—Necesito filtros nuevos —dijo—. ¿No se suponía que estos funcionarían perfectamente durante diez horas?
—¿Cuánto tiempo crees que llevas aquí dentro, chaval? Al menos diez horas, te lo aseguro. Pero no sufras. Los filtros son muy baratos bajo tierra desde que ese gigantón negro robó un tren de mercancías de la Confederación la pasada primavera. Y si te empiezas a quedar sin filtros, hay túneles sellados por todos lados en esta parte de la ciudad. Eso sí, debes recordar la regla principal: pon dos sellos entre la Plaga y tú.
—Lo recordaré —dijo Zeke, dado que parecía un consejo muy razonable.
En algún rincón indeterminado de la gigantesca torre, los dos oyeron un chasquido metálico. Comenzó como un sonido muy intenso, y después se atenuó, hasta desaparecer.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Zeke.
—No tengo ni idea —dijo Rudy.
—Sonaba como si viniera de dentro.
—Sí —dijo Rudy. Aferró con más fuerza el bastón y lo alzó del suelo para poder dispararlo en cuanto fuera necesario.
Un segundo sonido siguió al primero, y esta vez fue aún más inconfundible.
—Esto no me gusta —gruñó Rudy—. Tenemos que volver abajo.
—¡No podemos! —susurró con ferocidad Zeke—. ¡Ese sonido vino de abajo! ¡Será mejor que subamos!
La discusión terminó allí, puesto que un sonido distinto, procedente de otra dirección, resonó con mayor intensidad, esta vez por encima de sus cabezas. Era un sonido producido por maquinaria, por una gran fuerza; era el ruido que producía algo enorme al acercarse, con demasiada rapidez.
—¿Qué es eso…?
Zeke no pudo terminar la pregunta. Afuera, en lo alto, una enorme aeronave con una tambaleante cesta y pesados tanques metálicos golpeó el costado de la torre y después rebotó hacia otra estructura, para regresar después y realizar un segundo aterrizaje francamente brusco. Las ventanas se despedazaron, y el mismo mundo se tambaleó, justo como había hecho hace unas horas, durante el terremoto.
Rudy se colocó de nuevo la máscara, y Zeke hizo lo mismo, aunque al hacerlo tuvo ganas de llorar. Rudy corrió hacia las escaleras mientras el mismo edificio temblaba bajo sus pies, y ordenó:
—¡Abajo!
Y echó a correr, medio tambaleándose, escaleras abajo.
Zeke ya no tenía la linterna, y no sabía dónde estaba. La huida de Rudy era tan escandalosa como la nave que asaltaba los muros de la torre. Sin embargo, cuando Zeke llegó a las escaleras y la ciega oscuridad amenazó con hacerlo dudar, la combatió.
Y comenzó a subir.
Y después hubo más oscuridad que al principio, y la oscuridad se estaba derrumbando sobre él, como una corriente de agua, o como si el mismo cielo le estuviera cayendo encima.
Briar se bebió la jarra, y después una segunda llena de agua. Preguntó por la cerveza.
—¿Quieres un poco?
—No, solo me preguntaba por qué era una posibilidad.
Swakhammer se sirvió una jarra más alta llena de una cerveza de olor bastante amargo y se sentó en una silla que acercó a Briar.
—Porque es más fácil convertir el agua contaminada por la Plaga en cerveza que purificarla. Al destilarla se obtiene un brebaje bastante desagradable, pero no te matará, ni te convertirá en un podrido.
—Ya veo —dijo Briar; tenía sentido. Sin embargo, no podía imaginarse a sí misma ingiriendo ese líquido semejante a la orina salvo en las peores circunstancias imaginables. Incluso de lejos, el olor parecía capaz de arrancar la pintura de las paredes.
—Hay que acostumbrarse —admitió Swakhammer—, pero cuando lo consigues, no es para tanto. ¿Sabes?, no me has dicho tu nombre.
—Briar.
—¿Briar qué?
Briar consideró rápidamente la posibilidad de crear una nueva identidad, pero descartó la idea con la misma rapidez. Su experiencia con el capitán y la tripulación de la Naamah Darling había sido francamente positiva.
—Solía ser Briar Wilkes —dijo—. Y ahora vuelve a ser Wilkes.
—Briar Wilkes. De modo que eres… vale. No me extraña que mantuvieras la boca cerrada. ¿Quién te ha traído, Cly?
—Sí, el capitán Cly. Es quien me trajo, de camino a otro sitio. ¿Cómo lo sabías?
El hombre dio otro trago a su cerveza y dijo:
—Todo el mundo sabe cómo escapó de la Plaga. No es ningún secreto. Y es un buen tío. Quizá no de los mejores, pero tampoco de los peores. Espero que no te tocara mucho las narices.
—Fue un perfecto caballero —dijo Briar.
El otro sonrió, descubriendo una fila inferior de dientes que se amontonaban de manera curiosa los unos con los otros.
—Eso resulta difícil de creer. Es un capullo enorme, ¿verdad?
—Pues sí, aunque tú tampoco eres un enano. Me diste un buen susto apareciendo de esa manera. Como si tu voz no fuera ya lo bastante horrible tras esa máscara, que además te hace parecer un monstruo.
—¡Lo sé! Pero me permite respirar mucho mejor que con esa vieja máscara tuya, y la armadura evita que los podridos me den un bocado. Si te cogen, te devorarán sin pensárselo dos veces. —Se levantó para rellenar su jarra y se quedó de pie. Asumió una pose pensativa por un segundo, con un brazo cruzado y el otro sosteniendo la jarra—. De modo que eres la hija de Maynard. Me parecías familiar, pero no lo habría averiguado si no me lo hubieras dicho. Así que tu hijo es…
—Ezekiel. Se llama Ezekiel, aunque todo el mundo lo llama Zeke.
—Ya. ¿Y Zeke es el nieto de Maynard? ¿Crees que quiere demostrar algo?
Briar asintió.
—Eso creo. Sabe que podrá ayudarlo aquí, y no comprende, al menos no del todo, que también podría perjudicarlo. A su padre, quiero decir.
Briar suspiró y pidió más agua. Mientras Swakhammer llenaba la jarra, dijo:
—No es culpa suya. Nada de esto es culpa suya: es todo culpa mía. Debería habérselo dicho… Dios. Nunca le conté nada. Y ahora está intentando escarbar en el pasado y encontrar algo que merezca la pena.
Otra jarra de agua rancia aterrizó en la mesa, junto a ella. La cogió, y se bebió de un trago la mitad de su contenido.
—¿Así que Ezekiel ha venido aquí a buscar a su padre?
—¿Buscándolo? En cierto modo, supongo que sí. Cree que podrá demostrar que su padre es inocente si encuentra pruebas de que el embajador ruso pagó para que la Boneshaker se utilizara antes de estar lista. Vino aquí a buscar el viejo laboratorio, para tratar de limpiar el nombre de Levi. —Briar se bebió el resto del agua. Swakhammer le ofreció más, pero Briar le indicó con un gesto de la mano que no quería beber más.
—¿Puede hacerlo?
—¿Cómo?
—¿Puede hacerlo? ¿Puede demostrar que Blue era inocente en todo el asunto de la Plaga?
Briar negó con la cabeza y casi soltó una carcajada.
—Oh, no. Cielos, no, no podrá hacerlo. Levi es tan culpable como Caín. —Casi inmediatamente, deseó no haber pronunciado esa última frase. No quería que su nuevo acompañante le hiciera preguntas, de modo que añadió apresuradamente—: Quizá, en lo más profundo de su ser, Zeke lo sabe. Quizá solo quiere saber de dónde viene, o ver el desastre con sus propios ojos. Solo es un niño —dijo, y trató de que no hubiera exasperación en sus palabras—. Solo Dios sabe por qué motivo hace las cosas ese chico.
—Supongo que nunca conoció a su padre.
—No, gracias a Dios.
Swakhammer se apoyó en el respaldo de la silla situada enfrente de Briar.
—¿Por qué dices eso?
—Porque Levi nunca tuvo oportunidad de corromperlo ni de cambiarlo. —No era todo lo que tenía que decir al respecto, pero sí todo lo que estaba dispuesta a contarle a ese extraño—. No dejo de pensar que quizá la guerra termine algún día, y entonces podremos ir al este, hacia cualquier otro lugar, donde nadie nos conozca. Eso sería lo mejor. No puede ser mucho peor que estar aquí.
—Estar aquí no es tan malo —dijo el otro con una sonrisa sardónica—. ¡Mira este sitio!
—Sí lo es, y lo sabes perfectamente. ¿Por qué te quedas? ¿Por qué querrías vivir aquí? ¿Por qué querría hacerlo nadie?
Swakhammer se encogió de hombros y se terminó la cerveza. Dejó la jarra en una caja y dijo:
—Tenemos nuestros motivos. Y se puede vivir aquí abajo, si te lo propones. O si no te queda más remedio. No es fácil, pero ya no existe ningún lugar donde vivir sea fácil.
—Supongo que tienes razón.
—De todos modos, aquí se puede hacer dinero. Hay libertad, y muchas oportunidades, si sabes dónde buscarlas.
—¿Qué oportunidades? —preguntó Briar—. ¿Saquear las casas de los ricos? Algún día ese dinero se acabará. Hay un límite para lo que se puede robar y vender dentro de estos muros.
Swakhammer cambió su peso de un pie al otro.
—Siempre está la Plaga. No va a irse a ningún sitio, y nadie sabe qué hacer con ella. Si ni siquiera pudieras sacar algo de pasta, entonces sí que sería totalmente inútil.
—El jugo mata.
—La gente también. Y los perros. Y los caballos furiosos, y las enfermedades, y la gangrena, y los bebés a veces matan a sus madres al nacer. ¿Y qué me dices de la guerra? ¿Crees que la guerra no mata a un montón de gente, allá en el este? Te lo aseguro, los mata a cientos, y mata mucha más gente de la que mata la Plaga. Mucha más gente, te lo garantizo.
Briar se encogió de hombros, pero no para tratar de evitar el tema.
—Estoy segura de que tienes razón. Pero mi hijo no va a morir durante el parto, ni en la guerra… al menos, aún no. Ahora mismo, lo más probable es que lo mate esa estúpida droga, porque solo es un niño, y los niños a veces hacen tonterías. Por favor, entiéndelo, no te estoy acusando de nada. Sé cómo funciona el mundo, y sé lo que a veces hay que hacer para sobrevivir.
—No te debo ninguna explicación.
—Y yo no te la estoy pidiendo. Pero parecías dispuesto a ofrecerme una para defenderte.
Swakhammer dio un empujón a la silla y miró a Briar sin parpadear.
—Entonces estamos de acuerdo.
—Eso creo, sí. —Briar se frotó los ojos y se rascó el muslo, allí donde los cortes que se produjo al pasar por la ventana estaban irritando su piel. Al menos, ya no sangraban.
—¿Estás herida? —preguntó Swakhammer, impaciente por cambiar de tema.
—Solo son unos cortes. No sería para tanto, de no ser por el gas que los irrita. ¿No tienes vendas por aquí, verdad? Me vendrían muy bien, y mis pantalones están a punto de desgarrarse, así que también me haría falta un poco de hilo y una aguja.
El hombre esbozó lentamente una sonrisa que mostró sus dientes amontonados.
—Suena como si necesitaras una secretaria, o un bonito hotel. Me temo que no voy a servirte de mucho, pero ahora que he decidido dónde llevarte, creo que podremos remendarte los pantalones.
A Briar no le gustó cómo había sonado eso.
—¿Qué quieres decir? ¿Adónde vas a llevarme?
—Tienes que entenderlo —dijo Swakhammer. Se echó al hombro la armadura y se colocó la máscara bajo el brazo—. Esta es una comunidad… digamos que es una comunidad cerrada. No es del agrado de todos, pero a nosotros nos gusta. Aun así, de cuando en cuando alguien se deja caer de una aeronave o viene por mar y quiere cambiar las cosas. La gente piensa que hay cosas de valor aquí, y vienen a ver si pueden llevarse un pedazo del pastel. —Inclinó la cabeza, señalando la máscara de Briar, además de su bolsa y su rifle, que estaban en la mesa junto a ella—. Recoge tus cosas.
—¿Adónde vas a llevarme? —preguntó Briar de nuevo, mientras cogía el arma.
—Cielo, si quisiera causarte problemas, te habría quitado ese cacharro. —Señaló el rifle—. Voy a llevarte a casa de tu padre. Más o menos. Vamos, pronto caerá la noche, y las cosas empeoran mucho cuando es de noche. Vamos a ir por debajo de las peores zonas, pero a esta hora del día todo el mundo baja a los túneles.
—¿Y eso es malo?
—Podría serlo. Como iba a decirte antes de que me distrajeras, ya tenemos bastantes problemas por aquí. Por eso tenemos que vigilar a los nuevos. No necesitamos meternos en más líos.
Briar se sentía con más fuerzas, aunque no estaba demasiado reconfortada por el giro, algo siniestro, que había tomado la conversación. Se echó el rifle al hombro, cogió la bolsa y metió la máscara dentro. El viejo sombrero de su padre le quedaba mucho mejor sin la máscara, así que prefirió ponérselo en lugar de meterlo en la bolsa.
—Solo quiero encontrar a mi hijo —dijo—. Solo eso. Cuando lo encuentre, me iré de vuestra ciudad.
—Creo que subestimas los problemas que una mujer como tú puede causar sin proponérselo siquiera. Eres la hija de Maynard, y Maynard es lo más parecido a una autoridad aceptada por todos los que tenemos por aquí.
Briar parpadeó.
—Pero está muerto. ¡Lleva muerto dieciséis años!
Swakhammer apartó una cortina de cuero y la sostuvo para que pasara Briar, que ahora parecía menos dispuesta a dejar que la siguiera. Sin embargo, no le quedaba elección. Salió, y el otro soltó la cortina tras ambos, sumiendo el pasillo en una oscuridad que solo rompía la linterna.
—Claro que está muerto, y eso es bueno para nosotros. Es muy difícil llevarle la contraria a un difunto. Un muerto no puede cambiar de opinión o establecer nuevas reglas, ni actuar como un capullo y lograr que nadie le haga caso ya. Un muerto nunca dejará de ser un santo. —Golpeó suavemente el hombro de Briar y le entregó la linterna—. Apunta la linterna hacia allí para que pueda ver.
Como si hubiera olvidado algo, Swakhammer alzó un dedo, pidiéndole que aguardara. Se agachó, cruzando de nuevo la cortina de cuero, y reapareció unos segundos más tarde, seguido por un olor a humo.
—Tenía que apagar las velas. Ahora, acerca eso.
Junto a la cortina de cuero, apoyada en el muro, había una larga barra de hierro. Swakhammer la cogió y la pasó a través de una serie de aros situados en la parte inferior de la cortina de cuero.
—¿Estás…? —Briar no estaba muy segura de cómo formular la pregunta—. ¿Cerrando la cortina?
El otro soltó una seca carcajada.
—Solo le estoy poniendo un poco de contrapeso. Cuantas más barreras levantemos entre la calle y nosotros, más limpio será el aire; y cuando los fuelles empiezan a funcionar, vuelan las cortinas.
Briar lo miró con atención. Esos mecanismos la fascinaban: los filtros, los sellos, los fuelles. Seattle solía ser una ciudad sencilla cuya actividad comercial se originó gracias al oro de Alaska, y ahora se había convertido en una ciudad de pesadilla llena de gas tóxico y muertos vivientes. Pero la gente se había quedado. La gente había vuelto. Y se habían adaptado.