—Por allí —apuntó Briar—. Por Denny, colina arriba, a la izquierda. La casa grande —dijo.
Se erigía más allá del manto sórdido de pesado gas como un diminuto castillo; gris y de rebordes afilados, aferrándose a las laderas de la colina como un percebe a un barco. Briar podía ver la torre plana y la balaustrada, y los flecos de jengibre que adornaban los bordes de los canalones. Los pocos colores que la casa conservaba de los viejos tiempos bastaban para iluminarla en la oscuridad.
La fachada exterior estuvo pintada en otro tiempo de un matiz grisáceo de lavanda, porque ese era el color favorito de Briar. Incluso le había confesado, únicamente a Levi, que siempre le había gustado Heather
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como nombre, y que deseaba que a sus padres se les hubiera ocurrido ponérselo. Pero Levi le había dicho que su casa podía ser de ese color, y que quizá, si llegaban a tener una hija, Briar podría ponerle el nombre que le viniera en gana.
Esa conversación la atormentaba. Era un recuerdo áspero y afilado, como si se hubiera congelado y quedado atascado en su garganta.
Miró de nuevo a Zeke por el rabillo del ojo. En aquel entonces ni siquiera sospechaba que llegaría a existir. Habían pasado tantas cosas antes incluso de que pensaran en concebirlo… y, cuando llegó a entender por qué se sentía tan mal, y por qué tenía ese apetito por cosas tan extrañas… estaba en las Afueras, tras enterrar a su padre por segunda vez. Vivía de la cubertería que había sacado de casa de Levi, vendiéndola pieza a pieza para sobrevivir mientras se levantaban muros alrededor de la ciudad a la que una vez llamó hogar.
—¿Qué? —Zeke la descubrió mirándolo—. ¿Qué pasa?
Briar soltó una risilla nerviosa tan insignificante que podría haberse confundido con un sollozo.
—Solo pensaba. Si hubieras sido una niña, íbamos a llamarte Heather. —Después, se dirigió a Cly—: Ahí está el árbol. ¿Lo ves?
—Lo veo —dijo él—. Fang, coge uno de los ganchos, ¿quieres?
Fang desapareció tras la bodega.
Al otro lado, un panel retrocedió, y rodearon con la cuerda lastrada la copa del árbol muerto hace tanto tiempo. Briar podía verlo desde la ventana, veía cómo sus ramas se habían roto y habían caído; sin embargo, cuando tiraron de la cuerda, no cedió. La Naamah Darling se tambaleó, y vaciló, pero quedó anclada.
Junto al árbol, una escala de cuerda se desenrolló y cayó hasta quedar a apenas un par de metros del suelo.
Fang regresó al panel de mando.
—Eso no nos da demasiado tiempo —dijo Cly—, pero aguantará unos minutos.
El capitán Hainey, que había asumido a regañadientes las labores del primer oficial, preguntó:
—¿Necesitáis ayuda?
Briar entendió lo que quería decir en realidad, y dijo:
—¿Nos podríais dejar solos un rato? Después venid dentro, y os ayudaré a encontrar el oro que aún quede. Tú también, capitán Cly. Te debo mucho, así que todo lo que encuentres ahí abajo es tuyo.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Hainey.
—¿Diez minutos? —dijo Briar—. Quiero buscar algunos efectos personales, eso es todo.
—Que sean quince —le dijo Cly—. Lo ataré si no queda más remedio —añadió.
—Me gustaría verte intentarlo —dijo Hainey.
Y Cly replicó:
—Ya me lo supongo. Pero, por ahora, démosle a la señorita el tiempo que necesita, ¿vale? Venga, antes de que los podridos se den cuenta de que no todo el jaleo se concentra en la estación y tomen las colinas de nuevo.
Zeke no necesitaba que se lo dijeran dos veces. Fue hacia la compuerta y la escala de cuerda, y antes de que Briar pudiera alcanzarlo, Cly se había levantado de su puesto, la había cogido con suavidad del brazo y le decía:
—¿Están bien tus filtros?
—Sí, lo están.
—¿Hay algo…? ¿Alguna cosa…?
Fuera lo que fuera lo que quería preguntar, Briar no tenía tiempo para eso, y se lo dijo:
—Iré con él, ¿vale?
—Lo siento —dijo Cly, y la soltó—. Necesitas algo de luz, ¿no?
—Ah, sí. Gracias.
Cly le entregó un par de linternas y algunas cerillas, y Briar le dio las gracias. Metió la muñeca por las asas de las linternas y las sostuvo con el antebrazo para poder aferrarse sin problema a la escala de madera.
Instantes después estaba en el patio de su antigua casa.
La hierba estaba tan muerta como el viejo roble, y el patio solo era barro y una capa gastada y seca de lo que quedaba de la hierba seca y las flores muertas. La misma casa había adquirido un matiz amarillento de gris pardo, como todo lo demás que llevaba dieciséis años expuesto a la Plaga. Alrededor del porche, donde antes crecían los rosales, solo quedaban restos esqueléticos y quebradizos de flora envenenada.
Dejó las linternas en el suelo del porche y encendió las cerillas.
La puerta delantera estaba abierta. Junto a ella, una ventana estaba rota. Si lo había hecho Zeke, Briar no le había oído, pero habría resultado muy sencillo para cualquiera abrir desde dentro y entrar sin mayores problemas.
—Madre, ¿estás ahí?
—Sí —dijo ella, en voz no muy alta.
No podía respirar, y no era por la máscara.
Dentro, las cosas no estaban tal como las había dejado, pero por poco. Había entrado gente, eso estaba claro. Había cosas rotas, y habían saqueado los objetos más apetitosos a primera vista. Había un jarrón de tramado japonés, azul y blanco, en pedazos en el suelo. Habían arrasado el armario de la porcelana, y todo lo que contenía o no estaba o estaba destrozado. Bajo sus pies, la alfombra oriental tenía los extremos retorcidos, a causa de los que la habían levantado para mirar debajo; y había muchas pisadas sucias en el suelo, por todo el recibidor y en la cocina, y también en la sala de estar, donde estaba Ezekiel, de pie, mirándolo todo, queriendo asimilarlo todo de una vez.
—Madre, ¡mira este sitio! —dijo, como si Briar no lo hubiera visto antes.
Mientras le entregaba una linterna, Briar dijo:
—Ten, toma una luz para que veas algo.
Ahí estaba el sofá de terciopelo, cubierto de una capa de polvo tan gruesa que resultaba imposible asegurar cuál era su color original. El piano con la partitura aún en su sitio, listo para que lo tocaran. Y allí, sobre la puerta, una herradura que nunca le había dado buena suerte a nadie.
Briar contempló la sala de estar y trató de recordar qué aspecto tenía hace dieciséis años. ¿De qué color era ese sillón? ¿Y la mecedora de la esquina? ¿Tuvo en otro tiempo un chal o un echarpe por encima?
—Ezekiel —susurró.
—¿Mamá?
—Hay algo que quiero enseñarte.
—¿El qué?
—En el piso de abajo. Tengo que enseñarte el lugar donde ocurrió todo, y cómo ocurrió. Tengo que enseñarte la Boneshaker.
El rostro de Zeke se iluminó de inmediato. Resultó obvio incluso detrás de la máscara.
—¡Sí! ¡Enséñamelo!
—Por aquí —dijo Briar—. Quédate cerca. No sé si el suelo aguantará.
Mientras lo decía, vio una de las viejas lámparas de aceite colgando del muro, como si nunca se hubiera marchado. El recipiente de cristal estaba intacto, sin una sola grieta o mancha. Cuando caminó junto a él, la luz de su barata linterna industrial parpadeó, iluminando la vieja lámpara y haciendo que pareciera cobrar vida brevemente.
—Las escaleras están por aquí —dijo Briar, y le dolieron las piernas solo de pensar en más escaleras; pero abrió la puerta con las puntas de los dedos, y las bisagras crujieron con un familiar soniquete. Estaban oxidadas, pero aguantaban, y cuando se abrió la puerta chirriaron produciendo exactamente las mismas notas que antes.
Zeke estaba demasiado emocionado para hablar. Briar lo notaba en la manera en que caminaba nerviosamente tras ella, y en su perenne sonrisa bajo la máscara, y en los jadeos rápidos y ansiosos que silbaban a través de los filtros, rápidos como los de un conejo.
Briar sintió la necesidad de explicarse.
—Hubo un concurso, hace años. Los rusos buscaban una manera de extraer oro del hielo del Klondike. Tu padre ganó, así que le pagaron para que construyera una máquina que pudiera taladrar treinta metros de hielo. —A cada peldaño que descendía, añadía un nuevo dato a su historia, tratando de frenar su descenso, a pesar de que seguía adelante—. El hielo casi nunca se derrite por allí, supongo, y la minería es un negocio difícil. Le dieron a Levi seis meses para construirla y mostrársela al embajador cuando viniera a visitar la ciudad, pero dijo que iba a probar el motor del taladro antes de que se cumpliera el plazo, porque había recibido una carta donde le pedían que lo hiciera.
Llegó al sótano.
Levantó la linterna y dejó que la luz llenara la estancia. Ezekiel fue a su lado.
—¿Dónde está? —preguntó.
Los haces de la linterna de Briar iluminaron una habitación en su mayor parte vacía, repleta de lonas tiradas que en otro tiempo cubrieron máquinas y artefactos.
—Aquí no. Esto no es el laboratorio, solo el sótano. Aquí solía almacenar todas las cosas en las que estaba trabajando mientras esperaba que alguien las comprara, o mientras trataba de decidir qué iba a hacer con ellas.
—¿Qué pasó con todas esas cosas?
—Supongo que el doctor Minnericht se llevó todo lo que pudo. La mayoría de lo que vi en la estación, o al menos muchas de las cosas que vi, procedían de aquí. Esas cosas tan hermosas… ¿las viste? Funcionaban con electricidad, o Dios sabe con qué. ¿Viste el arma de Minnericht? ¿La de tres cañones? Nunca había visto una de esas aquí abajo, pero recuerdo haber visto planos para construirla. Estaban en ese escritorio.
Había un mueble alargado y achaparrado pegado a la pared. Estaba completamente desnudo, sin un solo papel o pedazo de lápiz en su superficie.
—Minnericht, o Joe Foster, o quien fuera… parece que se llevó todo lo que no estaba atornillado al suelo. Al menos, se llevó todo lo que vio. Todo lo que pudo mover. Pero no habría podido mover esa endemoniada Boneshaker, aunque hubiera llegado a encontrarla.
Abrió el estante superior derecho y deslizó los dedos bajo un panel oculto, donde pulsó un botón.
Con un crujido, apareció un marco de puerta en la pared.
Zeke corrió hacia ella.
—Ten cuidado —le advirtió su madre—. Deja que te lo enseñe. —Fue hacia la forma rectangular y recorrió con las manos la depresión recién revelada. Presionó el panel en un cierto punto, y aquel se retiró, deslizándose con un chirrido, para descubrir otro tramo de escaleras.
—Bueno —dijo Briar. Levantó la linterna por encima de su cabeza e iluminó con ella la estancia—. Parece que el techo ha aguantado.
Pero, al parecer, había sido lo único.
Parte del muro y todo el suelo habían desaparecido por completo. Cables gruesos como dedos colgaban partidos en dos del techo, y yacían desperdigados entre montones de escombros, que había apartado de su camino con facilidad la máquina gigante que sobresalía de las profundidades subterráneas de la colina, asomando su lomo en el viejo laboratorio.
La Boneshaker estaba intacta, cubierta por los escombros que ella misma había generado con tanta eficiencia. Estaba en el mismo centro de la habitación, como si estuviera enraizada allí.
Las linternas no bastaban para ahuyentar las tinieblas, pero Briar podía ver los paneles de acero arañados entre los restos de mampostería, y los gigantescos taladros aún alzados, como las pinzas de un monstruoso cangrejo. Solo dos de los cuatro taladros estaban a la vista.
El motor taladrador, más que romper, había desintegrado prácticamente tres largas mesas que relucían con fragmentos de cristal. Había abatido y demolido estantes y gabinetes enteros; todo con lo que había entrado en contacto, por superficialmente que hubiera sido, se había astillado en mil pedazos.
—Es increíble que no destruyera la casa entera —susurró Briar—. Te lo aseguro, hubo un momento en que pensé que lo haría. —Incluso a través de la máscara, el aire estaba viciado, y era frío, y estaba repleto del polvo, el moho y la Plaga acumulados durante dieciséis años.
—Sí —dijo Zeke, que parecía estar de acuerdo con cualquier cosa que dijera su madre.
A primera vista, parecía que la máquina estaba tendida de costado, pero solo era una ilusión producida por las proporciones de la estancia. Estaba boca arriba, y un tercio de su masa sobresalía del suelo. Sus taladros, cada uno del tamaño de un poni, habían triturado todo lo que había cerca de ellos; a Briar le recordaban a tenedores enormes acumulando espagueti en un plato. Y aunque el óxido había erosionado los filos, seguían pareciendo terroríficos, como algo salido del averno.
Briar tragó saliva. Zeke se agachó un poco, como si fuera a saltar, pero Briar se lo impidió con un gesto.
—¿La ves, ahí arriba, una cúpula de cristal grueso, con forma de bala?
—Sí.
—Ahí es donde se sentaba para conducirla.
—Quiero sentarme. ¿Puedo? ¿Aún se puede abrir? ¿Crees que sigue funcionando?
Zeke saltó antes de que su madre pudiera impedírselo, aterrizando en los peldaños al borde de la estancia repleta de escombros.
—¡Espera! —dijo Briar, y fue tras él—. Espera, ¡no toques nada! Hay cristales por todas partes —advirtió. La linterna que sostenía todavía se balanceaba a causa de su salto, de modo que parecía como si la habitación polvorienta y medio derruida estuviera llena de estrellas.
—Tengo los guantes puestos —dijo Zeke, y comenzó a trepar, en un ascenso que lo llevaría junto a los taladros, hasta coronar el asiento del piloto.
—Espera —dijo Briar, imperiosa y urgentemente.
Zeke se detuvo.
—Deja que te lo explique, antes de que me pidas que lo haga.
Briar bajó las escaleras y trepó tras él, sobre los montones de escombros y rocas y lo que quedaba de los muros que envolvían a la Boneshaker como el caparazón de una langosta.
—Me juró que fue un accidente —dijo Briar—. Dijo que hubo un problema con la dirección y la propulsión, que la cosa se le escapó de las manos. Pero, como puedes ver, dejó la máquina aquí de nuevo, en el sótano, cuando terminó con ella.
Zeke asintió. Se arrodilló y apartó toda la arenilla y el polvo que pudo con las manos, descubriendo más porciones de la armadura de acero con sus bordes dentados del tamaño de puños.
—Me juró que no sabía qué pasó con el dinero porque no lo cogió, y me juró que nunca tuvo intención de hacerle daño a nadie. Y, lo creas o no, durante un par de días pudo esconderse aquí. Nadie sabía exactamente adónde había ido la máquina. Al principio, nadie sabía que la había traído de vuelta a casa, como si empujara un carrito.