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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (10 page)

Un hombre de edad avanzada, ataviado con un sombrero de capitán, se detuvo junto a Briar para encenderse una pipa.

Briar le preguntó:

—Perdone, ¿cuál de estas aeronaves va a acercarse más al muro de Seattle?

El hombre la miró con el ceño fruncido mientras daba una calada a su pipa, estudiándola con curiosidad.

—Está usted en la parte equivocada de la isla, señorita.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que debería usted tomar ese camino de allá. —Usó la pipa para señalar un sendero embarrado que desaparecía entre los árboles—. Sígalo mientras pueda. Quizá por allí encuentre a alguien que pueda responder mejor a su pregunta.

Briar vaciló, y colocó el brazo sobre la bolsa, porque necesitaba aferrarse a algo. Otra aeronave estaba desvinculándose del muelle de tubos, y una recién llegada comenzaba a descender. En el costado de la que despegaba vio un nombre pintado, y entonces comprendió que se trataba del nombre de una empresa, no del vehículo.

—Señora —la llamó el hombre.

Briar se giró hacia él y vio cómo le miraba primero el broche del cinturón y después a los ojos.

El hombre siguió hablando:

—La isla no es muy grande. No tardará mucho en llegar al… sector alternativo, si es eso lo que está buscando.

Briar le dio las gracias, miró hacia el sendero embarrado y dijo:

—Es usted muy amable.

—Qué va —dijo él—, pero me esfuerzo por ser justo.

Alguien que estaba próximo gritó un nombre, y el hombre del sombrero respondió gesticulando con la mano y asintiendo. Briar miró el sendero de nuevo y se fijó en que nadie más lo tomaba.

No estaba segura de si sería mejor conducirse con despreocupación o con clandestinidad, de modo que trató de fusionar ambas cosas en una silenciosa retirada que la llevó colina arriba, hacia el sendero sembrado de profundos surcos.

Las partes superiores de los surcos estaban más secas. Caminó por encima de ellas, de puntillas, y se internó entre los árboles, perdiendo de vista los muelles. Briar nunca se había sentido cómoda en el bosque: era una mujer de ciudad, nacida y criada en una, y los gigantescos muros de corteza y maleza la hacían sentirse pequeña y temerosa, como si estuviera atrapada en un cuento de hadas, rodeada de lobos.

Siguió ascendiendo colina arriba, tratando de evitar que sus tacones quedaran atrapados en el suelo húmedo. Mientras seguía avanzando, el sendero comenzó a ser más amplio y claro, pero aun así seguía sin ver a nadie recorriéndolo, ni en uno ni en otro sentido.

—Pero aún es pronto —se dijo a sí misma.

Los árboles eran más altos cuanto más avanzaba, y el bosque era cada vez más espeso a medida que se adentraba en la isla… y fue por eso que no se dio cuenta de que había llegado a un segundo muelle hasta que se dio de bruces con él.

Se detuvo enseguida, y retrocedió hasta el sendero, hasta que se fijó en que había llegado a su fin. Y ya no estaba sola.

Tres tripulantes de anchas espaldas estaban fumando en un lado del claro. Todos dejaron de fumar sus pipas para mirar a Briar, que no tenía la menor idea de cómo actuar, pero que estaba decidida a que no se notara. Inspeccionó con aparente indiferencia las aeronaves y a los tres hombres.

La mayoría de las aeronaves estaban amarradas a árboles, como si fueran caballos. Los árboles eran lo bastante robustos para soportar el peso, y lo hacían con algún crujido ocasional, pero todas las naves permanecían firmemente sujetas. Estas aeronaves eran distintas de las que había visto antes, menos brillantes y menos uniformes. Más que fabricadas, parecían haber sido remendadas con pedazos de otras naves mayores y más robustas.

Junto a las aeronaves, a un lado, el hombre de menor tamaño de los tres que fumaban tenía un aspecto bastante parecido al de cualquiera de los compañeros de trabajo de Briar. Era pálido, algo delgado, y llevaba ropas amplias y un delantal de cuero con un par de largos guantes de cuero sobresaliendo del bolsillo.

Otro de los hombres, de estatura media, era un mulato con el pelo muy largo trenzado y atado en la nuca. Llevaba un jersey de pescador de cuello alto y doblado por debajo de su oscura y poblada barba.

El que quedaba era el que mejor vestía de los tres, un negro oscuro como el carbón que vestía una chaqueta azul de relucientes botones de bronce. Tenía una cicatriz rosada que iba desde la comisura de su boca casi hasta su oreja, que estaba adornada con multitud de aros dorados que tintinearon cuando se echó a reír al ver a Briar.

La risa comenzó como una profunda y seca carcajada y se convirtió en una escandalosa risotada a la que enseguida se unieron sus compañeros.

—Oiga, señorita —dijo el negro, entre los jadeos residuales de la risa. Tenía un acento que parecía indicar que era de las montañas, del sur—. ¿Se ha perdido?

Briar aguardó a que dejaran de reír, y dijo:

—No.

—Oh —dijo el otro, levantando una ceja—. Así que ha venido a Canterfax-Mar a propósito, ¿no? Ni me acuerdo de la última vez que vino una dama como usted por aquí.

—¿Qué significa eso? —preguntó Briar.

El hombre se encogió de hombros.

—Nada. Pero parece que viene usted buscando hacer otro tipo de negocios. ¿Qué ha venido a buscar a nuestro pequeño refugio? Está claro que busca algo, y que no piensa marcharse sin conseguirlo.

—Necesito que me lleven. Estoy buscando a mi hijo. ¿Pueden ayudarme?

—Bueno, señora, eso depende —dijo el hombre. Abandonó a sus compañeros y se acercó a saludar a Briar, que no supo si pretendía intimidarla o si solo quería mirarla más de cerca. Eso sí, resultaba mucho más ominoso de lo que hubiera esperado a juzgar por su tamaño. No era mucho más alto de lo que fue su padre, pero tenía hombros poderosos y gruesos brazos bajo las mangas de la chaqueta azul. Su voz era baja y profunda, y sonaba casi húmeda dentro de su pecho.

Briar no apartó la mirada. Ni se movió, ni siquiera para cambiar su peso de una pierna a otra.

—¿De qué depende?

—¡De varias cosas! Para empezar, necesito saber adónde quiere ir, y hasta dónde quiere llegar.

—¿Ah sí?

—Pues claro. Esa nave de ahí es mía. ¿La ve? La Cuervo Libre. Así la llamamos, y es en parte comprada, en parte robada, y en parte fabricada por mí mismo… pero puede volar, desde luego.

—Es una nave espléndida —dijo Briar, porque parecía apropiado, y porque el vehículo era francamente impresionante. Había algo escrito en un costado; podía verlo de soslayo, y casi leerlo.

El capitán le ahorró el esfuerzo.

—Pone «CSA» porque allí es donde se empezó a fabricar este pajarito, en los Estados Confederados. Quizá la intercepté, y le di un mejor uso… Vivimos tiempos de aventuras y guerras, y yo solo pretendo hacer un poco de turismo por América…

—No estamos en América, aún.

—Todo esto pertenece a América, de un modo u otro. ¿Sabía que el continente se llama así en honor a un cartógrafo italiano? De todos modos, su pequeño rincón del mapa será un estado algún día. Ya lo verá —le aseguró—. Con algo de paciencia, cuando termine la guerra.

—Cuando termine la guerra —repitió ella.

El hombre la estaba mirando fijamente ahora, primero a su sombrero, y después a la insignia que se había colocado en un lado del cinturón. Tras una exhaustiva inspección, dijo:

—No creo que represente usted a la ley, o a ningún gobierno. Nunca he oído hablar de una mujer que se dedique a esas cosas, pero esa insignia parece genuina. —Señaló la insignia—. Y sé a quién hace referencia. Sé lo que significa ese símbolo.

Señaló el broche, con sus grandes letras «MW» grabadas.

—No sé si está bajo la protección del viejo Maynard, pero lleva el símbolo, así que mis hombres y yo no tenemos más remedio que suponer que no está buscando problemas.

—No —le aseguró Briar—. No busco problemas, ni quiero causarlos. Solo estoy buscando a mi hijo, y no tengo a nadie que me ayude, y por eso he venido aquí.

El capitán descruzó los brazos y le ofreció la mano a modo de saludo.

—Entonces —dijo—, quizá podamos hacer un trato. Pero antes, dígame, porque no me lo ha dicho aún, ¿adónde tiene que ir para tener que venir aquí en busca de ayuda?

—A Seattle —dijo Briar—. Necesito cruzar el muro. Allí es donde ha ido mi hijo.

El hombre negó con la cabeza.

—Entonces, su hijo está muerto, o condenado.

—No creo que lo esté. Ha entrado, pero no puede salir.

—Entró, ¿eh? ¿Y cómo lo hizo? No hemos visto a nadie venir por aquí.

—Cruzó bajo tierra, por los viejos túneles de desagüe.

—¡En ese caso, puede salir del mismo modo!

Briar estaba perdiéndolo. El capitán comenzaba a retroceder. Briar trató de no parecer demasiado ansiosa cuando dijo:

—¡Pero no puede! El terremoto de anoche… tiene que haberlo notado. Derrumbó el viejo túnel, y ese camino ya no existe. Tengo que entrar ahí y sacarlo, ¿es que no lo entiende?

El capitán alzó las manos y estuvo a punto de regresar con sus camaradas, que estaban cuchicheando entre sí. Después, se encaró con ella de nuevo y dijo:

—No, no lo entiendo. Ahí dentro no se puede respirar, supongo que ya lo sabe. No hay nada más que muerte allí.

—Y gente —dijo ella—. También hay gente allí, viviendo y trabajando.

—¿Los chatarreros y los fiambres? Claro, pero llevan años allí, la mayoría de ellos, y saben cómo evitar que los coman o los envenenen. ¿Cuántos años tiene su hijo?

—Quince. Pero es muy listo, y muy testarudo.

—Todas las madres creen que sus hijos son estupendos —dijo él—. Pero, aunque lograra entrar, ¿cómo piensa sacarlo de ahí? ¿Piensa trepar el muro? ¿O cavar un túnel?

—Aún no lo he pensado —confesó Briar—, pero ya se me ocurrirá algo.

El mulato que estaba detrás del capitán se apartó la pipa de la boca y dijo:

—El próximo cargamento de gas saldrá en menos de una semana. Si sobrevive hasta entonces, podrá salir.

El capitán se dio media vuelta.

—¡No la animes!

—¿Por qué no? Si puede pagar, y quiere entrar en la ciudad, ¿por qué no la llevas?

El capitán respondió a Briar, aunque no era ella la que había formulado la pregunta.

—Porque no estamos preparados para recoger gas aún. Nuestras dos mejores redes se quedaron atrapadas en la torre la última vez, y aún estamos remendándolas. Y de momento no he oído hablar de dinero; no me gustaría tener que confiar en que nuestra invitada sea una viuda rica.

—No lo soy —admitió Briar—. Pero tengo algo de dinero…

—Para convencernos de que entremos ahí a recoger gas cuando no podemos recogerlo necesitará algo más que un poco de dinero. Me encantaría ayudar a una dama en apuros, pero los negocios son los negocios.

—Pero… ¿hay alguien más que pueda llevarme? —preguntó Briar.

—¿Alguien lo bastante estúpido como para sobrevolar el muro? No lo sé. —Se metió las manos en los bolsillos de su abrigo azul de la confederación—. No sabría decirle.

El mulato habló de nuevo:

—Quizá Cly —dijo—. Pierde la cabeza por las mujeres atractivas, y respeta la paz de Maynard.

Briar no sabía si sentirse halagada u ofendida, de modo que prefirió mostrarse esperanzada.

—¿Cly? ¿Quién es? ¿Puedo hablar con él?

—Puede hablar con él, sí —dijo el capitán, asintiendo—. Señora, le deseo suerte, y espero que encuentre a su hijo, aunque parece que está un poco chalado. Pero debo advertirle que es un lugar terrible. No es lugar para una mujer, ni para un niño.

—Dígame dónde puedo encontrarlo —dijo Briar—. Me da igual que ni las ratas sobrevivan ahí dentro, pienso entrar antes de que se ponga el sol, con ayuda de Dios. O de Maynard —añadió, recordando lo que le había dicho Rector.

—Como quiera. —Extendió el brazo, ofreciéndoselo, y Briar no sabía si debía estrechar su mano o no, pero decidió hacerlo. Después de todo, si todos fingían ser educados, también ella podía hacerlo. No sabía cuánta ayuda necesitaría de esta gente, así que merecía la pena ser agradable, aún cuando la asustaban un poco.

Visto de cerca, el antebrazo del capitán era tan robusto como parecía de lejos. Briar trató de evitar que sus dedos temblaran por los nervios, pero no fue un apretón de manos en el que pudiera demostrar su firmeza y su determinación.

El capitán estrechó su mano y dijo:

—Señora, mientras lleve usted la marca de Maynard y respete nuestra paz, nosotros respetaremos la suya. No tiene por qué tener miedo.

—Le creo —dijo ella, fuera o no cierto—. Pero hay otras cosas que me inquietan, además de usted, se lo aseguro.

—Su hijo.

—Sí, mi hijo. Lo siento, no me ha dicho su nombre, capitán…

—Hainey. Croggon Hainey —le dijo—. Puede llamarme capitán. O capitán Hainey, si eso le parece poco. Y si le parece mucho, solo Crog.

—Le agradezco su ayuda, capitán.

El hombre sonrió, mostrando una fila de dientes sorprendentemente blancos.

—No me dé las gracias todavía. Lo único que he hecho ha sido tratarla como es debido. Puede que Cly la ayude, o puede que no.

Crog la guió entre las oscilantes aeronaves que fondeaban en los amplios puntos de atraque encajados entre los grandes troncos. Se bamboleaban levemente y golpeaban los troncos de los árboles, manchando los bajos de sus habitáculos para pasajeros con ramas, hojas y nidos.

La aeronave más cercana era un vehículo, algo descuidado, que parecía haber sido construido a toda prisa, y no daba la menor impresión de solidez. Parecía, desde luego, demasiado pesada para volar. Tenía una cesta cubierta de acero, en forma de canoa, del tamaño de la salita de estar de un millonario, y un par de tanques de combustible grandes como un carro de caballos. La aeronave estaba repleta de remiendos y suturas, y estaba anclada por medio de tres pesadas y largas cuerdas.

Había una escala de cuerda que llegaba hasta el suelo desde la nave. Junto a ella, a la sombra del curioso vehículo, había un hombre sentado en una silla de madera plegable. En el pliegue del codo tenía una botella de whisky. La botella ascendía y descendía junto a su pecho acompañando sus respiraciones, y, si no fuera por los anteojos que llevaba, hubiera resultado evidente que estaba profundamente dormido.

Crog se detuvo a unos pocos metros de él y dijo en un susurro:

—Señora, deje que le presente al capitán Andan Cly. Por encima de su cabeza llena de serrín puede ver su aeronave, la Naamah Darling. Despiértelo con dulzura, y, si es posible, sin acercarse mucho.

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