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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (19 page)

—Oye, el del Seaboard. El del tejado. ¿Tienes máscara o te estás muriendo?

Briar no había visto indicación alguna de que este fuera el hotel Seaboard, pero parecía evidente que la voz se dirigía a ella, puesto que no había nadie más por allí, a excepción de los podridos. De modo que respondió, en voz tan alta como pudo:

—¡Sí, tengo máscara!

—¿Qué?

—¡He dicho que tengo máscara!

—¡Puedo oírte, pero no entiendo ni una palabra de lo que dices, así que espero que tengas una máscara! ¡Seas quien seas, agáchate y tápate los putos oídos!

Briar miró frenéticamente de un lado a otro del pequeño mar de podridos, buscando el origen de las instrucciones.

—¿Dónde estás? —trató de gritar, y enseguida comprendió que había sido una estupidez hacerlo, puesto que su voz nunca atravesaría la escandalosa sinfonía de las voces de los no muertos.

—¡He dicho —repitió la voz, profunda y con un cierto toque metálico— que te agaches y te tapes las putas orejas!

Al otro lado de la calle, Briar detectó un movimiento, algo que miraba a través de la ventana rota de otro edificio. Algo brillante y azul resplandeció intensamente, y después se desvaneció, y de inmediato le siguió otra luz, más brillante, y un agudo rumor, casi un zumbido. Ese rumor ascendió, atravesando la nube amarilla, y agitó el cabello de Briar; era un aviso imposible de ignorar.

No necesitaba que se lo dijeran una tercera vez.

Se agachó, lanzándose al recodo más cercano y colocándose las manos por encima de la cabeza. Sus codos rodearon sus oídos, amortiguando el sonido, pero no lo bastante como para que no oyera perfectamente, aunque apagado, el silbante quejido eléctrico. Colocó la bolsa alrededor de su cabeza, y así estaba, bocabajo en el suelo cubierto de alquitrán y ladrillos, cuando una onda expansiva atravesó los edificios con un brutal estallido que duró demasiado tiempo para tratarse del disparo de un arma.

Cuando lo peor de la onda sónica había pasado ya, Briar oyó la voz casi mecánica pronunciando nuevas instrucciones, pero no pudo entender lo que decía, y no podía moverse.

Tenía los ojos fuertemente cerrados, los brazos entrelazados bajo su cabeza y las rodillas bajo el cuerpo, y no podía mover ninguna parte de su cuerpo.

—No puedo —susurró, tratando de decir «No puedo oírte», pero su mandíbula permanecía inmóvil.

—¡Levántate! ¡Levántate, ahora!

—No puedo…

—¡Tienes unos tres minutos para sacar el culo de ahí y bajar antes de que los podridos se recuperen, y cuando eso ocurra, yo me marcho! ¡Si quieres sobrevivir aquí, vas a necesitarme, puto tarado!

—No soy un tarado —murmuró Briar, pues era evidente que su interlocutor creía que Briar era un hombre. Trató de concentrar su irritación y convertirla en un motivo para ponerse en movimiento. No funcionó, al menos no mucho mejor que las órdenes gritadas a voces y la monstruosa inflexión de esa voz.

Miembro a miembro, liberó brazos y piernas y se alzó sobre sus rodillas pesadamente.

Se dejó caer de rodillas de nuevo para recoger el rifle, que se le había resbalado del hombro. Inclinó ese hombro para recuperar la correa del rifle y de nuevo obligó a sus piernas a ponerla en pie. Le pitaban los oídos a causa de ese horrible sonido, y de los terribles gritos del hombre que no callaba, aunque Briar había perdido ya casi por completo la capacidad de entender sus palabras. No podía ponerse en pie, caminar y escuchar al mismo tiempo, no en el estado en el que se encontraba.

A su espalda, la puerta que daba a la escalera seguía abierta, agitándose en el gozne.

Se echó contra ella, y casi cayó peldaños abajo. Solo la inercia y el instinto la mantuvieron en pie e hicieron que siguiera avanzando. Su cuerpo se tambaleaba y trataba de rendirse, pero cuanto más tiempo continuara en pie, más fácil sería permanecer de ese modo. Para cuando llegó al primer piso, prácticamente estaba corriendo de nuevo.

En el vestíbulo, todas las ventanas estaban cubiertas, y la oscuridad era mayor que en plena noche, a excepción de los puntos en los que franjas de la tenue luz de la tarde se filtraban monótonamente por las rendijas. Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, vio que el escritorio estaba cubierto de polvo y que el suelo estaba sembrado de pisadas oscuras.

Había una enorme puerta con un gran madero atravesado.

Briar apartó el madero hacia arriba y agitó los picaportes.

El pánico que sintió fue abrumador. Estaba segura de haber agotado su capacidad para asustarse aún más, pero cuando la puerta no se movió, el miedo que sintió fue incluso más intenso que antes. Agitó el picaporte y trató de gritar a través de la puerta:

—¿Hola? ¿Estás ahí fuera?

Incluso a sus propios oídos, el grito sonó ahogado. Nadie al otro lado de la puerta podría haberla oído, y fue una estupidez hacerlo. Debería haber vuelto al sótano y arriesgarse a buscar otra escalera. ¿Por qué había ido hasta la planta baja? ¿En qué estaba pensando?

Le dolían las sienes aún, y sus ojos estaban nublados con electricidad estática.

—¡Ayúdame, por favor, sácame de aquí!

Golpeó la puerta con la culata del rifle, lo que provocó un tremendo alboroto.

Segundos después, otro golpe la respondió desde el otro lado.

—¿Qué cojones te pasa? ¡Deberías haber salido! —acusó la voz.

—Qué me vas a contar —gruñó Briar, aliviada por oír la voz, aunque no sabía si quería ayudarla o matarla en cuanto la viera. Fuera quien fuera, se había tomado la molestia de ponerse en contacto con ella, y eso ya era algo, ¿no?

—¡Sácame de aquí! —gritó.

—¡Apártate de la puerta!

Briar ya había aprendido la lección, de modo que actuó rápidamente esta vez, rodeando el mostrador del hotel y escondiéndose tras él. Un nuevo estallido, tan escandaloso como el primero, hizo que la puerta delantera se doblara hacia dentro, pero no se rompió. Un segundo embate hizo saltar los goznes, y un tercero arrancó al fin la puerta de su marco.

Un hombre enorme pasó a través de ella, y se detuvo.

—Tú. —Apuntó a Briar, y se interrumpió antes de continuar—: Eres una mujer.

—Muy bien —dijo Briar, saliendo de debajo del mostrador.

—Bien. Ven conmigo, y rápido. Empezarán a recuperarse en menos de un minuto.

El hombre de la voz metálica hablaba a través de un casco que daba a su rostro la forma de la cabeza de un caballo mezclada con un calamar. La máscara terminaba en un amplificador por delante, y se dividía en dos filtros redondos que apuntaban hacia fuera, a ambos lados de su nariz. El artefacto parecía muy pesado, pero lo cierto es que podía decirse lo mismo del hombre que lo lucía.

No era un hombre grueso, pero era tan ancho como el umbral de la puerta que acababa de arrasar, aunque a provocar ese efecto contribuía su armadura. Sus hombros estaban cubiertos de placas metálicas, y un cuello alto y circular se elevaba tras su nuca para unirse al casco. En las articulaciones de codos y muñecas, la armadura dejaba entrever una malla improvisada. A lo largo del torso, gruesas tiras de cuero sostenían toda la estructura firmemente.

Era como si alguien hubiera cogido el torso de una armadura y la hubiera convertido en una chaqueta.

—Señora, no tenemos todo el día —le dijo.

Briar iba a decir que aún no era de noche, pero estaba sin resuello, y preocupada, y sentía una irracional alegría por la presencia de este extraño caballero andante.

—Voy —dijo. Se tambaleó y golpeó el brazo del hombre. Después recuperó el equilibrio.

El hombre no la cogió para ayudarla, pero tampoco la apartó de sí. Tan solo se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.

Briar lo siguió.

—¿Qué era esa cosa? —preguntó.

—Las preguntas después. Mira por dónde andas.

La calle y las aceras estaban repletas de los cuerpos entrelazados, dolientes y quejumbrosos de los podridos. Al principio, Briar tuvo cuidado de no pisarlos, pero su escolta la estaba dejando atrás, de modo que echó a andar sin preocuparse de qué pisaba y qué no. Sus botas rompieron brazos y partieron cajas torácicas. Su tacón aterrizó demasiado cerca del rostro de una mujer muerta y arañó su cráneo, arrancando un pedazo de endeble piel y dejándolo tendido sobre la calle.

—Espera —rogó.

—No podemos. Míralos —dijo el otro, señalando a los temblorosos podridos.

Briar pensó que era una orden ridícula. No podía dejar de mirarlos; estaban por todas partes, bajo sus pies, encorvados junto a la acera o los muros, con las lenguas fuera y los ojos desorbitados.

Pero creyó entender lo que quería decirle el hombre de la armadura. Sus miembros comenzaban a moverse de nuevo. Sus manos se agitaban con mayor vigor, y parecían movimientos más deliberados. Sus pies se retorcían, tratando de ponerse en pie. Cada segundo que pasaba, recuperaban su débil intelecto, o al menos la voluntad necesaria para ponerse en movimiento de nuevo.

—Por aquí. ¡Rápido!

—¡Lo estoy intentando!

—Eso no basta. —El hombre extendió una mano y tomó la muñeca de Briar. Tiró de ella hacia delante, haciéndola saltar casi sin esfuerzo sobre otro montón de podridos.

Una de esas horribles cosas alzó una mano y trató de atrapar el tobillo de Briar.

Ella pateó el frágil brazo, pero erró, porque el hombre de la máscara aferró su muñeca con mayor fuerza y tiró de nuevo hacia sí, pasando junto a un montón de cuerpos, uno de los cuales estaba casi incorporándose, gimiendo y tratando de ponerse en pie.

—Vale, a partir de aquí es todo recto —dijo el hombre.

—¿Hacia dónde?

—Bajo tierra. Date prisa. Por aquí.

Señaló una estructura de fachada de piedra adornada con estatuas fúnebres de búhos. Una leyenda en la puerta principal declaraba que el lugar había sido en otro tiempo un banco. La puerta principal estaba cerrada y tapada con los restos de cajas de almacenaje de madera, y las ventanas estaban cubiertas con barrotes.

—¿Cómo…?

—Quédate cerca de mí. Hacia arriba, y después abajo.

A los costados del edificio no había escaleras de incendio, pero cuando Briar miró hacia arriba, vio un desvencijado balcón.

El hombre de la armadura sacó de su cinto un martillo con punta en gancho de aspecto francamente horrible y lo tiró hacia arriba. Tenía una larga cuerda atada, y cuando el gancho quedó anclado en algún lugar, más arriba, el hombre tiró de la cuerda y se extendió sonoramente una escalera, semejante a un puente levadizo que se desplegara para permitir la entrada a un castillo medieval.

El hombre tomó el peldaño inferior y trató de evitar que subiera de nuevo. Estaba a la altura de la cintura de Briar.

—Arriba.

Briar asintió y se echó el rifle a la espalda, liberando ambos brazos para trepar.

Pero no ascendió con la suficiente velocidad, dado que el hombre le colocó una pesada mano en el trasero. El impulso adicional sirvió para que Briar entrelazara las dos manos y los dos pies a la estructura, de modo que consideró que no sería apropiado protestar por el gesto, quizá poco caballeresco.

El peso de su cuerpo, como si fuera un péndulo, logró que la escalera quedara en posición flotante y fija sobre la calle. Cuando el peso del hombre se unió al de Briar, la estructura entera se quejó y crujió, pero se mantuvo firme. Los peldaños plegables no deseaban sostener sus pesos combinados, y dejaron claro su desagrado cada vez que uno de ellos subía un nuevo tramo.

Briar ascendió, y las escaleras se rizaban bajo sus pies, meciéndose como un balancín; el otro la seguía de cerca.

Le golpeó en la bota para atraer su atención.

—Aquí. El segundo piso. No rompas la ventana. Es extraíble.

Briar asintió y saltó de la escalera al balcón. La ventana tenía barrotes, pero no estaba tapada con maderos. En la parte inferior, había un picaporte de madera. Tiró de él, y la ventana salió de su marco.

El hombre la siguió hasta el balcón, y la escalera se recogió tras él. Al perder el contrapeso, los muelles que mantenían los peldaños extendidos se destensaron y retrajeron, de modo que la parte inferior de la escalera quedó bien lejos del alcance de incluso los podridos más altos y los de brazos más largos.

Briar agachó la cabeza, se puso de costado y entró por la ventana.

El hombre de la armadura hizo lo mismo. Ahora parecía más tranquilo; una vez se vio lejos de los podridos y a salvo en el interior del viejo banco, se relajó y se tomó un tiempo en comprobar que su armadura estaba en orden.

Estiró los brazos y torció el cuello de lado a lado. La cuerda del martillo con punta de gancho tenía que rebobinarse, de modo que la retorció entre la palma de la mano y el codo hasta recogerla, y después colocó el artefacto de nuevo en su cinto. Echó la mano a una pistolera que llevaba al hombro y cogió un dispositivo alargado, una especie de tubo más largo que su muslo. Parecía un arma enorme, pero el gatillo era una placa de bronce, y había una rejilla a lo largo del tambor no muy distinta de la de su máscara.

Briar preguntó:

—¿Es eso lo que hizo tanto ruido? ¿Lo que aturdió a los podridos?

—Así es, señora —dijo él—. Te presento el Deslumbrante Aturdidor del doctor Minnericht, o Daisy para los amigos. Es un cacharro estupendo, y me llena de orgullo ser su propietario, pero tiene unos límites.

—¿Tres minutos?

—Más o menos, sí. La fuente de alimentación está en la parte posterior. —Señaló la culata, cubierta de diminutos conductos de cobre y tubos de cristal—. Se tarda una eternidad en volver a cargarlo.

—¿Una eternidad?

—Bueno, un cuarto de hora. Depende.

—¿De qué?

—De la electricidad estática. No me pidas más detalles, porque no los conozco.

Briar contempló con educada admiración el artefacto.

—Nunca había visto nada parecido. ¿Quién es el doctor Minnericht?

—Es un capullo, pero a veces puede resultar útil. Ahora me toca a mí preguntar: ¿quién eres y qué estás haciendo en nuestra hermosa y asquerosa ciudad?

—Estoy buscando a mi hijo —dijo Briar, evitando la primera parte de la pregunta—. Creo que vino ayer por los viejos túneles de desagüe.

—Los túneles están cerrados —dijo él.

—Ahora sí. Por el terremoto. —Briar se apoyó en el alfeizar y se sentó, demasiado agotada para dar más detalles—. Lo siento —dijo, y lo dijo sinceramente, por muchos motivos—. Yo… sabía lo que había aquí dentro, pero…

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