—¿Hay algo que pueda hacer para ayudar?
—Tan solo sostén la linterna. Yo me encargo. —Las cortinas estaban ancladas por medio de la barra, cuyo extremo insertó en una ranura situada junto a la jamba de la puerta—. Eso servirá. Ahora, en marcha. Quédate con la linterna si quieres. Adelante. Toma la ramificación de la derecha, si no te importa.
Briar echó a caminar por el pasillo húmedo y cubierto de musgo en el que resonaba un goteo incesante de agua. De cuando en cuando, por arriba, se oía un chasquido, o un golpe, pero dado que su compañero no prestaba la menor atención a esos sonidos, Briar se esforzó por hacer lo mismo.
—Swakhammer… ¿Qué querías decir con eso de que íbamos a ir a casa de mi padre? —Miró por encima de su hombro. La luz puntiaguda de la linterna daba al rostro del hombre un aspecto fantasmagórico y demacrado.
—Vamos a ir a casa de Maynard. Solía ser un pub, en la plaza. Ahora está tan muerto como todo lo demás, pero en el sótano hay gente que sigue trabajando para mantenerlo activo. Supongo que es lo mejor que podemos hacer. Para empezar, necesitas filtros, quizá una máscara mejor. Y además, si tu chico ha estado contándole a la gente que es el nieto de Maynard, es probable que alguien lo haya llevado allí.
—¿Eso crees? ¿De verdad? Pero él quería encontrar la casa de Levi.
El pasillo se ensanchó. Ante sí tenían ahora tres ramales.
—Toma la del medio —dijo Swakhammer—. La cuestión es, ¿sabe él dónde está la casa?
—No lo creo, pero puede que me equivoque. Si no lo sabe, no tengo ni idea de cómo podría encontrarla.
—En la casa de Maynard —dijo el otro—. El pub es el sitio más seguro para él, y también el sitio en el que es más probable que haya acabado.
Briar trató de que la linterna no temblara cuando preguntó, en parte a sí misma y en parte a su compañero:
—¿Y si no está allí?
Swakhammer no respondió de inmediato. Se colocó junto a ella, le arrebató sin brusquedad la linterna y la levantó bien alta, como si estuviera buscando algo.
—Ah —dijo, y Briar vio el nombre de la calle y una flecha pintada en el muro—. Lo siento. Por un segundo pensé que nos habíamos equivocado. No vengo mucho por aquí. Suelo quedarme cerca de la plaza.
—Ah.
—En cuanto a tu chico, si no está allí… bueno, entonces debe de estar en otro sitio. Puedes preguntar por ahí si alguien lo ha visto o sabe algo de él. Si nadie sabe nada, en ese caso al menos estarás hablándole a la gente de él, y puede que eso lo ayude. Cuando la gente de allí sepa que hay un nieto de Maynard suelto en la ciudad, harán todo lo posible por encontrarlo, aunque solo sea para decir que lo han visto.
—¿No lo estarás diciendo solo para que me sienta mejor?
—¿Por qué iba a hacer eso?
Arriba, algo cayó al suelo, y los tubos que corrían a lo largo de los muros se estremecieron.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Briar. Se acercó a Swakhammer y contuvo el impulso de empuñar el rifle.
—¿Podridos? ¿Nuestros chicos? ¿Minnericht probando un juguete nuevo? No hay manera de saberlo.
—Minnericht —repitió Briar. Era la tercera vez que oía ese nombre—. El mismo hombre que construyó… ¿a tu Daisy?
—El mismo.
—¿Así que es un científico? ¿Un inventor?
—Algo así.
Briar frunció el ceño.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Tiene muchos juguetes, y siempre está creando otros nuevos. La mayoría son muy peligrosos, aunque algunos son hasta divertidos. A veces también inventa pequeños artefactos mecánicos. Es un tipo raro, y no siempre amigable. Puedes decirlo en voz alta si quieres.
—¿Decir qué en voz alta? —Briar miró hacia delante, donde se perdía en la oscuridad el húmedo túnel.
—Lo que estás pensando. No eres la primera persona que se ha fijado en que Minnericht se parece mucho a tu marido.
—A mi exmarido. Y no estaba pensando en eso —mintió.
—Entonces, eres idiota. No hay un solo hombre aquí dentro que no se lo haya preguntado.
—No entiendo adónde quieres ir a parar —protestó Briar, aunque mucho se temía que lo sabía perfectamente—. Seattle no era una ciudad demasiado grande, pero sí lo bastante para que hubiera más de un científico. Y ese tal Minnericht podría haber venido de otro sitio.
—O puede que sea Levi, vestido de manera distinta y con un nuevo nombre.
—No lo es —dijo ella, tan rápidamente que sonó tremendamente sospechoso, incluso a sus oídos—. Mi marido está muerto. No sé quién es ese tal Minnericht, pero no es Levi, te lo aseguro.
—Por aquí. —Swakhammer la guió hacia un sendero sumido en tinieblas que terminaba en una escalera, que desaparecía en un nuevo túnel de ladrillos—. ¿Prefieres ir primero, o que lo haga yo?
—Ve tú primero.
—Vale. —Se colocó el asa de la linterna entre los dientes, inclinó la cabeza hacia delante y descendió con la luz de la linterna casi chamuscando su camisa—. ¿Cómo? —preguntó desde abajo.
—¿Cómo qué?
—¿Cómo sabes que Minnericht no es Leviticus? Pareces estar muy segura de eso, viuda de Blue.
—Si vuelves a llamarme eso, te dispararé —le prometió ella. Colocó los pies en los peldaños y descendió tras él.
—Lo tendré en cuenta. Pero responde a mi pregunta: ¿cómo sabes que no es él? Por lo que sé, nunca se encontró su cadáver. Y si alguien lo hizo, no se lo contó a nadie.
Briar descendió el último peldaño y se irguió. Incluso en esa postura, solo le llegaba al hombro a su acompañante.
—Nadie lo encontró porque murió aquí, en la ciudad, al mismo tiempo que mucha otra gente, y nadie estaba dispuesto a volver para asegurarse. Supongo que los podridos encontraron su cuerpo, o quizá simplemente se descompuso y ya no queda nada. Pero te aseguro que está muerto, y no viviendo entre estos muros que son responsabilidad suya. No entiendo cómo puedes creer que eso sea posible.
—¿De verdad? ¿No lo entiendes? —Esbozó una irónica sonrisa y negó con la cabeza—. Supongo que es bastante increíble… un científico loco que inventa máquinas absurdas destruye toda una ciudad, y después, en cuanto el polvo se asienta, hay otro científico loco inventando más máquinas disparatadas.
—Pero alguien debe de haber visto a Minnericht. Todo el mundo sabía cómo era físicamente Levi.
—Sí, todo el mundo lo sabía. Pero nadie sabe nada de Minnericht. Siempre va con el rostro cubierto, y la cabeza gacha. Solía haber por aquí una chica, Evelyn no-sé-qué. Minnericht de vez en cuando pasaba el rato con ella, antes de que esta se enganchara a la Plaga y empezara a empeorar.
Miró a Briar y dijo con mordacidad:
—Eso fue hace unos años, antes de que averiguáramos cómo respirar aquí abajo. Nos costó algún tiempo descubrir la mejor manera, y en este lugar solo sobreviven los más fuertes. Y la pobre Evie no era fuerte. Enfermó y empezó a dejarse llevar, y el buen doctor no tuvo más remedio que volarle la cabeza.
—Eso es… —A Briar no se le ocurrió una respuesta adecuada.
—Es ser práctico, nada más. Hay muchos podridos por aquí, no necesitamos uno más. La cosa es que… —Hizo un nuevo intento—: Antes de que eso ocurriera, Evie le contó a la gente que pudo ver su cara, la de Minnericht, y que estaba llena de cicatrices, como si se hubiera quemado, o algo terrible le hubiera ocurrido. Dijo que casi nunca se quitaba la máscara, ni siquiera cuando estaba a salvo bajo tierra.
—Ahí lo tienes. Solo es un desgraciado que oculta sus cicatrices. No hay motivos para suponer lo peor.
—Tampoco para suponer lo mejor. Es un chiflado, igual que lo era tu marido. Y le gusta construir artefactos, igual que a tu marido. —Swakhammer parecía a punto de decir algo más—. No digo que sea él sin duda alguna, solo que mucha gente piensa que quizá lo sea.
Briar resopló.
—Por favor. Si de verdad pensarais que es él, lo habríais sacado a la calle y se lo habríais entregado a los podridos.
—Mira dónde pisas —le dijo el otro, indicando con un gesto de la mano que sostenía la linterna que el suelo del túnel era desigual—. Y no se nos ocurrió de repente que ese extraño quizá no lo fuera tanto. Fue algo gradual, algo que tardamos un par de años en comprender. Un día, dos personas que llevaban un tiempo pensando en eso compartieron sus sospechas, y a partir de ahí se convirtió en un rumor imposible de detener.
—Yo podría detenerlo.
—Quizá sí, o quizá no. Si estás tan dispuesta a meterte en ese lío, me gustaría verte intentarlo. Los últimos años, el viejo doctor ha causado más problemas de los que ha ayudado a solucionar, dejando aparte los cacharros que inventa. —Golpeó levemente a Daisy y negó con la cabeza—. Hace un buen trabajo, pero hace cosas terribles con ese buen trabajo. Le gusta mandar, sabes.
—Tú mismo has dicho que aquí abajo no manda nadie, salvo un hombre que murió hace dieciséis años.
—No he dicho eso exactamente —gruñó el otro—. Vamos. No queda mucho, te lo aseguro. ¿Oyes eso?
—¿Qué? —Incluso mientras formulaba la pregunta, Briar pudo oír retazos de música. No sonaba muy alta, y no era melódica, pero era clara y alegre.
—Suena como si Varney estuviera tocando algo, o intentándolo. No sabe tocar, pero se esfuerza mucho por aprender. Solía haber un piano en el pub, pero su mecanismo terminó por pudrirse. Lo arreglaron para poder tocarlo como cualquier otro instrumento, pero no se ha afinado desde antes de que se levantaran los muros. Supongo que ya te has dado cuenta, por cómo suena.
—Me sorprende que no os moleste tanto ruido. Creía que teníais que guardar silencio. Parece que los podridos tienen buen oído.
—La verdad es que les cuesta mucho oírnos cuando estamos aquí abajo. El sonido viaja bien bajo tierra, pero le cuesta subir. —Torció la cabeza hacia el techo—. Y aunque oyeran lo que tramamos, no podrían detenernos. El pub está muy bien reforzado. De hecho, todos los edificios de la vieja plaza lo están. Es la parte más segura de toda la ciudad, te lo garantizo.
Briar pensó en Zeke, y de nuevo rezó en silencio por que el muchacho hubiera logrado encontrar esta fortaleza dentro de una fortaleza.
—Y si tenemos suerte, quizá encontremos a mi hijo ahí dentro.
—Si tenemos suerte. ¿Sabe manejarse solo?
—Sí. A decir verdad, demasiado para su propio bien.
La música sonaba ahora más alta, filtrándose por los bordes de una puerta circular que estaba sellada por ambos lados. Swakhammer metió la mano entre las tiras de cuero y buscó el picaporte.
Briar vio una marca en la puerta. Era geométrica y afilada, una línea zigzagueante que le recordó a algo. La señaló y preguntó:
—¿Qué es eso? ¿Qué significa esa marca?
—¿La reconoces?
—¿Reconocerla? Solo es una línea zigzagueante. ¿Significa algo?
Swakhammer se acercó a Briar, que retrocedió casi por reflejo, pero se mantuvo firme mientras su acompañante toqueteaba la hebilla de su cinto. Torció un dedo para que Briar mirara hacia abajo y lo viera por sí misma.
—Son las iniciales de tu padre, eso es todo. Indica que este es un lugar seguro, para la gente que respeta la paz.
—Ya lo veo —murmuró Briar—. Me siento como una tonta.
—No sufras. La torpeza de Willard escribiendo es legendaria. Retrocede un poco. Estas puertas están cerradas por ambos lados, por si acaso. —Tiró del picaporte y se apoyó en la puerta para abrirla.
—¿Por si acaso qué?
—Por si algo falla. Por si los fuelles no funcionan, o los lugares despejados de arriba se contaminan. Mejor prevenir que curar. Aquí abajo, todo es posible.
Briar atravesó el umbral, y lo creyó.
A excepción del hecho de que no había ventanas, el establecimiento tenía el mismo aspecto que los millares que operaban bajo tierra. Había una gran barra de madera y bronce al otro extremo de la estancia, y tras ella un espejo roto que relucía reflejando una sala de aspecto agradable, duplicando las velas encendidas colocadas sobre cada una de las mesas cuadradas y bajas, y dando una especie de quebrado lustre a la escena.
Ante el piano había un hombre de cabello gris y largo abrigo verde sentado en un banco. Golpeaba sin cesar las teclas, amarillentas como dientes sucios. Tras él, una mujer algo entrada en carnes con un solo brazo golpeaba el suelo con el pie al ritmo de la melodía que el otro trataba de producir; y en la barra, un hombre delgado servía vasos de una enfermiza sustancia amarillenta que sin duda era esa desagradable cerveza.
Había tres hombres sentados a la barra, y otros seis o siete desperdigados por el local, sentados aquí y allá, a excepción de uno que estaba sentado en el suelo, inconsciente, junto al piano. Algo en la jarra que sostenía y en su mandíbula entreabierta sugería que se había desmayado allí mismo, en lugar de haber protagonizado algún suceso quizá algo más emocionante.
Al ver a Swakhammer, varios de los hombres alzaron su jarra a modo de desganado saludo; sin embargo, cuando vieron a Briar, todos callaron, y el único sonido que se oyó fue una melodía obstinada y sencilla.
E incluso la música se detuvo cuando la mujer de un solo brazo reparó en los recién llegados.
—Jeremiah —dijo con una voz castigada por el tabaco—. ¿Quién es tu amiguita?
A juzgar por las miradas de anticipación de los encargados del local, Briar pudo adivinar muchas cosas. Estaba planeando una manera amable de decepcionarlos cuando Swakhammer lo hizo por ella.
—Lucy —le dijo a la mujer, y al decírselo a ella, le habló a todos los presentes—, no es ese tipo de invitada.
—¿Estás seguro? —preguntó uno de los que estaban junto a la barra—. Es más guapa de lo normal.
—Eso me temo. —Se giró hacia Briar y dijo, con un matiz de disculpa en su voz—: De vez en cuando, vienen algunas chicas de clase trabajadora por aquí. Supongo que deben de estar muy desesperadas para probar suerte a este lado del muro.
—Oh —dijo Briar.
—Bien, te los presentaré —dijo Swakhammer—. Ella es Lucy O’Gunning. Está a cargo de todo esto. Allí, en el piano, está Varney. El que está sentado en el suelo junto a él es Hank. Frank, Ed y Willard están sentados a la barra; Allen y David son los de la mesa de allá; Squiddy y Joe los que están jugando a las cartas; y luego están Mackie y Tim. Y creo que eso es todo.
Y después dijo:
—Chicos, os presento a Briar Wilkes.
Un repentino murmullo de varias voces en animada conversación llenó la estancia, pero Swakhammer siguió hablando: