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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (14 page)

Finalmente, la nave alcanzó la máxima altura a la que iba a estar, y la boca del conducto quedó justo por debajo de ella.

El capitán dijo:

—Ahora o nunca, señorita Wilkes.

Briar respiró profundamente, y sintió una punzada de dolor al hacerlo, cuando el aire pasó por los filtros y entró en sus pulmones.

—Gracias —dijo de nuevo.

—No lo olvide: cuando esté en el costado del conducto, extienda los brazos y las piernas para frenar la caída.

—No lo olvidaré —dijo Briar. Asintió a Rodimer y Fang a modo de despedida y extendió el brazo hacia el conducto.

Cly se acercó a la compuerta abierta y rodeó con la mano la red de carga para estabilizarse.

—Adelante —dijo—. La tengo.

Aunque no la estaba tocando, Briar podía sentirlo detrás de ella, con los brazos extendidos, dispuesto a no dejarla caer antes de tiempo. Después, sostuvo con su brazo libre el codo de Briar.

Ella se apoyó en él mientras levantaba la pierna y trataba de alcanzar con ella el borde del conducto. De un pequeño salto abandonó la Naamah Darling y al capitán, y cayó unos pocos metros, hasta llegar al costado exterior del conducto. Briar rodeó el conducto con brazos y piernas, aferrándose a él con fuerza.

Cerró los ojos, pero los abrió de nuevo, porque prefería ver lo que la rodeaba, aunque la vista la pusiera enferma. El conducto no era tan firme como parecía, y se bamboleaba ostensiblemente. Aunque los movimientos eran lentos, estaba a una enorme altura sobre el suelo. Cualquier movimiento, por pequeño que fuera, lograba quitarle el aliento.

Arriba, en la Naamah Darling, tres rostros llenos de curiosidad la miraban.

Aún estaban bastante cerca, y el capitán era francamente alto, de modo que si quisiera aún podía recoger a Briar y subirla de nuevo a la nave. La tentación fue casi más de lo que pudo soportar.

En lugar de eso, dedo a dedo, soltó el conducto y quedó sentada, de modo que pudiera pivotar sus caderas y pasar la segunda pierna por encima del borde. Se detuvo por un segundo, como si estuviera entrando en una bañera. Después, mirando una última vez por encima del hombro, demasiado rápidamente para cambiar de opinión, se dejó caer hacia el interior del oscuro conducto.

El cambio de la amarga y acuosa luz del día a la oscuridad total fue repentino.

Hizo todo lo posible por extender brazos y piernas para frenar la caída, pero pronto comprendió que tendría que usar una mano para sostener la máscara mientras caía, o corría el riesgo de que la inercia de la caída se la arrancara del rostro. Eso le dejaba dos piernas y un brazo para frenar la caída. Dado que tres eran menos estables que cuatro, Briar cayó a trompicones, a veces de cabeza y a veces con los pies por delante, deslizándose por el conducto amarillento y sus ásperos ribetes de madera.

No podía ver nada; todo lo que sentía al tacto era duro y húmedo, y se deslizaba a toda velocidad. Mientras caía, empezó a discernir un nuevo sonido, cada vez más presente. Era difícil separarlo del escandaloso retumbar de su caída, pero allí estaba, un sonido parecido al viento que entraba y salía, como si un gigantesco monstruo aguardara con las fauces abiertas y respirando en el fondo del conducto.

Notaba que se estaba acercando a ese fondo, aunque no sabía explicar por qué motivo. Aun así, hizo un último y desesperado esfuerzo por frenar la caída: alzó la cabeza, entrecruzó las rodillas y extendió el brazo que tenía libre.

Finalmente, se detuvo cuando sus pies llegaron a un ribete más amplio y grueso que los otros. El aire aspiró violentamente sus ropas, y después cambió de dirección con brusquedad, hacia arriba y hacia afuera. Briar dio las gracias al cielo por no llevar falda.

Tras una ráfaga de diez segundos de duración, la corriente cambió, y volvió a cambiar de nuevo.

Briar no podía ver nada en la profunda oscuridad bajo sus pies, pero entre las intensas ráfagas de viento podía oír el rugido de maquinaria y grandes pedazos de metal que chocaban unos con otros.

El aire iba y venía con silbantes lamentos, agitando el pelo de Briar, su abrigo, su bolsa. Su sombrero caía tras ella como un globo, anclado por las cintas que lo ataban a su barbilla, sobre la máscara.

No podía quedarse allí para siempre, pero no veía dónde caería si se dejaba ir. Una serie de sonidos metálicos, semejantes a una especie de engranajes, restallaron rítmicamente con sus respiraciones: estaban cerca, pero no tanto como para que tuviera que preocuparse, o eso le pareció. Y en ese punto, todos los peligros eran relativos.

Cuando el conducto inició la secuencia de entrada de aire, apartó un pie del borde y apoyó la espalda en el conducto. Tanteó con el pie, inspeccionando las tinieblas. No encontró nada, de modo que bajó un poco más. Con los brazos trataba a duras penas de sostener todo su peso, incluso cuando la secuencia de salida de aire del conducto trató de elevarla y expulsarla.

Se dejó caer unos centímetros más, hasta que tuvo los hombros y el pecho al nivel del último ribete, el más grande, con las puntas de los pies colgando sobre la nada, y sin encontrar nada. A esas alturas podía llegar al ribete con los dedos de las manos, de modo que soltó los codos y se dejó caer unos pocos centímetros más.

Ahí.

Sus pies tocaron algo suave. El movimiento indagador de sus botas lo apartó, y los pies tocaron algo pequeño y suave. Fuera lo que fuera lo que estaba tocando con las suelas de los pies, residía en una base firme, y eso bastó para que dejara que sus cansadas manos soltaran su presa.

Cayó, muy brevemente, y aterrizó a cuatro patas.

Bajo sus manos y rodillas, cosas pequeñas se rompieron con un centenar de crujidos amortiguados, y cuando el conducto de aire exhaló de nuevo, sintió ligeros pedazos flotantes de escombros que ascendieron por su cabello. Eran pájaros, pájaros que habían encontrado la muerte aleteando en las corrientes de aire. Algunos de ellos llevaban mucho tiempo muertos, o eso supuso a juzgar por los quebradizos picos y las alas lacias y desmembradas. Briar se alegró de no poder ver nada.

Se preguntó por qué los pájaros no escapaban del conducto cada vez que el flujo de aire cambiaba de signo, pero cuando exploró con las manos lo que la rodeaba, se le ocurrió que quizá los pájaros solo se habían acumulado allí, lejos del alcance de la corriente principal de aire. Esa suposición quedó confirmada cuando trató de incorporarse y se golpeó la cabeza en una cornisa.

El lugar en que se encontraba era tan solo un recodo donde se acumulaban los desechos. Extendió las manos, agachada para evitar golpearse la cabeza de nuevo, y tanteó, buscando los límites de la estancia.

Sus dedos se detuvieron contra un muro. Cuando presionó ese muro, la superficie cedió un tanto, y comprendió que no era de madera ni de piedra. Era más gruesa que la lona, más parecida al cuero. Pero se apoyó en ella, y siguió tanteando con las manos, de arriba abajo, buscando una fisura o un saliente.

No encontró nada parecido, de modo que apoyó la cabeza contra el muro, y creyó oír voces. El muro era demasiado grueso, o el sonido demasiado distante, para distinguir el idioma en que hablaban o las palabras exactas, pero desde luego eran voces.

Se dijo a sí misma que era una buena señal, que había personas dentro de la ciudad y que vivían allí sin problemas… así que, ¿por qué no iba a poder hacer lo mismo Zeke?

Sin embargo, no se atrevió a golpear el muro o gritar, aún no. De modo que se quedó allí, rodeada de los cadáveres de pájaros muertos hace mucho tiempo, y se esforzó por oír algo de lo que estaba ocurriendo al otro lado del muro. No podía quedarse en ese cementerio de aves para siempre. No podía fingir que se encontraba a salvo. Tenía que actuar.

Al menos no estaría atrapada en esa oscuridad.

Cerró los puños y golpeó con ellos el muro denso y algo flexible.

—¿Hola? —gritó—. Hola, ¿alguien me oye? ¿Hay alguien ahí? ¿Hola? Estoy atrapada dentro de… esta cosa. ¿Hay algún modo de salir?

Poco después, el flujo de toma y salida de aire se frenó y se detuvo al fin, y entonces Briar pudo oír las voces más claramente. Alguien la había oído, y al otro lado del muro charlaban animadamente, pero no fue capaz de decidir si los interlocutores estaban enojados, relajados, confundidos o asustados.

Golpeó con los puños el muro una vez más, y otra, y así siguió hasta que una delgada línea de luz cobró vida a su espalda. Giró sobre sí misma, aplastando un cadáver pequeño al hacerlo, y se sostuvo la máscara con la mano. Aunque era finísima, la franja de luz hirió sus ojos como si se tratara del mismo sol.

Podía verse, recortada contra la luz, la silueta de una cabeza casi desnuda.

La voz de un hombre dijo algo apresuradamente, algo que Briar no entendió. El hombre gesticuló con la mano en dirección a Briar, pidiéndole que saliera. Que saliera del agujero donde se acumulaban cadáveres de pájaros muertos.

Briar se tambaleó hacia delante, hacia él, con los brazos extendidos.

—Ayúdeme —dijo sin gritar—. Gracias. Sí, sáqueme de aquí.

El hombre tomó su mano y la sacó a la luz de una estancia iluminada con fuegos cuidadosamente controlados. Briar parpadeó y entrecerró los ojos ante el repentino fulgor de las hogueras y el humo y el vapor presentes, y giró la cabeza de un lado a otro, tratando de ver todos los ángulos que la máscara le ocultaba.

Tras ella, y a su izquierda, había un enorme fuelle, mucho mayor del que podría verse junto a una chimenea corriente. El fuelle estaba unido a una elaborada máquina repleta de engranajes con dientes grandes como manzanas, y había una manivela para desplazar los engranajes, supuestamente para llenar de aire el fuelle. Sin embargo, la misma manivela estaba plegada contra el costado del artefacto, descansando allí como si fuera tan solo un método secundario para manejar la máquina.

A un lado, un enorme horno de carbón con un interior incandescente parecía ser la fuente de energía más probable. La puerta estaba abierta, y había un hombre con una pala junto a ella. Cuatro tubos de distintos materiales y diseños iban y venían del enorme fuelle: el amarillo, por el que Briar había descendido, un cilindro metálico que estaba conectado al horno, un tubo de un tejido flexible azul que desaparecía en otra sala, y un último tubo gris, que quizá fue blanco en otro tiempo, y que se hundía en el techo.

Las voces que rodeaban a Briar hicieron preguntas en un idioma que no comprendía, y desde todos lados aparecieron manos, que tocaron sus brazos y su espalda. Le pareció que había una docena de personas, pero en realidad eran tan solo tres o cuatro hombres.

Eran asiáticos, chinos, supuso, dado que dos de ellos tenían el cráneo parcialmente afeitado, y trenzas como las que lucía Fang. Estaban empapados en sudor, y llevaban largos delantales de cuero que protegían sus piernas y torsos desnudos. También llevaban anteojos de lentes tintadas que protegían sus ojos de las hogueras con las que trabajaban.

Briar se apartó de ellos y se dirigió a la esquina más cercana en la que no había un horno con las puertas abiertas.

Los hombres avanzaron, sin dejar de hablar en ese idioma que Briar no era capaz de descifrar, y entonces recordó que tenía un rifle. Lo desenfundó de la pistolera que llevaba al hombro y apuntó al primer hombre, y después a otro, y a otro, sucesivamente, y a continuación a los dos hombres que entraron en la sala para descubrir a qué venía tanto alboroto.

Incluso a través del filtro de carbón de su máscara, podía sentir el hollín en el aire. La sofocaba, la asfixiaba, aunque no sabía cómo eso era posible, e hizo que le lloraran los ojos, aunque era imposible que el hollín llegase hasta ellos.

Era demasiado, demasiado repentino: los hombres enmascarados, parloteando, con sus hornos y sus palas y sus cubos de carbón. La oscuridad en la claustrofóbica sala era opresiva y centelleante en los extremos, a causa de los carbones al rojo y las llamas. Todas las sombras oscilaban y se agitaban. Eran sombras afiladas y terribles, y parecían tambalearse violentamente contra los muros y la maquinaria.

—¡Apartaos de mí! —gritó Briar, sin llegar a ser consciente de que no podrían entenderla, de que quizá no podrían oírla demasiado bien a través de la máscara. Sostuvo el rifle, agitándolo en el aire.

Los hombres levantaron las manos y retrocedieron, sin dejar de hablar rápidamente. Puede que no entendieran sus palabras, pero entendían lo que significaba que te apuntaran con un arma.

—¿Cómo puedo salir de aquí? —preguntó Briar, esperando que alguien comprendiera su idioma algo mejor de lo que ella misma podía comunicarse en el suyo—. ¡Fuera! ¿Cómo puedo salir?

Desde la esquina, alguien ladró una respuesta de una sola sílaba, pero Briar no la oyó claramente. Giró la cabeza rápidamente para ver quién hablaba y vio a un hombre de edad avanzada con largo cabello blanco y una barba que terminaba en una esmirriada punta. Una lámina blanca cubría sus ojos. Briar comprendió, incluso en la penumbra enfermiza de la estancia, que el hombre era ciego.

El anciano levantó un brazo y señaló un pasillo situado entre un horno y un artefacto del tamaño de un carro. Briar no lo había visto hasta entonces. Era un pasaje estrecho, y parecía ser la única manera de entrar o salir.

—Lo siento —le dijo Briar—. Lo siento —le dijo a los demás, aunque no bajó el rifle—. Lo siento —dijo de nuevo, mientras giraba sobre sí misma y se dirigía hacia el pasillo.

Echó a correr, y tras unos pocos metros algo la golpeó en el rostro, pero siguió adelante, frenéticamente, hasta llegar a un vestíbulo mejor iluminado, rodeado de velas encajadas en grietas en el muro. Miró por encima de su hombro y vio largas franjas de un tejido tratado con caucho que colgaban como cortinas, y que al parecer servían para evitar que el humo procedente de la sala de hornos llegara hasta allí.

Aquí y allá vio ventanas abiertas en el muro, a su izquierda, cubiertas con más pedazos de tela, papeles y brea, y cualquier otra cosa que pudiera aislarlas y sellarlas del nefasto gas del exterior.

Briar estaba jadeando tras la máscara, tratando de respirar. Sin embargo, no podía dejar de correr, no cuando podía haber hombres persiguiéndola, no cuando ni siquiera sabía dónde estaba.

El lugar, sin embargo, le parecía familiar. No demasiado familiar, eso sí. No parecía un lugar que hubiera visitado a menudo, pero quizá sí una o dos veces, en mejores circunstancias, y bajo cielos más claros. Le dolía el pecho, y también los codos, a causa del trabajoso descenso por el conducto de aire.

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