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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (45 page)

Se esforzó por doblar los brazos de manera que llegara a tocar la ardiente línea que recorría sus omoplatos, pero le resultó imposible, y se rindió cuando llegó a la conclusión de que no estaba muerto, y tampoco muriéndose. A decir verdad, la cabeza aún le dolía bastante más que cualquier otra parte de su cuerpo, incluida su mano herida.

Zeke se encogió sobre sí mismo, horrorizado por la escena que tenía lugar ante él.

A su alrededor, la estancia se había dividido en facciones. Era justamente lo que parecía al oírlo desde el piso de abajo: toda una guerra. Sin embargo, contrariamente a lo que todo el mundo le había estado contando, no vio podridos; no vio tambaleantes y silbantes criaturas como las que le habían descrito. Solo vio hombres, armados, con cara de pocos amigos y disparando sin cesar en una estancia de suelo agrietado que fue en otro tiempo de perfecto mármol. A un costado había un grupo de tres chinos, acompañados de un par de hombres que vestían como los tripulantes de la Clementine. Al otro lado, Zeke vio a Lester y a un puñado de hombres que parecían proceder de la estación de tren.

Del techo caía una cascada de relucientes luces como las formaciones rocosas de una cueva, prestando luz de sobra para iluminar los terribles sucesos que tenían lugar en cada esquina de la estancia.

A lo largo de los muros sin ventanas había sillas acolchadas y plantas hechas de seda que nunca sería necesario regar, aunque tendrían que remendarles los agujeros de las balas. Detrás de ellas, y amontonados bajo los asientos y tras las filas de sillas que estaban unidas y atornilladas al suelo en ordenadas líneas como las que se encuentran en una sala de espera, había hombres con el ceño fruncido que hacían todo lo posible por obligar a sus oponentes a rendirse, o por matarlos sin más.

Zeke no estaba muy seguro de dónde estaba. Parecía el vestíbulo de una estación de tren. Y no conocía a ninguna de esas personas, salvo a Lester, ni sabía por qué combatían. Algunos llevaban máscaras y otros no, y al menos tres de ellos habían muerto, y yacían en la reluciente superficie, dos bocabajo y uno boca arriba. Al que estaba boca arriba le faltaba la mayor parte de la garganta, y sus ojos estaban abiertos, mirando vacíos el cielo al otro lado del techo.

Sin embargo, uno de los que estaban bocabajo llevaba máscara.

Y, para sorpresa de Zeke, el gigantesco tipo con armadura con el que se había topado en el pasillo estaba en esos momentos quitándosela. El cuello del difunto se agitó como un calcetín vacío, y con un tirón final, la máscara cayó por fin.

El hombre de la armadura se dio media vuelta, buscando la entrada del pasillo y la puerta situada justo detrás. Al ver que la puerta estaba abierta y que Zeke ya no estaba allí, blasfemó en voz alta y giró sobre sí mismo. Una bala rozó su omoplato produciendo un sonido leve, como un platillo, pero no pareció hacerle ningún daño.

Vio a Zeke escondido tras las cajas.

Por un instante, Zeke pensó que iba a desenfundar una enorme pistola de su mochila y a dispararla, y después Zeke se desintegraría en mil pedazos, y ni siquiera su madre lo reconocería ya.

En lugar de eso, el hombre hizo una bola con la máscara y la dejó en el regazo del muchacho antes de darse media vuelta y desenfundar un gigantesco revólver de su cinto y comenzar a disparar sin cesar. Creó una barrera de balas de un extremo a otro de la estancia, protegiendo de ese modo su propia huida o la de Zeke; ya no estaba seguro de cuál.

En el extremo más alejado de la estancia había otra puerta, y algo enorme la estaba golpeando desde fuera. O quizá no era algo grande, sino varias cosas de tamaño normal.

No era un golpeo violento, como el de un ariete o un artefacto mecánico, sino una presión más constante, más trabajada e intensa, que trataba una y otra vez de abatir la puerta; que, por cierto, parecía estar fuertemente reforzada. Incluso desde su limitado punto de vista, Zeke se daba cuenta de que la puerta había sido trabajada casi como si se esperara que un ejército se diera de bruces contra ella.

¿Era este ese ejército?

La puerta resistía por el momento, pero el hombre de la armadura estaba gritando:

—¡Vamos, vuelve abajo! ¡Busca otro camino, Ezekiel! —Y añadió, por si no había quedado claro a quién se dirigía—: ¡Sal de aquí!

Zeke cogió la máscara y se puso en pie.

A su izquierda, tras una cortina, un hombre chillaba y caía al suelo, arrastrando consigo la cortina, que lo cubrió como una mortaja. Alrededor de los ribetes de adorno surgía un charco rojo que se extendía por los remolinos grabados en el pulcro suelo.

Capítulo 25

Los ojos de Zeke fueron de un lado a otro, inspeccionando la estancia de parte a parte en busca de alguna otra salida. ¿No era eso lo que le acababa de decir el hombre de la armadura; que buscara otra salida? Pero, a excepción de la puerta que trataba de resistir los vigorosos envites que llegaban del otro lado, y el pasillo por el que había llegado hasta aquí en un principio, no veía ninguna otra manera de salir.

El hombre de la armadura de acero se había quedado sin balas.

No, solo una de sus armas se había quedado sin balas. Guardó la pistola vacía en el cinto, contra su vientre, que estaba protegido por una placa metálica. Tenía otra arma guardada entre el cinto y la cadera; la sacó y comenzó a disparar mientras retrocedía.

Zeke contó a otros ocho hombres que disparaban sus armas desde detrás de sillas y trincheras improvisadas. Supuso que antes o después todos ellos se quedarían sin munición y tendrían que detener el conflicto. Pero, de momento, el plomo estallaba sin cesar, de un lado a otro, como granizo empujado por el viento.

Zeke quería salir de allí. Y la espalda del de la armadura comenzaba a aproximarse al pasillo; estaba intentando que Zeke regresara al piso de abajo, y puede que esa no fuera una idea tan mala después de todo.

El camino era francamente sencillo, y contaba con un tío enorme con una armadura atrayendo toda la atención. Por otro lado, sin duda iba a seguirlo abajo. Pero ahí arriba, solo había muerte y confusión.

Decidió jugársela.

Dio un salto que se convirtió en un corto, muy corto vuelo de las cajas al centro del suelo, y terminó la maniobra con una voltereta en carrera que lo mandó escaleras abajo de cabeza. Quince segundos después, el hombre de la armadura fue tras él, más grácilmente de lo que Zeke habría esperado.

Sostuvo la puerta y la cerró con toda la fuerza que le permitía su constitución en el mismo momento en que alguien más chocaba contra ella desde el otro lado.

Zeke cayó de bruces, tropezando, y rodó hasta que ya no pudo ver lo que estaba ocurriendo por encima de él, tan solo oírlo. Estaba en el piso de abajo de nuevo. Allí todo estaba mucho más tranquilo; incluso los disparos quedaban amortiguados por el techo y los muros de piedra que lo rodeaban.

Estaba donde había empezado, y sintió una cierta sensación de fracaso, hasta que se acordó de la máscara que llevaba en la mano como si fuera un chaleco salvavidas.

Minnericht predijo que Zeke no tendría máscara, y parecía que se había equivocado. Cierto, se la había arrebatado a un difunto, pero el muchacho trató de no pensar demasiado en el tipo de destino que el visor había ocultado recientemente. Intentó razonar y concluyó que el otro ya no podía usarla, así que no había nada de malo en cogerla, y eso tenía sentido. Sin embargo, no hizo que se sintiera mejor cuando recorrió con el dedo la parte interior del cristal y notó la humedad que había dejado el último aliento de otro hombre.

Ahora que tenía máscara, no sabía adónde ir o qué hacer con ella. Se preguntó si debería esconderla, quizá en su cuarto, y esperar a que las cosas se calmaran un poco. Pero eso no parecía la mejor opción.

Escaleras arriba, el hombre de la armadura se mantenía firme, pero Zeke no podía saber cuánto más iba a aguantar.

Escaleras abajo, en el pasillo con la fila de puertas y el ascensor al final, no había nadie salvo Zeke.

No tenía ni idea de si eso era bueno o malo. No podía dejar de pensar que algo había ido terriblemente mal, y que la tranquila cena de la que había disfrutado hacía muy poco había desembocado en una situación francamente desagradable. El caos reinante arriba comenzaba a amainar, lentamente, y lo mantenía a raya tan solo una puerta que estaba siendo sometida a un violento asalto.

Zeke, paralizado por la indecisión, escuchó atentamente mientras los disparos se espaciaban cada vez más en el piso de arriba. Los golpes y las sacudidas sonaban lejanos a sus oídos, y la sensación de urgencia era cada vez menor. Los gruñidos del hombre de la armadura, que sostenía la puerta, eran severos y voluntariosos.

En el otro extremo del vestíbulo, el ascensor comenzó a moverse con un traqueteo metálico de cadenas. Zeke aún sostenía en la mano la máscara extraviada. La hizo una bola y la guardó bajo su camisa. Y, para que nadie pudiera acusarlo de escabullirse, gritó:

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Doctor Minnericht? ¿Yaozu?

—Estoy aquí —dijo Yaozu antes de que Zeke pudiera verlo.

El asiático saltó del ascensor antes incluso de que hubiera tocado el suelo. Vestía con un largo abrigo negro que Zeke no le había visto llevar hasta entonces. Su rostro no expresaba demasiada alegría, y cuando vio a Zeke su humor no mejoró.

Extendió un largo brazo y aferró el hombro de Zeke.

—Ve a tu cuarto y cierra la puerta. Está reforzada por dentro, con cerrojo. Haría falta una catapulta para echarla abajo. Estarás a salvo allí, de momento.

—¿Qué está pasando?

—Problemas. Haz lo que te digo y aguarda. Ya pasará. —Empujó a Zeke por el pasillo, alejándolo de la puerta por la que había bajado y del hombre de la armadura, que seguía resistiendo escaleras arriba.

—Pero no quiero… estar encerrado. —Zeke miró por encima de su hombro, y se preguntó qué estaría pasando al otro lado de las escaleras y la puerta.

—La vida es dura —dijo Yaozu sin más. Se detuvo ante la puerta del cuarto de Zeke, giró al muchacho para encararse con él, y siguió hablando rápidamente—: El doctor tiene muchos enemigos, pero no están bien organizados, y no suponen una verdadera amenaza para nuestro pequeño imperio. No sé por qué, pero esas fuerzas dispersas parecen haberse unido de repente. Sospecho que tiene algo que ver contigo, o con tu madre. Sea como sea, ahora están unidos, y están montando un buen jaleo.

—¿Jaleo? ¿Qué tiene eso que ver con nada?

Yaozu alzó un dedo y apuntó con él al techo. Después, murmuró:

—¿Has oído eso? No son armas, ni gritos. Los lamentos, los gruñidos. Esos no son hombres. Son podridos. El jaleo atrae su atención. Les hace saber que hay comida cerca. —Y entonces insistió—: Si quieres sobrevivir esta noche, cierra la puerta y déjala cerrada. No te estoy amenazando, solo quiero que sigas vivo, como gesto de cortesía profesional.

Y después se marchó pasillo abajo y desapareció tras el recodo seguido por los faldones de su abrigo.

Zeke abandonó de inmediato el umbral de su cuarto y corrió de vuelta hacia la escalera, esperando averiguar algo nuevo o encontrar la puerta abierta y el camino hacia arriba despejado. Por lo que sabía, los combates podían haberse desplazado a otro lugar, y así podría seguir buscando una salida.

Podía oír aún el tumulto, y después escuchó un aullido que pareció más el rugido de un león que la exclamación de un hombre.

Casi hizo que echara a correr, pero un nuevo sonido llamó su atención, uno menos amenazante. Parte jadeo y parte lamento, el tenue aullido procedía de algún lugar cercano, del otro lado de una puerta que no estaba del todo cerrada pero que tampoco parecía una invitación clara a investigar.

Investigó de todas maneras.

Empujó la puerta y descubrió una pequeña cocina que no parecía una cocina en absoluto. Pero ¿qué otro tipo de cuarto iba a tener tantos cazos, sartenes y ollas?

Dentro hacía demasiado calor a causa de los fuegos encendidos. Zeke entrecerró los ojos por el calor y trató de escuchar, entonces oyó el inquietante jadeo una vez más; procedía de debajo de una mesa que estaba medio cubierta con un mantel de loneta que en otro tiempo fue un saco. Apartó el pedazo de tela y dijo:

—Eh, ¿qué estás haciendo ahí abajo? ¿Estás bien?

Porque Alistair Mayhem Osterude estaba debajo de la mesa, escondiéndose, y encogido en posición fetal con los ojos tan abiertos que no parecían ver nada en absoluto, o absolutamente todo.

Estaba babeando, y en las comisuras de la boca tenía varias llagas recientes que parecían quemaduras. Silbaba con cada respiración. Era el sonido de la cuerda de un violín que se tañe lentamente en toda su longitud.

—¿Rudy?

Rudy abofeteó la mano extendida de Zeke, y después retiró el brazo y se arañó el rostro. Murmuró una palabra que quizá fuera «no» o cualquier otra sílaba que expresara resistencia.

—Rudy, pensé que habías muerto. Cuando chocaron con la torre, pensé que habías quedado sepultado en algún lugar. —No añadió que parecía medio muerto. No se le ocurría ninguna manera educada de mencionarlo.

Cuanto más lo miraba, más se convencía de que Rudy estaba malherido; puede que no tanto como para estar muerto, pero lo suficiente. Tenía la nuca llena de heridas, y su brazo derecho pendía de su cuerpo de manera algo extraña. Su hombro sangraba tanto que tenía toda la manga húmeda y teñida de escarlata. Su bastón estaba fracturado; había una enorme grieta a lo largo de uno de sus costados. No parecía que funcionara ya, ni siquiera para ayudarse a caminar, y desde luego no como arma. Rudy lo había dejado caer a un lado, y no le prestaba la menor atención.

—¿Rudy? —preguntó Zeke, mientras golpeaba con el nudillo una botella apoyada en el torso del caído—. ¿Qué es eso? ¿Rudy?

Su respiración había pasado a ser de trabajosa y superficial a casi imperceptible. Las enormes pupilas negras, que no miraban nada y lo miraban todo al mismo tiempo, comenzaron a menguar hasta convertirse en diminutos puntos. Una extraña sacudida hizo que el estómago de Rudy se hinchara de repente, y ascendió hasta que le tembló la garganta y después la cabeza. Había babas en la parte inferior de la mesa, y en las mangas de Zeke.

El muchacho retrocedió.

—Rudy, ¿qué te está pasando?

Rudy no respondió. Alguien lo hizo por él, desde el umbral.

—Se está muriendo. Justamente lo que quería.

Zeke se giró y se incorporó tan rápidamente que su hombro tropezó con el borde de la mesa, que se tambaleó, aunque logró evitar que cayera.

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