—Si, si, si. ¿Cómo vamos a…? —dijo Briar.
Lucy la interrumpió:
—Dadme un minuto —dijo, y se dirigió también a Swakhammer—: No te vayas a ningún sitio, grandote. Aguanta. Enseguida vuelvo.
Si Swakhammer la oyó, no lo demostró. Su respiración era tan superficial que apenas resultaba perceptible, y el temblor de sus pupilas bajo los párpados se había atenuado hasta resultar apenas visible.
Medio minuto después Lucy regresó con Squiddy, Frank y Allen, si Briar recordaba bien sus nombres. Frank no parecía en su mejor momento. Tenía un moratón en el ojo que casi se extendía hasta su nariz, y otro en la frente; y Allen acunaba una mano que había resultado herida. Sin embargo, entre los dos, treparon al agujero, levantaron al hombre de la armadura y comenzaron a arrastrarlo hacia abajo, medio en vilo medio a rastras.
—Podemos llevarlo al ascensor —dijo Lucy—. En el piso inferior debería haber carros de minería. Allí es donde terminaban todos los túneles cuando Minnericht llegó. Vamos, daos prisa. No tenemos mucho tiempo.
—¿Adónde lo llevamos? —preguntó Squiddy—. Necesita un médico, pero…
Y fue entonces cuando repararon en el charco sangriento con un villano enmascarado tendido en su centro.
—Cielos, está muerto, ¿no? —preguntó Frank con incredulidad.
—Está muerto, gracias al cielo —le dijo Angeline. Fue a por uno de los pies de Swakhammer, el que no parecía roto, y se lo colocó sobre el hombro—. Os ayudaré a llevarlo. Y no me vendría mal que me viera un médico a mí también —confesó—. Pero este pedazo del viejo Jeremiah no es tan pesado. Puedo echar una mano.
—Conozco a un hombre —dijo Lucy—. Es un anciano, un chino que vive cerca de aquí. No se dedica a la medicina a la que estamos acostumbrados, pero algo es algo, y ahora mismo los dos tendréis que contentaros con lo que podáis encontrar.
—¿La medicina a la que estamos acostumbrados? —gruñó Allen—. Preferiría morir, la verdad.
—Puede que Swakhammer prefiera morir antes que dejar que un chino se encargue de él —dijo Lucy mientras usaba la fuerza fuera de lo común de su brazo mecánico para apuntalar la espalda de Jeremiah—. Les tiene un miedo mortal. Pero estoy dispuesta a darle un susto si eso le mantiene de una pieza.
—¿Mamá?
—¿Qué pasa, Zeke?
—¿Qué pasa con nosotros?
Briar vaciló, aunque no se atrevió a vacilar durante demasiado tiempo. Se estaban llevando a Swakhammer con gran esfuerzo, y su cuerpo malherido dejaba un rastro de sangre como una madeja deshilachándose poco a poco. Arriba, los lamentos y las pisadas de los podridos proseguían. Sus insistentes y hambrientas exigencias eran cada vez más intensas, a medida que su número crecía, y seguían esforzándose por encontrar una manera de abrirse paso hacia ellos.
—Están por todos lados —dijo Briar, sin responder a la pregunta de su hijo.
—Abajo no va a irnos mucho mejor que arriba. No sé cómo ha podido este sitio librarse de ellos —dijo Lucy con un gruñido—. ¿Dónde está Daisy?
—¡Aquí! —dijo Briar rápidamente, como si se le hubiera ocurrido la misma idea en el mismo preciso instante. El enorme cañón de hombro estaba medio enterrado bajo un pedazo de techo, pero logró sacarlo y alzarlo, no sin esfuerzo—. ¡Cielos! —exclamó—. Zeke, esta cosa pesa casi tanto como tú. Lucy, ¿sabes cómo funciona?
—Más o menos. Gira ese tirador, a la izquierda. Llévalo hacia arriba, hasta el final; vamos a necesitar todo el jugo que le quede a esa cosa.
—Ya está. ¿Y ahora qué?
—Ahora tiene que calentarse. Jeremiah dice que tiene que acumular energía. Acumula electricidad para poder disparar. Nos la llevamos. Vamos, hacia el ascensor, dispárala dentro, ese será el mejor sitio, ¿no te parece?
—Tienes razón —dijo Briar—. El sonido se extenderá a todos los pisos, no solo a uno. Eso funcionará, si podemos llegar al ascensor. —Tras pronunciar esas palabras, le lanzó la Daisy a Zeke, que tuvo que hacer un gran esfuerzo para sostenerla—. Toma —le dijo—. Voy a adelantarme para despejar el camino. Antes hubo podridos ahí, puede que aún los haya.
Preparó el Spencer y echó a correr por delante de los que cargaban con Swakhammer y de su hijo, cuya espalda casi estaba partida en dos a causa del peso del arma, aunque trataba de hacerla oscilar para poder sostenerla mejor.
Briar abrió la puerta del pasillo que daba a la escalera de una patada y cargó sin encontrar resistencia.
—¡La escalera está despejada! —gritó al grupo que la seguía—. Zeke, adelántate con el arma. Lucy, ¿cuánto tiempo tiene que pasar hasta que pueda dispararse? ¡Dime que no hace falta un cuarto de hora!
—No, si no la ha disparado. Dale un minuto. —La respuesta resonó por todo el hueco de la escalera.
Briar no oyó la última parte. El pasillo en el piso de los invitados estaba sembrado de podridos en distintos estados de descomposición. Contó a cinco, caminando por encima de los cadáveres de sus compañeros y mordisqueando los miembros de los que habían caído hace poco. Estaban ensimismados, de modo que no repararon en Briar, que acabó con ellos rápidamente, uno a uno.
El suelo estaba cubierto de miembros que deberían apestar, pero entonces recordó que aún llevaba la máscara, y por eso solo olía a carbonilla y a sellos de caucho. Por primera vez desde que había llegado, le alegraba el singular aroma de su propio rostro.
Aquí y allá un brazo había caído por pura descomposición; y en un rincón, las siluetas decapitadas de cadáveres semidesnudos y en putrefacción se acumulaban como si hubieran caído unos sobre otros. Sintió una cierta inquietud, al preguntarse quién los habría decapitado. Y después llegó a la conclusión de que le daba lo mismo. Todos los vivos, incluso los que combatían entre sí, tenían en los podridos un enemigo común, y fuera quien fuera el que había separado sus cabezas de sus torsos contaba con su gratitud.
Pateó los miembros que podía mover fácilmente, tratando de despejar el camino, y también para comprobar el estado de los cuerpos tendidos. Uno que fingía abrió el único párpado que le quedaba y mostró los dientes, que Briar procedió a volarle de un tiro.
Zeke emergió del hueco de la escalera con Daisy a la espalda y abrazándola para que no se le cayera.
—Mamá, ¿qué vamos a hacer? —preguntó con genuina urgencia, y Briar oyó una pregunta que aún no estaba preparada para responder.
—No lo sé —dijo—, pero tenemos que salir de aquí, eso está claro. Empezaremos por eso.
—¿Vamos con ellos? ¿A Chinatown?
—No lo hagáis —dijo Angeline.
Fue la que se unió a ellos en primer lugar, aún con la pierna de Swakhammer por encima de su hombro. Tras ella llegó Frank con la otra pierna, y después Squiddy y Lucy, que cargaban con el resto del cuerpo.
—¿Perdona?
—Id al fuerte. A esa nave, la que arreglaron allí. Debería estar lista para echar a volar —añadió Angeline, acentuando y acortando cada una de las palabras a causa del agotamiento—. Os sacará de aquí.
—¿De la ciudad? —preguntó Zeke.
—De esta parte de la ciudad al menos —dijo Lucy, hablando casi desde debajo del cuello de Jeremiah—. Ayudadnos a meterlo en el ascensor, y después mandadnos hacia abajo. En cuanto nos hayamos marchado… —Cambió de lado el peso de Jeremiah, que emitió un diminuto lamento—. Sube al ascensor, Briar Wilkes, y coge esa maldita arma y dispárala. Y después subid y salid de aquí.
Aún indecisa, Briar obedeció la primera parte de la orden y ayudó a meter al hombre de la armadura en el ascensor. Lo apoyaron en Frank y Squiddy mientras Lucy se afanaba con las palancas que tenían sobre sus cabezas.
—Cuando lleguemos abajo del todo y dejemos a Jeremiah en las vías, lo volveré a hacer subir, ¿entendido? —dijo—. Tendréis que saltar, porque no va a pararse.
—Entiendo —dijo Briar—. Pero no estoy segura…
—Yo tampoco estoy segura de casi nada —le dijo Lucy—. Pero una cosa está clara: has encontrado a tu chico, y una manada de podridos está a punto de invadir esta estación, y todo el que se quede aquí acabará devorado.
—¿Eres tú la que los dejó entrar? —preguntó Zeke.
Lucy hizo un gesto con la cabeza en la dirección de Frank y Allen y dijo:
—La rueda sigue girando, ¿no? Aunque me hubiera gustado saber que iban a profundizar tanto. No me lo esperaba.
—Podríamos ir con vosotros. Y ayudaros —insistió Zeke.
Briar estaba pensando exactamente lo mismo.
—Al menos podríamos asegurarnos de que volvéis sanos y salvos —añadió.
—No, no podéis. Puede que lo logremos, o puede que no. Puede que Jeremiah sobreviva, o puede que no. No necesitamos a nadie más para llevarlo. Pero vosotros dos… Bueno, tú, Briar Wilkes. Tienes que ir a decirle al capitán que no has muerto aquí dentro. Necesita saber que ha pagado su deuda, no que ha incurrido en otra todavía mayor. Está en el fuerte Decatur, donde le han arreglado la nave y está esperando para despegar y salir de la ciudad. Y sabe que tu hijo está aquí dentro. Me lo dijo cuando le di el mensaje de Minnericht.
Los hombros de Swakhammer se encogieron, y produjo un sonido extraño, como si estuviera intentando respirar a través de un torso lleno de alquitrán. Al final, sonó casi como un gimoteo, y a Briar se le partió el corazón. Se suponía que Jeremiah Swakhammer no debía producir ese tipo de sonidos.
—Se está muriendo —dijo—. Oh, cielos, Lucy, sacadlo de aquí. Llevadlo a ese médico chino. Te doy las gracias, y juro que volveré a verte pronto.
—Vamos —dijo Lucy, que ni siquiera se molestó en cerrar la rejilla de hierro; tan solo tiró de una palanca sobre su cabeza. El ascensor comenzó a descender. Mientras los que lo ocupaban desaparecían centímetro a centímetro, Lucy dijo de nuevo:
—Siempre habrá un sitio para ti entre nosotros, en las criptas, si lo quieres. En caso contrario, ha sido todo un honor luchar a tu lado, Wilkes.
Y a continuación el engranaje de cables y cadenas los apartó de su vista.
Briar estaba sola con su hijo.
La enorme arma era casi demasiado para él. Trataba de no dejarse vencer por ella, aunque se le doblaban las rodillas y le quemaba la nuca a causa del metal, que estaba cada vez más caliente.
En la base, al pie del hueco del ascensor, algo se detuvo.
Briar y Zeke oyeron a Lucy gritar órdenes; estaban sacando a Swakhammer del ascensor y adentrándolo en las entrañas de los niveles más subterráneos. Briar deseó con todas sus fuerzas que hubiera un carro en algún sitio; y que Lucy consiguiera llevarlo a algún lugar donde pudieran ayudarlo.
Con un crujido de cables y cadenas, el ascensor comenzó a elevarse de nuevo, hacia Briar y Zeke.
Contuvieron el aliento y se dispusieron a saltar adentro.
Briar y Zeke sostenían a Daisy entre los dos, y cuando el ascensor apareció, la echaron a la plataforma y saltaron tras ella. Cuando estuvieron a bordo, el ascensor siguió elevándose, lento pero seguro, recortando en segmentos los pisos. Briar giró el arma y la apoyó sobre su extremo posterior.
Un gatillo grande como un pulgar humano sobresalía de la sección inferior.
El artefacto entero bullía de energía acumulada, listo para que lo disparasen.
—Tápate los oídos, Zeke —dijo Briar—. Y lo digo muy en serio. Tápatelos bien. Esto aturdirá a los podridos, pero solo durante unos minutos. Tendremos que actuar con rapidez.
Apartándose tanto del arma como pudo, Briar aguardó hasta que el piso superior comenzó a ser visible, y después apretó el gatillo.
El estallido retumbó e inmediatamente se desvaneció. Comprimido por el eje, resonó y rebotó y estalló, trazando un curso de arriba abajo y derramándose por todos los pisos en una serie de ondas que podrían haber ampliado su poder, o que podrían haberlo dispersado. El ascensor se sacudió, los cables que lo sujetaban se tensaron y protestaron, y por un cegador instante Briar temió que fuera demasiado. Temió que el ascensor no pudiera soportar la tensión y que ambos cayeran hacia su muerte.
Pero el ascensor resistió, y siguió ascendiendo hacia las tinieblas del enésimo habitáculo sin iluminación.
Zeke estaba aturdido, tanto como lo estuvo Briar la primera vez que oyó a Daisy. Pero su madre lo levantó mucho más fácilmente de lo que había levantado el arma, y lo empujó fuera de la plataforma, hacia una puerta.
Sin saber qué había tras ella, Briar la abrió enseguida, arrastrando al tambaleante muchacho tras ella y apuntando con su Spencer, trazando un amplio arco que comprendió todo el horizonte.
Las relucientes burbujas anaranjadas de una docena de hogueras sembraban las calles, y alrededor de cada una de ellas había un anillo de espacio vacío. Nadie le había dicho a Briar que los podridos se mantenían bien alejados del fuego, pero parecía lógico, de modo que no se le antojó extraño o curioso.
Unos hombres enmascarados habían encendido las hogueras, y también se ocupaban de mantenerlas vivas. No parecían importarles demasiado los combates que seguían produciéndose bajo la estación. Esos hombres estaban conmocionados, pero se estaban recuperando. También ellos habían oído a Daisy, y supieron lo que era cuando la oyeron. Estaban lo bastante lejos, aquí arriba, y resguardados en parte gracias al sonoro chisporroteo de las hogueras, de modo que solo unos pocos habían llegado a caer al suelo. Algunos sacudían la cabeza o se tapaban las orejas, tratando de ahuyentar el abrumador poder del Deslumbrante Aturdidor del doctor Minnericht.
Briar no sabía que estarían allí, pero, de haberlo sabido, probablemente habría disparado a Daisy igualmente. Después de todo, los vivos se recuperaban antes que los muertos.
Briar vio una coleta, y después otras dos o tres sobresaliendo de las partes posteriores de algunas máscaras. El barrio chino estaba cerca de la estación, junto al muro; y estas personas vivían aquí, y defendían sus calles para tratar de protegerse a sí mismas.
Ni uno solo de ellos prestó atención a Briar, ni a Zeke.
—Suelta el arma —le dijo Briar.
—Pero…
—No tendremos oportunidad de usarla de nuevo. Tardará demasiado en cargarse, y solo hará que vayamos más despacio. Bien —dijo, porque se le ocurrió de repente que no tenía ni idea de dónde estaba—, tenemos que encontrar ese fuerte. ¿Sabes dónde está?
Briar apenas veía nada a causa del humo y la Plaga, y quería preguntarle a alguien cómo llegar al fuerte, pero todos aquellos hombres, tremendamente ocupados en mantener con vida los fuegos, ni miraron en su dirección cuando gritó pidiéndoles ayuda. Dudaba que hablaran inglés.