—Lo tendré en cuenta —prometió Briar—. ¿Eres tú la princesa?
—Soy una princesa. Y estoy de muy mal humor, pero tenemos que salir de aquí. Si nos quedamos, nos cogerán.
—Vamos hacia las criptas —dijo Briar.
—¡O a la torre! —insistió Zeke.
—Las dos opciones están bien, pero deberíais ir al fuerte. Cuando arreglen la Naamah Darling, Cly os sacará de aquí, si es que eso es lo que queréis.
Briar frunció el ceño.
—¿Cly está aquí? ¿En el fuerte?
—Está haciendo algunas reparaciones.
La intensificación del tumulto escaleras arriba le indicó a Briar que lo mejor sería discutirlo más adelante.
—Espera —dijo Zeke—. ¿Vamos a volver a esa nave? ¿Con ese enorme capitán? No, me niego. No me gusta.
—¿Cly? —preguntó Briar—. Es un buen tipo. Nos sacará de aquí, no te preocupes.
—¿Cómo lo sabes? —dijo Zeke.
—Nos debe un favor. O al menos eso cree él.
Tras el recodo algo cayó y se rompió, y al otro lado de los muros, no cesaban de acudir las oleadas de pisadas trabajosas de los podridos.
—La cosa no pinta muy bien —apuntó Briar.
—Peor de lo que crees —dijo Angeline, aunque no parecía demasiado preocupada. Desenfundó una pistola con un enorme cañón de una funda que llevaba a la espalda y la comprobó para asegurarse de que estaba cargada. La herida de su costado sangraba, pero no a borbotones, de modo que pudo apartar la mano de encima.
—¿Conoces bien este lugar? —le preguntó Briar.
—Mejor que vosotros —respondió la otra—, pero no mucho. Sé entrar y salir, y poco más.
—¿Puedes llevarnos a las criptas?
—Sí, pero sigo pensando que deberíais ir hacia el fuerte. —Angeline le dio un empujón a Zeke para que no la ayudara a caminar—. Apártate, chico. Puedo andar perfectamente. Escuece un poco, pero no acabará conmigo.
—Bien —dijo Briar—. Porque estamos metidos en un buen lío.
Un quejumbroso lamento resonó, procedente del interior del ascensor. Un montón de manos golpeaba al otro lado del techo, o en algún otro lugar alrededor del habitáculo. Después sonó un estallido, de algo astillándose… y entraron a trompicones en el ascensor. Uno o dos abrieron el camino, y después llegaron muchos más, abriéndose paso hacia el habitáculo.
Los tres primeros podridos que salieron del ascensor al pasillo fueron, en otro tiempo, un soldado, un barbero y un chino. Briar apuntó con el rifle a toda velocidad, acertando a los dos primeros en los ojos y volándole una oreja al tercero.
—¡Madre! —gritó Zeke.
—¡Detrás de mí, los dos! —ordenó ella, pero Angeline no estaba dispuesta a obedecer y usó su arma para abatir al tercero.
A los tres que habían caído ya los pisoteaban otros, una oleada compuesta por seis filas de otra media docena de cuerpos por lo menos.
—¡Atrás! —gritó Angeline—. ¡Atrás, por aquí! —dijo, sin dejar de disparar.
El ruido en el pasillo era ensordecedor, y las sienes de Zeke y Briar latían ya pesadamente. Pero no había elección: se trataba de disparar o de sentarse a morir; de modo que las dos mujeres siguieron disparando sus armas mientras Zeke retrocedía, tomando el recodo y ejerciendo a modo de vigía y explorador, tratando de seguir las instrucciones de Angeline.
—¡A tu derecha! A tu otra derecha, quiero decir —se corrigió a sí misma—. Debería haber una puerta por ahí, al final del pasillo. ¡Junto al despacho!
—¡Está cerrada! —gritó Zeke. La segunda palabra quedó sepultada bajo el sonoro estallido del Spencer de su madre, pero Angeline entendió lo suficiente.
—Cúbreme —dijo—. Solo será un segundo.
Antes de que Briar pudiera obedecer, Angeline se dio media vuelta y apartó a Zeke de en medio. Descargó el contenido del segundo cañón en la cerradura, y la puerta cedió hacia dentro, venciéndose sobre sus bisagras.
—Es una salida trasera —explicó la princesa—. Le dice a todo el mundo que es un callejón sin salida, pero es su ruta de escape personal. Bastardo.
Zeke dio una patada a la puerta caída y deseó poder cerrar algo tras de sí, pero no iba a ser posible, y no tenía tiempo para quejarse. Trató de dejar que las mujeres pasaran primero, pero él no iba armado, y no le dejaron hacerlo.
Su madre lo cogió del punto situado entre cuello y hombro y prácticamente lo lanzó hacia el pasillo; después, el retroceso de su siguiente disparo hizo que estuviera a punto de tropezar con él. Angeline le dijo:
—¡Date prisa! —Y recargó mientras retrocedía. El pasillo estaba sumido en tinieblas, pero Zeke pudo ver escaleras ascendiendo en una dirección, y bajando en la opuesta.
—¿Por dónde? —preguntó, colgándose del punto en que ambos tramos de escaleras se encontraban.
—Arriba, por todos los cielos —protestó casi a gritos Angeline, y apuntó de nuevo su arma—. Estamos atravesando el núcleo del conflicto, y si bajamos, nos atraparán allí. Tenemos que subir e ir hacia afuera si queremos sobrevivir.
—No podemos seguir así —jadeó Briar, y disparó una vez más desde el umbral.
Abatió al podrido más adelantado con una bala; su frente estalló mientras caía al suelo. Eso dejó al menos diez metros de distancia entre la oleada de carne en descomposición y el estrecho cuello de botella de la huida de emergencia.
—Arriba, vale —dijo Zeke mientras comenzaba a subir.
—Hay otra puerta en el piso de arriba. Está muy oscuro. Ayúdate de las manos y la encontrarás. No debería estar cerrada, no suele estarlo. Espero que no lo esté. —Angeline daba instrucciones desde un rincón sumido en tinieblas que Zeke no podía ver. En cuanto hubieron dejado atrás el primer descansillo y comenzado el descenso propiamente dicho, una completa oscuridad los rodeó. Brazos, codos y cañones de armas humeantes golpeaban con hombros y costillas mientras el trío trataba de retroceder hacia arriba, al más sencillo caos de los vivos.
—¡He encontrado la puerta! —anunció Zeke. Tiró de ella, y casi cayó adentro cuando se abrió. Briar y la princesa salieron tras él, y después cerraron la puerta de un sonoro portazo. Había una abrazadera gruesa como la cabeza de Briar, apoyada en el muro, y entre todos la colocaron bajo el picaporte para reforzarlo.
Cuando la horda de frenéticos podridos chocó contra la puerta, el artefacto se sacudió, pero resistió. De hecho, cayó ligeramente hacia el suelo, pero Angeline le dio una patada y lo miró fijamente, desafiándolo a moverse de nuevo.
—¿Cuánto tiempo resistirá? —preguntó Zeke. Nadie le respondió.
—¿Dónde estamos, princesa? —preguntó Briar—. No reconozco este lugar.
—Ponte la máscara —dijo en respuesta Angeline—. Vas a necesitarla pronto. Chico, eso también va por ti. Póntela. Vamos a tener que echar a correr a la superficie, así que más vale que podáis respirar.
La bolsa de Briar no colgaba de su hombro de la manera que a ella le gustaba; la había cogido con tanta prisa que no le había dado tiempo a colocarla bien. Lo hizo ahora, acomodándola a su torso. Sacó la máscara y se la puso, mirando a Zeke mientras hacía lo mismo.
—¿De dónde la has sacado? —le preguntó—. Esa no es la máscara con la que te marchaste.
—Me la dio Jeremiah —dijo Zeke.
—¿Swakhammer? —dijo Briar—. ¿Qué está haciendo aquí? —Briar no le preguntaba a nadie en concreto, pero fue Angeline quien respondió:
—Tardabas demasiado en volver a las criptas. Lucy fue allí a buscar a tus amigos, y luego vinieron aquí a armar este escándalo. —Suspiró pesadamente, y pareció como si estuviera herida, como si sus pulmones quedaran atascados en algo afilado. Cuando Briar miró su costado, vio que la sangre que había allí era fresca.
—¿Vinieron a por mí? ¿A rescatarme?
—Eso, o a comenzar la guerra que llevaban años esperando. No digo que no quisieran ayudarte, seguro que sí… pero parece que estaban deseando tener una excusa para montar una buena, y tú se la diste.
Más arriba, un desvencijado pedazo de cuerda estaba atado alrededor de luces colgantes que no parecían tener ninguna fuente de energía a la vista. No eran demasiado brillantes, pero mostraban el camino lo suficiente para evitar que se pisaran o se dispararan los unos a los otros por error. Grandes lonas cubrían cosas con forma de monstruosas máquinas que habían sido arrinconadas, y había montones de cajas apiladas en los extremos de la estancia, que era húmeda, fría y de techos bajos.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Briar.
—Un almacén —dijo Angeline—. Aquí guarda todo tipo de cosas. Cosas que ha robado, cosas que usará más adelante, si tiene oportunidad. Si tuviéramos tiempo o ganas, deberíamos prenderle fuego a este sitio antes de marcharnos. Aquí solo hay cosas diseñadas para mutilar y matar.
—Como esos laboratorios de los pisos de abajo —murmuró Briar.
—No. Estas son cosas que podría vender en un mercado distinto, si pudiera averiguar cómo funcionan. Son desechos del concurso que celebraron los rusos, buscando una máquina minera capaz de atravesar el hielo y sacar oro. Será un hombre muy, muy rico si la guerra dura un poco más.
—Ya es rico, ¿no? —dijo Zeke.
—No tanto como le gustaría. Nunca se dan por satisfechos, ¿verdad, señorita Wilkes? Ahora está convirtiendo estas cosas en máquinas de guerra, dado que no servían de mucho como aparatos de perforación. Quiere venderlas en el este, al mejor postor.
Briar solo la escuchaba a medias. Había cogido la esquina de la lona más cercana y estaba mirando debajo, como si levantara la falda de una dama. Tras contemplar la semioscuridad marrón que allí se escondía, dijo:
—He visto esto antes. Sé lo que es… o lo que se suponía que debía ser. Pero estas cosas no son todas restos del gran concurso.
—¿Qué? —preguntó Zeke—. ¿Qué quieres decir?
—Ha estado robando los inventos de Levi y rediseñándolos para sus propósitos. Estas son las cosas de tu padre. Esta máquina de aquí debajo… —Apartó la lona, descubriendo un largo y fantasmagórico dispositivo con forma de grúa repleto de ruedas y placas—. Esto era un dispositivo pensado para ayudar a construir barcos de gran tamaño, o al menos así quiso venderlo. Se suponía que… no me acuerdo. Algo relacionado con mover piezas enormes de un lugar a otro en los muelles, para que no hubiera que cargar con ellas a mano. No me lo creí entonces, y no me lo creo ahora.
—¿Por qué no? —quiso saber Zeke.
—Porque —dijo Briar—, ¿cuántos constructores de barcos conoces que necesiten munición de artillería y depósitos de pólvora? No soy idiota. Supongo que no quería darme cuenta.
—Entonces, Minnericht no es… —empezó a decir Zeke.
—Claro que no —dijo Briar—. Me asustó por un segundo, no me importa decirlo. Mide más o menos lo mismo, y es… no sé, es el mismo… tipo de persona. Pero no es él.
—Sabía que no lo era. Lo supe desde el principio.
—¿Ah, sí?
Zeke se giró hacia Angeline y dijo con orgullo:
—Me dijo que no creyera nada de lo que me dijera, y no lo hice. Sabía que estaba mintiendo.
—Bien —dijo su madre—. ¿Y qué hay de ti, princesa? ¿Qué te hace estar tan segura de que el buen doctor no es mi difunto marido? Yo tengo mis motivos. ¿Cuáles son los tuyos?
Angeline se tocó la herida y entrecerró los ojos. Después, la tapó con la mano. Guardó la pistola de nuevo en su funda y dijo:
—Porque es un hijo de perra. Siempre lo ha sido. Y yo… —Angeline comenzó a alejarse de la puerta abatida y siguió el pasillo alineado de luces que iluminaban el camino—. Bueno, yo soy esa perra.
Zeke abrió mucho la boca.
—¿Es su hijo?
—No quería decir eso exactamente. Hace mucho, estuvo casado con mi hija Sarah. La volvió loca, y la mató. —No tragó saliva, y sus ojos no estaban húmedos a causa de lágrimas nacientes. Esto era algo que había sabido y masticado durante años, y decirlo en voz alta no hacía que esa verdad resultase más dura. De modo que continuó—: Mi hija se colgó en la cocina, de la viga del techo. Puede que no le disparara, ni cortara sus muñecas, ni la envenenara… pero la mató igual que si hubiera hecho cualquiera de esas cosas.
—Entonces, ¿cuál es su verdadero nombre? —preguntó Briar—. No puede ser Minnericht. No se parece a ninguno de los hessianos que he conocido.
—Se llama Joe. Joe Foster. El nombre más aburrido del mundo, y supongo que no le gustaba mucho. Si hubiera podido, creo que habría querido apoderarse de la vida de Blue desde el principio, después de la Plaga y los muros. Pero resultó herido en la huida. Si has visto su rostro, ya sabes a qué me refiero; se quemó en un incendio, cuando la gente pensaba que la Plaga podía quemarse. Así que lo hizo lentamente, robando la vida de otro hombre pedazo a pedazo, igual que robaba todas estas cosas, estos juguetes y estas herramientas. Tardó bastante tiempo en aprender a usarlas.
Briar no podía creer que el siniestro doctor Minnericht se llamara en realidad Joe Foster. No tenía sentido. Ese nombre no acompañaba al personaje extraño y de poderosa personalidad que tanto le recordaba a su difunto marido. Pero no tenía tiempo para detenerse a pensar en esas cosas.
—Escucha —dijo Angeline, llevándose los dedos sangrientos a los labios—. Escucha, aún se pueden oír.
Se refería a los podridos, que seguían golpeando la puerta que habían dejado atrás.
—Aún puedo oírlos —admitió Briar.
—Bien, bien. Mientras podamos oírlos, sabremos dónde están. ¿Oís algo ahí arriba? —Usó los dos dedos que tenía ante los labios para señalar el techo.
—¿Qué hay ahí arriba? —preguntó Briar.
—Estamos bajo el vestíbulo, donde empezaron todos los problemas.
—Ah, sí —dijo Zeke—. Jeremiah subió por ahí porque había podridos.
En ese preciso instante, una explosión ensordecedora sacudió todo el complejo de la estación, y tras ella se oyó el ruido de ladrillos, mampostería y escombros cayendo de algún otro lugar, como respondiendo a la explosión.
El trío se detuvo. Angeline frunció el ceño y dijo:
—Eso no me ha sonado como Daisy. ¿Sabes de qué te estoy hablando? —le preguntó a Briar.
—Sí, lo sé. Y es cierto, ha sonado muy extraño.
—He oído eso antes —dijo Zeke—. Jeremiah lo llamó Soplido Sónico, creo.
—Eso no suena nada bien —murmuró la princesa—. Cielos, espero que esté bien. Pero es un hombre tan grande, y tiene tanto armamento… Seguro que lo está —dijo—. Nos detendremos, no haremos nada de ruido, y echaremos un vistazo.
—No puedo dejarlo aquí —dijo Briar—. Me ha ayudado mucho. Si está herido…