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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (5 page)

Briar se preguntó cuándo terminaría la guerra, allá en el este. Los periódicos hablaban de la guerra con grandiosas palabras. Una guerra civil, una guerra entre los Estados, una guerra de independencia o una guerra de agresión. Hacían que pareciera épico, y tras dieciocho años de interminables combates, quizá lo fuera. Pero si terminara de una vez, quizá entonces mereciera la pena tomarse las molestias de recorrer el país hacia la costa este. Si ahorraba un poco y trabajaba duro, quizá pudiera reunir el suficiente dinero para comenzar de nuevo en otro lugar, donde nadie supiera nada de su padre o de su marido. E incluso Washington podía llegar a convertirse en un verdadero estado, y no tan solo un territorio apartado del resto. Si Seattle formara parte de un estado, el gobierno tendría que enviar ayuda, ¿no? Con ayuda podrían construir un muro mejor, o quizá hacer algo respecto al gas atrapado en su interior. Podrían enviar médicos para que buscasen maneras de tratar el envenenamiento por gas. Quizá incluso curarlo, con la ayuda de Dios.

Deberían ser pensamientos alegres, pero no lo eran. No a las seis de la mañana, y no cuando Briar se disponía a comenzar su paseo de tres kilómetros en dirección a las llanuras.

Empezaba a amanecer, y el cielo estaba adquiriendo ese matiz entre grisáceo y lechoso que ya no abandonaría hasta que llegara la primavera. La lluvia caía lateralmente, agitada por el viento, y llegó a calar el ancho sombrero de cuero de Briar, las mangas de su camisa y sus botas, incluso a congelar sus pies y hacer que sus manos parecieran un pedazo de piel de gallina cruda.

Cuando llegó a la planta depuradora, tenía el rostro adormecido por el frío, pero el hedor del agua proporcionaba al menos algo de calor.

Caminó hacia la parte trasera del enorme complejo que se erigía orgulloso junto al estrecho de Puget. Veinticuatro horas al día giraba y bombeaba; recogía agua de lluvia y agua subterránea, la llevaba a la planta y la procesaba, la limpiaba hasta que era apta para el consumo y para la higiene. Era un proceso lento y laborioso, que implicaba mucho trabajo, pero que tenía una cierta lógica. El gas de la Plaga había envenenado los sistemas naturales hasta el punto de que el caudal de los riachuelos y los arroyos era prácticamente amarillo. Ni siquiera podía fiarse uno de la perenne lluvia. Las nubes que la provocaban podían haber ascendido desde la ciudad amurallada, y quizá hubieran absorbido suficientes toxinas para blanquear la pintura y quemar la piel.

Sin embargo, era posible hervir la Plaga hasta hacerla desaparecer; podía filtrarse el agua, hervirse y filtrarse de nuevo. Tras diecisiete horas de tratamiento, podría ser potable.

Enormes carros tirados por grandes caballos Clydesdale sacaban el agua de los depósitos y la repartían por todos los sectores de la ciudad, desviándola a contenedores colectivos que después podían bombear las familias.

Pero antes había que procesarla. El agua tenía que pasar por la planta de tratamiento, donde Briar Wilkes y un centenar más de trabajadores pasaban entre diez y quince horas al día colocando y retirando cilindros y depósitos de bronce, y desplazándolos de puesto a puesto, de filtro a filtro. La mayor parte de los depósitos estaban colocados en alto, y podían moverlos por medio de conductos y raíles de un sitio a otro, pero algunos estaban incorporados al suelo y había que cambiarlos de sitio como si fueran piezas en un puzle.

Briar ascendió los peldaños y levantó la palanca que permitía la entrada a los trabajadores.

Parpadeó cuando notó en el rostro el habitual resoplido de aire calentado por el vapor. Al otro extremo de la estancia, en el lugar donde los trabajadores guardaban sus pertenencias en armaritos, cogió sus guantes. No eran de pesada lana, como los que llevaba fuera del trabajo, sino de un espeso cuero que protegía sus manos del metal supercalentado de los tanques.

Ya se había puesto el guante izquierdo cuando se fijó en la pintura. En la palma de la mano, en los dedos, y entre los nudillos del guante, había manchas azules. Fuera quien fuera el responsable de la tropelía, había hecho lo mismo con el guante derecho.

Briar estaba sola en esa parte de las instalaciones. Había llegado temprano, y la pintura estaba seca. Le habían gastado la bromita anoche, después de que se marchara a casa. No había nadie allí a quien pudiera acusar.

Suspiró y se puso el guante derecho. Al menos esta vez no habían llenado el interior de pintura. Aún podía ponérselos, y no tendría que reemplazarlos. Más tarde podría limpiarlos.

—Una nunca se cansa de todo esto, ¿verdad? —se dijo a sí misma—. Después de dieciséis años, todo sigue igual.

Dejó sus guantes de lana en el estante que solía tener su nombre escrito. Al principio escribió «Wilkes», pero alguien lo había tachado y había escrito al lado «Blue» mientras ella no miraba. Ella había vuelto a escribir «Wilkes» al lado, y el juego siguió hasta que no quedó espacio para que nadie escribiera nada más, pero todos sabían a quién pertenecía el estante.

Nadie había tocado sus anteojos; al menos había tenido esa suerte. Los guantes ya habían sido demasiado caros, y habría tenido que gastarse la paga de toda una semana para reemplazar los lentes, puesto que se los había facilitado la empresa.

Todos los trabajadores llevaban anteojos con cristales polarizados. Por motivos que nadie comprendía del todo, esas lentes permitían al que las llevaba ver la temida Plaga. Incluso cuando solo estaba presente en pequeñas trazas, aparecía como una viscosa neblina de color amarillo verdoso. Aunque la Plaga era técnicamente una sustancia gaseosa, era muy densa, y se desplazaba casi como un sólido, como una especie de baba.

Briar se abrochó las gruesas lentes al rostro y dejó su abrigo en una percha. Cogió una llave inglesa que era casi tan grande como su brazo y salió a la plataforma principal para comenzar su jornada de trasladar crisoles al rojo vivo de ranura en ranura.

Diez horas después, se quitó los guantes y los anteojos, y lo dejó todo en el estante.

Abrió la puerta metálica de atrás y vio que aún estaba lloviendo; no le sorprendió. Se ató el ancho sombrero alrededor de la barbilla. No quería más mechones naranjas en su cabello oscuro cortesía de la nefasta lluvia. Con el abrigo bien abrochado y las manos en los bolsillos, se marchó a casa.

El camino de vuelta era casi en su totalidad cuesta arriba, pero tenía el viento a la espalda, procedente del mar. El paseo en sí era bastante largo, pero estaba acostumbrada a él, y lo recorría sin prestar demasiada atención al viento o a la lluvia. Llevaba tanto tiempo viviendo en ese clima que ya era tan solo una música de fondo, desagradable pero fácil de ignorar, salvo cuando los dedos de sus pies se entumecían y tenía que golpear fuertemente el suelo para recuperar la sensibilidad.

Solo empezaba a anochecer cuando llegó a casa.

Eso la hizo sentirse mucho mejor. Durante el invierno era tan poco frecuente que regresara a casa antes de la puesta de sol que la sorprendió descubrirse a sí misma ascendiendo los peldaños de piedra gastados mientras aún quedaba un matiz rosado entre las nubes de lluvia.

Quizá fuera una minúscula victoria, pero tenía ganas de celebrarla.

Pero antes, pensó, le pediría disculpas a Ezekiel. Se sentaría con él para charlar, si es que estaba dispuesto a escucharla. Podría contarle unas cuantas historias, incluso. Aunque no todo, claro.

Zeke no conocía los peores detalles, aunque probablemente creía que sí. Briar sabía lo que se comentaba en la calle. Ella misma había oído esas historias, y cientos de veces había tenido que responder a las preguntas al respecto de policías, periodistas y supervivientes enojados.

De modo que también Zeke las había oído. En el colegio, cuando aún era lo bastante pequeño para echarse a llorar, se habían burlado de él a cuenta de todas esas cosas. Una vez, hace años, cuando apenas le llegaba a la cintura a su madre, preguntó si todas esas historias eran ciertas. ¿Creó realmente su padre la infernal máquina que hizo saltar la ciudad en mil pedazos? ¿Realmente provocó él la Plaga?

—Sí —tuvo que decirle—. Sí, ocurrió así, pero no sé por qué. Nunca me lo dijo. Por favor, no me lo preguntes más.

Y Zeke no volvió a preguntar, aunque Briar a veces deseaba que lo hiciera. Si preguntara, podría contarle algo agradable. No todo fue miedo y caos. Hubo un tiempo en que Briar amó a su marido, y con motivos. No se trató tan solo de que Briar fuera una jovencita estúpida, y desde luego no era a causa del dinero.

Naturalmente, Briar sabía que era rico, y quizá, en cierto modo, el dinero hizo que le resultara más sencillo ser una jovencita estúpida. Pero no fue solo por el dinero.

Podía contarle a Zeke historias de flores enviadas en secreto, de cartas escritas con tinta que era casi mágica, por el modo en que brillaba, se consumía y desaparecía. Hubo regalos preciosos y juguetes encantadores. Una vez, Leviticus le regaló un adorno que parecía un botón de abrigo, pero que, cuando se giraban los rebordes afiligranados, hacía sonar una preciosa melodía gracias a sus engranajes ocultos.

Si Zeke le hubiera preguntado, Briar podría haberle contado un par de anécdotas que habrían hecho que ese hombre no pareciera tan monstruoso.

Comprendió entonces que había sido una estúpida por esperar a que fuera su hijo el que preguntara. Ahora le resultaba obvio: debería contarle todas esas cosas ella misma. Que el muchacho supiera que también hubo buenos momentos, y que hubo buenos motivos o, al menos, motivos que parecieron buenos en su momento, para que Briar huyera de casa y de su estricto y distante padre para casarse con el científico cuando tenía aproximadamente la misma edad que la que tenía su hijo en la actualidad.

Además, anoche debería haberle dicho: «Tú tampoco hiciste nada. También se equivocan respecto a ti, pero tú aún tienes tiempo para demostrarlo. Aún no has tomado el tipo de decisiones que arruinarán tu vida del todo».

Esa determinación animó aún más su espíritu que la luz moribunda del sol, y deseó que Zeke estuviera en casa. Podía comenzar de inmediato, subsanando sus errores pretéritos. Aún estaba a tiempo de hacerlo.

La llave crujió en el cerrojo y la puerta se abrió hacia dentro, donde solo había oscuridad.

—¿Zeke? ¿Zeke, estás en casa?

La chimenea estaba apagada. La linterna estaba en la mesa junto a la puerta, así que la cogió y buscó una cerilla. No había ni una sola vela encendida dentro de casa, y la irritó necesitar iluminación extra. Habían pasado meses desde la última vez que llegó a casa y solo tuvo que correr las cortinas. Pero el sol se había ocultado ya casi por completo, y todas las habitaciones estaban a oscuras, excepto los lugares en que su linterna ahuyentaba las sombras.

—¿Zeke?

No estaba segura de por qué pronunció su nombre de nuevo. Ya sabía que no estaba en casa. Y no se trataba tan solo de la oscuridad; era el modo en que la casa parecía vacía. La sensación reinante reflejaba la imposibilidad de que hubiera un adolescente encerrado en su cuarto.

—¿Zeke? —El silencio era intolerable, y Briar no sabía por qué. Había regresado para encontrarse la casa vacía muchas veces antes, y eso nunca la había puesto nerviosa.

Su buen humor se desvaneció.

La luz de la linterna recorrió toda la casa. Algunos detalles fueron visibles en la penumbra. No era tan solo su imaginación. Algo iba mal. Uno de los armaritos de la cocina estaba abierto; era donde guardaba productos extra, cuando los tenía, como galletas saladas y copos de avena. Alguien lo había desvalijado. En medio del suelo, ante el gran sofá de cuero, un pequeño pedazo de metal relució cuando lo iluminó la luz de la linterna.

Una bala.

—¿Zeke? —Lo intentó de nuevo, pero esta vez no fue tanto una pregunta como un jadeo.

Cogió la bala y la inspeccionó; y mientras estaba allí, examinando el pequeño pedazo de metal, sintió como si la estuvieran vigilando.

No era como si la estuvieran observando, sino más bien como si fuera vulnerable a un ataque.

Como si hubiera algo que la amenazara, y pudiera encontrarla.

Las puertas. Al otro extremo del pasillo, cuatro puertas… Una que daba a un armario y tres que daban a sendos dormitorios.

La puerta de Zeke estaba abierta.

Estuvo a punto de dejar caer tanto la linterna como la bala. Un intenso miedo se instaló en su pecho, y se quedó inmóvil donde estaba.

La única manera de librarse de ese terror era moverse, de modo que lo hizo. Movió los pies hacia delante, hacia el pasillo. Quizá debería buscar intrusos, pero un instinto primario le decía que no había ninguno. La sensación de vacío era absoluta, al igual que el eco. No había nadie en casa, nadie que debiera estar y nadie que no debiera estar.

La habitación de Zeke tenía exactamente el mismo aspecto que había tenido cuando entró anoche. No estaba limpia, pero tampoco parecía muy desordenada, debido a que Zeke tenía muy pocas cosas.

Solo que ahora había un cajón en medio de la cama.

No había nada dentro, y Briar no sabía qué había contenido hasta entonces, de modo que se dirigió hacia el resto de cajones, que seguían en su lugar. Estaban todos vacíos, a excepción de un calcetín solitario con tantos agujeros que era ya incapaz de cubrir un pie.

Zeke tenía una bolsa. Briar lo sabía; la llevaba al colegio, cuando se dignaba a ir. Se la había hecho ella misma, tejiendo pedazos sueltos de cuero y lona, hasta que fue lo bastante grande y resistente para contener los pocos libros que podía permitirse comprar. Hace no mucho, Zeke le había pedido que la reparara, así que aún la usaba.

Y no podía encontrarla.

No la encontró tras poner patas arriba el pequeño dormitorio, y tampoco encontró señal alguna que indicara adónde podía haber ido el muchacho o su bolsa… hasta que se arrodilló y levantó el borde de la colcha. No había nada bajo la cama, pero bajo el colchón, entre este y el somier, algo hacía un extraño bulto de forma geométrica. Introdujo la mano bajo el colchón y sacó un paquete de algo suave que crujió entre sus dedos.

Papeles. Un pequeño montón de papeles, de distintos tamaños y formas.

Y entre ellos…

Dio la vuelta al montón y miró la parte frontal, y la trasera, y sintió un temor tan frío en los pulmones que apenas pudo respirar…

… Un mapa del centro de Seattle, partido en dos.

La mitad que faltaba hubiera mostrado el viejo distrito financiero, donde la máquina Boneshaker había causado un catastrófico terremoto en su primera prueba… y donde, pocos días después, el gas de la Plaga había comenzado a filtrarse por primera vez.

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