamas?
—Zeke. Zeke Wilkes. ¿Y tú? —exigió Zeke.
El hombre sonrió bajo su máscara, es de suponer que porque había conseguido que Zeke le dijera su nombre antes de conocer el suyo. Zeke solo pudo ver la sonrisa porque sus ojos se arrugaron tras el visor.
—Zeke Wilkes. De los Wilkes, nada menos. —Antes de que Zeke pudiera decir algo, añadió—: Me llamo Alistair Mayhem Osterude, pero puedes hacer lo que el resto del mundo y llamarme Rudy, si quieres.
—¿Mayhem
[1]
es tu segundo nombre?
—Lo es si yo digo que lo es. Y si no te importa que te lo pregunte, Zeke Wilkes, ¿qué estás haciendo en este lugar? ¿No deberías estar en la escuela, o trabajando, o algo así? ¿Y sabe tu madre que estás aquí? He oído que es una mujer de armas tomar. No creo que le gustara mucho saber que estás aquí.
—Mi madre está trabajando. Estará fuera varias horas, y para entonces ya habré vuelto. Lo que no sepa no le hará daño —dijo Zeke—. Y estoy perdiendo el tiempo hablando contigo, así que con tu permiso, seguiré mi camino.
Guardó el arma de nuevo en la bolsa y le dio la espalda a Rudy. Respiró lentamente a través de los filtros de su máscara y trató de recordar exactamente dónde estaba, y exactamente adónde quería ir.
Aún sentado, Rudy preguntó:
—¿Adónde vas?
—No es asunto tuyo.
—Es verdad. Pero si me dices qué estás buscando, quizá pueda decirte cómo encontrarlo.
Zeke caminó hasta el borde y miró hacia abajo, pero no vio nada a través de la espesa neblina. Su linterna no reveló nada más que esa niebla amarillenta en todas direcciones.
—Podrías decirme cómo llegar a Denny Hill —dijo.
—Podría, sí —dijo el otro, y después preguntó—: ¿Adónde exactamente? Denny Hill es muy grande. Espera, ya lo sé. Quieres volver a casa.
Antes de que se le ocurriera una evasiva o una negativa, Zeke dijo:
—No es mi casa. Nunca lo fue. Nunca la he visto.
—Yo sí —dijo Rudy—. Era una bonita casa.
—¿Era? ¿Ya no existe?
El hombre negó con la cabeza.
—Que yo sepa sí. Supongo que aún está allí, pero ya no es bonita. Nada aquí dentro lo es. La Plaga se come la pintura y hace que todo se vuelva amarillo.
—Pero ¿sabes dónde está?
—Más o menos. —Rudy descruzó las piernas y se puso en pie, apoyándose en el bastón—. Podría llevarte allí, si es adonde quieres ir.
—Sí, es adonde quiero ir. —Zeke asintió—. Pero ¿qué quieres a cambio de ayudarme?
Rudy reflexionó, o quizá solo estaba esperando a que se le aclarara la cabeza.
—Me gustaría echar un vistazo dentro. Tu padre era rico, y no sé si la han desvalijado ya o no.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Exactamente lo que he dicho —replicó Rudy bruscamente—. Esas casas, y los comercios… ya no pertenecen a nadie, o al menos nadie vuelve ya a reclamarlos. La mitad de la gente que vivía allí ha muerto, así que… Los que quedamos aquí… —Buscó una palabra que pareciera menos directa que la verdad—. Hurgamos. Recuperamos. No hay más remedio.
Había algo extraño en ese razonamiento, pero Zeke no sabía exactamente de qué se trataba. Rudy estaba negociando, pero Zeke no tenía nada que ofrecerle a cambio. Esta podría ser una espléndida oportunidad, si sabía aprovecharla.
—Supongo que es justo —dijo—. Si me llevas, podrás quedarte con algunas de las cosas que encuentres allí.
Rudy resopló.
—Me alegra contar con su permiso, señor Wilkes. Es muy amable por su parte.
Zeke sabía cuando le estaban tomando el pelo, y no le gustaba.
—Muy bien. Si así están las cosas, puede que no necesite un guía. La encontraré yo mismo. Te lo he dicho, tengo mapas.
—Ya, y un arma. Creo que lo mencionaste antes. Eso te convierte en todo un hombre, preparado para enfrentarse a la Plaga, a los podridos, y a los proscritos como yo. Sí, estás listo, seguro. —Se sentó en el borde del tejado, como si hubiera cambiado de opinión.
—¡Puedo encontrarla yo mismo! —insistió Zeke, en voz demasiado alta.
Rudy le hizo callar con un ademán y dijo:
—Baja la voz, chico. Te lo digo por tu propio bien, a mí ni me va ni me viene. Baja la voz. Hay cosas mucho peores que yo ahí fuera, y te aseguro que no querrías encontrarte con ninguna de ellas.
Había dos maneras de atravesar la muralla sin fisuras que contenía los distritos del centro de Seattle. Todo el que quisiera cruzar al otro lado tendría que hacerlo por encima o por debajo del mismo muro. Según Rector, Zeke había optado por esta última opción.
Rector no sabía todo lo que Zeke se había llevado consigo en su viaje, pero estaba casi seguro de que tenía algo de comida, munición y el viejo revólver de su abuelo, que robó del cajón de la mesilla de noche de Maynard, donde llevaba dieciséis años acumulando polvo. También se había llevado algunas baratijas de Maynard para canjearlas: un par de gemelos, un reloj de bolsillo y una corbata de bolo. Rector lo había ayudado a conseguir una vieja máscara de gas.
Una de las últimas cosas que Rector le había dicho a Briar antes de que la echaran a patadas del orfanato fue:
—Mire, le apuesto un dólar a que volverá en menos de diez horas. Tiene que hacerlo. La máscara no lo protegerá durante más tiempo, y si no logra encontrar un lugar seguro ahí dentro, sabe que tiene que darse media vuelta y salir de nuevo. Solo tiene que esperar un poquito más. Espere hasta esta noche, y si no ha vuelto, entonces empiece a preocuparse por él. No va a morir ahí dentro, se lo aseguro.
Mientras se alejaba del orfanato bajo la lluvia, Briar quiso gritar, pero necesitaba todas sus energías para caminar. Estaba agotada por la rabia y la inquietud, y trató de decirse a sí misma que Zeke estaba preparado.
No había trepado el muro y saltado al otro lado sin más, a ese lugar lleno de hordas de podridos y bandas de criminales; había tomado precauciones, tenía provisiones. Había muchas posibilidades de que estuviera a salvo. La máscara le daría diez horas, y si cuando se agotaran no había encontrado refugio, se daría la vuelta y se marcharía. Si pudo encontrar una manera de entrar, encontraría la manera de salir.
La entrada que había utilizado estaba junto al océano, al lado de los túneles de desagüe, casi oculta tras las rocas que protegían el sistema de túneles de la violencia de las olas. A Briar nunca se le había ocurrido que esos viejos túneles llegaran hasta el centro de la ciudad. Habían formado parte del sistema subterráneo que se derrumbó y más tarde se tapió por si acaso. Sin embargo, Rector había insistido en que la población que quedaba al otro lado había limpiado los escombros producidos por la Boneshaker, y que la puerta podría abrirse con menos problemas de los esperados.
Las diez horas terminarían a las nueve de la noche, aproximadamente.
Briar tomó la decisión de esperar fuera. Si volvía a casa, la consumiría la preocupación, y no sería buena idea ir tras él, aún no. Si lo seguía ahora, había muchas posibilidades de que entrara justo mientras él salía, y que se cruzaran sin verse, y entonces Briar no sabría qué había sido de su hijo.
No, Rector tenía razón. Lo único que podía hacer era esperar. No quedaba mucho ya, quizá un par de horas.
Era tiempo de sobra para llegar al otro extremo del estrecho y trepar por las rocas, rodeando las charcas de agua que cubrían hasta los muslos y los afilados riscos que ocultaban el sistema de desagües abandonado por los asentamientos de las Afueras.
Era ya de noche, y había mucha humedad en el ambiente, pero Briar seguía vestida con la ropa de trabajo, con botas lo bastante resistentes para proteger sus pies y lo bastante flexibles para permitirle maniobrar entre las rocas. La marea estaba baja, gracias a Dios, pero el viento aún traía consigo la espuma del océano. Para cuando rodeó el último montículo irregular de arena y piedras y vio los mecanismos cubiertos de algas que en el pasado elevaban y descendían los conductos del océano, estaba ya casi empapada.
Y allí, enterrado en parte bajo el montón de arenilla, conchas y maderas arrastradas por el océano, todo lo que se había acumulado con los años, estaba el cilindro agrietado de ladrillos que circulaba por debajo de las calles de la ciudad.
El túnel, bañado por el océano y la lluvia, consumido por los gusanos y golpeado por el incesante oleaje, estaba decrépito. Daba la impresión de que, si Briar lo tocaba, se colapsaría, pero cuando apoyó la mano en él y empujó, no se movió ni tembló.
Agachó la cabeza y dejó que la linterna la guiara. Aún le quedaba bastante aceite para varias horas, y lo único que realmente la preocupaba era ahogarse o que la humedad apagase la linterna. Sin embargo, en el interior de la noche doblemente tenebrosa del túnel, el brillo de la linterna era muy débil. La esfera de luz que proyectaba la llama apenas alcanzaba unos pocos metros hacia delante.
Briar escuchó con atención, tratando de oír algo más que el incesante flujo del agua y el tamborileo de la niebla y la lluvia que se filtraba en los puntos en los que los ladrillos habían caído.
Desde que Zeke nació, nunca se había acercado tanto a la ciudad.
¿Hasta dónde llegaba el túnel? Medio kilómetro más, quizá, aunque sin duda parecería mucho más si tuvieras que caminar encorvado y cuesta arriba en la oscuridad. Briar trató de imaginarse a su hijo, con la linterna en una mano y un arma en la otra. ¿Llevaría el arma en la mano? ¿O la llevaría enfundada?
¿Sabía cómo usarla si llegaba a ser necesario?
Lo dudaba mucho. Quizá la llevaba consigo para comerciar con ella, y eso no dejaba de ser muy astuto. Si su abuelo era realmente un héroe del pueblo, cualquier efecto personal, como ropas, accesorios y cosas de ese tipo, sería muy valioso, y quizá podría comprar con ellos algo de información.
Más adentro, en el túnel, encontró un pedazo de muro cubierto de musgo que estaba seco en su mayor parte, y se sentó. Con el dorso de la mano tocó un punto entre los ladrillos. Puso la linterna allí y la agitó hasta que estuvo segura de que se mantendría en pie. Se apoyó en los ladrillos, tratando de no prestar atención al frío y húmedo tacto del muro curvado a través de su abrigo; y aunque tenía miedo, y estaba enfadada, y tenía frío y estaba tan preocupada que casi había enfermado, se dejó arrastrar por un áspero sueño.
Y entonces despertó.
Sin preámbulo.
Inclinó la cabeza, y su cráneo golpeó el muro cóncavo de ladrillos.
Estaba aturdida y desorientada. No recordaba haberse quedado dormida, de modo que el despertar fue francamente brusco. Tardó unos segundos en acordarse de dónde estaba y qué estaba haciendo allí, y otros tantos en comprender que el mundo estaba temblando. Varios ladrillos se soltaron y cayeron junto a ella, y estuvieron a punto de romper la linterna.
Briar la cogió antes de que otro montón de piedra cayera sobre ella.
Dentro del túnel el eco era ensordecedor, y el ruido de ladrillos y pedazos de muro cayendo sonaba como si se estuviera librando una batalla dentro de un frasco de cristal.