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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (42 page)

—Eres una estúpida. Siempre lo has sido.

Briar se quedó sentada, y siguió hablando con voz sombría:

—Puede, pero he sobrevivido hasta ahora siéndolo, y con suerte sobreviviré algo más. Así que dilo. Di quién eres, o quién finges ser.

El abrigo del doctor se sacudió cuando se giró para mirarla. Al hacerlo, algunos papeles de los que reposaban en el escritorio revolotearon, y los cristales de la lámpara sobre la mesa repiquetearon como campanillas.

—Soy Leviticus Blue, tu marido entonces y tu marido ahora, al que abandonaste en esta ciudad hace dieciséis años.

Briar aguardó unos segundos para que Minnericht se deleitara en su revelación, y dijo, en voz baja:

—No abandoné a Levi aquí. Si fueras él realmente, lo sabrías.

Tras la máscara del doctor, algo crujió y silbó, aunque no dio ninguna señal evidente de haber escuchado las palabras de Briar.

—Puede que tengamos conceptos distintos de lo que significa ser abandonado.

Briar se echó a reír entonces, porque no pudo contenerse. No fue una risa escandalosa, sino una risa de pura incredulidad.

—Eres increíble. No eres Levi, pero, seas quien seas, eres increíble. Los dos sabemos que no lo eres, y, ¿sabes qué?, ni siquiera me importa quién seas. No me importa en absoluto cuál es tu verdadero nombre. Solo quiero a mi hijo.

—Mala suerte —dijo el otro, y abrió rápidamente un cajón del escritorio. En menos tiempo del que habría necesitado Briar para empuñar su Spencer, el doctor Minnericht la estaba apuntando con un pesado y reluciente revólver a la cabeza. Lo inclinó un tanto, manteniéndolo firme.

—Porque tu hijo va a quedarse aquí conmigo. Está empezando a acostumbrarse a este sitio… y me temo que tú también vas a quedarte.

Briar se obligó a sí misma a relajarse, dejando que su cuerpo se hundiera un poco más en el sillón. Le quedaba una carta más que jugar, e iba a jugarla sin darle el gusto de verla asustada.

—Zeke no va a quedarse —dijo—, y yo tampoco. Y si no eres estúpido, no me dispararás.

—¿Eso crees?

—Llevas mucho tiempo preparando esto, intentando que la gente crea poco a poco que quizá seas Levi, y poniéndoles tan nerviosos que eso te ha hecho poderoso. Bueno, en Maynard’s han estado hablando de todo esto, en las criptas, y también en las salas de los hornos, intentando que yo viniera aquí para echarte un vistazo, porque quieren estar seguros, y creen que yo podré decirles si están en lo cierto o no.

Minnericht rodeó el escritorio, acercando el arma a la cabeza de Briar, aunque sin dispararla aún. Y no le dijo que se callara, de modo que Briar siguió hablando.

—Has intentado convencerme de que eres Levi, así que supongo que eso es lo que quieres, hacerlo oficial. Me parece una identidad muy extraña para robar, pero si la quieres, es tuya.

El revólver se agitó en la mano del doctor; la apuntó al techo y torció el cuello como un perro que pide algo.

—¿Perdón?

—Como he dicho, puedes quedártela. Puedes ser Levi si quieres, me da igual. Les diré que es cierto, si es lo que quieres, y me creerán. No hay nadie más que pueda confirmarlo. Si me matas, supondrán que yo sabía que eras un mentiroso, y que quisiste hacerme callar. Pero si dejas que Zeke y yo nos marchemos, entonces podrás ser la leyenda que quieras ser. No pienso interponerme.

Puede que solo fuera su imaginación, pero a Briar se le ocurrió que los destellos azules parecían ahora casi artificiosos.

—No es mala idea —dijo Minnericht.

—Es una idea estupenda. Solo pido una cosa a cambio.

El otro no bajó el arma. Tampoco la apuntó de nuevo al rostro de Briar.

—¿Qué?

Briar se inclinó hacia delante en el sillón, que crujió al dejar de soportar su peso.

—Zeke debe saberlo. No dejaré que piense que eres su padre, pero se lo contaré todo, y no te descubrirá. Él es el único que debe saber la verdad.

De nuevo, las luces azules parpadearon. Minnericht dijo, al cabo de unos segundos:

—Deja que me lo piense.

Y, más rápidamente de lo que Briar hubiera creído posible, la golpeó con la culata en la cabeza.

Una punzada de intenso dolor atravesó su sien.

Todo quedó a oscuras.

Capítulo 23

Cuando Zeke despertó en la espléndida habitación situada bajo la estación ferroviaria, las luces se habían atenuado un tanto, y el regusto algodonoso en su boca sugería que había dormido durante más tiempo del que pretendía. Cerró los labios y trató de humedecerlos.

—Ezekiel Wilkes —dijo una voz, antes incluso de que Zeke comprendiera que no estaba solo. Giró sobre la cama y pestañeó.

Sentado en una silla junto a la falsa ventana había un hombre con los brazos cruzados y una monstruosa máscara. Tamborileaba con una mano enguantada en su rodilla. Llevaba un abrigo rojo que parecía haber sido diseñado para un monarca extranjero, y botas negras y relucientes.

—¿Señor? —dijo Zeke, no sin cierto esfuerzo.

—Señor. Me llamas señor. Así que tienes modales, contrariamente a lo que uno podría pensar a juzgar por tu aspecto. Lo tomaré como una buena señal.

Zeke pestañeó de nuevo, pero la extraña visión no cambió, y el hombre de la silla no se movió.

—¿De qué?

—De cómo la sangre puede sobreponerse a la crianza. No —dijo, cuando Zeke empezaba a incorporarse—. No te levantes. Ahora que estás despierto, me gustaría echar un vistazo al corte de tu cabeza, y al de tu mano. No quería hacerlo mientras dormías, para no despertarte, y al ver esto… —Señaló su máscara—. Al verlo te asustaras. Sé que da un poco de miedo.

—Entonces, ¿por qué no te la quitas? Yo puedo respirar aquí.

—Podría hacerlo, si quisiera. —Se puso en pie, y fue a sentarse al borde de la cama—. Pero tengo mis motivos.

—¿Estás lleno de cicatrices o algo así?

—He dicho que tengo mis motivos. No te muevas. —Presionó con la palma de la mano la frente de Zeke y con la otra apartó el pelo sobre sus ojos. Sus guantes eran cálidos al tacto, y estaban tan ceñidos que casi parecían sus propios dedos—. ¿Cómo te pasó?

—¿Eres el doctor Minnericht? —preguntó Zeke, en lugar de responder a la pregunta que le acababan de formular.

—Sí, soy el doctor Minnericht —dijo el otro, sin modificar su tono de voz ni un ápice. Presionó otro punto en la frente de Zeke, y después masajeó otro—. Al menos así me llaman ahora, aquí abajo. Deberíamos darte puntos, pero creo que sobrevivirás sin ellos. Ha pasado mucho tiempo desde que te hiciste la herida; el pelo te la ha apelmazado, y al menos ya no sangra, y no parece inflamada. Aun así, deberíamos echarle un ojo. Ahora déjame ver la mano.

Si Zeke oyó algo más tras el «sí», no lo demostró.

—Yaozu dice que conoces a mi padre.

Las manos del doctor se retiraron, y se irguió, aún sentado.

—Eso te dijo, ¿eh? ¿Usó esas palabras exactas?

Zeke frunció el ceño, tratando de recordar con mayor exactitud. Al hacerlo, estiró la piel de la frente, y cerró los ojos por el dolor.

—No me acuerdo. Dijo algo más o menos así. Dijo que podrías hablarme de él.

—Ya lo creo que puedo —dijo el doctor—. Sin embargo, me gustaría saber qué te ha contado tu madre.

—No mucho. —Zeke se incorporó hasta quedar sentado en la cama, y casi resolló al ver al doctor desde ese nuevo ángulo. Habría jurado que no tenía ojos, pero tras el visor de la elaborada máscara, dos luces azules se consumían allí donde deberían estar sus pupilas.

Las luces brillaron con mayor intensidad, y después se atenuaron un tanto. Zeke no tenía ni idea de qué podría significar. El doctor tomó la mano del muchacho y comenzó a envolverla en un paño ligero y fino.

—No mucho. Ya veo. ¿Debo suponer que no te ha contado nada en absoluto? ¿Y debería suponer además que todo lo que sabes lo has leído en los libros de historia, o te lo han contado tus compañeros de escuela, o tus vecinos de las Afueras?

—Más o menos, sí.

—Entonces, no sabes casi nada. No sabes ni una pequeña parte. —Las luces parpadearon como si estuviera pestañeando, y sus palabras fueron más lentas, más calmadas—. Lo culparon por lo de la Boneshaker, porque son unos ignorantes, ¿entiendes? Lo culparon por lo de la Plaga porque no saben nada de geología, ni de ciencia, ni de cómo es la Tierra bajo la corteza. No entendieron que él solo quería comenzar una nueva industria aquí, una que no tuviera nada que ver con el sucio, violento y sangriento negocio de la tala forestal. Quería dar inicio a una nueva era para esta ciudad y sus habitantes. Pero esos habitantes… —Minnericht hizo una pausa para recuperar el aliento, y Zeke se recostó más profundamente en las almohadas que tenía a la espalda—. No sabían nada de cómo trabajan los científicos, y no comprendieron que el éxito se construye sobre los huesos de los fracasos.

Zeke deseó poder retroceder algo más, pero ya no podía, de modo que pensó que no sería mala idea darle conversación:

—Así que lo conocías bien, ¿no?

Minnericht se puso en pie y se alejó lentamente de la cama, cruzando los brazos y caminando a pasos medidos.

—Tu madre —dijo, como si se dispusiera a cambiar de tema.

Sin embargo, no dijo nada más, y Zeke pensó que quizá debería decir algo.

—Seguramente está muy preocupada por mí —dijo.

El doctor no se giró.

—Discúlpame si eso me trae sin cuidado. Que se preocupe, después de todo lo que ha hecho… escondiéndote, y abandonándome en este lugar, entre estos muros, como si hubiera construido una prisión para ella, en lugar de un palacio.

Zeke contuvo el aliento. Ya estaba quieto, y no sabía qué otra cosa hacer aparte de quedarse más quieto aún. Su corazón latía a toda velocidad en su pecho, y su garganta se cerraba más y más a cada segundo que pasaba.

El doctor, como según decía él mismo lo llamaban ahora, dio al muchacho el tiempo suficiente para que asimilara sus palabras, y lo que aquellas implicaban, antes de darse la vuelta. Cuando lo hizo, su abrigo rojo siguió el movimiento grácilmente.

—Debes entenderlo —dijo—. Tuve que elegir. Tuve que establecer prioridades. Ante esta gente, y ante la catástrofe y las pérdidas que habían sufrido, que no fueron culpa mía, me vi obligado a esconderme y preparar mi vuelta a mi manera.

»Después de lo que ocurrió —continuó, componiendo con su voz una melodía de pesar—, no podía simplemente reaparecer y proclamar mi inocencia. No podía levantarme entre los escombros y decir a gritos que yo no tenía culpa de nada, que no había sido cosa mía. ¿Quién me habría escuchado? ¿Quién habría creído mis palabras? Me veo obligado a confesar, jovencito, que lo más probable es que yo tampoco lo hubiera creído.

—Estás intentando decirme… que eres…

El impertérrito monólogo de Minnericht tocó a su fin abruptamente, y su voz modificó el tono de inmediato cuando dijo:

—Eres un chico muy listo. Y si no lo eres, deberías serlo. La verdad es que no lo sé. Tu madre —y de nuevo envenenó la palabra—, supongo que no puedo saber hasta qué punto te ha echado a perder.

—Eh —protestó Zeke, olvidando de repente todos los consejos de Angeline—. No hables de ella así. Trabaja duro, y para ella no es fácil, porque… por ti, supongo. Me dijo, hace un par de días, que la gente de las Afueras nunca la perdonaría por tu culpa.

—Bueno, si ellos no están dispuestos a perdonarla, no hay motivo para que yo lo haga, ¿no te parece? —preguntó el doctor Minnericht. Sin embargo, al ver el gesto desafiante de su protegido, añadió—: Pasaron muchas cosas, cosas que no espero que entiendas. Pero no hablemos de esas cosas ahora, aún no. No cuando acabo de recuperar a un hijo. Esto debería ser motivo de celebración, ¿no crees?

A Zeke le estaba costando trabajo tranquilizarse. Había tenido demasiado miedo y había experimentado demasiada tensión desde que cruzó el muro. No sabía si estaba a salvo, pero sospechaba que no. ¿Y ahora su captor estaba insultando a su madre? Era demasiado, la verdad.

De hecho, tanto era así que casi le daba lo mismo que este tal doctor Minnericht asegurara ser su padre. No estaba convencido de por qué le costaba tanto creerlo. Y entonces recordó lo que le dijo la princesa cuando se despidieron:

«Te diga lo que te diga él, no es de aquí, y no es quien dice ser. Nunca te dirá la verdad, porque le sale a cuenta mentir».

Pero ¿y si Minnericht no estaba mintiendo?

¿Y si era Angeline la que mentía? Después de todo, a ella no le costaba ningún trabajo decir que Minnericht era un monstruo y que el mundo entero le tenía miedo, pero ella misma se llevaba bastante bien con esos piratas aéreos.

—Te he traído algunas cosas —añadió Minnericht, sacando una bolsa, ya fuera para romper el silencio de Zeke e interrumpir su debate interno o a modo de regalo de despedida—. Cenaremos en una hora. Yaozu vendrá a buscarte, y te acompañará. Podremos hablar todo lo que quieras. Responderé a tus preguntas, porque imagino que tienes muchas. Te contaré todo lo que quieras saber, porque yo no soy tu madre, y no tengo secretos, al contrario que ella. Ni para ti ni para nadie.

Mientras se dirigía hacia la puerta, añadió:

—Deberías cerrar la puerta. Si te fijas, está reforzada por el interior. Estamos teniendo algunos problemas arriba. Al parecer hay podridos vagabundeando más cerca de lo que nos gustaría de nuestro perímetro de defensa.

—¿Eso es malo?

—Claro que es malo, pero no es terrible. La posibilidad de que lleguen a entrar es muy baja. Pero aun así, más vale prevenir que curar —dijo.

Y con esas palabras salió de la habitación.

De nuevo, Zeke no vio ningún cerrojo. Era evidente que la puerta podía cerrarse desde dentro; y, de nuevo, recordó que ya no tenía máscara. ¿Hasta dónde llegaría sin una? Amargamente, concluyó:

A ningún sitio
.

Se preguntó si lo estaban vigilando, o si alguien lo estaba escuchando. Cerró la boca para no arriesgarse y se aproximó al paquete envuelto en tela. El doctor lo había dejado al lado de la palangana, junto con una jarra de agua fresca.

Sin importarle si daría una impresión terrible, o si sería horriblemente maleducado hacerlo, Zeke hundió el rostro en la jarra y bebió hasta que no quedó ni una gota. Lo sorprendió la sed que tenía; y después se sorprendió del hambre que sentía. Todo lo demás también lo sorprendía: las naves, el accidente, la estación, el doctor… pero no sabía de cuáles de esas cosas podía fiarse. De su estómago, sin embargo, sí podía fiarse, y lo que decía era que no había probado bocado en varios días.

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