¿De dónde lo había sacado?
En un lado, el mapa tenía una fisura limpia que le hizo pensar que el mapa formó parte de un libro alguna vez. Sin embargo, la pequeña biblioteca de la ciudad nunca había vuelto a reabrir sus puertas al otro lado del muro. Además, había muy pocos libros, y eran muy caros. Zeke no podría haberlo comprado, pero quizá lo había robado, o…
Olía raro. Llevaba sosteniéndolo medio minuto cuando se dio cuenta de ello, y además el olor era familiar, tanto que casi lo pasó por alto. Sostuvo el pedazo de papel ante su rostro y lo olió. Quizá solo fuera su imaginación. Había una manera de averiguarlo.
Corrió por el pasillo hacia su dormitorio, y rebuscó en su alto armario hasta que lo encontró: un fragmento de sus viejas lentes, de esos días terribles en que la orden de evacuación acababa de ser anunciada, imprecisa y terrible. Nadie sabía de qué estaban huyendo, o por qué; pero todos comprendieron que podrían verlo si contaban con unos anteojos de cristal polarizado.
A esas alturas no se habían producido más pruebas. Los buhoneros vendían lentes en la calle a precios ridículos, y no todas eran verdaderas. Algunas las habían extraído de máscaras industriales rotas y gafas protectoras, pero los artefactos más baratos eran poco más que monóculos ordinarios y fondos de botella.
En ese tiempo el dinero no era problema. El pedazo de lente de Briar, del tamaño de la palma de una mano, era genuino, y funcionaba perfectamente, tanto como los anteojos con los que trabajaba en la planta.
Encendió dos velas más y las llevó al dormitorio de Zeke. Ayudándose de ellas, además de la luz de la linterna, sostuvo el pedazo arañado de lente y lo utilizó para inspeccionar las cosas que había encontrado bajo el colchón. Y todas ellas (el mapa, los panfletos, los restos rotos de pósters) relucían con un enfermizo halo amarillento que las identificaba tan claramente como si llevaran una advertencia impresa.
—La Plaga —gruñó. Los papeles estaban empapados de ella.
De hecho, estaban tan completamente contaminados que había muy pocos lugares de los que podían haber salido. Briar no concebía que su hijo pudiera haber conseguido todos esos documentos al otro lado del muro. Algunas de las tiendas locales vendían artefactos y artículos que algunos evacuados se habían llevado consigo al huir, pero solían ser bastante caros.
—Malditos sean sus amigos y ese maldito jugo de limón —dijo en voz alta—. Malditos sean todos y cada uno de ellos.
Se puso en pie y fue de nuevo a su dormitorio, donde esta vez cogió una máscara de muselina. Se la puso y la ató detrás de su cabeza. Después, dejó lo que había encontrado bajo el colchón de Zeke en su cuarto, sobre la cama. Era un botín extraño, como poco. Además del mapa, encontró viejos billetes y entradas, páginas arrancadas de novelas y recortes de periódicos mucho más viejos que Zeke.
Briar deseó tener sus guantes de cuero. En lugar de ellos, usó el calcetín agujereado abandonado para tocar los documentos, ordenarlos e inspeccionarlos. Mientras lo hacía, vio su nombre escrito. O al menos, su viejo nombre.
9 de agosto, 1864. Las autoridades registraron el domicilio de Leviticus y Briar Blue, pero no encontraron ninguna pista relativa al incidente de la Boneshaker. Los indicios de crimen aumentan, pero Blue sigue desaparecido. Su esposa no puede explicar las pruebas del artefacto que estuvieron a punto de arrasar toda la ciudad y que acabaron con la vida de al menos treinta y siete personas y tres caballos.
11 de agosto, 1864. Briar Blue está siendo interrogada por el derrumbe del cuarto banco de Commercial Avenue y la desaparición de su marido. Su participación en los sucesos del desastre de la Boneshaker aún no está clara.
Briar recordaba esos artículos. Recordaba intentar comer algo mientras los leía, sin apenas apetito, y sin saber que había algo más detrás de sus náuseas que la tensión de la investigación policial. Pero ¿de dónde había sacado Ezekiel los recortes, y cómo los había conseguido? Esos artículos habían sido redactados y distribuidos hace dieciséis años, en una ciudad que llevaba ese mismo tiempo muerta y enterrada.
Arrugó la nariz y cogió la almohada de Zeke. Apartó la funda y metió los documentos en su interior. No debían de ser demasiado peligrosos, puesto que Zeke dormía encima de ellos, pero cuanto más los cubriera, mejor. No quería tan solo ocultarlos o contenerlos; quería enterrarlos. Pero no tenía sentido.
Zeke aún no había regresado. Briar sospechó que no tenía ninguna intención de volver a casa esta noche.
Ya pensaba eso incluso antes de encontrar la nota que le había dejado Zeke en la mesa del comedor. Antes había pasado junto a ella sin verla. La nota era breve y directa. Decía: «Mi padre era inocente, y puedo demostrarlo. Lo siento mucho, por todo. Volveré lo antes posible».
Briar aplastó la nota con el puño y se estremeció hasta estallar en un grito frenético y furioso que sin duda asustó a los vecinos, pero su opinión le importaba tan poco que lo hizo de nuevo. No hizo que se sintiera mejor, pero no pudo evitar gritar una tercera vez, tras lo cual cogió la silla más cercana y la tiró al otro lado de la habitación, contra la repisa de la chimenea.
La silla se rompió en dos al golpear la piedra, pero antes de que tuviera tiempo de caer en pedazos al suelo, Briar estaba ya en el porche, bajando las escaleras con una linterna en la mano.
Se ató el sombrero mientras corría, y se puso el abrigo. La lluvia prácticamente se había detenido, y el viento soplaba con la misma intensidad de siempre, pero Briar siguió adelante, colina abajo, más allá de las llanuras, hacia el único lugar donde había encontrado a Ezekiel en las raras ocasiones en que el muchacho se ausentaba tanto como para hacer que su madre se preocupara.
Junto al mar, en un edificio de ladrillos de cuatro pisos que fue primero un almacén y después un burdel, un grupo de monjas había establecido un albergue para los niños que habían quedado huérfanos a causa de la Plaga.
Las hermanas del Hogar de la Gracia Divina para huérfanos habían criado a toda una generación de chicos y chicas que habían logrado escapar de algún modo del gas y llegar a las Afueras sin ayuda. Ahora, los más jóvenes de sus primeros ocupantes empezaban a tener edad suficiente para vivir por su cuenta o aceptar un empleo en la iglesia.
Entre los muchachos mayores había uno llamado Rector
Quebrantahuesos
Sherman, un chico de diecisiete años conocido por ser uno de los proveedores del ilegal pero muy deseado jugo de limón. Era una droga barata, una sustancia pastelosa, amarillenta y arenosa destilada del gas de la Plaga cuyos efectos eran placenteros pero devastadores. El jugo se hervía y después se inhalaba para lograr un colocón algo apático. El uso crónico terminaba por matar… pero muy lentamente.
El jugo no se limitaba a dañar el cerebro; además, la necrosis comenzaba a afectar al cuerpo, empezando por las comisuras de los labios y extendiéndose a las mejillas y la nariz. Al cabo de un tiempo los dedos de manos y pies se caían, y, más adelante, todo el cuerpo podía llegar a convertirse en una parodia del de los no muertos que sin duda seguían paseándose de un lado a otro de la ciudad amurallada.
A pesar de los evidentes efectos perjudiciales de la droga, la demanda era muy alta, y por eso Rector tenía siempre a mano un arsenal de pipas y papelinas de jugo de limón.
Briar había intentado que Zeke no se juntara con Rector, pero no había gran cosa que pudiera hacer para evitarlo. Al menos, Rector no parecía tener interés en que Zeke consumiera la droga. Fuera como fuera, lo que a Zeke le interesaba era la camaradería, la oportunidad de ser uno más en un grupo de muchachos que no iban a tirarle tinte azul o a gritarle cosas horribles mientras lo mantenían inmóvil en el suelo.
Briar lo comprendía, desde luego, pero eso no significaba que le gustara, y tampoco significaba que le gustara el muchacho larguirucho y pelirrojo que respondió a su llamada impaciente y poco educada.
Briar pasó junto a una monja vestida con un pesado hábito gris y arrinconó a Rector, cuyos ojos eran demasiado grandes y estaban demasiado abiertos, casi proclamando su culpabilidad.
—Tú —comenzó Briar alzando un dedo y colocándolo bajo la barbilla del muchacho—. Tú sabes dónde está mi hijo, y vas a decírmelo, o te arrancaré las orejas y te las haré comer, pequeña rata. —Pronunció esas palabras sin llegar a gritar, pero cada una de ellas fue tan pesada como un yunque.
—¿Hermana Claire? —gimoteó el muchacho. Había retrocedido tanto como podía, y ya no tenía adónde ir.
Briar miró a la hermana Claire con fuego en los ojos y se concentró de nuevo en Rector.
—Si tengo que preguntártelo dos veces, lo lamentarás el resto de tu vida, dure lo que dure.
—Pero no lo sé. De verdad. No lo sé —tartamudeó.
—Pero seguro que tienes alguna idea, así que más te vale ayudarme si no quieres que te rompa todos los huesos del cuerpo. Te lo aseguro, cuando termine contigo no te reconocerán las monjas, los curas ni nadie que sirva a Dios. Cuando vean lo que queda de ti, los ángeles se echarán a llorar. Ahora, habla.
El muchacho miró por turnos, con ojos frenéticos, a Briar, a la hermana Claire, que tenía la boca abierta, y a un cura que acababa de entrar.
Briar comprendió por qué no hablaba justo antes de darle un buen puñetazo al chico en la tripa.
—Vale, ya veo. —El chico no quería hablar delante de sus caseros.
Briar lo cogió del brazo y echó a andar, mientras decía:
—Perdónenme, Hermana, Padre, pero este joven y yo vamos a tener una pequeña charla. Será solo un momento, se lo prometo. Lo tendrán de vuelta antes de la hora de acostarse. —Y después, entre susurros, añadió mientras arrastraba al muchacho hacia los peldaños de la entrada—: Espero que se haya fijado, señor Quebrantahuesos, en que no he prometido traerle de vuelta sano y salvo.
—Me he fijado —dijo él. Chocó contra un muro y tropezó en los peldaños mientras Briar lo empujaba.
Briar no sabía adónde lo llevaba, pero estaba oscuro y reinaba el silencio, y solo un par de lámparas en los muros, además de la linterna de Briar, iluminaban los peldaños lo suficiente para no caer.
Junto al sótano, abajo, había un descansillo entre los peldaños.
Se detuvo y obligó a Rector a mirarla a la cara.
—Aquí estamos —le dijo en un gruñido que habría aterrorizado a un oso—. Nadie puede oírnos. Habla, y rápido. Quiero saber adónde ha ido Zeke, y quiero saberlo ahora.
Rector se estremeció y golpeó la mano de Briar, tratando de librarse de ella. Briar, sin embargo, no lo dejó marchar, sino que apretó su brazo con mayor fuerza, hasta que el muchacho se quejó en voz alta y reunió la suficiente fuerza para librarse por fin de su opresora.
—¡Solo quiere demostrar que Leviticus no estaba loco, y que no era un criminal!
—¿Qué le hace pensar que podrá hacerlo? ¿Y cómo piensa hacerlo?
El muchacho respondió, con una cautela que parecía traicionar su supuesta inocencia:
—Quizá oyera un rumor por ahí.
—¿Qué rumor? ¿Dónde lo oyó?
—Bueno, se hablaba de un libro de registros o algo así, ¿no? ¿No dijo Blue que los rusos le pagaron para que ocurriera algo raro durante la prueba?
Briar entrecerró los ojos.
—Lo dijo Levi. Pero nunca hubo ninguna prueba. Y aunque hubiera pruebas, seguiría siendo indemostrable… porque nunca se lo enseñó a nadie.
—¿Ni siquiera a usted?
—A mí menos que a nadie —dijo Briar—. Nunca me dijo ni una palabra de lo que hacía en ese laboratorio, con esas máquinas. Y desde luego nunca me habló de asuntos de dinero.
—¡Pero usted era su esposa!
—Eso no significa nada —dijo Briar. Nunca llegó a saber si su marido no le contaba nada porque no confiaba en ella o porque creía que era estúpida. Probablemente ambas cosas.
—Mire, señora, usted debió de imaginarse que Zeke tenía algo en la cabeza cuando empezó a hacer preguntas.
Briar golpeó la barandilla de las escaleras con la mano que tenía libre.
—¡Nunca me hizo preguntas! Ni una sola vez, desde que era un niño, me preguntó por Levi. —Y añadió, en voz más baja—: Pero me preguntó por Maynard.
Rector seguía mirándola, aún arrinconado, aún tan lejos de Briar como se lo permitía la situación. En ese momento debería haber dicho algo útil, pero guardó silencio hasta que Briar golpeó de nuevo la barandilla metálica con el puño.
—No haga eso —dijo el chico, extendiendo las manos—. Señora, no haga eso, por favor. No se preocupe por Zeke. Es un chico listo. Sabe arreglárselas solo, y sabe lo de Maynard. Todo irá bien.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Sabe lo de Maynard? Todo el mundo sabe lo de Maynard.
El muchacho asintió, bajando las manos y acercándoselas al pecho, listo para defenderse si llegaba a ser necesario.
—Pero Zeke es su nieto, y la gente lo sabe. Bueno… —Se detuvo, y comenzó de nuevo—: No todo el mundo, claro, pero al sitio al que va… allí se encontrará con gente que sabe lo de Maynard, y que cuidará de él.
—¿De qué sitio hablas? —preguntó Briar, y al pronunciar la última palabra tragó saliva, porque lo sabía. Aunque era imposible, y una locura, lo sabía. Sabía adónde iba, aunque no tenía ningún sentido.
—Se ha ido… a… —Rector alzó el dedo índice y lo apuntó en dirección a la vieja ciudad.
Briar tuvo que hacer un supremo esfuerzo para no abofetearlo; pero no pudo evitar gritar:
—¿Cómo piensa hacer eso? ¿Y qué va a hacer cuando atraviese el muro y no pueda respirar, ni ver nada…?
Rector levantó las manos de nuevo, y reunió el coraje suficiente para dar un paso adelante.
—Señora, tiene que dejar de gritar. Pare, por favor.
—… y allí no queda nadie más que los podridos, que lo cogerán y lo matarán…
—¡Señora! —dijo el muchacho en voz lo bastante alta para interrumpirla, y casi lo bastante alta para ganarse una bofetada. Sin embargo, logró hacerla callar, solo por un instante, y el chico aprovechó el respiro para decir—: ¡Hay gente viviendo ahí dentro!
A esas palabras siguió un largo silencio.
—¿Qué has dicho?
Temblando, retrocediendo de nuevo, y deteniéndose cuando sus hombros tocaron la pared de ladrillos, dijo:
—Hay gente viviendo allí. Dentro.
Briar tragó saliva.
—¿Cuánta gente?
—No muchos. Pero más de los que imagina. La gente que conoce su existencia los llama «fiambres», porque para el resto del mundo están muertos.