Apartó las cortinas protectoras un ápice, lo bastante para seguir adelante.
Dos de las bifurcaciones estaban iluminadas, y las otras dos sumidas en la oscuridad. En una de las iluminadas se oía a lo lejos a alguien discutiendo. En la otra reinaba el silencio. Briar tomó a toda prisa esta última y rezó por haber tomado la decisión correcta. Sin embargo, seis metros más adelante, el túnel terminaba en una puerta de hierro que podría haber soportado el asedio de una manada de elefantes.
La puerta sobresalía del suelo, aunque su base había quedado enterrada ya, y estaba inclinada en un determinado ángulo, con objeto de repeler una fuerza poderosísima con las puntas afiladas de los barrotes. Al otro lado de la puerta inclinada Briar vio un muro de madera rodeado de alambre de espino. Los maderos daban la impresión de haber estado en el suelo antes, haciendo las veces de las traviesas de las vías férreas, pero había un picaporte horizontal por el que podía pasarse un gigantesco listón de madera. Cuando Briar lo miró más de cerca, pudo ver grietas que enmarcaban una puerta.
Tocó la superficie hasta que sus dedos encontraron un cerrojo que se alzaba. No estaba echado, tan solo colocado de modo que resultaba sencillo moverlo.
Cogió el cerrojo y tiró de él, pero la puerta no se movió.
Entonces empujó. La puerta crujió, y en la cámara subterránea entró un soplo de aire. Briar no necesitaba oler el gas a través de la máscara o mirar por sus lentes polarizadas para saber que estaba allí.
Al otro lado, encontró otra escalera. Iba arriba y hacia fuera, no hacia abajo.
Actuó de inmediato; no quería tener tiempo para reconsiderarlo o para buscar otra salida. En la calle podría orientarse. Pasó de costado por una puerta de madera que daba a los peldaños. Usó la espalda para cerrar la puerta y alzó el rifle de nuevo, usando los brazos para equilibrarse, y trató de concentrarse en lo que la rodeaba. Al fin, estaba en Seattle. Dentro del muro, junto a todas las cosas horribles que habían quedado atrapadas, y, por lo que sabía, rodeada de gente igualmente horrible.
El rifle la hizo sentirse más segura. Lo aferró con fuerza y le dio las gracias en silencio a su difunto padre por su gusto por las armas.
Escaleras arriba, no pudo ver nada, a excepción de un marcado rectángulo de color gris ceniza, y ni siquiera era el gris del cielo. Era el crepúsculo permanente que imponía la altura del muro, dado que su sombra bloqueaba incluso la acuosa y débil luz del sol que llegaba durante unas pocas horas cada día en invierno.
—¿Qué calle es esta? —se preguntó Briar a sí misma. El sonido de su voz no fue más efectivo que el rifle para tranquilizarla—. ¿Qué calle?
Había algo extraño en la puerta, pero no reparó en ello hasta que estuvo afuera: la puerta no tenía un picaporte exterior, ni siquiera un cerrojo o una manija. Era una puerta diseñada para evitar que nadie entrara, a menos que contaran con el beneplácito de los que ya estaban dentro.
Sintió un cierto pánico al saber que, aunque quisiera hacerlo, ya no podría volver a entrar. Sin embargo, la retirada no formaba parte de sus planes.
El plan era seguir adelante. El plan era llegar a la calle, tratar de orientarse, y después buscar…
¿Buscar qué? Bueno, siempre podía ir a casa.
La casa en la colina no había sido su hogar desde hacía demasiado tiempo, tan solo unos pocos meses; y dado que ahora sabía que había gente al otro lado del muro, lo más probable era que la hubieran asaltado en busca de cosas de valor. Pero quizá quedara algo provechoso. Leviticus había inventado tantas máquinas, y había escondido tantos artefactos extraños en salas cerradas a cal y canto, que quizá los asaltantes hubieran pasado algo por alto.
Y además, no sabía nada de los planes de Ezekiel, solo que quería encontrar el laboratorio de su padre y buscar allí pruebas que lo exculparan.
¿Sabía Ezekiel siquiera dónde estaba la casa?
Briar no lo creía; pero claro, también creyó que sería incapaz de entrar en la ciudad, y en eso se había equivocado de principio a fin. Era un muchacho de recursos, eso tenía que admitirlo. Probablemente lo más inteligente sería suponer que Zeke había logrado lo que se proponía.
Mientras aguardaba al pie de las escaleras, sumida en la oscuridad, Briar se serenó al fin. Nadie abrió la puerta y la descubrió. Ni un solo sonido llegó a sus oídos, ni siquiera el incesante rumor de la maquinaria que había dejado atrás.
Las cosas no iban tan mal después de todo.
Apoyó lentamente uno de sus pies en el primer peldaño. Después, en el segundo, igual de lentamente y sumida en el mismo silencio. Mientras su visión imperfecta se lo permitió, siguió vigilando la puerta a su espalda, y vio cómo disminuía de tamaño a medida que ascendía.
Había oído muchas historias sobre los podridos, y había visto un par de ellos justo después de que estallara la Plaga, pero ¿cuántos podían quedar aún dentro de la ciudad? Sin duda llegaría un momento en que tendrían que morir, o corromperse, o simplemente ser presa de los elementos. Debían de estar en un estado dantesco, y débiles como gatitos, si aún seguían arrastrándose entre los muros.
Al menos, eso se repetía a sí misma Briar mientras subía los peldaños.
Flexionó las rodillas, y mantuvo la cabeza agachada hasta el último momento, para evitar que la vieran. Finalmente, torció el cuello para mirar sin exponerse a quienquiera que hubiera afuera.
Había más oscuridad que luz en la ciudad, aunque la penumbra no era tal que necesitara iluminación artificial. Sin embargo, no pasaría mucho tiempo antes de que las sombras alquitranadas que proyectaban muros y tejados convirtieran la escena en una prematura noche.
La calle estaba húmeda y embarrada a causa de las lluvias y el desgaste provocado por la Plaga. Los muros parecían gastados, consumidos, al igual que el suelo. Los ladrillos de las paredes estaban agrietados, y la calle estaba repleta de escombros y desechos. Había carros volcados y destrozados; los cadáveres, desmembrados en su mayor parte, de caballos y perros, estaban amontonados en pilas de pegajosos huesos, apenas unidos por un tejido fibroso de un color entre verde y gris.
Briar giró la cabeza lentamente a la izquierda, y después a la derecha. No podía ver muy lejos en ninguna dirección.
Debido a la penumbra y al aire concentrado y denso, no podía verse más allá de media manzana de distancia. Era imposible determinar qué dirección tomaban las calles. Norte, sur, oeste o este, no significaban nada sin contar con la luz del sol para orientarse.
Ni una ráfaga de viento agitó el pelo de Briar, y no podía oír ni el agua ni los pájaros. En un tiempo hubo aves a millares, la mayoría cuervos y gaviotas, y todas solían hacer mucho ruido. En ese tiempo reinaba un caos de plumas y graznidos, y el silencio presente resultaba muy extraño. No había pájaros, ni gente, ni máquinas ni caballos.
Nada se movía.
Ayudándose de la mano izquierda, Briar salió al fin de su madriguera sin hacer ni un solo ruido que perturbara el inquietante silencio.
Finalmente, estuvo al descubierto, junto a las escaleras por las que había subido.
El único sonido era el que hacía su pelo contra los cintos y las hebillas de la máscara, y cuando dejó de caminar, incluso ese débil sonido cesó.
El sitio en que se encontraba estaba algo inclinado, y podía ver un lugar, colina abajo, en el que la inclinación aumentaba bruscamente, perdiéndose de vista. En los bordes de ese lugar, había puestos llenos de cubos vacíos. Y a un costado, y hacia arriba, mientras Briar exploraba la escena que la rodeaba, vio los restos de una señal medio derribada y un gran reloj sin manecillas.
Y esto debe de ser…
El mercado. Estoy cerca de Pike Street
.
Estuvo a punto de decirlo en voz alta, aunque únicamente formó las palabras con sus labios. La calle terminaba en el mercado, y al otro lado del mercado estaba el estrecho… o lo hubiera estado, si el muro no lo ocultara.
El edificio a su espalda debía de dar a Commercial Avenue, la calle que en otro tiempo transcurría en paralelo al océano y que ahora lo hacía en paralelo al muro.
Durante las siguientes manzanas, cualquiera de las calles paralelas a Pike la habría llevado, aproximadamente, en la dirección que había elegido.
Permaneció bien cerca del edificio, con el rifle en alto y mirando a todos lados. Respirar dentro de la máscara no era ahora más sencillo, pero empezaba a acostumbrarse, y además no tenía alternativa. Le dolía el pecho del esfuerzo que sus músculos estaban haciendo para llenar sus pulmones, y en una esquina de su lente izquierda, empezaba a formarse condensación, empañando el cristal.
Se puso en marcha, lentamente, colina arriba, alejándose del muro, que ni siquiera podía ver. Briar sabía que su enorme sombra se elevaba bien alta en el cielo, pero se desvanecía y resultaba invisible mucho antes, de modo que era sencillo olvidarse de él, especialmente cuando Briar le había dado ya la espalda.
En su cabeza hacía mil y un cálculos. ¿A qué distancia estaba de la casa en la colina? ¿Cuánto tardaría en llegar si echaba a correr? ¿Y si caminaba? ¿Cuánto, si avanzaba lentamente, midiendo cada uno de sus pasos en esta niebla venenosa y tóxica?
Estiró las mejillas, intentando que la humedad cayera de su rostro.
No funcionó. El vapor no se despegaba de la máscara.
Suspiró, y un segundo suspiro creó un curioso efecto de eco.
Confundida, agitó el rostro. Debía de tratarse de una ilusión de las hebillas, o del modo en que el artefacto se ajustaba a su frente. Quizá fuera su cabello, al agitarse contra los cintos. O quizá sus botas, golpeando inesperadamente el suelo pavimentado. El sonido podía haber venido de cualquier sitio. El silencio era casi absoluto.
Sus pies no se movían. No parecían dispuestos a hacerlo, al igual que sus brazos, o sus manos, que empuñaban el rifle. Incluso su cuello parecía negarse a girar, por miedo a que el sonido se repitiera. Lo único peor que oírlo de nuevo sería oírlo de nuevo y no saber si lo había provocado ella misma con sus movimientos.
Tan lentamente que ni siquiera los faldones del abrigo chocaron con sus piernas, Briar retrocedió, pisando lentamente, rezando por que no hubiera nadie a su espalda. Su tacón encontró la acera, y se detuvo allí.
Subió a ella.
Oyó el sonido de nuevo. Era silbante, y también quejumbroso. Era casi un siseo, y podría haberse tratado de un jadeo ahogado. Sin embargo, lo rodeaba el más absoluto silencio, y no parecía provenir de ningún sitio.
Susurraba.
Briar trató de ubicar el sonido, y decidió, ahora que lo había oído de nuevo y sabía a ciencia cierta que no lo había imaginado, que provenía de algún punto situado a su izquierda, hacia el muro. Provenía de los puestos callejeros, donde nada se había comprado ni vendido en casi dieciséis años.
El susurro se convirtió en un murmullo, y después se detuvo.
Briar también se detuvo, o lo habría hecho, si no estuviera ya inmóvil. Quería quedarse aún más inmóvil, hacerse invisible e inaudible, pero no había ningún sitio donde esconderse, no a la vista. Los puestos callejeros quedaban a su espalda. Y todas las puertas estaban tapadas con maderos clavados, al igual que las ventanas. Su hombro tocó la esquina de un edificio de piedra cuando se apartó del mercado.
El sonido se detuvo.
Este nuevo silencio era aún más terrorífico que el primero, que era simplemente un silencio vacío. Ahora era peor, porque el paisaje sumido en la niebla no ocultaba tan solo silencio: estaba aguantando la respiración, y escuchando.
Briar soltó la mano izquierda del rifle y la extendió hacia atrás, hasta tocar la esquina. Al encontrarla, se guió a sí misma hacia el otro costado del edificio. No iba a protegerla, pero al menos la ocultaría de quienquiera que la estuviera vigilando desde el mercado.
La máscara le hacía daño. La humedad de un lado la estaba distrayendo, y el olor a caucho y tostada quemada le obstruía la garganta.
Tenía que estornudar, pero se mordió la lengua hasta que la necesidad pasó.
Al otro lado de la esquina, el susurro silbante resonó de nuevo.
Se detuvo, y después comenzó de nuevo, esta vez más intensamente. Y después se unió a él un segundo jadeo interrumpido, y después un tercero, y después hubo demasiados para seguir contándolos.
Briar quiso cerrar los ojos con fuerza y esconderse de esos ruidos, pero ni siquiera tuvo tiempo de echar un vistazo al otro lado del recodo y ver qué estaba produciéndolos, porque estaban aumentando. Lo único que podía hacer era correr.
El centro de la calle estaba despejado en su mayor parte, de modo que lo tomó, sorteando los carros volcados y saltando por encima de pedazos de muros derribados por el terremoto que habían caído a la calle.
El silencio ya no era una opción.
Los pies de Briar golpearon los ladrillos, y el rifle le golpeaba la cadera mientras corría colina abajo, aunque su intención era tomar la dirección opuesta. No podía ir colina arriba; no tenía bastante aire. De modo que solo le quedaba ir colina abajo. Colina abajo, sí, pero al menos no en la dirección equivocada, pensó en un destello de esperanza. Estaba siguiendo el muro, y la costa. Siguiendo Commercial Avenue iba colina abajo, sí, pero flanqueaba la colina igualmente, y podía seguir la calle hasta donde fuera necesario.
Se arriesgó a echar un vistazo, y después otro, y después dejó de intentarlo, porque se había equivocado. Iban a por ella, y muy rápido.
Esas dos rápidas miradas le habían dicho todo lo que necesitaba saber: «Corre, y por todo lo que más quieras, no te pares».
Aún no le pisaban los talones. Estaban tomando el recodo en una procesión carnavalesca que avanzaba a sorprendente rapidez a pesar de lo torpe de sus andares. Los podridos, más desnudos que vestidos, más grises que del color de la carne con vida, avanzaban tambaleantes pero sin freno. Pasaban por encima de todo, y sorteaban todos los obstáculos que podrían haberlos frenado.
Sin temor y sin dolor, golpeaban con sus harapientos cuerpos los escombros de la calle y los sorteaban, sin detenerse y sin alterar su rumbo. Pisoteaban la madera debilitada y los cadáveres de animales, y si alguno de ellos tropezaba o caía, sus compañeros pasaban por encima de él sin mirarlo siquiera y seguían adelante.
Briar recordaba perfectamente a los primeros, a los que quedaron atrapados por la Plaga. La mayoría de las víctimas murió directamente, pero unos pocos sobrevivieron, gruñeron, jadearon y consumieron. Nada les importaba más que consumir, y lo único que deseaban era carne, carne fresca. Los animales bastarían. Preferían a las personas, si es que los podridos podían tener preferencia por algo.