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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (41 page)

—Sí. Quiero que vayas allí y transmitas un mensaje en mi nombre —dijo Minnericht—. Tenemos más huéspedes inesperados aparte de tu amiga, y quiero asegurarme de que sepan comportarse como es debido.

—¿Y cómo deben comportarse? —preguntó Lucy.

—Como yo diga. —El doctor se llevó una mano enguantada a un bolsillo interior de su chaleco y sacó una carta sellada—. Entrégale esto al capitán que encuentres allí, sea el que sea. Al parecer, alguien está usando mis propiedades para efectuar reparaciones.

Lucy estaba furiosa, pero no era tan estúpida como para demostrarlo.

—Cualquiera puede llevar ese mensaje —dijo—. No tiene sentido hacerme salir a la calle, de noche, a través de manadas de podridos hambrientos, solo para quitarme de en medio. Me marcharé, si es lo que quieres, y si a Briar no le importa.

—Lucy. —Minnericht suspiró como si tanta protesta estuviera empezando a desquiciarlo—. Los dos sabemos que no vas a salir a la calle esta noche. Si aún no sabes cómo recorrer los túneles del fuerte, creo que te he estado sobreestimando durante muchos años. Toma el túnel del sur en la tercera bifurcación, si no estás segura. Está marcada en amarillo. Si prefieres no volver hasta las criptas, puedes volver aquí si quieres, y Richard te preparará un sitio para quedarte en el ala de bronce.

Pronunció la última frase acompañándola de un gesto despreciativo. Su mano aún sostenía el sobre que contenía instrucciones o peticiones de soborno, o quizá ambas cosas.

Lucy miró fijamente su mano, no su máscara. Aferró el sobre y contempló a Briar con ojos cargados de significado, aunque un significado francamente indescifrable.

—Hazlo —dijo Briar—, si esto funciona así. No me importa, Lucy. Estaré bien. Te veré en las criptas por la mañana.

Minnericht no estaba de acuerdo con esa afirmación, pero no quiso contradecirla, aunque Lucy le dio tiempo de sobra para hacerlo.

—Bien. Si le ocurre algo… —Lucy señaló a Briar—. No podrás deshacerte de nosotros tan fácilmente. Ya no podrás fingir que somos amigos.

—Me da igual que seamos amigos o no —respondió él—. ¿Y qué te hace pensar que va a pasarle algo? No pienso dejar que me amenaces, no en mi propia casa. Márchate antes de que te pongas en ridículo.

—Briar… —dijo Lucy. Era tanto una súplica como una advertencia.

Briar comprendió que la conversación estaba cargada de referencias que no lograba desentrañar, y cuyo contexto le era totalmente desconocido. Estaba perdiéndose algo, y fuera lo que fuera, parecía algo peligroso. Pero ya se había cavado su propia tumba, y moriría en ella si no le quedaba más remedio.

—No pasa nada —dijo—. Te veré por la mañana.

Lucy respiró hondamente. Los mecanismos de relojería de su brazo chasquearon, como si estuvieran sufriendo una cierta tensión.

—No voy a dejarte así —dijo.

—Sí lo harás —la corrigió el doctor Minnericht mientras la guiaba hacia el umbral y la obligaba a salir.

Lucy se dio media vuelta con furia en los ojos.

—Esto no ha terminado —dijo, pero se marchó, y dejó que la puerta golpeara sonoramente el marco tras ella. Desde el otro lado, gritó—: ¡Volveré esta noche!

—No te lo recomiendo —dijo el doctor Minnericht, pero Lucy ya no podía escucharlo. Sus pisadas se alejaban, entre furiosas y humilladas.

Briar y el doctor Minnericht se dieron algo de espacio, y un silencio lo bastante extenso para pensar en algo de lo que pudieran hablar sin que la tensión fuera excesiva.

—En cuanto a mi hijo —dijo Briar—, quiero que me digas dónde está, o cómo está. Quiero saber si está vivo.

Ahora fue el turno de Minnericht de girar la temática de la conversación ciento ochenta grados sin preámbulo.

—¿Sabes?, este no es el edificio principal de la estación.

—Ya lo sé. Estamos en un vagón enterrado, nada más. No sé dónde vivís aquí abajo, ni qué hacéis. Solo quiero a mi hijo. —Briar cerró los puños y los abrió de nuevo, y después usó las manos para alisarse los bolsillos. Rodeó con los dedos de una mano la cinta de su bolsa, como si tratara de evaluar su peso, casi como si conocerlo pudiera otorgarle una cierta posición de poder en la negociación.

—Deja que te lo enseñe —dijo Minnericht, pero no aclaró a qué se refería. Abrió la puerta del vagón y la sostuvo para ella como un perfecto caballero.

Briar salió afuera y de inmediato se giró para encararse con él, porque no podía tolerar la idea de que caminase por detrás de ella. Por su mente desfilaban sin cesar pensamientos con los que trataba de tranquilizarse a sí misma; sabía, en lo más profundo de su corazón, que este hombre no era su marido, que su marido estaba muerto. Pero eso no cambiaba el modo en que el doctor caminaba, o el modo en que se erguía, o el modo en que la miraba con educado desprecio. Briar se moría de ganas por arrancarle el casco y ver su rostro, para acallar de una vez por todas las incesantes dudas que la atormentaban. Deseaba con todas sus fuerzas que dijera algo, cualquier cosa, que confirmara o negara que sabía quién era Briar, y que pretendía hacer uso de ese conocimiento en su beneficio.

Pero no.

Echó a andar por delante de Briar hacia un pasillo que terminaba en un bosque de luces, y la llevó hasta otra plataforma sostenida por poleas. Esta plataforma no se parecía a las de afuera, hechas de toscas planchas de madera; esta había sido ensamblada con más cuidado, y su diseño era incluso elegante.

El doctor Minnericht tiró de una palanca, y una reja de barras de hierro se cerró, dejándolos atrapados en un habitáculo del tamaño de un armario.

—Aún tenemos que bajar un nivel más —explicó. Extendió el brazo hacia una manivela por encima de su cabeza y tiró de ella.

Una cadena se soltó, y el ascensor comenzó a caer, deteniéndose en el suelo tan solo unos segundos después.

Al otro lado de la compuerta de hierro, que se deslizó de costado con un estruendo metálico, Briar vio un lugar parecido a una sala de baile, resplandeciente en oro, con suelos relucientes como espejos y candelabros que colgaban del techo como diáfanos títeres de cristal.

Briar recuperó el aliento, y dijo:

—Lucy me dijo que este lugar era más agradable que las criptas. No estaba bromeando.

—Lucy no conoce este nivel —dijo el otro—. Nunca la he traído aquí. Y este no es nuestro destino, solo es un lugar de paso.

Briar caminó bajo las deslumbrantes luces, que parecieron girar como si trataran de seguirla. No eran cristales sino bombillas y tubos de cristal unidos por medio de cables y engranajes. Trató de no quedarse mirando embobada, pero no pudo evitarlo.

—¿De dónde han salido? Son… son… increíbles. —Deseaba decir que le recordaban a otra cosa, pero no podía confesarlo.

Mientras la luz caía en destellos quebrados, cubriendo el suelo de pautas blancas que entablaban extraños diálogos con las sombras, Briar recordó un adorno que Levi fabricó cuando comenzaron a hablar de tener hijos.

Cuando la Boneshaker arrasó la ciudad, Briar aún no sabía nada de la existencia de Zeke. Ni siquiera la sospechaba, pero habían estado hablando de ello.

De modo que Levi fabricó un adorno de luces, tan ingenioso y resplandeciente que aunque ya no era una niña, quedó fascinada por el artefacto. Lo colgó en una esquina del recibidor, y planeaba usarlo como lámpara hasta que tuvieran un sitio para colocarlo, la habitación donde dormiría el bebé, aunque nunca llegó a existir.

Pero estas luces eran mucho más grandes, lo bastante para ocupar cada una una cama. Nunca cabrían encima de una cuna. Aun así, Briar no pudo negar que el diseño era bastante parecido, lo bastante como para inquietarla.

Minnericht se fijó en cómo las miraba y dijo:

—La primera está aquí. —Asintió en dirección a la luz central, la mayor de todas—. Iban a usarla en la terminal de la estación. Como ves, no es igual a las otras. La encontré en un vagón, metida en una caja y enterrada, como todo lo demás, en el cuadrante sur de la ciudad. Tuve que ensamblar el resto.

—Ya imagino —dijo Briar. La familiaridad era excesiva. Era demasiado extraño, el modo en que parloteaba de las cosas que le agradaban, igual que solía hacer Levi.

—Es un experimento, lo admito. Esas dos de ahí funcionan con queroseno, pero el queroseno tiene un olor demasiado fuerte, y no resulta muy agradable. Las dos de la derecha funcionan con electricidad, que en mi opinión va bastante mejor. Pero es más difícil de controlar, y puede ser tan peligrosa como el fuego.

—¿Adónde me llevas? —preguntó Briar, tanto para romper el conjuro de su meloso entusiasmo como por un genuino deseo de saberlo.

—A un lugar donde podamos hablar.

—Podemos hablar aquí.

Minnericht inclinó la cabeza, casi encogiéndose de hombros, y dijo:

—Cierto, pero no hay ningún lugar donde sentarse, y preferiría estar cómodo. ¿Tú no?

—Sí —dijo Briar, aunque sabía perfectamente que eso no iba a ocurrir.

No importaba que el doctor hubiera reasumido la educada personalidad de la que se desprendió por unos instantes cuando se enfrentó a ella. Briar sabía qué aguardaba al otro lado de su civismo: algo siniestro, que olía a muerte, y que ansiaba la carne de los vivos; no iba a dejarse cautivar.

Por fin llegaron a una puerta de madera tallada y muy oscura, demasiado elaborada para ser un pedazo de madera recuperada de las ruinas. Era de ébano, del color del café, y estaba adornada con escenas de guerra, y con soldados vestidos con uniformes que quizá fueran griegos, o romanos.

Briar habría necesitado un buen rato para descifrar la decoración, y Minnericht no le concedió este tiempo.

El doctor atravesó el umbral y entró en una sala con una alfombra bien gruesa, del color de la avena. Un escritorio de madera algo más ligera que la de la puerta reposaba ante una chimenea que no se parecía a nada que Briar hubiera visto antes. Estaba hecha de ladrillos y de cristal, con tubos transparentes que burbujeaban con agua hirviendo, calentando la estancia sin producir ni humo ni cenizas.

Había un sofá rojo y redondo, realmente mullido, junto al escritorio, en escorzo, y al lado un sillón igualmente mullido.

—Elige —invitó Minnericht.

Briar eligió el sillón.

Y el sillón la engulló entre sus remaches de bronce y cuero.

Minnericht se sentó ante el escritorio, asumiendo la posición de autoridad como si fuera un derecho innegociable. Cruzó los brazos y los dejó reposar sobre el escritorio.

Briar empezaba a tener calor, especialmente tras las orejas. Supo, sin necesidad de verlo, que estaba enrojeciendo, y que el rosa oscuro de su piel estaba adquiriendo un matiz escarlata en su cuello y su torso. Dio gracias por el abrigo y la camisa de cuello alto. Al menos Minnericht solo podía ver sus mejillas enrojecidas, y quizá pensara que tan solo tenía algo de calor.

Detrás del doctor, el agua de la resplandeciente chimenea de tubos borboteaba, y de cuando en cuando emitía pequeños soplos de vapor.

Minnericht la miró fijamente y dijo:

—Este juego es un poco absurdo, ¿no crees, Briar?

El hecho de que pronunciara su nombre con tanta familiaridad hizo que contuviera la respiración por un segundo, pero se negaba a dejarse cautivar.

—Sí que lo es. Te he hecho una pregunta muy sencilla, y no parece que tengas ningún interés por ayudarme, aunque creo que puedes hacerlo.

—No me refería a eso, y lo sabes. Sabes quién soy, aunque finjas no conocerme, y no entiendo por qué. —Descruzó los dedos y dejó que sus manos cayeran sobre la mesa en un golpecito impaciente—. Me reconoces —insistió.

—No es cierto.

El doctor intentó un nuevo enfoque.

—¿Por qué te escondiste de mí? Ezekiel debió de nacer… muy poco después de que levantaran los muros, o al mismo tiempo. Mi presencia aquí dentro no ha sido precisamente un secreto. Incluso el chico se enteró de que había sobrevivido; me resulta difícil creer que tú no.

¿Había mencionado Briar a Zeke? Estaba casi segura de que no, y, por lo que ella sabía, Zeke nunca había dejado caer que pensara que su padre aún vivía.

—No sé quién eres. —Briar se mantuvo firme en su posición, y habló en voz fría e imperturbable, al menos tanto como pudo—. Y mi hijo sabe que su padre está muerto. Me temo que tu comportamiento me parece algo fuera de lugar…

—¿Fuera de lugar? No creo que estés en posición de hablarme en ese tono. Te marchaste, cuando deberías haberte quedado con tu familia; huiste y abandonaste tus responsabilidades.

—No sabes lo que dices —dijo Briar con mayor confianza—. Si es la peor acusación que tienes contra mí, más vale que confieses de una vez tus mentiras.

El doctor fingió estar ofendido, y se recostó en la silla.

—¿Mis mentiras? Eres tú la que ha venido aquí actuando como si no fuera a reconocerte, por mucho tiempo que haya pasado. Lucy también sabe lo que está ocurriendo, supongo. Debe de saberlo, o en caso contrario te habría presentado usando tu nombre completo.

—Estaba siendo precavida porque temía por mi seguridad en tu presencia, y al parecer tenía buenos motivos para ello.

—¿Te he amenazado? ¿Te he mostrado otra cosa que no fuera simpatía?

—Aún no me has dicho lo que sabes de mi hijo. Eso me parece bastante maleducado, dado que sin duda sabes lo mucho que me he preocupado por él estos últimos tres días. Me estás atormentando, y jugando conmigo. Hay muchas cosas que te guardas para ti mismo.

Minnericht soltó una risilla condescendiente.

—¿Atormentándote? Cielos, menuda acusación. De acuerdo. Ezekiel está a salvo. Está bien. ¿Es eso lo que querías oír?

Lo era, pero Briar no tenía manera de saber si era cierto. Parecía difícil de creer, dadas las mentiras y la actitud, deliberadamente delusoria, de Minnericht.

—Quiero verlo —dijo Briar sin responder a su pregunta—. No te creeré hasta que no lo vea. Dilo de una vez. Di lo que parece que estás deseando decir, a menos que no te atrevas… y, en mi opinión, lo mejor sería que no lo hicieras. La mitad de tu poder sobre esta gente te lo otorga la máscara, y el engaño. Te temen porque no están seguros de quién o qué eres.

—¿Y tú sí?

—Bastante.

El doctor se puso en pie como si no pudiera tolerar seguir sentado ni un segundo más. Abandonó su asiento con tanto vigor que empujó la silla hacia atrás, golpeando el escritorio. Dándole la espalda a Briar, y con su máscara enfrentando la extraña chimenea, dijo:

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